jueves, 17 de junio de 2010

DISCURSO A LAS JUVENTUDES DE ESPAÑA

Ramiro Ledesma Ramos

NOTA PREVIA
I ¿QUÉ TENEMOS ANTE LAS VISTA?
II LOS PROBLEMAS DE LA JUVENTUD NACIONAL
III ESQUEMAS ESTRATÉGICOS
IV INVOCACIÓN FINAL A LAS JUVENTUDES
PRIMERA DIGRESIÓN ACERCA DEL SIGNO REVOLUCIONARIO DE LAS JUVENTUDES
SEGUNDA DIGRESIÓN ACERCA DEL PERFIL ACTUAL DE EUROPA
          1. Pacifismo, Sociedad de Naciones e imperialismo francés
          2. El bolchevismo ruso y la proyección mundial de la subversión roja
          3. El fascismo italiano. El segundo mensaje de las juventudes subversivas
          4. Racismo socialista en Alemania
          5. La impotencia o incapacidad revolucionaria del marxismo
          6. La descomposición demoliberal. Decrepitud de las formas políticas y económicas de la burguesía individualista
          7. El paro forzoso. La humanidad a la intemperie
          8. La uniformación de las masas. El uniforme político y su autenticidad
FINAL


NOTA PREVIA


¿Tiene el lector en su mano un libro político? La política, en el único sentido profundo que posee, no es una ciencia abstracta, que se nutra y sostenga de ideas generales, de simples y puros raciocinios. Es más, no es una ciencia, ni realmente tiene mucho que ver con la ciencia. La política, y expresar esto no supone invento alguno original, es un arte, y, sobre todo, una estrategia.

Por tanto, un libro, si aspira a ser de algún modo un libro político, tiene que resolver o abordar dificultades de orden estratégico. Ha de basarse en hechos y, en mayor o menor escala, extraer de ellos el camino hacia hechos nuevos. No hay política abstracta. No hay tampoco política quieta, en reposo, para ser cumplida o realizada dentro de diez años.

Ahora bien, resulta que he trabajado en este libro durante unas semanas en que me he visto forzado a hacer una especie de alto, de vacaciones, en las tareas políticas activas, concretas y diarias, que hasta aquí, desde 1931, constituyen mi labor. En esos años tuve la fortuna de realizar un hallazgo, de cuya importancia y fertilidad está ya dándose perfecta cuenta un ancho sector de jóvenes españoles.

Ese hallazgo no fue otro que el de descubrir para España una perspectiva histórica y política, que se nutriese a la vez de las dos únicas palancas hoy de veras eficaces para hacer de España lo que esta generación debe conseguir que sea: una Patria justa, grande y liberadora.

He aquí esas dos palancas: una, la idea nacional, la Patria como empresa histórica y como garantía de existencia histórica de todos los españoles; otra, la idea social, la economía socialista, como garantía del pan y del bienestar económico de todo el pueblo. Me cupo, al parecer, la tarea de unificar esas dos banderas, dotarlas de los símbolos emocionales necesarios y señalar y poner las piedras primeras de una organización que las interpretase. Todo eso ya está ahí, anda por España, y creo que de un modo insoslayable y visible. Son las J.O.N.S.

Pues este libro ha sido escrito durante las justas semanas que he permanecido al margen del movimiento, por diferencias irresolubles con quienes en él preponderan hoy, y es hijo, por tanto, de un período en cierto modo alejado de la política activa.

De ahí su carácter peculiar, su carácter de Discurso, no a estas o a aquellas gentes concretas que tuviese delante, sino a las juventudes de España, categoría genérica, difícilmente puesta por nadie en fila. Es un discurso, por tanto, que tenía que encontrar y buscar expresión, no en un estilo directo — según corresponde a los discursos políticos —, sino en una línea realmente discursiva, general. Eso le veda, pues, una proyección cercana sobre los acontecimientos diarios y le imprime por fuerza un aire de amplitud más ambiciosa.

Quizá además ocurre que ciertas cosas hay que decirlas todavía así en España, con cierta envoltura conceptual y sin la responsabilidad de las decisiones políticas a que, de otro lado, pronto o tarde obligarán. Bien estará hacerlo aprovechando las circunstancias en que, según dije antes, me encuentro al escribir estas líneas: fuera de una disciplina concreta de partido.

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Creo firmemente que el mundo entero, y de modo singular Europa, atraviesa hoy una época de amplias y grandes transformaciones. En la disgregación final, que publico a continuación del Discurso, sostengo el criterio de que las realidades subversivas que presiden hoy la trasmutación europea tienen lugar bajo un signo extraño: el de ser sus ejecutoras y realizadoras, no las fuerzas tradicionalmente revolucionarias, como por ejemplo el marxismo, que habían llegado a nuestra época provistas de una doctrina y de una táctica revolucionarias, sino otras surgidas en estos mismos años, y que se caracterizan tanto por su expresión nacional y por aparecer vinculadas a las juventudes como por conseguir su victoria a costa precisamente del marxismo.

Pues bien, este Discurso, ante la creencia de que se avecinan también en España las manifestaciones decisivas de la subversión moderna, quiere plantear a nuestras juventudes la necesidad de que conviertan asimismo la revolución en revolución nacional, liberadora del pueblo y de la Patria, haciendo de la coyuntura trasmutadora la gran ocasión histórica para que España realice sus grandes destinos. Que ello sea así, depende sólo de que las juventudes encuentren su camino, estén a la altura de él y lo recorran militarmente.

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El momento mismo en que he dado fin al libro coincide con el de mi reintegración a la política militante, función reconozco y veo como fatalmente ligada a mi destino. No quiero ser de los que hurten lo más ligero de su rostro a la etapa histórica en que ahora mismo penetra nuestra Patria española. Entro de nuevo, pues, en batalla, tras de la justicia que apetecen y necesitan las masas populares y tras de la unidad, la grandeza y la libertad de España.

Sólo deseo que estas páginas, hijas del interregno a que antes he aludido, sirvan de algo para orientar eficazmente las luchas revolucionarias que hoy desarrolla la juventud nacional.

Ramiro Ledesma Ramos

Mayo, 1935.



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I

¿QUÉ TENEMOS ANTE LA VISTA?

I. INFECUNDIDAD DE LA CRÍTICA

II. LA LEJANÍA HISTÓRICA

III. LA HORA DEL IMPERIO Y LA DE LA DERROTA

IV. LA PUGNA ESTÉRIL DEL SIGLO XIX

V. LA RESTAURACIÓN

VI. LA REPÚBLICA. EL 14 DE ABRIL

Parece, camaradas, que todos los presagios coinciden hoy en señalar firmemente con el dedo a las actuales juventudes españolas como las únicas fuerzas creadoras y liberadoras de que la Patria dispone.

Yo lo creo también sin vacilar, y así os lo digo a vosotros con la emoción del camarada, el optimismo del soldado y la esperanza propia de todo español auténtico y verdadero. Este discurso intentará, pues, examinar de cerca el bagaje de las juventudes, mostrarle su presente, la realidad sobre la que hoy se encuentran acampadas, y, por último, configurarle el triunfal destino a que deben aspirar sus luchas.



I. INFECUNDIDAD DE LA CRÍTICA

Lo único que no puede serle exigido a las juventudes actuales de España es que desarrollen una labor de índole crítica. La fecundidad de la crítica es siempre muy limitada. Se reduce a darle vueltas a las cosas, a descubrir su revés, sus pliegues, la posible verdad oculta que lleven dentro. Pero jamás la crítica servirá para desentenderse por entero de lo que tiene delante, y nunca asimismo podrá vencerlo y sustituirlo por una cosa nueva y diferente.

Si las juventudes están disconformes con lo que encuentran, no tienen necesidad de justificar con muchas razones su actitud. No tienen que explicar la disconformidad, tarea que absorbería su juventud entera y las incapacitaría para la misión activa y creadora que les es propia. Pues la crítica se hace con arreglo a unas normas, a unos patrones de perfección, y todo esto tiene que ser en realidad aprendido, le tiene que ser enseñado a las juventudes, no es de ellas ni forma parte de ellas.

Pero un mínimum de crítica, en el sentido de apreciación o valoración de lo que hay delante, es quizá indispensable. Para realizar esa mínima función orientadora, en el número de páginas más breve posible, dirigiremos la vista fugazmente ante el pasado de la Patria, y luego, con un poco más de fijeza, examinaremos el período que nos ha precedido de modo más inmediato, la Restauración, para detenernos asimismo a escrutar el terreno que hoy pisamos, la República.

Conviene antes, camaradas, que hagamos una advertencia, a modo de ilustración y guía de todo el Discurso: que en España no van bien las cosas, al parecer desde tiempos remotos, lo saben ya los españoles desde que nacen. Hay y existen mil interpretaciones, mil explicaciones, acerca de los motivos por los que España camina por la historia con cierta dificultad, con pena y sin gloria. Es hora de renunciar a todas ellas. Son falsas, peligrosas, y no sirven en absoluto de nada. Bástenos saber que sobre España no pesa maldición alguna, y que los españoles no somos un pueblo incapacitado y mediocre. No hay en nosotros limitación, ni tope, ni cadenas de ningún género que nos impidan incrustar de nuevo a España en la Historia universal. Para ello es suficiente el esfuerzo de una generación. Bastan, pues, quince o veinte años.



II. LA LEJANÍA HISTÓRICA

Parece que España lleva doscientos o más años ensayando el mejor modo de morir, y la poca historia que las juventudes saben les basta para que se inicie en ellas la sospecha de que a lo largo de todo ese enorme período — de decadencia o de lo que sea — España ha sido dirigida y gobernada por gentes, grupos e ideas a quienes caracteriza una mentalidad de liquidadores, de herederos y de cobardes. Mucho hay que andar hacia atrás en el camino de la historia para encontrar victorias plenas y pulsos firmes. Renunciamos a andar con exceso tal camino. Porque si para la actitud de despego hacia esa larga e inacabable zona histórica de la liquidación nos es suficiente barruntar o sospechar que ha existido, también para la actitud admirativa y de orgullo por horas magníficas de nuestra propia raza nos basta sospechar asimismo que han tenido, en efecto, realidad formidable algún día.

Aparte de que no es en la historia, en el pasado histórico, donde hemos de dar nosotros la batalla. Necesitamos, si ésta ha de ser eficaz, enemigos cercanos y concretos. Por eso, en vez de remontarse España atrás, en busca del hecho fatídico, el hombre culpable o las ideas virulentas a quienes imputar las responsabilidades por la Patria deficiente que hoy tenemos, nos corresponde percibir y descubrir los hechos, los hombres y las ideas de esta misma hora. En otro caso, correremos el peligro de luchar contra fantasmas y contra enemigos ilusorios, lo que nos convertiría a nosotros también en fantasmas y en repugnantes desertores.

No nos es lícito, pues, dirigir la mirada al pasado español con languidez alguna, a descansar en él y admirar en él la grandeza que en él haya y de que nosotros hoy carecemos. Si para eso sirviese el pasado glorioso de España, habría que renunciar a él y borrarlo sin vacilar del recuerdo de los españoles. Pero España tiene en su pasado no sólo jornadas triunfales y éxitos magníficos, sino también catástrofes considerables, desplomes históricos ruidosos. El mismo peligro encierra pasarse la vida celebrando los primeros que lamentando los segundos.

La historia de la Patria es para nosotros problema sencillo: nos hacemos responsables de ella y la aceptamos en toda su integridad. Pero a los efectos de nuestro presente, la tradición histórica es apenas válida. Sólo es estimable de ella lo que llegue a nosotros como valores vivos, buenos o malos, y que florezcan y alienten a nuestra vera. Para contestar a la pregunta de qué nos entrega la historia, no hay que ir mucho a los cronicones y a los libros, sino mirar con fijeza a nuestro propio tiempo, porque es en él, en su clima, donde tenemos que encontrar los datos de la respuesta.

Ahora bien, la dimensión histórica es por fortuna inesquivable. Saberse nacido en el seno de un gran pueblo, en el que gentes de la misma sangre que uno, poco más o menos igualmente dotados que uno, realizaron empresas de relieve histórico formidable, es sin ninguna duda un ingrediente de gran fertilidad. Se tiene así la certeza de moverse en el círculo de las ambiciones legítimas, y de que sólo es cuestión de ingenio, de heroísmo y de voluntad el atrapar de nuevo las riendas del triunfo.



III. LA HORA DEL IMPERIO Y LA DE LA DERROTA



España culmina a mediados del siglo XVI. Recogía entonces las ventajas de haber hecho su unidad nacional. Había descubierto América y realizando en gran parte su conquista. Tenía las instituciones más eficaces de la época. Disponía de una tarea gigantesca, formulada a base de conjugar los dos más poderosos resortes de la historia: la fe religiosa y el Imperio. España descubría y conquistaba territorios con la cruz en la mano y los ganaba para le fe católica, contribuyendo ésta luego a hacer sólidas las conquistas y a nacionalizar a los nuevos súbditos con el sello profundo de la fe.

El espectáculo que ofrece España desde 1492 a 1588 es de una grandeza difícilmente lograda por pueblo alguno en ninguna época. Se produjo en nuestro suelo una revolución auténtica. La que hizo posible el paso de un pueblo particularista, recién salido de un largo pleito local, como en realidad fue la Reconquista, a un pueblo de preocupación universal, navegante, colonizador, ambicioso. El Imperio de Carlos I hizo posible, no sin grandísimo esfuerzo, toda esa enorme transmutación. Tuvo que producirse en España el hecho de venir de fuera de ella un joven Rey, enraizado de una parte con la tradicional dinastía de Castilla, pero revestido a la vez de características profundamente extrañas, para que el pueblo español adaptase el perfil imperial y poderoso que requerían los tiempos.

La España comunera — con muchas pequeñas razones de su parte — fue la manifestación reaccionaria que se produjo contra el hecho verdaderamente revolucionario y magnífico del Imperio. Triunfo, no sin superar humillaciones y dolores: el episodio de la rapacería de los primeros acompañantes del César, la añoranza de las viejas libertades, etc. Pero eso es la entereza y el precio que pide y exige la Historia a aquellos a quienes encarga que actúen de impulsores, de conductores y creadores mundiales. Si triunfan los comuneros en Villalar e imponen a Carlos I un reinado «nacional» y estrecho, todo el gran siglo XVI español se hubiera quizá frustrado. No habría podido llevarse a cabo la obra de los conquistadores, y menos aún, claro, hubiera existido proyección victoriosa de España sobre Europa. La pugna entre los comuneros y el concepto imperial de Carlos V, es quizá el primer hecho que se produce en nuestra Patria representativo de una profunda dispersión, de una ruptura nada fácilmente soldable, entre dos porciones de España por una distinta manera de entender el destino histórico de los españoles.

Todo lo grande, rápida y triunfal que fue la elevación de España, fue luego también de vertical su descenso. Porque no se crea que ésta se efectuó a lo largo de una decadencia de vasta duración. No. La decadencia se produjo en las instituciones dirigentes — Monarquía e Iglesia — a comienzos del siglo XVII y alcanzó al espíritu y al ánimo del pueblo muy poco más tarde. Desde entonces hasta hoy, en España no ha habido decadencia propiamente dicha, sino más bien ausencia, apartamiento real de la historia.

Y hasta deberá quizá decirse, camaradas, que no es tampoco el de decadencia el término que corresponde a la hora descensional de España. Al hablar de un pueblo que decae, parece indicarse que eso le acontece y ocurre en virtud de causas internas, procedentes de él, como un fenómeno en cierto modo natural de vejez. Conviene reaccionar contra este juicio aplicado a eso que se ha llamado la decadencia de España. Nuestra Patria, y esto lejos de convenir que sea ocultado creo por el contrario que conviene repetirlo mucho, FUE VENCIDA. En la historia de España desde el siglo XVII acá no hay nada raro o difícil de entender: ESPAÑA FUE DERROTADA, VENCIDA, POR IMPERIOS RIVALES. Esos imperios tenían un doble signo. Económico, comercial, material, uno: el de Inglaterra. Moral, espiritual, cultural, otro: el de la Reforma. ¿Pero se le ocurriría a alguien la actitud criminal de dar la razón a los vencedores?.

España, por las causas que fueren, no consiguió atrapar el imperio complementario a aquel que era su fuerza y su gloria durante el siglo XVI. Ese imperio complementario, y que si ella no lo conseguía tenía necesariamente que caer en manos de otros, era el de ser el pueblo impulsor de la revolución económica que ya entonces se preveía. Perdió España la oportunidad de ser el pueblo pionnier de la nueva economía comercial, burguesa y capitalista, y ello la desplazó asimismo del predominio, dejándola sin base nutricia, sin futuro.

Pues no se manejan impunemente ciertos instrumentos, y lo que conduce de la mano a España a la derrota es su casi exclusiva vinculación a valores de índole extramaterial e incluso extrahistórica. Desde la gran reforma de la Iglesia hecha por los Reyes Católicos, España, el poder español, utiliza la fe religiosa como uno de sus instrumentos más fértiles. España pagó en buena moneda los servicios que el catolicismo prestó a su Imperio. Pues gracias a España, al genio español, visible y eficaz tanto en el Concilio de Trento con sus teólogos como en los campos de batalla bajo el pendón de la cruz católica, el catolicismo ha sobrevivido en Occidente, esperando en Roma una nueva coyuntura de aspiración a la unidad espiritual del mundo. Sin España, sin su siglo XVI, el catolicismo se habría quizá anegado y la vida religiosa de Europa estaría representada en su totalidad por un conjunto de taifas nacionales más o menos cristianas.

España, repito, fue vencida. Sólo se alcanza la categoría de vencido después de haber luchado, y eso distingue al vencido del desertor y del cobarde. Después de su derrota histórica, España no ha tenido que hacer en el mundo otra cosa que esperar sentada. Se ha vivido en liquidación, pues la hora culminante fue también próvida en riquezas espirituales y territoriales, que sirvieron luego a maravilla para una larga trayectoria de generaciones herederas y dilapidadoras. Poco a poco el imperio territorial fue naturalmente desintegrado, restituido el pueblo a su pobre vida casera, apartado de la grandes contiendas que en el mundo seguían desarrollándose. El pueblo ha seguido en su sitio, fiel a su nacionalidad, que defendió en la Guerra de Independencia contra los ejércitos más poderosos de Europa, y extraño a otra ilusión que la de que se administrasen bien sus últimos y misérrimos caudales. No perturbó lo más mínimo el proceso liquidador con revolución alguna. Siguieron las instituciones. Bastante hicieron quizá éstas, en medio de las dos centurias de depresión, con conservar intacto el solar de la Península. No sin peligros. A comienzos del siglo XVII, ya corría por Europa un plan de desgajamiento y balcanización del territorio peninsular, Europa tiraba de Cataluña. Llegó a haber allí virreyes franceses. Se logró no obstante vencer ese proceso canceroso y se conservó la unidad de España. Ha sido la única victoria desde la culminación del Imperio. Aunque empalidecida en el Oeste con la no asimilación de Portugal y avergonzada en el Sur con Gibraltar en manos de Inglaterra.



IV. LA PUGNA ESTÉRIL DEL SIGLO XIX

En todo el siglo XIX se representa el doble drama de unas fuerzas que trataban de resucitar y defender la tradición de España, desconociendo de hecho su antecedente, el Imperio, y de otras que pretendían liberarse de esa tradición, inaugurando un futuro revolucionario. Ni las primeras podían restaurar en serio la antigua tradición española ni las segundas hicieron revolución de ninguna clase.

Los españoles se polarizaron a lo largo del siglo XIX en torno a esos dos irreductibles fórmulas, defendidas con tal tesón y tal tenacidad, que ambas han sobrevivido a través de cien años de luchas mutuas, sin que ninguna de ellas haya rendido las armas y sin que ninguna haya asimismo triunfado en sus afanes.

Lo primero que debe observarse en las luchas políticas del siglo XIX es que no son propiamente políticas, sino más bien luchas religiosas. Contemplándolas a distancia, las advertimos de esterilidad irremediable. Los defensores de la tradición no podían representar para España otra perspectiva que la de seguir guardando intacta la reserva española, si así puede decirse, y los otros, los pseudo-revolucionarios, sólo hubieran representado de verás un papel histórico positivo si su triunfo se hubiera dirigido a hacer entrar al pueblo español el orden de las nuevas posibilidades que ofrecían al mundo la cultura técnica, la mecanización industrial y el nacionalismo vigoroso correspondiente a una burguesía numerosa y rica.

Fueron, repetimos, luchas religiosas, si bien efectuadas en el plano político, es decir, no entre dos religiones positivas diferentes, como sería lo natural, sino entre quienes eran católicos —al modo, claro, que habían sido siempre católicos los españoles, desde el Estado y a través del Estado— y quienes no lo eran o lo eran con mucha tibieza. Por eso, la pugna se desarrolló en torno al clero más que en torno a los dogmas. De un lado, clericales. De otro, anticlericales.

Las dos facciones que lucharon a todo lo largo de la centuria eran incapaces de obtener de su victoria eficacias plenas. La España, tradicional, católica, apiñada junto a las iglesias, no podía aspirar sino a una actitud estática, de conservación, de defensa. Los otros, los desprendidos, como actuaban en un país de formas económicas muy retiradas, se enredaron en una serie de doctrinarismos abstrusos que bordeaban hasta la traición nacional y no consiguieron la colaboración de las masas populares. Como consecuencia de la incapacidad de unos y de otros, la única línea permanente vino a ser la serie inacabable de pronunciamientos militares, resultando así el Ejército, más que un organismo para hacer la guerra, un vivero de políticos y estadistas: Espartero, O´Donnell, Narváez, Serrano, Prim, etc, etc.

España necesitaba con urgencia de un período en que las dos banderas decimonónicas entrasen como el Guadiana en una vía subterránea. Después del fracaso de ambas, esto es, después de que la España tradicional y católica no clavó de un modo triunfal su fanatismo en el palacio de Oriente, en forma de un ideal guerrero y misionero, de expansión y de fuerza; y después de que la España disconforme se declaró incapaz de enarbolar un ideal nacional, de tipo violento y jacobino, sobre el que asentar una sociedad nueva y unas instituciones nuevas, ambas tendencias merecerían por igual que se las desarticulase y expulsase del reino de las posibilidades políticas. Aquellos propósitos no fueron ni apenas ensayados. Las dos carecían además de sentimientos nacionales firmes. Para los unos, la tradición y el patriotismo consistían en defender fueros, reivindicaciones religiosas, formas de vida local y familiar, es decir, siempre porciones, parcialidades. Para los otros, lo revolucionario estaba vinculado a la libertad de imitar, a la gravitación rapaz de las ciudades contra los campos, etc. (Señalemos en el liberalismo español del siglo XIX un valor fecundo: su sentido de la unidad de España).



V. LA RESTAURACIÓN

Todo eso dio de bruces en la Restauración. Este régimen fue una pura consecuencia del doble fracaso que supuso para España todo el largo y turbulento fracaso a que nos hemos referido. La Restauración tenía ante sí una misión histórica bien clara: anegar las dos estériles corrientes cuyo fracaso terminaba de ser experimentado, y poner a España en condiciones de producir un ideal nacional nuevo, extraído naturalmente de su propio genio y apoyado en formas sociales distintas a aquellas que habían servido de soporte a las viejas luchas. Para ello tendría que vivir como al margen de la vida nacional, sin apoyarse desde luego en ella ni contrariándola.

La Restauración nacía pues bajo el signo de la paradoja. Así, resulta que la Monarquía constitucional, la vigencia de la Constitución llamada del 76, iba a ser un período eficaz y fecundo en el grado mismo en que lograrse sostenerse sin apelar a la realidad nacional. Se tenía entonces por evidente que esta realidad era desastrosa. Fue el momento de Cánovas. Este político, edificador y orientador máximo de la Restauración, se puso a la tarea provisto de los dos ingredientes más oportunos para la labor que tenía delante: un escepticismo radical y un cierto sentido del Estado.

Los políticos de la Restauración no tenían fe alguna en España ni en los españoles. Decían que España carecía de pulso. Decían que español era quien no podía ser otra cosa, y así sucesivamente. Es verdad que nada ocurría en España que desmintiese tales imputaciones. En esa situación, ¿qué podía suceder?. La contestación es bien sencilla: O España extraía de su seno energías verdaderas con las cuales vigorizar aquel recipiente vacío que era el Estado constitucional canovista o se descompondría de un modo irremediable. Esas energías nuevas podían seguir dos derroteros: uno, el que las condujese hacia arriba, hacia el estado, vigorizándolo y nutriéndolo; otro, el que las situase revolucionariamente contra él.

La Restauración tuvo desde luego éxito en uno de sus propósitos: el de permanecer. Duró cincuenta años. Medio siglo es un período de tiempo suficiente para que un pueblo o un régimen descubran, bien la culminación de su triunfo, bien el estrépito de su fracaso.

El reinado de Alfonso XIII — por notoria y personal voluntad del rey — fue un forcejeo continuo por dotar a la Monarquía constitucional de bases de sustentación. Ese forcejeo aparece en su política militar (vigorización del Cuerpo de oficiales con una cierta conciencia y entusiasmo por la unidad de España y su grandeza); aparece también en la expansión marroquí, como posible suelo donde pudiese crecer con alguna lozanía el optimismo nacional; en la tentativa de Maura por sustituir la base anómala, caciquil, del Estado por un apoyo sincero de lo que él denominaba la ciudadanía; en el propósito de elevar el ritmo de la industrialización del país, superando así el único sostén agrario y terrateniente del régimen.

Fuera del Estado y contra el Estado, las ideas y los grupos que operaban bajo un signo revolucionario construyeron sus tiendas de modo bien sencillo: recogieron los residuos ideológicos de sus antecesores del siglo XIX, orientaron en sentido crítico toda la vida intelectual de España, socavaron el espíritu militar naciente, alimentaron las tendencias disgregadoras y autonomistas, hicieron derrotismo integral en torno a Marruecos y mantuvieron una cierta tibieza e ignorancia hacia toda idea nacional o sentimiento de la Patria.

Además, surgieron las organizaciones obreras, desarrollándose al ritmo mismo de la industrialización, naturalmente con un sentido de clase y una doctrina concordante en todos los aspectos prácticos con los anteriores enunciados.

En 1923, fecha final de la vigencia constitucional de la Restauración, España tenía ante sí dos fracasos: el del Estado, el del régimen, que seguía sin haber ampliado lo más mínimo sus bases de sustentación, y el de los núcleos enemigos contrarios al Estado, que no habían producido tampoco lo único que entonces hacía falta: un frente de sentido nacional, con angustia verdadera por los destinos históricos de la Patria española y por los intereses inmediatos y diarios de todo el pueblo. La salvación hubiera estado ahí, sobre todo si disponía de la intrepidez suficiente para acampar con toda audacia en el seno mismo del régimen, aun con este dubitativo propósito: el de hacerlo explotar si le alcanzaba la podredumbre misma del sistema o el de utilizarlo y conservarlo patrióticamente si su permanencia era valiosa.

Como desde fuera no llegó ese remedio, el Rey lo extrajo del seno mismo del Estado: apeló al Ejército. Comienza así la dictadura militar de Primo de Rivera, cuyo defecto originario era ése, el de no venir ni proceder de una realidad nacional, de una acción directa nacional recogida o aceptada por el Rey. Venía y procedía del Estado mismo, y en cierto modo a continuar el sentido de la Restauración, a proporcionar a España un nuevo margen histórico, a ver si ocurría que cobrase o recobrase su conciencia de pueblo unido, ambicioso y de gran futuro.

Pero con la dictadura el Estado ponía proa hacia el camino de los desenlaces. Hacia las horas decisivas. Pues si no lograba de veras robustecer y hacer más consistentes los derroteros oficiales del régimen, éste se hundiría, aunque enfrente y en contra suyo no se alzase nada respetable ni profundo.

La dictadura militar aceleró el ritmo material, industrial de España. Logró la adhesión casi unánime del país, sobre todo en lo que éste tenía de opinión madura, sensata y conservadora. Alcanzó asimismo un éxito notorio en Marruecos. Duró casi siete años. Y a la postre murió agotada, deshecha de muerte natural, de vejez. La Dictadura murió de vieja a los siete años. Como el período constitucional que le precedió murió asimismo de viejo a los cincuenta años de nacer.

Primo de Rivera proporcionó a España siete años de paz, —¡siempre la paz!—, durante los cuales tuvo lugar un auge económico verdadero; pero no hizo reforma agraria alguna —seguía en el fondo la propiedad agraria constituyendo la base principal del régimen—, y no consiguió nunca la colaboración de las juventudes, a pesar de coincidir con la época de la dictadura el momento en que aparece por primera vez en España una conciencia juvenil operante, y a la que había precisamente que sustraer el morbo disociador, antinacional y negativo.

La dictadura militar fue sustituida por el gobierno del general Berenguer, lo que venía a significar un intento de restaurar de nuevo la Restauración, en su signo antiguo, constitucional y ortodoxo. El fracaso fue fulminante, irremediable. Sirvió para que a toda prisa, en una atmósfera liberal, propicia y suave, se organizara la caída del régimen monárquico y su sustitución por la República.



VI. LA REPÚBLICA. EL 14 DE ABRIL

El fenómeno del 14 de abril de 1931, la proclamación de la República, inaugura la situación en que nos encontramos hoy, la realidad misma sobre la que ahora tienen que operar las juventudes, y por eso es de suma importancia que percibamos debidamente su sentido.

Las grandes masas, las grandes mayorías electorales que votaron la República, llevaron al Poder, no a unos hombres, a unas ideas y a una realidad política surgidas y emanadas de ellas, como un producto suyo, coherente, disciplinado y eficaz, sino que facilitaron a unos grupos, unas ideas y unos hombres que en aquel momento representaban, entre otras cosas, la oposición al viejo sistema monárquico de la Restauración y de la dictadura.

Realmente, el 14 de abril de 1931 dio el Poder a todo ese cortejo lacrimoso, crítico y disconforme que desde tiempos muy añejos y remotos venía siguiendo de cerca los pasos desafortunados y vacilantes de la España oficial y tradicional. Reconocer esto es de gran importancia, porque significa que el movimiento republicano que dio vida a la Constitución de 1931 no era una superación de las pugnas antiguas, no representaba una aurora de algo nacional y nuevo, sino que se nutría casi por entero de una actitud ya ensayada, bien conocida, de signo decimonónico y perteneciente al mismo proceso político de la Restauración.

La similitud de las dos fechas, 13 de septiembre de 1923 y 14 de abril de 1931, salta a la vista de un modo notorio. En ambas, el pueblo español desertó de su deber de henchirlas con su signo propio, y quedó pasivamente al margen. El 13 de septiembre el pueblo español demostró parecerle una cosa excelente que un general, o quien fuese, hiciera por él algo que de verdad creía necesario: barrer las pandillas caciquiles de la Restauración. En 1931, en vez de dar paso triunfal a un movimiento propio, encarnación de una hora histórica tan solemne como la del derrumbe de la Monarquía, actuó también desde fuera, como comparsa, y concedió un ancho crédito a las personas, los grupos y las ideas que hacía más de sesenta años venían ofreciéndose sin éxito a la consideración política de los españoles.

La única fecundidad del 14 de abril consistió tan sólo quizá en permitir que esas personas, esos grupos y esas ideas saliesen de su tradicional y roedora actitud crítica para descubrir y exhibir desde el Poder sus portentos. Yo les asigno esa misión, que equivale realmente a la posibilidad de conocer, al fin, el segundo hemisferio de la luna. Su victoria, pues, está dentro del viejo y tradicional sistema. Fue lograda en virtud del mismo estilo polémico que puede reconocerse literalmente en las pugnas y polémicas del siglo XIX. Victoria, en el fondo, de signo y carácter turnante.

El 14 de abril de 1931 es, pues, el final de un proceso histórico, no la inauguración de uno nuevo. Eso es su esencial característica, lo que explica su fracaso vertiginoso y lo que incapacita esa fecha para servir de punto de arranque de la Revolución nacional que España hará forzosamente algún día.

En efecto, los grupos triunfadores en abril aportaban unos ingredientes de tal naturaleza que podía esperarse de ellos todo menos esto: una victoria nacional de España. ¡Ah! Si el 14 de abril se produce al grito de ¡Viva España!, el hecho revolucionario hubiera sido cosa distinta y representaría evidentemente la fecha inauguradora de la Revolución nacional. Pero claro que no se hizo así, y si pasamos revista a los propósitos de las diversas fuerzas que dieron vida y realidad a esa fecha, nos encontramos además con que no podía hacerse así. Ni uno sólo de los varios grupos del 14 de abril actuaba con el propósito de convertir la revolución en Revolución nacional. Ese fue el fraude y ese fue a la postre también el germen disociador de la República naciente.

* * * * * * *

Una Revolución nacional, el 14 de abril, tenía que haber representado para España la garantía de que precisamente todo lo que la vieja Monarquía ya no garantizaba iba a ser mediante ella posible: tenía que representar, frente a los tirones separatistas de Cataluña y Vasconia, la unificación efectiva de todo el pueblo. Frente a las dificultades en que se debatía la Monarquía para que tuviese España un Ejército popular y fuerte, su creación fulminante. Frente a la dispersión moral de los españoles, su unificación en el culto a la Patria común. Frente a un régimen agrario de injusticia inveterada (no se olvide que los terratenientes, como hemos dicho y repetido, habían sido desde muy antiguo el sostén único de las viejas oligarquías), la liberación de los campesinos y la ayuda inmediata a todos los pequeños agricultores. Frente a una industrialización de signo modesto, un plan gigantesco y audaz para la explotación de las industrias eléctricas y siderúrgicas. Frente a la despoblación del país, una política demográfica tendente a duplicar la actual población de España. Frente al paro y la crisis, la nacionalización de los transportes, la ayuda a las pequeñas industrias de distribución y el incremento rápido del poder adquisitivo del pueblo. Frente a una España satélite de Francia e Inglaterra, una política internacional vigorosa y firme, de independencia arisca.

Eso hubiera sido una Revolución nacional, y todo lo contrario que eso fue sin embargo el 14 de abril de 1931.

Las perspectivas de esa fecha eran y tenían que ser por fuerza una cosa ilusoria. Pues los intelectuales que le daban expresión representaban una tradicional discrepancia con el sentido histórico de las instituciones a quienes la unidad se debía en su origen, llegando así al absurdo de creer una equivocación nuestra historia entera. Los grupos disgregadores que influían y sostenían el régimen naciente desde la periferia española carecían naturalmente de una preocupación integral y total de España. Los marxistas eran ajenos por naturaleza al problema. Los viejos partidos demoliberales, como el radical, representaban la debilidad, la transigencia, el pacto. ¿Quién, pues, iba a dar a la revolución de abril un contenido nacional y quien iba a trabajar en su seno por extraer de ella consecuencias nacionales históricas?.

El 14 de abril nacía, pues, incapacitado, tarado, para obtener de él una vigorización nacional de España.

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Ahora bien, reconocido eso, aceptada esa limitación, ¿encerraba, en cambio, el 14 de abril perspectivas fecundas de convivencia social entre los españoles?. O lo que es lo mismo, cercenada toda salida nacional, toda tendencia de la revolución a hacer de España ante todo una nación fuerte y vigorosa, ¿se logró, por lo menos, una ordenación social más grata para todos los españoles y una aceptación entusiasta por parte de los trabajadores, de los obreros, a la misma?. La contestación no admite dudas: en absoluto.

Pues hubo tres insurrecciones populares. Y hubo sobre todo una terrible fecha, el 6 de octubre, en la que tomaron las armas no ya los obreros anarcosindicalistas, cuya disconformidad con el régimen databa desde sus orígenes, sino los obreros socialistas, edificadores y forjadores directos de la Constitución y de las instituciones todas de la República.

El 14 de abril no supuso, pues, nada. Ni el orden nacional ni el orden social. Sus mismos creadores proclamaron su monstruosa equivocación ese 6 de octubre de 1934, fecha en que tuvo lugar la insurrección de la Generalidad y la subversión marxista de Asturias. El 6 de octubre tiene un sentido, y sólo uno: el torpedeamiento y hundimiento de la pseudo-revolución de abril por los mismos que la efectuaron y alumbraron.

Esa es, camaradas, la realidad, y ante ella no nos corresponden muchas lamentaciones. Pues también, entre esas posibilidades revolucionarias fallidas, está la traición a un cierto espíritu juvenil que se manifestó y surgió en España meses antes de la República. No encontró ese movimiento juvenil satisfacción alguna. No fueron los jóvenes comprendidos, y los gobiernos abrileños no le prestaron otro servicio que el de corromper a los que aparecían como dirigentes, incluyéndolos en las nóminas burocráticas de sus secretarías.

Aquí nos encontramos, camaradas, y la realidad del régimen, la última, la que hoy tenemos ante nosotros, la surgida como contestación a las subversiones de octubre, es un digno remate a la esterilidad radical del sistema: España y la República, en manos de los grupos oligárquicos más viejos, desteñidos e inoperantes que fuera posible imaginar. Los gobiernos radical-cedistas sacan a la superficie lo que de veras llevaba dentro el 14 de abril junto con sus ingenuas erupciones pseudo-revolucionarias: el girar en torno a las antigüedades conocidas y fracasadas de la España decimonónica, el estar ligado a ellas y el de ser realmente el final de una era, la culminación de una decadencia política. Y no una aurora, ni un comienzo, ni una inauguración fértil de nada.

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Resumimos así el panorama de los últimos cien años: Fracaso de la España tradicional, fracaso de la España subversiva (ambas en sus luchas del siglo XIX), fracaso de la Restauración (Monarquía constitucional), fracaso de la dictadura militar de Primo de Rivera, fracaso de la República. Vamos a ver cómo sobre esa gran pirámide egipcia de fracasos se puede edificar un formidable éxito histórico, duradero y rotundo. La consigna es: ¡REVOLUCIÓN NACIONAL!





II

LOS PROBLEMAS DE LA JUVENTUD NACIONAL

I. JUVENTUD Y DIMENSIÓN NACIONAL

II. HAY QUE SER SOLDADOS

III. LA UNIDAD DE ESPAÑA

IV. UNA MORAL NACIONAL

V. NACIONALISMO SOCIAL Y SOCIALISMO NACIONALISTA

VI. INCREMENTO DEMOGRÁFICO Y FORTALEZA MILITAR

VII. LOS CAMINOS DE LA VIGORIZACIÓN INTERNACIONAL



Ante ese panorama que hay a la vista, difícilmente encontrarán las juventudes un clavo donde asirse. Están solas, y eso, lejos de constituir para ellas un motivo de desazón y desánimo, va quizá a proporcionarles la gran coyuntura que España necesita. La deserción es imposible, porque iría ligada a una catástrofe histórica, cuya primera consecuencia equivaldría a la desaparición de España y al envilecimiento y esclavización de los españoles.

El pueblo español se encuentra ante un tope, en presencia de una línea divisoria. Desconocerlo equivale a engañarse y a desertar de la única consigna hoy posible: la de derruir ese tope y atravesar esa línea con las pisadas más fuertes.

Pues ocurre que en España hay fuerzas y energías suficientes para salir victoriosos de la prueba histórica y para romper en mil pedazos todo el largo tren de la impedimenta cancerosa. Esas fuerzas y esas energías sólo pueden ser de veras eficaces si la revolución nacional las incluye en su estrategia, dando satisfacción a sus clamores más justos.

El problema exacto de las juventudes españolas en este momento es ni más ni menos el de que alcancen una plena conciencia de su misión histórica. Tienen además que saber que si ésta no es realizada ni cumplida, España perece, y los españoles quedarán espiritualmente y económicamente decapitados.

I. JUVENTUD Y DIMENSIÓN NACIONAL

Realmente, si las juventudes examinan hoy su patrimonio, es decir, lo que son y lo que tienen, descubrirán, de acuerdo con cuanto llevamos escrito, que es bastante reducido y simple. Lo que, lejos de contrariarlas y lejos de dificultar las tareas que le corresponden, las coloca y emplaza en la plenitud de su destino.

Vamos nosotros a perfilar aquí en qué consiste ese reducido patrimonio y a qué obliga.

¿Qué tiene de un modo verdadero el joven español en su mochila?.

Tiene en primer lugar su juventud, es decir, una vida proyectada en el mañana, en el futuro. Y tiene también, posee también, una dimensión nacional, el hecho profundo, decisivo y formidable de haber nacido español, de ser español. Esta última cosa encierra y comprende su cualidad humana, la que lo define y presenta incluso como ser humano. Pues somos hombres cabales y plenos en tanto seamos cabales y plenos españoles, no viceversa.

No tiene más. No tiene riqueza, no tiene sabiduría, ni poder, ni destino individual ya alcanzado, ni doctrina política alguna a qué servir; en fin, nada sino aquellos dos valores ya dichos. Esto le acontece porque hace su presencia en una coyuntura tal de España que las actuales energías rectoras, tanto en el orden político como en el social y económico, se encuentran atravesando una hora de impotencia, contradicción y crisis.

Ahora bien, resulta que las juventudes no sólo carecen hoy de toda posibilidad normal de desarrollo, sino que tienen delante el peligro mismo de que su propio y peculiar bagaje, aquel que ellas incorporan y traen, sea también torpedeado y hundido. Es decir, que su juventud y su dimensión esencial, fundamental, la de ser españoles, se quiebre y se pierda de un modo irremediable.

Si a estas alturas, si en estos momentos, España vacilase como nación independiente y libre, las juventudes quedarían amputadas, taradas, convertidas sin remedio en puros despojos.

El hecho de encontrarnos haciendo cara a las etapas finales de un larguísimo y secular proceso de descomposición, nos coloca tanto al borde del abismo como al borde del Imperio. Pero España debe y puede salvarse, siendo cada día más evidente que las juventudes constituyen su posibilidad única de salvación.

Reconocido que el pasado más inmediato y cercano de la Patria no ofrece asidero alguno firme a las juventudes, y que el pasado más lejano y remoto, aun magnífico y espléndido, es inasible por su propia lejanía, la consecuencia que de todo ello se obtiene es que las juventudes están solas, con aquellas únicas dos cosas mencionadas antes.

Hay, pues, que partir de esa realidad, aceptarla como buena y organizar desde ella la acción de las juventudes.



II. HAY QUE SER SOLDADOS

Las actuales juventudes españolas tienen delante una etapa de signo análogo a la que han atravesado todos los pueblos y razas en su hora inicial de expansión y crecimiento. Una etapa análoga también a la de todos aquellos que se saben prisioneros, cercados y rodeados de enemigos.

Lo primero que hay que ser en tales circunstancias es esto y sólo esto: HAY QUE SER SOLDADOS.

Las juventudes de España se encuentran ahora ante este exigentísimo dilema: o militarizarse o perecer. Su ignorancia es imposible.

Ahora bien, si el problema de las juventudes españolas resulta que es un problema de milicia, el mismo que se le plantea a todo soldado, la tarea inmediata es la de acercarse con precisión y rigor al siguiente triple manojo de cuestiones, esenciales en todos los ejércitos:

a) Cómo ha de equiparse. Qué instrumentos debe elegir para sus luchas.

b) Cómo ha de moverse. Cuál debe ser su estrategia y qué clase de pactos y de auxilios le convienen.

c) Qué metas persigue. Cuáles son los objetivos y las conquistas inmediatas o lejanas que pretende.

La solución, camaradas, precisa y justa de estos tres órdenes de problemas equivale de hecho a la realización victoriosa de la revolución nacional, consigna fundamental y única de las juventudes. Vamos aquí, concreta y brevemente, a abordarlos, sin olvidar ni un minuto la realidad española donde nos encontramos hoy acampados.

Conviene, sin duda, a los efectos metódicos que iniciemos nuestras pesquisas por el tercer de los enunciados, el que se refiere al tipo de conquistas y apetencias tras de cuyo logro hay que acudir. Estamos, pues, ante el porqué de la movilización histórica de las juventudes, ante la justificación misma de esa revolución nacional que decimos le corresponde hacer.

Es evidente que las conquistas esenciales tienen que ser aquéllas sin las cuales España seguirá caminando hacia la ruina histórica definitiva, es decir, aquellas tres o cuatro unanimidades imprescindibles, sin cuya vigencia España carece absolutamente de las más mínimas garantías de perduración.

Entre esas tres o cuatro unanimidades forzosas, de negación imposible, está, naturalmente, ésta:



III. LA UNIDAD DE ESPAÑA

Si España no es para los españoles una realidad sobre la que resulte imposible abrir discusión, es que España no existe como una Patria. No hay Patria si dentro de ella, dentro de sus contornos, aparecen encajadas de un modo normal y público ideas y gentes contrarias a su existencia misma. Pues estas últimas son por definición las características de lo que hay fuera, de lo extranjero, de lo presunto enemigo.

La unidad de España es la más antigua unidad nacional que se hizo en Europa. Gracias a esa delantera histórica en el proceso de formación de las nacionalidades modernas, España fue durante el siglo XVI el pueblo más culto, más fuerte y más rico del mundo. Cuando otros pueblos europeos iban creando con dificultades su unidad, iban acumulando y descubriendo sus ingredientes nacionales, España había superado ya esa inicial etapa e iba camino de ser un Imperio potentísimo.

La unidad nacional española ha sido realmente la que hizo posible nuestro mejor pasado. Pero su misión no es sólo la de explicar y justificar la historia, sino la de existir precisamente hoy como pilar básico de la España de nuestros días, como elemento primordial y fundamental de la España entera.

Evidentemente, la afirmación de la unidad está a la cabeza de las reivindicaciones revolucionarias de la juventud nacional. Mientras tenga vigencia la Constitución de 1931, mientras siga creyendo una gran porción de españoles que el proceso disgregador de la periferia es una simple disputa por la forma que debe adoptar el estado, la unidad nacional estará en permanente peligro de ser vencida. (Y estar en peligro es ya en muchos aspectos no existir como tal.) Pues las erupciones autonomistas de Cataluña y Vasconia se encuentran en la misma línea de liquidación y descomposición de España que ha seguido el derrumbamiento del Imperio, desde Rocroy a 1898. No es una casualidad que hayan surgido como fenómenos inquietantes después de esta última fecha, es decir, una vez cerrada y conclusa la disgregación ultramarina, como si el cáncer histórico se dispusiera a hincar el diente en la unidad de los territorios peninsulares.

España tiene en regla todas las ejecutorias históricas precisas para mantener su unidad. Esta fue hecha en el siglo XV por los únicos poderes que entonces representaban la voluntad política de todos los españoles, dando así satisfacción, no sólo a afanes de su propio tiempo, sino al hermoso sueño de una unidad que tenían todos los hispanos desde la época romana.

Ahora bien, lo que hoy interesa no son precisamente las ejecutorias de orden histórico. La lucha actual por la unidad no se libra entre dos grupos de historiadores ni de juristas. Y puesto que, por las razones que sean, los núcleos afectos a la tesis disgregadora constituyen fuerzas actuantes, mueven resortes políticos poderosos y han logrado un amplio y peligrosísimo cortejo de moderados que transigen y hacen concesiones, el problema está íntegro en manos de esa palanca voluntariosamente decisiva a que, en último extremo, apelan los pueblos para justificar su existencia histórica.

Pues todo indica que la lucha por la unidad tiene el carácter de una lucha por la existencia de España. Estamos quizá ante la necesidad de que España revalide sus títulos. Exactamente como en 1808, si bien ahora quienes le plantean cuestión tan grave no son extranjeros, sino españoles descarriados, estrechos de espíritu y de mentalidad, inferiores a la misión de España y a la grandeza de su futuro.

El problema actual de la unidad requiere una solución voluntariosa, es decir, de imposición de una voluntad firme, expresada y cumplida por quienes conquisten el derecho a conseguir la permanencia histórica de España. Por eso, y sólo por eso, es una consigna revolucionaria y no una orden del día electoral. No creemos, naturalmente, como Renán, que las naciones sean un continuo y permanente plebiscito, sino al contrario, que tienen sus raíces más allá y más acá de los seres de cada día. Pero España, por causas ajenas a nosotros, quiero decir a las generaciones recién llegadas, tiene realmente en cuestión su unidad, su propia existencia para nosotros. Y por tanto, se nos plantea el problema de resolverla y conquistarla.

Y he aquí cómo la misma agudización y agravación de nuestro problema nacional, ese de estar y permanecer como marchitos y ausentes desde hace más de doscientos años, va a proporcionarnos una coyuntura segura de resurgimiento. Porque la trayectoria que siguen las fuerzas disgregadoras es algo que no puede ser vencido ni detenido sino a través de una guerra, es decir, a través de una revolución. (Ya su primer quebranto fue debido, el 6 de octubre, a la intervención de los cañones).

La unidad no puede consistir en una simple destrucción de los afanes separatistas que hoy alientan en Cataluña y Vasconia, aunque tenga que triunfar violentamente sobre ellos: pues España tiene que representar y ser para todos los españoles una realidad viva, actuante y presente. Tiene que ser una fuerza moral profunda, un poder histórico que arrastre tras de sí el aliento optimista de la nación entera.

La unidad de España se nos presenta hoy como el primer y más valioso objetivo de las juventudes. La unidad en peligro, deficiente y a medias, no puede ser aceptada un solo minuto con resignación, no puede ser conllevada. Sin la unidad, careceremos siempre los españoles de un andamiaje seguro sobre el que podamos disponernos a edificar en serio nada. Así, hasta que no se logre la unificación verdadera, hasta que no queden desprovistas de raíces las fuerzas que hoy postulan el relajamiento de los vínculos nacionales, seguirá viviendo el pueblo español su triste destino de pueblo vencido, sin dignidad histórica ni libertad auténtica.

La defensa de una política de concesiones a los núcleos regionales que piden y reclaman autonomías equivale a defender el proceso histórico de la descomposición española. Equivale a mostrarse conformes con lo peor de nuestro pasado, como deseosos de que sea permanente nuestra derrota. Equivale a una actitud de rubor y de vergüenza por haber sido España algún día un Imperio. Equivale de hecho a creer que España es una monstruosa equivocación de la historia, siendo por tanto magnífico ir desmantelándola piedra a piedra hasta su aniquilamiento absoluto.

A veces se encuentra uno con que los disgregadores invocan hechos y razones históricas en apoyo de sus tesis. No es fácil saber si esos hechos y esas invocaciones tienen algo de respetable desde el punto de vista de la veracidad de la historia. Habrá que inclinarse naturalmente a negarlo, porque la historia la hacen los poderes victoriosos, sobre todo si esas victorias encierran y comprenden además el espíritu mismo fecundo de la historia. Es el caso de España y de su unidad, hecha genialmente, de una manera limpia, fecunda y efectiva. Y ahora nos encontramos también con que esa unidad es, además de un hecho histórico formidable, gracias al que se han realizado cosas sorprendentes, un valor actualísimo para nosotros, para los españoles de esta época, tan necesario como el aire.

La defensa de la unidad de España no puede obedecer sólo —aunque en muchos casos sea suficiente este afán— al deseo de impedir que un pueblo se fraccione y desaparezca, es decir, muera, lo que desde luego es un espectáculo angustioso para cualquier patriota, sino que obedece a una necesidad de los españoles que hoy vivimos, algo que si no tenemos y poseemos nos reduce a una categoría humana despreciable, inferior y vergonzosa. De ahí que la unidad no sea una consigna conservadora, a la defensiva, sino una consigna revolucionaria, necesidad de hoy y de mañana.

España no es un cualquier amorfo territorio carente de historia y de futuro. Si lo fuese, importaría poco su resquebrajamiento y su disgregación. España es hoy, por el contrario, uno de los pueblos que están más cerca de alcanzar una situación mundial, económica y política, de signo envidiable. Uno de los pueblos que tienen más próximo y al alcance de su mano la posibilidad de una etapa espléndida. Y ello, tras larga espera, después de cruzar y atravesar períodos misérrimos, ásperas e inacabables zonas de decrepitud y de debilidad.

En un momento así, en una hora así, situar en el camino de los españoles persistentes llamadas en favor de su dispersión, es, más que un acto de traición, un acto de tontería y de locura. Es, desde luego, también una actitud reaccionaria, en el sentido, como antes dijimos, de permanecer en una línea de servicio a la tradición liquidadora, al peor pasado nacional, a la tradición de las derrotas.



IV. UNA MORAL NACIONAL

Muchas de las visicitudes por las que ha atravesado nuestro pueblo se deben a la inexistencia o al olvido de una moral nacional, a la costumbre que los españoles adoptaron de no necesitar de ella y de no echarla siquiera de menos. Los españoles, sobre todo en el último medio siglo, han vivido sin acordarse para nada de lo que eran. Podían aspirar a sabios, a plutócratas, a jueces, hasta ¡a militares!, sin recordar ni tener mucho en cuenta su condición nacional, la condición de españoles.

Ese es un hecho bochornoso contra el que han de alzarse las juventudes. ¿No tienen ya éstas la sospecha de que si se prescinde de la dimensión nacional, la sabiduría es pedantería, la riqueza es latrocinio, la justicia es farsa y la milicia es aventurerismo puro?.

Hay una moral del español que no obliga ni sirve a quien no lo sea. Sin ella, bien poco haremos. Precisamente, es el servicio a una moral así y la aceptación de ella lo que nutre la existencia histórica de las grandes Patrias. Y es en los períodos en que esa moral es abandonada, desconocida, cuando los pueblos caen en degradación y en esclavitud. Pues se quiebra su existencia, se debilita su voluntad histórica de vivir, y tal coyuntura coincide siempre con la subordinación económica y política a otros pueblos.

España tiene que aposentar su unidad y su vigor sobre las anchas espaldas de una moral nacional, optimista y rígida. Ser español no es una desgracia, sino un espléndido regalo de la vida. Regalo en peligro y en riesgo permanente, que sólo puede ser retenido y conservado nutriéndolo todos los días con una moral de sacrificio por la Patria.

El servicio a España y el sacrificio por España es un valor moral superior a cualesquiera otro, y su vigencia popular, su aceptación por «todo el pueblo» es la única garantía que los españoles tenemos de una existencia moralmente profunda. ¡Ah, el gran crimen de no aceptar ese sacrificio, de negarse y hurtarse a él! Los pueblos sin moral nacional no son nunca libres. O son explotados y tiranizados por una minoría de su mismo país, también ausente de toda angustia moral y de servicio a la vida histórica de «todo el pueblo», o lo son, bajo engaño y careta de independencia, por un pueblo y un poder extranjeros.

No hay nada que hacer, camaradas, si no logramos poner en circulación una moral nacional entre los españoles. Esa moral de temple ascético que todos nosotros ya tenemos, y en virtud de la que deseamos salvar, política, histórica y económicamente a nuestros compatriotas. Es el basamento de nuestra acción, y lo único en realidad que eleva y distingue nuestra milicia de las simples bandas armadas que otros pueden quizá crear.

En nombre de esa moral y de lo que nos obliga, desarrollamos una acción revolucionaria, una lucha de liberación: liberación del español partidista, aniquilando los partidos. Liberación de los catalanes y vascos, luchando contra lo que les impide ser y sentirse españoles plenos. Liberación de los trabajadores, atrayéndolos a la causa nacional, y aniquilando la injusticia.

¿La moral católica? No se trata de eso, camaradas, pues nos estamos refiriendo a una moral de conservación y de engrandecimiento de «lo español», y no simplemente de «lo humano». Nos importa más salvar a España que salvar al mundo. Nos importan más los españoles que los hombres. Y todo ello, porque tanto el mundo como los hombres son cosas a las que sólo podemos acercarnos en plan de salvadores si disponemos de una plenitud nacional, si hemos logrado previamente salvarnos como españoles.

El hecho de que los españoles — o muchos españoles — sean católicos no quiere decir que sea la moral católica la moral nacional. Quizá la confusión tradicional en torno a esto, explica gran parte de nuestra ruina. No es a través del catolicismo como hay que acercarse a España, sino de un modo directo, sin intermediario alguno. El español católico no es por fuerza, y por el hecho de ser católico, un patriota. Puede también no serlo, o serlo muy tibiamente.

El no darse cuenta de esto toda la España extracatólica o indiferente ante el catolicismo, nos ha privado quizá a los españoles de una idea nacional de elaboración directa. Pues los elementos disconformes — ¿los llamamos las izquierdas? — han demostrado en esto como en muchas otras cosas que eran unos simples satélites del otro sector nacional — ¿lo llamaremos las derechas? —, y que su pensamiento lo han hecho aceptando como buenas las definiciones proporcionados por éste.

Pues, en efecto, siempre se han identificado los católicos con España, y no podían ni imaginar en serio que fuese posible la existencia de una idea nacional española, sino a través de la Iglesia. Ha habido en España un patriotismo religioso y un patriotismo monárquico, pero no un patriotismo directo, no un patriotismo popular surgido de las masas y orientado hacia ellas.

No, camaradas, la moral nacional, la idea nacional como deber, ni equivale a la moral religiosa ni es contraria a ella. Es simplemente distinta, y alcanza a todos los españoles por el simple hecho de serlo, no por otra cosa que además sean.



V. NACIONALISMO SOCIAL Y SOCIALISMO NACIONALISTA

El objetivo de la conquista de las masas para una labor histórica de servicio a la Patria española es una empresa factible y debe ser realizada por la revolución nacional de las juventudes. Pesan sobre el pueblo español mil propagandas de signo traidor y lamentable, y bien caro paga desde luego el error de atenderlas y aplaudirlas.

Ahí está ahora, casi sin Patria, y a merced de todos los vendavales que lanzan sobre él los aventureros. Pero nunca ha oído el pueblo español una voz de veras angustiada por su desgracia, y nunca por eso se ha visto que la haya repudiado. La confianza y la fe en el pueblo no pueden perderse, porque ello equivaldría a decretar inexorablemente la ruina definitiva de España, su incapacidad para abrir las puertas del futuro histórico.

Cada época tiene sus resortes y en cada época hay unas eficacias peculiares. Ignorarlas supone permanecer al margen del éxito. Pues bien, en esta época son las masas los instrumentos únicos de grandeza nacional. Puede aceptarse que en otros tiempos, ya lejanos, unos poderes sin relación directa con el calor de las grandes masas lograban edificar, valiéndose exclusivamente de su propio genio, Patrias poderosas y ricas. No es España el pueblo que menos ejemplos de éstos tiene en su gran pasado.

Pero hoy no rigen tales remedios. No hay Patria grande, libre y fuerte si no tiene como resorte una enorme plataforma hecha con el aliento de las masas. Lo que no quiere decir que éstas sean unas informes multitudes, al margen de la disciplina y de la acción jerarquizada. Al contrario, son ellas quienes con más facilidad y naturalidad se colocan en su sitio, y desde él responden y cumplen las consignas de sus jefes.

La revolución nacional española no puede prescindir de las masas. Es falso pensar que nunca será aceptada por nuestro pueblo una bandera nacional, plena y exigente. Eso lo dicen y lo piensan quienes tienen un pecho reducido, y su voz es excesivamente débil y femenina para la atracción viril de las masas. Pues, por el contrario, las masas españolas están hoy esperando y clamando por la presencia de una voz nacional verdadera.

Lo que ocurre es que se presentan y aparecen y se ensayan una serie de voces impotentes y falsas, cuyo fracaso no significa ni puede significar el fracaso de la voz nacional de España. Las juventudes lograrán con relativa facilidad la adhesión de las masas si saben encarnar en sus propagandas la angustia actual del pueblo. Pues éste viene sufriendo las mayores calamidades, y es hoy un pobre pueblo explotado y martirizado sólo porque está a la intemperie histórica, sin cobijo nacional, ni poseer realmente una Patria.

A la nacionalización de las grandes masas populares españolas se oponen en rigor dos actitudes y dos fuerzas, que actúan en sentido diferente. Una, constituida por los grupos que quieren prescindir realmente de las masas, y desean que España, la Patria española, se sostenga y apoye exclusivamente en ellos. Otra, formada por todos los grupos, partidos y tendencias que lo apetecen es sustraer al pueblo español de toda preocupación nacional, dejándolo así en realidad disminuido, en el doblemente triste papel de derrotado y desertor. Pues siempre acontece que las masas extranacionales caen bajo el látigo de las minorías de «patriotismo sospechoso», o son, si no, esclavizadas de un modo directo o indirecto por un poder extranjero.

Las juventudes que orienten sus luchas en pos de la revolución nacional no pueden olvidar ni un solo minuto que la conquista de las masas es un factor ineludible del éxito. Lo cual es muy distinto que ir a la conquista de las mayorías. Pues no se trata de esto, ni la adhesión de las masas a la causa nacional, a la causa de la Patria, es problema numérico. (Ya hablaremos de ello un poco más adelante, cuando nos enfrentemos con la estrategia que corresponde seguir a las juventudes).

El nacionalismo de las masas, su aceptación de una disciplina nacional, requiere que la Patria sea realmente para ellas una bandera liberadora. El pueblo español padece más que ningún otro pueblo las consecuencias de que España carezca de fortaleza. La economía actual de nuestro país es raquítica y casi se encuentra en el orden de las economías coloniales. De ello se derivan males profundos, que afectan por entero al nivel deficientísimo en que viven quince millones de españoles.



* * * * * * *



España posee un capitalismo rudimentario — traidoramente rapaz —, que rehuye todo riesgo y vive en absoluto al margen de toda idea de servicio a la economía nacional española. Nuestra economía no es libre, es decir, está impedida de adoptar las formas y de seguir las rutas que más convienen a su propio avance y al bienestar general de todo el pueblo. Tanto la explotación industrial como la minera y la agrícola, tienden menos a vigorizar nuestra realidad económica que a servir las deficiencias y huecos de las economías extranjeras, principalmente la de Inglaterra. Desde hace medio siglo o más, es decir, durante el período en que ha tenido lugar la expansión económica imperialista, España no ha sido libre de orientar su economía, y se ha visto obligada a servir las conveniencias de otros pueblos. El trabajador español, el campesino, el industrial, todo el pueblo, en fin, han laborado en condiciones pésimas y han sufrido las consecuencias de la falta de libertad de España.

Una minoría de españoles, agazapada en la gran propiedad territorial, en los bancos y en los negocios industriales que se realizan con el amparo directo del Estado, ha obtenido grandes provechos, explotando la debilidad nacional y enriqueciéndose a costa de las anomalías y deficiencias sobre que está asentada nuestra organización económica entera. Gentes, pues, para las que el atraso mismo del país es un medio magnífico de lucro.

No hay apenas grande ni pequeña industria. Nuestros campesinos, nuestra gran masa de labradores, sobre todo desde que se inició hace quince o veinte años en las zonas rurales una fuerte demanda de mercancías de origen industrial, han sido explotados vílmente, usurpándoles el producto de sus cosechas a cambio de productos supervalorizados, que ha hecho imposible en los campos todo proceso fecundo de capitalización.

Tenemos, pues, delante dos urgencias que sólo pueden ser logradas y obtenidas por medio de la revolución nacional: liberar la economía española del yugo extranjero, ordenándola con vistas exclusivas a su propio interés, y otra, desarticular el actual sistema económico y financiero, que funciona de hecho en beneficio de quienes se han adaptado, y hasta acogido con fruición, a nuestra debilidad.

Y naturalmente, sólo una España vigorosa, enérgica y libre puede disponerse en serio a la realización de tales propósitos. Los poderes económicos extranjeros —principalmente franceses e ingleses—, que dirigen hoy toda nuestra producción y todo nuestro comercio exterior, impondrán siempre en otro caso su ley y su voracidad a una España fraccionada, dividida y débil.

Las juventudes no pueden eludir esta cuestión ni hacer retórica nacionalista sin abordar de frente el problema social-económico, que hace hoy de nosotros un pueblo casi colonial y esclavizado. Actitud distinta sería demasiado grotesca, a más de imposible y radicalmente estéril. Si se está al servicio de los destinos nacionales de España, si se aspira con honradez a su grandeza y si se quiere de verdad hacer de España una Patria libre, una de las primeras cosas por las que hay que luchar es la de desarticular el orden económico vigente, que sólo favorece, repetimos, a unas audaces minorías, con absoluta despreocupación por los intereses verdaderos de la nación entera.

El capitalismo español no tiene fuerza suficiente para revolverse contra las anomalías sobre las que se asienta la economía nacional, y no emprende otros negocios ni otras empresas que aquéllas para las que se asegura previamente el auxilio del Estado. Eso no es otra cosa que incapacidad, y eso indica que no es posible subordinar a su ritmo el desenvolvimiento económico del pueblo español. ¿Y cómo va a tener aquél incluso ni voluntad de rectificación, si él mismo, como hemos dicho, se beneficia y aprovecha del marasmo y de la servidumbre económica de España?.

En España hay una necesidad insoslayable, y es la de traspasar al Estado la responsabilidad y la tarea histórica de ser él mismo quien, sustituyendo al capital privado o valiéndose de éste como auxiliar obligatorio a su servicio, incremente la industrialización con arreglo a la naturaleza de nuestra economía. Ello supondría dos formidables ventajas: una, realizar de un modo efectivo los avances económicos que corresponden lícitamente a España, teniendo en cuenta las características de sus materias primas, su comercio internacional y su propio mercado interior; otra, efectuarlo en beneficio único y exclusivo de todos los españoles, sin que las oligarquías financieras fuercen o deformen esos propósitos de acuerdo con sus intereses privados.

Es así, y únicamente así, como España dispondría de una economía robusta, es decir, sus ferrocarriles no serían ruinosos, ni carecería de industria pesada, ni desaprovecharía su riqueza hidroeléctrica, ni haría el vergonzoso negocio de exportar mineral de hierro para luego importarlo en forma de acero o maquinaria cara, ni habría paro forzoso, ni estaría un día más en la situación de ser una nación marítima sin flota, ni, por último, siendo la avanzada europea hacia América, hacia un continente que habla nuestro idioma y tiene una economía agraria, se limitaría a un bello intercambio lírico con él, sino que anudaría relaciones comerciales y económicas de gran volumen. Todo eso sin recordar siquiera a África, ese otro continente al alcance de nuestro brazo y que está llamado a ser más cada día uno de los mayores objetivos mundiales.

Presentar ese panorama a un Estado y a un régimen como el que hoy tenemos los españoles es, en efecto, un absurdo. Tienen razón quienes dicen que el Estado es un mal gestor y un administrador deficiente. Pero hay que añadir que estos juicios se refieren de lleno al Estado demoburgués, efectivamente ineficaz y absurdo, pero no a las instituciones emanadas de la revolución nacional, no a un Poder político legítimo surgido de las luchas que la Nación misma realice en pos de su liberación y de su grandeza histórica.

Ese poder político sí puede hacerlo, con absoluta eficiencia y con absoluta probidad. Realmente no tiene para ello sino que proyectarse sobre los actuales sectores donde se manifiesta y radica la zona paralítica e inepta de nuestra economía: la gran industria, los transportes, la Banca y el comercio exterior. Si el Estado nacional controlase de un modo directo, nacionalizándolas, esas grandes funciones, el incremento rápido y prodigioso de la economía española, y por tanto también de las economías privadas y de la clase trabajadora entera, sería una realidad inmediata.

No se trata de expoliación ni de expropiación en el sentido social marxista. En primer lugar, porque no se trata tanto de incautarse de una riqueza existente como de crear riqueza nueva, y en segundo, porque ello vigorizaría extraordinariamente las posiciones, hoy tan extenuadas y raquíticas, de la pequeña industria, del comercio interior y de la propiedad campesina, incrustándolas en un orden económico de gran consumo y movilidad.

Sin vacilación alguna, pues, camaradas, debe enlazarse el problema de la revolución nacional con el de la adopción franca y audaz por el Estado de un papel rector y preponderante en las tareas económicas mencionadas.

España juega su independencia y su futuro a la posibilidad de realizar con audacia y sin vacilaciones un plan económico a base de esas perspectivas; si queréis, a base de ese capitalismo de Estado. De otro modo, seguirá viviendo de milagro, a expensas de enemigos, con su población diezmada y constituyendo una triste posibilidad fallida, una verdadera desgracia histórica.



VI. INCREMENTO DEMOGRÁFICO Y FORTALEZA MILITAR

Sólo puede comenzarse a pensar seriamente en la grandeza de España, y sólo esta grandeza es en efecto posible, cuando su población se haya por lo menos duplicado. Cuarenta millones de españoles habitando nuestra península constituyen una garantía excelente de gran futuro económico y político, es decir, mundial. Pues se supone que esos cuarenta millones dispondrían, claro es, de alimento, vestido y habitación. Es decir, tendrían algo que hacer en su Patria, pues de otro modo es seguro que no habrían nacido.

Las leyes demográficas tienen también su inexorabilidad. Una población extenuada y sin horizontes difícilmente se reproduce con gran ritmo. España tiene un índice de población reducidísimo —cuarenta y cinco habitantes por kilómetro— y a pesar de ello, a pesar que no llega a la mitad de los habitantes que le corresponderían, aun sin sobrepoblarse, puede decirse que la mayor parte de los españoles viven en permanente escasez. Y además, setecientos mil de ellos están parados.

La anomalía es de las que harían asombrarse hasta a las piedras. Y sin embargo, la coyuntura histórica en la que nos encontramos hoy los españoles no nos permite que nos dediquemos tan sólo a idear un medio práctico para que vivan con cierto bienestar los veintitrés millones que ahora somos.

Semejante actitud no tiene nada de paradójica. Está íntimamente ligada a los afanes de que España disponga de una industria. El mundo ha conocido una etapa rápida de incremento de la población, y fue a raíz de iniciarse el proceso histórico de la mecanización industrial (1). Sólo una España económicamente fuerte puede alcanzar los cuarenta millones de habitantes que precisa. Esta cifra de españoles haría de nuestra península lo que hasta ahora no ha sido, y evitaría entre otras cosas que nuestra situación marítima excelente no sirva apenas de nada: haría de España un gran centro de consumo, lo que permitiría que fuese además un país comerciante. Nuestros puertos y nuestras costas tienen hoy un debilísimo interland. Ahí radica su palidez y su pobreza, y a la postre el descontento de la periferia nacional.

Cuarenta millones de españoles vivirían mejor que los veintitrés actuales.

Pero hay más, y es que el factor humano resulta imprescindible como ingrediente del poderío y de la fuerza de la Patria.

El más ciego percibe hoy que es cuestión decisiva, de vida o muerte para España, aumentar su fuerza. Las grandes potencias vecinas ejercen, como hemos dicho, sobre nuestro país una tiranía económica. Además, sólo respetarán incluso ese status quo que les beneficia, mientras no vean ni perciban otro medio más eficaz de explotarnos. Pues ese día apretarían más las clavijas sobre nuestro pueblo.

Yo no conozco, camaradas, otro medio eficaz de lograr que España sea fuerte, sino el de que disponga de un ejército poderoso. La política militar española, desde hace muchísimos años, parece haber sido hecha con el decidido propósito de que España no posea fuerza militar alguna. Claro que un ejército verdadero, un poder militar eficiente, es imposible como empresa aislada. En la España de los últimos cincuenta años, sin industria, sin habitantes, sin unidad y sin doctrina nacional ni internacional, un ejército auténtico, equipado y numeroso,r hubiera sido un absurdo.

Pero en la España de nuestros días, a la luz de las juventudes y de las ansias históricas de liberación nacional, una milicia robusta, un magno ejército, es y constituye una primordial necesidad. Ahora bien, ese ejército y esa milicia no pueden ser concebidos sino como producto popular y como proyección armada del espíritu popular nacionalizado. No como un ejército de pura técnica, al margen del ritmo y de las angustias diarias de la Patria, testigo vegetal y mudo.

La prevención contra el espíritu militar, la tendencia a subestimar y destruir sus características, es uno de los mayores peligros para la fortaleza de un pueblo. Los países antimilitaristas, es decir, aquellos que no comprenden ni aman las calidades de la milicia, son los primeros que caen luego con más facilidad que otros bajo la tiranía de su propio ejército, que, como surgido y forjado en una atmósfera inclemente para su misma lozanía, es o suele ser en tales casos un ejército de virtudes inferiores.

En fuerte escala ha padecido España esa enfermedad antimilitarista, esa actitud de renuncia a todo cuanto supusiese heroísmo colectivo, disciplina interior y posibles luchas. Las nuevas juventudes tendrán que aventar con su sola presencia esos gérmenes y superar con brío esa verdadera lacra de la opinión española que últimamente ha imperado.

Pues España presenta como uno de los ingredientes de su genio verdadero una gran capacidad física y psicológica para la milicia. Ha sido en sus mejores días un pueblo de soldados, a prueba de todas las calidades de intrepidez y de cálculo que la vida militar requiere de un modo imperioso.

Sustraer a los españoles su destino militar, impedir que España manifieste y entregue a la milicia su cupo de soldados naturales, equivale en rigor a podar una de sus mejores ramas. Siempre ha habido en España, repetimos, erupciones, síntomas, de su pugna con esta amputación. Aun en sus peores días del siglo XIX, respiraban los españoles por esa limitación a su naturaleza, y en ocasiones repetidas, entre ellas una que supera a todas en grandeza histórica —la Guerra de la Independencia— dio salida de modo espontáneo, heroico y sencillo, al hervor guerrero, como correspondía a un pueblo de fuertes tradiciones militares.

Pero hay más, y es que nuestra época produce y crea, con más profusión que otras, un tipo de gentes que cuenta entre sus apetencias más íntimas y entre sus mejores y casi únicas cualidades las que corresponden a la dedicación militar, a la vida de soldado. Y también, que cada día es más difícil la vida social fuera de una convivencia estrecha y rígida, fuera de una cohesión disciplinada y de una uniformidad. Hechos que denuncian y señalan la tendencia actual a un estado de espíritu profundamente dispuesto a comprender la razón íntima del soldado, del mílite.

Pero claro que al defender y postular un renacimiento de nuestro espíritu militar, lo hacemos, entre otras cosas, para liberarnos del militarismo deficiente y mediocre. La milicia, como la poesía, sólo es valiosa cuando alcanza calidades altas. Si no, es por completo detestable e insufrible.

España cuenta hoy como una de sus más urgentes necesidades la de entrar en un proceso de militarización. Por obediencia en parte a su propio genio. Por razones también de eficacia en cuanto al impulso histórico, ya que sólo puede emprender con éxito su revolución nacional, económica y política, adoptando formas en ciertos aspectos militarizadas. Y por último, y sobre todo, por razones de fortaleza, de vigorización ante el exterior, por razones que afectan a su libertad y a su independencia.

Una España de cuarenta millones de habitantes, la única que importa, tendría naturalmente industria pesada, flota mercante numerosa, agricultura robusta, y le sobrarían medios para equipar un ejército que mantuviese nuestros derechos contra las acometidas enemigas del exterior. Pues nadie olvide un solo momento que España encontraría enormes dificultades, enormes trabas, para ascender en su poderío económico y político (mundial), y que ello no ha de acontecer sin que tengan que ser vencidas resistencias de los países beati possidenti, que tienen hoy en sus garras al mundo entero. Aun así, nuestra fortaleza militar sería siempre un aparato defensivo, porque realmente serviría tan sólo para defender el derecho de España a ser un pueblo libre, rico y próspero. Para conseguir lo cual no necesita atacar a nadie, ni lanzar sus ejércitos contra nadie, sino exigir que nadie desde fuera la mediatice y tenga reducida a la eterna situación de pueblo vencido, aplastado por la voracidad de una Europa enemiga.



VII. LOS CAMINOS DE LA VIGORIZACIÓN INTERNACIONAL

Nuestra Patria española ocupa una situación internacional harto clara. Todos los juicios que se hagan sobre ella pueden ser exactos menos uno: el que sea confusa y de explicación difícil.

El caso de España es el de un país que después de una gran derrota no ha podido aún rehacerse y recobrar de hecho su libertad internacional. Un país al que le han garantizado la vida sus enemigos, a costa sin embargo de que siga caído, pobre y débil.

Es notorio que España posee y ha poseído en cualquier momento energías espirituales y materiales suficientes para rehacerse como gran potencia mundial. Sería erróneo pensar que los motivos de que no la haya hecho así son de índole interna, imputables a sí misma, cayendo en un absurdo misticismo autoderrotista, en un complejo de inferioridad. No. Todo lo que acontece en la historia obedece a causas que pueden ser siempre perfectamente localizadas y denunciadas.

Si España, después de su primer traspié (1648), ha permanecido en una línea descensional, sin recobrarse como gran potencia, es porque alguien lo ha impedido.

No es que yo crea que la política internacional deba estar exclusivamente guiada y orientada por resentimientos seculares. No. Pues, como toda política, tiene que obedecer ante todo a razones actuales, contemporáneas. Pero todos los españoles deben conocer una terrible verdad histórica, y es que Inglaterra, con la mayor frialdad, con el más glacial gesto, ha ido día a día desarticulando primero nuestro Imperio y poniéndonos después la tenaza de la estrechez nacional, la obligación de permanecer estacionados y anclados. En esa tarea, y con su eficacia de país cercano, vecino, con su precaución de potencia ya bien sobrecargada de rivales, ha hecho Francia dúo con Inglaterra, y en realidad, sin duda posible, esos dos pueblos han sido de un modo directo los causantes de la postergación secular española.

España ha sido combatida, cercada, del modo más artero. Hábilmente, sus adversarios han procurado siempre no hacerse en exceso visibles, es decir, han evitado proyectar sobre los españoles una continua zozobra y peligro. Si se exceptúa la invasión napoleónica —puro error y pura novatada del Imperio bonapartista—, España no ha sentido nunca después el peligro inmediato, angustioso, posible, de ser invadida. Así, pues, con excepción precisamente de la Guerra de Independencia, lección por otra parte no olvidada por Europa, España ha podido asistir sin pestañear a los mayores vendavales exteriores, como insensible a ellos.

España ha facilitado a sus enemigos mil maneras de uncirnos a su carro. Primero, con su carencia de rumbos audaces en las líneas interiores de su política. Después, con la agudización del malestar periférico, con el problema de las autonomías. Y sobre todo, con su inercia económica, con el hecho de que nos hayamos resignado a entrar en la órbita de las conveniencias francoinglesas, adaptándonos al hueco que nos asignaban esos imperialismos.

De todos modos, la debilidad internacional de España, su resignación dramática, emanaba de hecho de su política interior. Pues ocurre que no ha resistido lo más mínimo, que no ha dificultado el desarrollo de la maquinación exterior, ni siquiera obligando a ésta a una intervención o actuación más descarada. Todos los afanes de nuestros vecinos —e Inglaterra es nuestro vecino por tres puntos: Portugal, Gibraltar y el Oceáno— consistían en que por ningún concepto alcanzase España categoría y valor de gran potencia.

España no ha dispuesto desde hace un siglo de una situación política interior suficientemente vigorosa para hacer saltar esa tenaza. (El artículo de la Constitución de 1931, declarando que España renuncia a la guerra, es la culminación de la servidumbre y supone una verdadera oferta a la piratería internacional).

¿Qué rutas internacionales seguiría hoy una revolución nacional triunfadora?. Cabe pensar que si se produjese en España un hecho con fecundidad suficiente para sacudir su limitación secular, para levantar en alto la voluntad histórica de los españoles, sería inmediatemente dificultado, saboteado, por nuestros vecinos.

Las posibilidades internacionales que tiene hoy España son sumamente estrechas. Entre otras muchas cosas que le están vedadas — a causa, no se olvide, del sistema político social vigente — figura esa de no poder tener una política internacional. Pues ante las situaciones molestas no caben sino dos actitudes: aceptarlas o romperlas.

El problema está hoy dentro, y lo está de un modo como quizá no lo haya estado nunca. Porque desde hace muchos años no ha tenido España una ocasión análoga a la que hoy tiene para intentar de veras la cancelación definitiva de su terrible pleito.

Pero si aconteciese la victoria interior, si España venciese su actual crisis interna del lado favorable a su recobración nacional, entonces las perspectivas internacionales resultarían infinitas. Se atrevería a todo y podría atreverse a todo. A recuperar Gibraltar. A unir en un solo destino a la Península entera, unificados (ahí si que cabe que ingenien los partidarios de estatutos, federaciones y autonomías) con el gran pueblo portugués. A trazar una línea amplísima de expansión africana (todo el norte de este continente, desde el Atlántico a Túnez, tiene enterradas muchas ilusiones y mucha sangre española). A realizar una aproximación política, económica y cultural, con todo el gran bloque hispano de nuestra América. A suponer para Europa misma la posibilidad de un orden continental, firme y justo.

No parece que todo eso sea posible realizarlo del brazo de nuestros tradicionales benefactores. Tampoco si las actuales potencias europeas conservan su poderío. Pero no parece ilusorio que las cosas cambien, porque esa conservación les es cada día más difícil, y se encuentran algunas de ellas en plena línea histórica de descomposición.

España tendrá que esperar, repetimos, a poseer una política internacional todavía algún tiempo. Mientras tanto, puede tener una sola, la de no encallar gravemente en el piélago de Europa y la de no acompañar a la catástrofe a potencias de destino muy dudoso.

Sólo existe hoy en Europa una política cuyo futuro difícilmente chocará con el nuestro. Es la política de Alemania, cuyos pasos internacionales conviene mucho a España tenerlos presentes, por si a lo mejor descubrimos una serie de fecundas interferencias.

Pero con toda cautela, porque nuestra España tiene que evitar que se entrecruce con su ruta ascensional cualquier compromiso que la detenga y paralice.

NOTA:

(1) Veánse unas cífras reveladoras: Desde el siglo XIII al siglo XVIII, es decir, durante quinientos años, aumentó la población de Europa en un 10 por 100. Durante el último siglo, en cambio, ha pasado de 185 millones a más de 500; este aumento supone casi un 200 por 100.

III

ESQUEMAS ESTRATÉGICOS



I. LA ACCIÓN POLÍTICA

II. ACCIÓN DIRECTA

III. LA MINORÍA RECTORA, EL PODER POLÍTICO QUE ESPAÑA NECESITA

IV. NO ESTAMOS ANTE UN PROBLEMA DE MAYORÍAS

V. LA REALIDAD DEL PUEBLO ESPAÑOL

VI. LA IGLESIA CATÓLICA Y SU INTERFERENCIA CON LA REVOLUCIÓN NACIONAL

VII. EL CONCURSO DE LOS TRABAJADORES. LA CLASE OBRERA ESPAÑOLA



Importa aún más que una idea clara de lo que se quiere, el cómo ha de lograrse y de qué infalible modo se puede llegar a su conquista. Un buen camino suele conducir siempre a un espléndido lugar, y él mismo es ya su propia justificación. Las juventudes que hoy en España comienzan a percibir la angustia de su destino, y a ensayar gestos de acción, tienen que conceder a los problemas relacionados con su ruta estratégica la atención máxima. Pues están solas como impulso, como afán de darse a sí mismas y a la Patria un empujón histórico. Pero no están solas en otros aspectos, ya que en España hay además de ellas una serie de fuerzas, de ideas, de trincheras, de intereses, etc., entre los cuales hay necesariamente que moverse, venciendo a unos, neutralizando a otros y asimilando a los demás.



I. LA ACCIÓN POLÍTICA

Las juventudes españolas, como sujetos históricos de la revolución nacional, tienen sobre todo que elegir, sin posibilidad de opción, como campo y teatro de su presencia, éste: la acción política. Y ello, nunca para incrustarse en sus banderas actuales ni para servir lo más mínimo los problemas que en ella se planteen, sino con esta doble finalidad: primera, apoderarse de las zonas rectoras, donde en realidad se atrincheran los poderes más directamente responsables de la inercia hispana; segunda, acampar en el seno mismo de las eficacias populares, en el torbellino real de las masas.

No es, pues, en la ciencia, en la religión, en la sabiduría profesional, en el culto doméstico, en el deporte, donde la acción y la presencia de las juventudes debe manifestarse en esta coyuntura anómala de la Patria: ES EN LA ACCIÓN POLÍTICA. Aquí tienen que confluir los bríos, considerando aquéllas otras cosas como valores que en este momento deben subordinarse a los propósitos de la revolución nacional, objetivo en el fondo de índole política, y reconociendo que aquellos son inoperantes, parciales, e inadecuados por sí solos para las tareas históricas que hoy nos corresponden.

España no recobrará su gran destino ni los españoles recobrarán su vida digna, CON RAPIDEZ Y URGENCIA, por el camino de la sabiduría, ni por el de la misión religiosa ni por el de la preparación profesional ni por el hecho de que todos seamos buenos deportistas. Todo eso, AUN LOGRADO, podría muy bien convivir con la desgracia histórica de España, con su servidumbre, con su disgregación y con su esclavitud internacional.

El timón de la rapidez, de la urgencia es el que permita desarticular y vencer el poder político dominante, sustituirlo, y emprender con las masas españolas la edificación y conquista histórica de la Patria. Eso requiere ir a la acción política, aun con el propósito evidentemente de reducir a cenizas la política partidista, mendaz y urdidora de desastres.

Presentar a las juventudes el camino de la acción política es mostrarle el lugar concreto donde reside el timón histórico que ellas precisamente necesitan, donde está —y en manos ineptas, insensibles o traidoras— el trasmutador eléctrico, mediante el que se dan los dramáticos apagones o se encienden y abrillantan las rutas históricas.

No hay escepticismo peor ni doctrina más perniciosa e impotente para las juventudes que el caer en el apartamiento, la desilusión y el desprecio inactivo por las movilizaciones y eficacias del linaje político. Quienes las adopten se condenan sin remisión a un limbo permanente, a una eterna infancia de imbéciles y de castrados.

La primera preocupación estratégica es, pues, la creación de un órgano de acción política, bien acorazado para resistir las sirenas, para despreciar los contubernios y para dar el golpe definitivo al artilugio político de los partidos en que se basa y apoya el Estado vigente. A la política, pues, no en papel de rivales de estos o aquellos partidos, sino en rivalidad permanente y absoluta con el sistema entero. Política contra las políticas. Partido contra los partidos.



II. ACCIÓN DIRECTA

Que las juventudes tienen que adoptar una táctica de acción directa, es decir, una moral de desconfianza hacia todo lo que no proceda de ellas y una decisión de imponer por sí mismas las nuevas normas, es algo en realidad incuestionable.

Eso va implícito en la actitud que antes hemos dicho corresponde a nuestros jóvenes: la actitud del soldado. El soldado practica siempre la acción directa, y es por su propia calidad, el único que la representa en toda su gran fecundidad y relieve moral.

Las juventudes son asimismo, como sector social, las únicas que imprimen a la acción directa, no un sentido particularista, de exacerbación y desorbitación de una clase, sino el carácter íntegramente nacional y humano, la justificación profunda de su violencia para con los valores parásitos y para los intermediarios provistos de degradación.

La acción directa garantizará a nuestras juventudes su liberación de todo mito parlamentarista, de todo respeto a lo que no merece respeto, de toda posternación ante ídolos vacíos y falsos. Pues se verá siempre en peligro, al aire, en plena vida ascética y de gran dimensión emocional, de gran potenciación histórica.

En la práctica de la acción directa se efectúa además algo que en nuestra Patria es urgentísimo: la posible aparición y selección de las nuevas minorías rectoras, procedentes de las masas, surgidas de ellas y sustituidoras, por propio y auténtico derecho de conquista, de las minorías tradicionales o procedentes de los partidos y sectas políticas dominantes.

La acción directa no es siempre ni equivale a la violencia armada. Es en primer lugar la sustentación de una actitud de ruptura, de una moral de justicia rígida contra la decrepitud o la traición, de una confianza plena, totalitaria, en lo que se incorpora y trae.

La violencia, la ruptura, tendrá en nuestras juventudes, como realizadoras e impulsoras de la revolución nacional, un eco profundo de realización moral, de heroísmo, de firmeza y de entereza.

Precisamente por ello cabe adscribir tres justificaciones, tres dimensiones a la violencia de las juventudes, de las cuales una sola, cualquiera de ellas, bastaría y se autojustificaría de modo suficiente:

a) Como valor moral de ruptura, como desprendimiento y rebelión contra valores decrépitos, traidores e injustos.

b) Como necesidad, es decir, como principio obligado de defensa, como táctica ineludible en presencia de los campamentos enemigos (España está hoy poblada de verdaderos campamentos, en pie de guerra).

c) Como prueba, como demostración de entereza, de capacidad y de la licitud histórica que mueve a los soldados de la revolución nacional.

Estas justificaciones vedan a la acción directa de las juventudes de toda caída en el crimen, en el bandidaje y en la acción política vituperable, que es la que va siempre ligada a un signo individual, anárquico y de pequeños grupos visionarios.

Pero extraigamos de la tercera de esas justificaciones algunas consecuencias de interés:



III. LA MINORÍA RECTORA, EL PODER POLÍTICO QUE ESPAÑA NECESITA

Una de las enseñanzas históricas que cabe obtener del ciclo mundial demoburgués consiste en la demostración de que no es baladí, para un gran pueblo, el tipo social de que extrae su minoría rectora, su cuerpo político dirigente.

No todas las gentes, no todos los grupos sociales ofrecen garantías de comprender y servir de un modo profundo los intereses generales e históricos de la nación, y al decir de la nación puede también decirse del pueblo entero. La democracia liberal y parlamentaria confía la misión dirigente a los elementos representativos de su propio régimen, elementos escépticos, de tira y afloja, es decir, a los abogados.

Las luchas por la revolución nacional, la estrategia seguida en ellas, debe tener en cuenta esos hechos, al objeto de que su triunfo no signifique al final el fraude de dejar a la revolución sin gerencia propia, sin mandos fieles.

España es uno de los pueblos que más necesitan poner sus destinos en manos que interpreten con el máximo rigor y fidelidad su propia esencia. Sólo así rendirá efectivamente consecuencias fecundas de orden histórico. La revolución nacional, pues, no debe olvidarse de que ella misma tiene que producir y crear la propia minoría dirigente, a cuyo cargo puedan confiar las grandes masas nacionalizadas la tarea de realizar las transformaciones y de conducir con temple y buen ánimo la nave del Estado nacional.

Más que nunca hoy, y en España sobre todo, tanto por su expresión histórica como por el futuro peculiar que les corresponde, se precisa que el Estado esté en manos de hombres con características en absoluto opuestas a las que suelen poseer los políticos demoburgueses.

Esa prueba, pues, esa demostración que adscribíamos a la acción directa de las juventudes nacional-revolucionarias, se relaciona con esta realidad, con esta necesidad de destacar y poner al frente del Estado, hombres de entereza probada, de fidelidad probada y de angustia profunda y verdadera por el destino histórico del pueblo y de la Patria; demostraciones que sólo adquieren plenitud de evidencia a través de una acción y una gestión victoriosa, como forjadores y conductores de la acción directa de las fuerzas nacionales en lucha.

Esas características, que en cierta forma corresponden al hombre de milicia, no son sin embargo las de los militares de los ejércitos normales en regímenes burgués-parlamentarios —elementos en general burocratizados, pacifistas, estrechos, sin agudeza ni visión histórica—, sino que los producen las masas y los extraen los pueblos de su seno, ya que el cauce averiado mismo de la época en que surgen hace que no se encuentren incorporados a la vida oficial, es decir, sean oposición.

En España estamos ante ese fenómeno. Vivimos una asfixiante monopolización de la vida pública por parte de leguleyos, burócratas, renunciadores y lisiados mentales de profesión.

Por eso, las juventudes tienen que reconocer la necesidad de dar paso a los valores humanos de más adecuada pigmentación para la tarea rectora. Han de salir de sus luchas y destacarse en ellas. Si esas luchas consisten en pacíficas exhortaciones a la vida hogareña y al fiel cumplimiento de los deberes de ciudadanía, mejor es no moverse, seguir en parálisis progresiva y dejar a los abogados, a los burócratas, a los buenos burgueses, su honrada función de liquidadores definitivos de la Patria.

Las empresas que cabe asignar al futuro inmediato de España requieren que, al frente de ella, figure un equipo de españoles fogueados y templados en jornadas de entereza. Nos hacen falta hombres sin la más mínima capacidad para el temblor, para el fraude y para la miopía histórica.



IV. NO ESTAMOS ANTE UN PROBLEMA DE MAYORÍAS

La mística de las masas no es la mística de las mayorías. La revolución nacional española no puede ser ejecutada ni realizada a retaguardia de la movilización de las mayorías. El compromiso de convencer previamente a la mayor parte de los españoles es quizá lícitamente exigible para cambiar una política de derecha por una de izquierda, o para otra frivolidad semejante, pero es inadecuado e infantil planteárselo a los ejecutores de la revolución nacional.

Y ello por muchas razones, tanto porque no es obligación de las mayorías numéricas ser depositarias o guardadoras directas del destino histórico nacional, como porque no son precisas las mayorías para el triunfo. El concepto de mayoría es, en efecto, sólo un instrumento de victoria política, el adecuado a los sistemas demoliberales. Pero no es ninguna otra cosa. Fuera de la órbita demoliberal, el vocablo mayorías, como término o concepto político, carece absolutamente de sentido.

La revolución nacional, pues, está al margen de tal cuestión. La línea estratégica no tiene que moverse en torno a la conquista de las mayorías, sino en torno a un tipo diferente de valores, como son, de un lado, la movilización de los masas de más densidad y relieve nacional, y de otro, los resortes revolucionarios que le abran el camino del poder.

Las masas, sí. Constituyen una colaboración indispensable. Las masas pueden existir en torno a una bandera y en torno a una consigna, alcanzar incluso la victoria, y ser sin embargo minoría. Semejante diferenciación es necesaria hacerla con toda claridad desde la vertiente de la revolución nacional. Esta tienen que vencer, no a costa de ser numéricamente mayoritaria, sino a costa de la perfección, la movilidad, el esfuerzo y la combatividad de sus masas.

Los españoles que de un modo activo, tenaz, se afanen por la grandeza nacional de España, quieran liberar a sus compatriotas de la esclavitud internacional, deseen un resurgimiento de la vida moral, económica y cultural de su Patria, etc., etc., pueden quizá ser durante largo tiempo minoría. Y no porque haya frente a ellos una mayoría hostil, con una conciencia antinacional y una voluntad de autoaniquilarse. No. Sino más bien porque es lógico que existan anchas zonas inertes, insensibles al sentido de aquellos problemas. Inertes, pero no enemigas. Pues no se olvide que las cuestiones que afectan a la revolución nacional son distintas a las cuestiones propiamente individuales y privadas. Pueden escaparse, por tanto, a la apreciación de las grandes mayorías, a no ser en momentos excepcionales, en que confluyen de lleno la voluntad histórica nacional con las apetencias cercanas y concretas del pueblo entero. Este último es el mejor clima para la revolución nacional, y felizmente, el que de un modo seguro apunta hoy en nuestra Patria española.



V. LA REALIDAD DEL PUEBLO ESPAÑOL

Que se oponen a la revolución nacional fuerzas poderosas es un hecho evidente. También lo es que se vería obligada a un perfil duro, agrio, con determinados sectores de la vida social española. Pero la revolución nacional sería la menos sangrienta y rencorosa entre las que se vislumbran y amenazan hoy desencadenarse. Nosotros sabemos hasta qué punto es injusto vincular a nuestros contemporáneos la culpabilidad, tanto de la desgracia histórica de España como de la miseria y atraso económico en que nos hallamos.

Nos parece, pues, una injusticia enorme pretender que caiga directamente sobre grupo ni clase alguna la cuchilla vindicadora. Errónea y criminal tiene por tanto que parecernos la tentativa marxista de asolar la Patria con una acción de fuerte violencia contra supuestos culpables, merecedores de exterminio. Eso es una insensatez, y no le corresponderá al hecho de que así se intente pequeña parte entre las motivaciones estratégicas de la revolución nacional, la de impedir y detener la realización del marxismo, en rivalidad revolucionaria con sus propósitos. Creemos con firmeza que el pueblo español, la sociedad española, no ofrece hoy sector alguno al que adscribir de un modo exclusivo toda la responsabilidad. No hay aquí ni una gran burguesía enteramente explotadora ni grandes organizaciones obreras enteramente desnacionalizadas. Quien se acerque a la realidad de la Patria con morbosas imágenes de otros países, y trate de aplicar aquí formulillas y tácticas asimismo morbosas, está desde luego fuera de todo servicio a la revolución nacional española. Tenemos, por el contrario, que penetrar en la angustia íntima y profunda del pueblo español, de todo el pueblo, y percibir en todas las clases y escalas su pigmentación de grupos al margen de su plenitud histórica, necesitados en algunos aspectos casi por igual de liberación y auxilio.

Esa posición de la revolución nacional, que excluye toda lucha «apriorística» y a fondo contra clases y valores genéricos, y que proyecta toda su violencia contra quienes se encuentren fuera de su implacable servicio a los destinos de la Patria, estén donde estén los trasgresores y sean quienes sean, es la posición verdadera de amor al pueblo español como tal, la auténtica bandera liberadora y potenciadora del espíritu de nuestro pueblo.



VI. LA IGLESIA CATÓLICA Y SU INTERFERENCIA CON LA REVOLUCIÓN NACIONAL

Antes hemos aludido a la necesidad de abordar el tema del catolicismo, y sus interferencias con la empresa política y revolucionaria de las juventudes nacionales. El tema será todo lo arduo y delicado que se quiera, pero hay que hacerle frente y obtener de él consecuencias estratégicas.

La Iglesia puede decirse que fue testigo del nacimiento mismo de España como ser histórico. Está ligada a las horas culminantes de nuestro pasado nacional, y en muchos aspectos unida de un modo profundo a dimensiones españolas de calidad alta. Es además una institución que posee algunas positivas ventajas de orden político, como por ejemplo, su capacidad de colaboración, de servicio, si en efecto encuentra y se halla con poderes suficientemente inteligentes para agradecerlo, y suficientemente fuertes y vigorosos para aceptarlo sin peligros.

Parece incuestionable que el catolicismo es la religión del pueblo español y que no tiene otra. Atentar contra ella, contra su estricta significación espiritual y religiosa, equivale a atentar contra una de las cosas que el pueblo tiene, y ese atropello no puede nunca ser defendido por quienes ocupen la vertiente nacional. Todo esto es clarísimo y difícilmente rebatible, aun por los extraños a toda disciplina religiosa y a toda simpatía especial por la Iglesia.

Ahí termina la que podemos llamar declaración de principios de la revolución nacional con respecto a la religión católica. Pensar traspasarla en un sentido o en otro desfigura totalmente la victoria nacional, y hasta la pone en riesgo y peligro de no ser lograda.

La empresa de edificar una doctrina nacional, un plan de resurgimiento histórico, una estrategia de lucha, unas instituciones políticas eficaces, etc., es algo que puede ser realizado sin apelar al signo católico de los españoles, y no sólo eso, sino que los católicos deben y pueden colaborar en ella, servirla, en nombre de su dimensión nacional, en nombre de su patriotismo, y no en nombre de otra cosa.

Ello por muchas razones: una, porque se trata de una empresa histórica, temporal, como es la de conseguir la grandeza de España y la dignidad social de los españoles. Otra, que evidentemente pueden colaborar también en tal empresa gentes alejadas de toda disciplina confesional. Y otra, que es una empresa que la Iglesia católica misma ni intenta, ni debe, ni se le permitiría emprender.

Pues no se olvide que la revolución nacional quiere y desea descubrir un manojo de verdades españolas, tanto de índole nacional como de índole social, que puedan y deban ser abrazadas por parte de todo el pueblo, sin posibilidad de crítica ni disidencia. Nosotros sabemos que la vida histórica de España está pendiente de la vigencia de ese manojo de magnas e indiscutibles cosas, garantizadoras de su unidad moral y de su cohesión. Precisamente, la revolución nacional tiene su justificación en la ausencia contemporánea de esas unanimidades en el espíritu de nuestro pueblo.

Algún día la unidad moral de España era casi la unidad católica de los españoles. Quien pretenda en serio que hoy puede también aspirarse a tal equivalencia demuestra que le nubla el juicio su propio y personal deseo. No. Ahora bien, ocurre asimismo que sólo bajo el signo de la democracia burguesa y parlamentarista, es decir, sólo bajo la vigencia de un régimen político demoliberal, podría España vivir o malvivir sin solidaridad nacional profunda, sin unidad moral.

La tarea de crearla, de propagarla, de imponer coactivamente sus postulados es una de las finalidades históricas, la más alta, de este momento, en que asistimos sin ninguna duda a la ruina y a la decrepitud irremediable de aquel sistema, a la imposibilidad de que rijan la vida española instituciones sin fe, espectadoras e incrédulas.

Fe y credo nacional, eficacia social para todo el pueblo, pedimos. Pues sabemos que sólo así dispondremos de instrumentos victoriosos, y que sólo así no caeremos en vil tiranía imponiendo a todos su obligación nacional y su fidelidad a los destinos históricos de España. En nombre de la Patria y en nombre de la liberación social de todo el pueblo, no nos temblaría el pulso para cualquier determinación, por grave y sangrienta que fuese. Sí le temblaría hoy, en cambio — y haría bien en temblarle —, a la Iglesia para una decisión coactiva sobre los incrédulos.

La revolución nacional es empresa a realizar como españoles, y la vida católica es cosa a cumplir como hombres, para salvar el alma. Nadie saque, pues, las cosa de quicio ni las entrecruce y confunda, porque son en extremo distintas. Sería angustiosamente lamentable que se confundieran las consignas, y esta coyuntura de España que hoy vivimos se resolviera como en el siglo XIX en luchas de categoría estéril.

España, camaradas, necesita patriotas que no le pongan apellidos. Hay muchas sospechas — y más que sospechas — de que el patriotismo al calor de las Iglesias se adultera, debilita y carcome. El yugo y las saetas, como emblema de lucha, sustituye con ventaja a la cruz para presidir las jornadas de la revolución nacional.



VII. EL CONCURSO DE LOS TRABAJADORES. LA CLASE OBRERA ESPAÑOLA

Es evidente que una de las finalidades de la revolución nacional es y tiene que ser la nacionalización de los trabajadores, es decir, su incorporación a la empresa histórica que España representa. Mientras más amplia y vigorosa sea la sustentación del Estado nacional, más firmeza y eficacia habrá en su norte histórico.

Si las juventudes angustiadas y sensibles a las desgracias de España emprenden una acción enérgica en pro de su fortaleza y liberación, tienen que buscar con más insistencia que otros los apoyos y colaboraciones de una parte —lo más amplia que puedan— de la clase obrera, de los asalariados, de los pequeños agricultores y, en fin, de esa masa general de españoles en constante y difícil lucha con la vida.

Precisamente, es la revolución nacional la única bandera donde puede confluir, y considerar como suya, las gentes de España más varias, en busca tanto de su peculiar problema como de ese otro gran problema de España, cuya solución comprende todos los demás.

La incorporación de los trabajadores a la causa nacional de España proporcionaría a ésta perspectivas históricas enormes. No sólo no se puede prescindir de ellos, sino que es necesario a toda costa extraer de la clase obrera luchadores revolucionarios y patriotas. Sería tan lamentable que la revolución nacional no lograse esos concursos, que la invalidaría casi por completo.

Todas las empresas que son hoy precisas en España, para conseguir su elevación histórica y su victoria nacional, coinciden casi por entero con los intereses de la masa española laboriosa. Nadie como ella puede hoy levantar en alto una bandera de liberación histórica, y nadie necesita como ella, con más urgencia, unir sus destinos a los de la Patria. En las luchas contra el imperialismo económico extranjero, por la industrialización nacional, por la justicia en los campos, contra el parasitismo de los grandes rentistas, etc., la posición que conviene a los trabajadores es la posición misma del interés nacional.

La estrategia de la revolución nacional respecto a las organizaciones obreras ofrece dificultades enormes, que sólo pueden ser vencidas a fuerza de honradez, decisión y sentido profundo de los intereses españoles verdaderos. Por una serie de razones —clases medias poco vigorosas, deficiente atmósfera patriótica en el país, gran confusión en torno a la causa nacional—, en España se necesita de un modo extraordinario el concurso de los trabajadores, y las juventudes nacionales se verán obligadas, con más intensidad que en otros pueblos, a dar a su revolución un signo social fuerte, todo lo avanzado que requiera el cumplimiento de esa incorporación proletaria. ¡Ah!, pero también a ser implacables, severas, con los núcleos traidoramente descarriados, que se afanan en dar su sangre por toda esa red de utopías proletarias y por toda esa red de espionaje moscovita, que se interpone ante la conciencia española de las masas y nubla se fidelidad nacional.

No supone ningún imposible que las juventudes consigan atraer para la causa nacional que ellas representan grandes contingentes de trabajadores. Estos percibirán con más rapidez y entusiasmo que otros la causa de la juventud. Pues se trata de gentes más fácilmente dispuestas a aceptar banderas nuevas, sin que pesen sobre ellas excesivas presiones de ideas heredadas y de familia, como por el contrario ocurre en la mayoría de las otras clases, para quienes la causa de España viene ya de antiguo ligada a rutas tradicionales y muertas.

IV

INVOCACIÓN FINAL A LAS JUVENTUDES

El paso al frente de las juventudes es una orden del día incluso mundial. Están siendo por ello en todas partes el sujeto histórico de las subversiones victoriosas. Gracias a ellas y a su intervención, Europa ha desalojado al marxismo y descubierto un nuevo signo revolucionario, a base de la fortaleza nacional, la dignidad de las grandes masas y la construcción de un nuevo orden.

En tal momento, España ofrece su problema, sin posibilidad de aplazamiento para el desarrollo subversivo. Después del 14 de abril, que en sí y por sí careció absolutamente de significación trasmutadora, enseñan ya sin embargo su perfil los aspirantes a ejecutar y presidir las enormes transformaciones que en España van a operarse muy en breve. El 6 de octubre se manifestó ya una voluntad proletaria de estar presente en la coyuntura española que se avecina. Urge, pues, la presencia nacional, la respuesta nacional que deben dar a esa fecha las juventudes.

La situación de la Patria es concluyente: A toda velocidad se acerca el momento histórico en que le toque decidir bajo qué signo se operarán las transformaciones. Hay ya quien maneja los aldabonazos con cierta energía. Pues bien, nosotros, levantando la voz lo más que nos sea posible y rodeándola del máximum de emoción, decimos a las juventudes actuales de la Patria:

La subversión histórica que se avecina debe ser realizada, ejecutada y nutrida por vosotros. Disputando metro a metro a otros rivales el designio de la revolución nacional.

Este momento solemne de España, en que se ventilarán sus destinos quizá para más de cien años, coincide con la época y el momento de vuestra vida en que sois jóvenes, vigorosos y temibles.

¿Podrá ocurrir que la Patria y el pueblo queden desamparados, y que no ocupen sus puestos los liberadores, los patriotas, los revolucionarios?.

¿Podrá ocurrir que dentro de cuarenta o cincuenta años, estos españoles, que hoy son jóvenes y entonces serán ya ancianos, contemplen a distancia, con angustia y tristeza, cómo fue desaprovechada, cómo resultó fallida la gran coyuntura de este momento, y ello por su cobardía, por su deserción, por su debilidad?.



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PRIMERA DIGRESIÓN ACERCA DEL SIGNO REVOLUCIONARIO DE LAS JUVENTUDES



1. LA PRESENCIA DE LAS JUVENTUDES

2. ÉPOCAS CONSERVADORAS Y ÉPOCAS REVOLUCIONARIAS

3. LA CONCIENCIA MESIÁNICA DE LAS JUVENTUDES

4. ANTE UNA COYUNTURA SUBVERSIVA

5. LA INSOLIDARIDAD DE LAS JUVENTUDES

6. NI CRISIS MORAL, NI CORRUPCIÓN, NI AVENTURERISMO

7. LA RUPTURA DEL «PROGRESO»





1. LA PRESENCIA DE LAS JUVENTUDES

Hubo en la Grecia clásica un historiador que no hablaba en sus libros sino de hechos contemporáneos. Creía sinceramente, con ingenuidad magnífica, que en tiempos pasados, en épocas anteriores, no había acontecido en el mundo nada que fuese digno de mención histórica. La historia comenzaba, pues, con su tiempo, y las primeras páginas de ella habían de corresponder a los sucesos de más relieve que se ofrecían ante su vista. Por ejemplo, las Guerras del Peloponeso.

Pues bien, este libro, que naturalmente va a consistir en el propósito de interpretar la profunda realidad de España y su inmediato futuro bajo el signo histórico de las juventudes nacionales, tiene que examinar un fenómeno parecido a ese ejemplo clásico, y que va a servirnos para identificar la presencia verdadera de esa nueva fuerza motriz de la historia que son las juventudes.

Hay operante una conciencia juvenil cuando esta tiene de sí misma una idea en cierto modo mesiánica. Es decir, cuando en realidad cree que su presencia vigorosa en la historia coincide con las horas finales de un proceso agónico de descomposición y de crisis. Cuando, en una palabra, como el griego, antes que ella no ve sino algo caótico y sombrío. Advierte entonces la conciencia de las juventudes que su mera presencia, su sola aparición, significa ya una posibilidad de salvación y de grandeza, una aurora para el mundo.

Repetidas veces, quizá la mayor parte de las veces, esa creencia, esa valoración y estimación de su propio destino que tienen las juventudes, es un desplante ilusorio, se resuelve en pura irrealidad, sin misión concreta a que adscribirse. Son las épocas y los momentos en que la presencia de las juventudes como tales es apenas perceptible. Los hombres no se detienen apenas en la juventud, y pasan rápidamente de la adolescencia infantil a la madurez. Pero entrar en la madurez, formar socialmente en ella, equivale a incrustarse en su sistema, en su ordenación. Es decir, equivale a encontrar aceptable las formas vigentes y colaborar en su destino histórico, en la tarea de procurarle una permanencia más amplia.



2. ÉPOCAS CONSERVADORAS Y ÉPOCAS REVOLUCIONARIAS

Se trata entonces de épocas conservadoras y tranquilas. Las juventudes apenas si existen, pues fácil y rápidamente son reabsorbidas sin dificultad por las tareas normales con que el mundo anda preocupado cuando ellas aparecen. Son los momentos culminantes de los imperios, ya teniendo sin embargo a la vista las decadencias lentas que los suceden. Así en la Roma de Augusto. Así en la España de mediados de siglo XVI y el largo y angustioso proceso de descomposición posterior. Así la hora actual de Inglaterra. Así casi todo el siglo XIX mundial.

El espíritu y la misión de las juventudes es entonces camuflado, o bien declarado perturbador, estridente y demoniaco. Aparece quizá en rebeldías individuales y se resuelve en romanticismo literario, o si adopta formas políticas, en un anarquismo inane.

Pero puede acontecer que esa conciencia mesiánica de las juventudes a que nos hemos referido se robustezca y se desborde de un modo arrollador cuando, en efecto, su presencia coincida de veras con una coyuntura histórica, de tal descomposición, que la aparición vigorosa de las juventudes equivalga a una fuerza motriz avasalladoramente fértil.

Esto ocurre y sucede de hecho en las épocas de transformación, en las épocas revolucionarias, aquellas en las cuales el mundo logra ahogar la hidra de un proceso de descomposición o de angustia y dar paso a un orden nuevo. Son épocas de invención y de conquista. Épocas creadoras, que descorren el telón y descubren para los pueblos los nuevos caminos que la historia les ofrece.

Pues bien, el sujeto histórico de tales momentos, el brazo impulsor y realizador de ellos es lo que denominamos la conciencia operante de las juventudes. Y en la medida en que éstas influyen y sostienen con lo que les es peculiar, es decir, con espíritu de sacrificio, pureza, ímpetu y esfuerzo, las instituciones y formas del nuevo sistema, en esa medida la coyuntura histórica realiza y cumple su misión, resolviéndose en metas de plenitud, o bien retrocediendo y falseando su sentido.

El hecho de que el mundo, y sobre todo los pueblos europeos que son en realidad su expresión más fiel, se encuentre hoy bajo el signo de una coyuntura de ésas, en la que las juventudes aparecen con plena conciencia mesiánica, autosugestionadas y autosobreestimadas, hace que semejante fenómeno atraviese una zona de claridad y se nos ofrezca de veras comprensible. (Yo mismo me encuentro en la riada, y es así, dentro de ella, como se me presenta el hecho en todo su íntegro volumen.)



3. LA CONCIENCIA MESIÁNICA DE LAS JUVENTUDES

Al convertirse las juventudes en sujeto primordial de la historia, la época adopta necesariamente perfiles revolucionarios. Las grandes revoluciones han tenido lugar y se han efectuado en tales horas, lo mismo si son de índole religiosa que si son de carácter económico y político.

Naturalmente el hecho de las juventudes, el concepto de «lo joven», es desde luego elástico y flexible, sobre todo si queremos referirnos a él en la forma que lo hacemos. Antes aludimos a las épocas por esencia conservadoras y tranquilas, en las que realmente la etapa juvenil del hombre es de suma fugacidad, un relampagueante episodio de la existencia. Pero al contrario, en las épocas en que se operan grandes transformaciones y se proyectan sobre los pueblos con éxito las grandes consignas de índole revolucionaria, el primer hecho social que surge es que el «proceso de duración» de la juventud se estira y amplia de modo considerable.

Entonces puede decirse que el hombre es «joven» durante más tiempo, esto es, vive las apetencias, las emociones, las inquietudes y las angustias de la juventud un período de tiempo más largo. Y es que al pasar las juventudes a ser la fuerza motriz decisiva, al convertirse en sujeto creador, su misión, que en otras épocas parece casi inexistente como tal, se agiganta y dilata de un modo extraordinario, ya que es de hecho la misión misma de la humanidad en aquella hora. Una función así, una tarea así, no puede recaer sobre fuerzas sociales de fugacísima vigencia, sino sobre períodos más dilatados de la vida del hombre. Así ocurre que a los efectos de su mentalidad, sus costumbres, su forma de vida, sus inquietudes, en épocas y momentos como aquellos a que nos referimos, el hombre se considera y es de hecho «joven» hasta los cincuenta y más años.

A esas edades sigue sin incrustarse de un modo definitivo en el orden vigente, se considera enrolado aún entre los que buscan y se afanan por el hallazgo de formas políticas, económicas o religiosas provistas de las eficacias por las que él suspira. Es en definitiva un descontento, un desplazado, un insatisfecho. Es asimismo, naturalmente en su grado histórico más fértil, un soldado de la revolución que en esas épocas se produce y tiene lugar siempre de un modo victorioso.

Esas son las gentes que constituyen el nervio de las grandes revoluciones y que de una manera u otra tiene a su cargo el papel de nutrir su predominio militar, la misión histórica de promover en el mundo los cambios y los virajes gigantescos que se producen. Son las falanges revolucionarias de Julio César, que vencen a las oligarquías podridas de la república romana e instauran el Imperio en nombre de las grandes masas. Son los conquistadores españoles del siglo XVI, analfabetos y hambrientos, y los que se alistan en aquellos famosos tercios que bajo Carlos V afirman el poderío español en Europa. Son las tropas bonapartistas que imponen en toda Europa los postulados de la revolución francesa. Y son, por último, hoy, los actores decisivos, no ya en el orden de la ejecución y del servicio, sino totalitariamente, extrayendo de sí, y sólo de sí, caudillos, normas, instituciones y metas históricas propias.



4. ANTE UNA COYUNTURA SUBVERSIVA

Pues atraviesa, repito, el mundo en esta hora actual un momento que responde exactamente a las características que aquí aparecen. Hoy, en efecto, están agudizados los perfiles que denuncian en casi toda el área mundial la presencia efectiva de una conciencia juvenil operante, provista de una absoluta fe de carácter mesiánico en sus propios destinos. Por eso estamos de hecho en una caldeada atmósfera revolucionaria, de tal temple y poder que, ante las miradas atónitas de muchos, colaboran en el signo revolucionario y subversivo incluso cierto linaje de actitudes que hasta aquí integraban, quizá, el tronco ideal del conservadurismo más pétreo.

Un análisis ligerísimo de los hechos que hoy acontecen, corrobora de un modo absoluto la veracidad de nuestros juicios. La presencia de las juventudes llena en efecto la actualidad mundial. Ahí está por todas partes su problema, y ahí está visible ese rasgo dilatorio de la duración de lo «juvenil», que antes hemos mostrado como propio y característico de las coyunturas históricas de signo revolucionario y subversivo.

Desde hace más de quince años, pongamos desde finales de la Gran Guerra, viene advirtiéndose una movilización de las juventudes, las cuales, a la vez que adquirían volumen y relieve, se han ido resumiendo y polarizando en empresas de orden muy vario según las circunstancias, pero siempre dejando tras de sí una estela de transformaciones, más o menos fallidas, que han dado y dan aún al mundo una sensación profundamente revolucionaria.



5. LA INSOLIDARIDAD DE LAS JUVENTUDES

Las juventudes, en efecto, a la par que se dilata más su proporción numérica, ya que alcanzan un período mayor de la vida humana, y por ello mismo quizá, se notan cada día más desplazadas y lejanas de toda posibilidad de servicio y de dependencia al orden y al sistema que hallan en estado de vigencia. Y ello por una razón doble: frecuentemente ocurre que no hay sitio para las juventudes, que no se les acepta con facilidad, y que su primera impresión por tanto consiste en la angustia de verse sin solicitaciones justas, casi en un papel de residuo histórico. Pero hay también una razón distinta: las juventudes se sienten dominadas por cierta ingénita repugnancia a los huecos sociales que se le tienen reservados, y tras un período de perplejidad y de orientación crítica, haciéndose cargo unas veces de las tareas que se le asignan, y otras en franca rebeldía y aventura, se instalan y enrolan en la subversión más sugestiva que tengan delante.

Un hecho así, un proceso así, tiene hoy rango y carácter de acontecimiento mundial. Desarrollado y culminante en unos pueblos, naciente con más timidez en otros, pero constituyendo sin ninguna duda la fuerza impulsora más decisiva de la época.

En tal situación, las juventudes abordan la realidad fundamental de su existencia. Entran en línea de combate. Pues difícilmente su problema puede ser resuelto de otro modo que con la decisión firmísima de abrirse paso. Se dan cuenta de que han llegado a un mundo repelente, defectuoso y hundido en cien miserias. Pero ellas no forman parte de él, están a extramuros, y precisamente con un bagaje irrenunciable y valiosísimo: su vitalidad, su ímpetu. Y sobre todo su inmunidad para toda depresión o solución de tipo pesimista. Pues ocurre, en efecto, que en tal coyuntura las juventudes se encuentran de verdad entre la pared y la espada: repelen el orden y el sistema vigente, pero a la par de eso tienen cerrada toda salida pesimista, toda renunciación. Es su hora en la historia, y ésta les veda retroceder ante su propio destino.

Por eso las juventudes que alcanzan a vivir una plena conciencia de carácter mesiánico, tras de la desazón y la angustia contra las formas vigentes, entran de lleno en una actitud revolucionaria, de servicio a las trasmutaciones sociales, políticas o religiosas que en épocas tales estén llamadas a surgir.

Las épocas revolucionarias, y la actual lo es en más alto grado que ninguna, comienzan a revelarse por los síntomas que estamos precisamente destacando aquí. Las juventudes se encaran con el panorama que se les ofrece, y lo hacen con arreglo a normas del perfil clásico más puro. Creen en sí mismas, en lo positivo y fértil de su presencia, a la vez que desvalorizan y subestiman lo anterior a ellas, aquello que vienen a hundir en las tinieblas. Y es así como el proceso subversivo culmina. El despego de las juventudes hacia la orden del día universal que encuentran dictada se hace notorio en todos los órdenes.

La significación de todo ello es clara: los valores preeminentes de carácter cultural, económico y político aparecen ante las juventudes desprovistos de luminosidad. Son valores falsos, que no merecen respeto alguno, y que cumplen a sus ojos el papel de meras apariencias de virtud al servicio de realidades degradadas. De hecho se rebelan contra el tipo de vida cenagosa y mediocre que se les ofrece. Y naturalmente, rechazan las tareas a que los viejos grupos, rectores de las formas aún en pie, parecen destinarlas.



6. NI CRISIS MORAL, NI CORRUPCIÓN, NI AVENTURERISMO

Y es digno de notarse un fenómeno que acompaña a esa actitud hostil de las juventudes. Con gran frecuencia se presentan éstas bajo un signo moralmente depresivo, es decir, rodeadas de atributos sospechosos de corrupción y de impureza. Es lo que entonces se denomina, desde la vertiente antijuvenil y antihistórica, «crisis moral de la juventud». Quizá las juventudes en efecto se inclinan a la realización de un tipo de vida que para «los otros», para los representantes de las formas estáticas, es puro cinismo aventurero, pura corrupción, pura huida o fuga ante el deber y la dificultad de ser laboriosas, disciplinadas y obedientes.

Pero eso no es sino otro de los síntomas del viraje histórico, de la ruptura que va a ser efectuada por las revoluciones. Esa supuesta corrupción es simple ignorancia y simple ceguera para determinadas normas inhibitorias. No se parece, pues, en nada a la corrupción y a la mendacidad verdaderas, propias de quienes «trasgrieden» normas morales, no sólo no ajenas a ellos, sino creadas y forjadas por ellos mismos, o por lo menos presentadas por ellos como los pilares básicos sobre que descansa su concepción del mundo y de la vida.

Es, por tanto, falsa e injusta esa imputación que se les hace a las juventudes operantes, presentando como de origen impuro su resistencia a incrustarse en los sistemas ortodoxos que rigen a su llegada. Su despreocupación, su adscripción a formas desenvueltas, su quebranto de ciertos ritos, la misma aparente facilidad con que se entrega a los viejos poderes corruptores, todo ello no es ni equivale a la degradación moral absoluta con que generalmente es calificada.

Recusamos por inválida y errónea la propensión a juzgar el «desarraigo» de esas juventudes como un signo de depresión moral. Pues ocurre que carecen quizá de lo que puede llamarse el manojo de virtudes vigentes. Pero ello, junto a ese «desarraigo» de que hicimos mención, no excluye verlas caminar en pos de virtudes nuevas y verlas asimismo ligadas de una manera profunda a disciplinas de dimensión considerable. Adviértase que la ruptura revolucionaria en que viven las desprende de una dogmática antes de haber dado lugar a la creación de otra nueva y diferente. Las fuerzas motrices que actúan en tales épocas viven un interregno comprendido entre el momento de su desvío hacia las formas estáticas y su adscripción a una disciplina moral nueva. Con esto, y con lo que antes expuse acerca de cuáles son las características de la verdadera corrupción, creo quedará perfectamente claro cómo las juventudes no pueden ser calificadas de relajación ni de degradación porque realicen su función trasmutadora con arreglo a estilos de aparente signo aventurero. Hay evidentes diferencias entre un ladrón o atracador de caminos y un gobernante revolucionario que de acuerdo con su mito social despoja en determinados casos las fortunas privadas.

El carácter mesiánico, salvador, y el sentimiento de que su presencia en la historia acontece en la hora precisa para que no llegue a consumarse de modo irreparable la catástrofe, constituyen el basamento emocional de las juventudes. Hay tal caos en torno, hay tal ciénaga y tales injusticias a su vera, perciben todo ello con tal claridad, que la primera decisión de su ánimo es atribuirse el papel mesiánico de salvadores, de inauguradores de la historia, al estilo del historiador griego.



7. LA RUPTURA DEL «PROGRESO»

Así, las épocas revolucionarias no son en rigor épocas progresistas. No hay ni puede haber mito ni ilusión de progreso donde no hay afán alguno continuador, donde no hay servicio a valores preexistentes. No se trata entonces, como no se trata hoy, de progresar, sino de desgarrar el velo de las invenciones. Se va a la conquista de situaciones y formas de vida para escalar las cuales nunca es terreno firme la permanencia, ni siquiera transitoria, en lugares intermedios.

Son, por el contrario, los anchos procesos históricos de signo conservador los que se realizan y cumplen bajo una función de progreso, con una misión progresista. El progreso es hijo y producto de la colaboración, de la continuidad, precisamente las dos cosas que desaparecen y son negadas bajo el imperio de las juventudes triunfantes. Éstas rompen su solidaridad con el pasado más inmediato, es decir, se niegan de hecho a ir elaborando tareas ya iniciadas o a seguir timoneando la simbólica nave progresista.

Bien se habrá advertido cómo esta digresión descubre de hecho los perfiles de la época actual, aquella que está transcurriendo hoy mismo, y de la que somos todos, en un grado u otro, actores. En efecto, ningún fenómeno más notorio hoy que el de la dilatación sorprendente de la etapa juvenil del hombre, con todo el manojo de consecuencias de índole moral, económica y política que ello trae consigo. Las juventudes, dilatadas y amplificadas así, se reajustan más cada día a su misión y actúan como las representantes genuinas del momento histórico. Todo se rinde a ellas, y en todas partes, polarizando lo que hay de más brioso, heroico y fértil, señalan imperativas su camino, que es desde luego un camino revolucionario, enormemente +-trasmutador y subversivo. No hay país donde no hayan aparecido, y pocas, muy pocas, son las fortalezas que se le resisten. Pues claro que no se trata de movilizaciones juveniles, en el sentido parcial y fugacísimo que puedan darle a esa expresión este o aquel numero de años, sino de algo que sobrepasa todo eso y alcanza la calidad de una acción histórica mucho más profunda que la que correspondería a un concepto estrecho y restringido de «lo juvenil». Las épocas revolucionarias ponen en circulación una mística de la juventud que se enlaza con lo más capital de su misión, que es ni más ni menos abrir paso a un mundo provisto de juventud, es decir, de vigor y de pureza.



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SEGUNDA DIGRESIÓN ACERCA DEL PERFIL ACTUAL DE EUROPA



Europa es ya hoy en su casi totalidad el campo de operaciones de ese espíritu juvenil y revolucionario a que nos hemos referido en la digresión primera. Nada difícil va a sernos destacar uno por uno los acontecimientos culminantes de la actual Europa, señalar los mitos creadores que la orientan e ilusionan, examinar su gesto y sus preocupaciones, y a la vez, mostrar cómo todas esas cosas, acontecimientos, mitos, gestos y preocupaciones, son un producto genuino y una manifestación cabal de las juventudes subversivas.

Desde hace quince años, Europa vive de un modo o de otro entregada a la experiencia trasmutadora. Las juventudes automesiánicas van imponiendo día a día sus características, y ganando batallas a los poderes de signo antiguo.

Soy de los que creen que apenas si ha entrado Europa en la etapa final de las realizaciones revolucionarias, y que por eso los episodios con apariencia de ser ya un producto y una cosecha en algún modo definitiva, es decir, episodios calmadores y frenadores de la subversión histórica, obtenidos ya de ella misma, son más bien floraciones y conatos representativos del nuevo orden y del nuevo sistema aún por venir.

Si pasamos revista a todo cuanto de un modo central, y hasta de un modo formal o episódico, viene ocurriendo en Europa, lo advertiremos impregnado de una misma esencia, que responde a un estilo de subversión, de ruptura, y sueña a cada paso con interpretar novedades radicales. Y ello, tanto en los nortes ideológicos, como en las manifestaciones de índole más superficial y externa. Asimismo, que sólo desplegando los resortes típicos y hasta brutales de las épocas trasmutadoras, con su bagaje de heroísmo, imposición y denuedo, han podido quizá ser abordados e incluso vencidos los obstáculos pavorosos de esta edad.

¿Qué vemos realmente en Europa? Después de la Gran Guerra, que vino a ser el aldabonazo que abría e inauguraba el proceso subversivo, han surgido en Europa los siguientes hechos capitales, cuya comprensión exacta es imprescindible para quienes deseen tener una idea clara acerca del presente europeo:

Pacifismo de postguerra.

Bolchevismo ruso.

Fascismo italiano.

Racismo socialista alemán.

Impotencia revolucionaria marxista.

Descomposición de las instituciones económicas y políticas de la burguesía.

El paro forzoso.

La uniformación política de las masas.

Rápida y brevemente vamos a justipreciar estos fenómenos, a desentrañar su sentido y a encajarlos en el proceso mundial hoy en curso bajo la acción de las grandes masas de juventudes.

I

PACIFISMO, SOCIEDAD DE NACIONES E IMPERIALISMO FRANCÉS



1. LOS DOS PACIFISMOS

2. GINEBRA, TRINCHERA REACCIONARIA

3. GINEBRA, CAPITAL METROPOLITANA DEL IMPERIALISMO FRANCÉS

4. EL PACIFISMO INTEGRAL, ACTITUD CANSADA





1. LOS DOS PACIFISMOS

En la Gran Guerra fueron sacrificados unos diez millones de hombres. Realmente, si alguien lograse demostrar que todas esas vidas se inmolaron por capricho, sin ligazón profunda y verdadera a los más auténticos y solemnes designios de la historia, habría que declarar sin pérdida de minuto la estupidez y la brutalidad de la Europa que declaró e hizo la guerra. Pues, como si esa demostración se hubiese hecho, surgió, creció y se desarrolló en toda Europa una actitud pacifista, cuyo espectáculo, cuando sea contemplado a distancia, parecerá el responso más repugnante que podía dedicarse a los millones de hombres que murieron en campaña.

Jamas, en todo el transcurso de la historia, ha sucedido a una guerra un ambiente de tal miseria moral y de tal crisis de entereza como la que puso en circulación la atmósfera pacifista a raíz de 1918. Podemos distinguir dos pacifismos: uno, el pacifismo diplomático de los Estados, y otro, el pacifismo ingenuo que se quiso incrustar entre las grandes masas populares. El primero se domicilió y centró en Ginebra bajo el nombre de Sociedad de Naciones. El segundo pretendió llevar al ánimo de las gentes la creencia de que la última guerra debía ser de veras la última, y que había que decretar por tanto la proscripción absoluta de todas las guerras. Este último pacifismo integral fue acogido con verdadera fruición por los agitadores «oficiosamente» revolucionarios, estimándolo como uno de los resortes subversivos más eficaces.



2. GINEBRA, TRINCHERA REACCIONARIA

El pacifismo de Ginebra ha venido a constituir, de hecho, la fortaleza donde se han acumulado todos los poderes que intentaban desterrar de esta época el fatal signo subversivo que gravita sobre ella. No se olvide que lo que hace hoy crisis esencial y contra lo que principalmente se encaran las baterías trasmutadoras de que vienen provistas las juventudes, está constituido por las formas políticas, sociales y económicas características del espíritu burgués.

Realmente, la Sociedad de las Naciones no ha tenido nunca sino dos finalidades: una, garantizar en lo posible el cumplimiento del Tratado de Versalles, enguantando el puño terrible que impuso sus dictados; otra, asegurar en lo posible también el porvenir, poner vigilancia directa al mundo para que nadie burlase la vigencia del status quo surgido de la victoria. Estas dos finalidades se resumen de hecho en una: Seguridad para Francia, y no ya en sentido de asegurar su integridad nacional, es decir, de asegurarse contra el peligro de ser invadida, sino seguridad para el dominio mundial de Francia, seguridad para el imperialismo francés.

Es, pues, Ginebra la sede desde la que se intenta hoy, por la potencia más típicamente representativa de las formas de la civilización burguesa, es decir, por Francia, detener la marcha del mundo. Todos los cambios triunfales operados en Europa, y que han surgido ya con un cierto aire de servicio al espíritu revolucionario de las juventudes, han chocado con Ginebra. Recuérdense los primeros años del fascismo italiano, la constante lejanía de la Rusia bolchevique, y, por último, su divorcio absoluto con la Alemania nazi.



3. GINEBRA, CAPITAL METROPOLITANA DEL IMPERIALISMO FRANCÉS

El espíritu y los propósitos que informan a la Sociedad de Naciones nos conducen a pensar si puede considerarse en serio, como uno de los objetivos mundiales que requieren más desvelo, el garantizar la existencia y la seguridad de Francia. Colaborar en Ginebra, aceptar la significación del pacifismo de Ginebra, equivale de hecho a eso que hemos dicho: a hacer girar la inquietud y los intereses todos de Europa en torno a un objetivo, la seguridad de Francia.

Y claro que puede aceptarse fácilmente el derecho de Francia a existir. Pero hay enorme distancia de eso a sacrificarlo todo, incluso la justicia y los intereses históricos de Europa, por la tranquilidad de Francia. Cuando en la historia ocurre que el vivir normal de un pueblo produce como si dijéramos un atasco para los demás, ya puede suponerse qué destino le corresponde y sobreviene.

El imperialismo francés es de base pacifista. Y de tal modo que, como venimos diciendo, su capital metropolitana no es París, sino Ginebra. Hasta ese extremo, de recatar así su propio signo, llegan la habilidad y el artificio del sistema de postguerra. El imperialismo pacifista o el pacifismo imperialista, que tanto monta, es de esa índole de cosas que se sustentan y nutren con lo que les es contrario. Como quien se enriquece y hace millones vendiendo y difundiendo literatura bolchevique.

En cuanto a la derivación pacifista que podemos denominar integral, también su análisis nos entrega cosecha sorprendente. Resulta que, adoptada por los núcleos aparentemente más revolucionarios y subversivos, es de hecho una actitud regresista, cansada y conservadora. Su propósito es de una ingenuidad y de un optimismo infantiles. Consiste en un estado de ánimo que proscribe toda guerra, y que cree de veras en la supresión de las contiendas bélicas, borrándolas de la historia, y ello de tal modo que pueda, en efecto, señalarse con un mojón en la historia de la humanidad un momento del que quepa decir: hasta aquí, los pueblos hicieron entre sí la guerra; de aquí en adelante no han vuelto a tener lugar conflictos armados.

Realmente se comprende que quienes crean tan fácil eliminar en absoluto las guerras, tengan también la creencia de que se hacen a capricho, por frívolo designio de unos cuantos gobernantes o de un poderoso trust de constructores de cañones.



4. EL PACIFISMO INTEGRAL, ACTITUD CANSADA

El pacifismo integral, ese que llega incluso a difundir que la Patria no es una cosa suficientemente merecedora de que se muera por ella defendiéndola en una guerra, es la última gran llamarada del humanitarismo romántico, típica flor de la civilización burguesa. ¡Qué más quisieran ahora los bien avenidos con el orden existente, con las gracias marchitas y renqueantes del espíritu burgués, que el humanitarismo así entendido detuviera el brazo armado de ese alud juvenil propio de la época! Por eso identificamos la actitud de los pacifistas integrales, aquellos que todo lo sacrificarían antes que hacer la guerra, a una actitud cansada, desilusionada, quieta, es decir y en definitiva, conservadora y contrarrevolucionaria. ¿Cómo van a ser ellos las fuerzas motrices de un cambio radicalísimo, de una trasmutación profunda, cosa que por las resistencias que se les habían de oponer no podría realizarse sino desarrollando típicas actitudes de guerra? Este pacifismo integral, este apartamiento sistemático de lo heroico y la subestimación absoluta de las virtudes de la milicia, ha triunfado y se ha extendido sobre todo entre los obreros. La primera consecuencia ha sido debilitar su fuerza revolucionaria, permitiendo que sean, no sólo ellos, sino otros también quienes intenten manejar la fecundísima palanca subversiva. Pues si nunca está justificada una guerra, y a evitarla debe sacrificarse todo, también deben evitarse las revoluciones, y antes que hacerlas debe sufrirse asimismo todo, el paro, la injusticia, la explotación y la miseria.

La actitud pacifista, tanto la radicada en Ginebra como esta otra integral a que nos hemos referido, va desapareciendo de Europa. La primera, por absoluta ineficacia y desprestigio. La segunda, por ley vital y retorno a los hombres de su íntegro ser, después de la sima catastrófica de 1914.

Naturalmente que la guerra no parece nunca un bien apetecible. Pero es algo fatal, incrustado en el destino de los hombres, y hay que aceptarla con entereza, como otras muchas cosas de signo terrible que circundan nuestra vida. Desenmascarar el pacifismo que ha venido imperando desde la Gran Guerra no equivale a desear la guerra, ni a ser partidario de la guerra. Equivale a señalar el artificio y la infecundidad de un sentimiento basado en pilares erróneos y movedizos. Y a postular, después de la contienda bélica de 1914-1918, la recuperación por los hombres y por los pueblos de sus atributos normales de capacidad para el sacrificio heroico, ya que la época trasmutadora que vivimos los requiere sin duda para realizarse plena y cabalmente.



II

El BOLCHEVISMO RUSO Y LA PROYECCIÓN MUNDIAL DE LA SUBVERSIÓN ROJA



1. EL BOLCHEVISMO, REVOLUCIÓN NACIONAL RUSA

2. LA REVOLUCIÓN BOLCHEVIQUE MUNDIAL, CONSIGNA FALLIDA



1. EL BOLCHEVISMO, REVOLUCIÓN NACIONAL RUSA

La conquista del Poder por el marxismo en Rusia es, sin ninguna duda, el primer fruto subversivo de la época actual, en el orden del tiempo. Cada día que pasa se hace más fácil comprender el verdadero carácter histórico de la revolución soviética, el papel que le corresponde en el proceso de realizaciones revolucionarias inaugurado a raíz de la Gran Guerra. Su legitimidad, entendiendo con esta palabra sus títulos a presentarse como una manifestación positiva del espíritu propiamente actual, es incuestionable. Ahora bien, apresurémonos a decir que esa contribución valiosa y positiva lo es en el grado mismo en que resultaron fracasadas y fallidas las apetencias más profundas que informaron sus primeros pasos.

En efecto, pudo creerse y pudieron también creer naturalmente los animadores rojos hacia 1920-21, que la llamarada soviética se disponía a ser la bandera única de la revolución universal, es decir, que toda la capacidad trasmutadora de nuestro tiempo iba a polarizarse y unirse en el único objetivo mundial de instaurar la dictadura proletaria, con arreglo a los ritos, a la mecánica y a los propósitos del marxismo. Tal creencia es ya hoy un error absoluto, y no tiene creyentes verdaderos ni en el mismo Comité supremo de la III Internacional. Y ello no porque resultasen falsas las características subversivas del presente momento histórico, es decir, no porque se haya abroquelado o impermeabilizado la época para toda hazaña revolucionaria, sino porque los moldes trasmutadores bolcheviques no se han ajustado ni han monopolizado los valores realmente eficaces de la subversión moderna.

La revolución bolchevique triunfó en Rusia no tanto como revolución propiamente marxista que como revolución nacional. El fenómeno no es nada contradictorio y tiene una explicación en extremo sencilla. En el año 1917, en plena guerra europea, culminaban bajo el cielo ruso todas esas bien conocidas monstruosidades que eran la base del régimen zarista. Una aristocracia rectora, extraña en absoluto al ser de Rusia, antinacional, que apenas hablaba ruso sino francés, y no tenía de su papel real en la vida rusa la más mínima idea. Una alta burocracia necia, venal y de funcionamiento irritante. Y sobre todo, en 1917, la realidad cruda de la matanza guerrera, a las órdenes de Estados mayores continuamente reñidos con la victoria, en plena y absoluta desorganización, bloqueadas y castigadas las masas por todas las furias imaginables, por el hambre, la desesperación y la impotencia. En esas condiciones, los bolcheviques eran los únicos que podían dar las consignas salvadoras de la situación, consignas que no eran otras que las de curar el dolor de cabeza cortando si era preciso la cabeza.

Había quizá que aniquilar completamente a Rusia para hacer posible sobre aquel suelo, y con aquellas grandes masas rusas supervivientes de campesinos, de obreros y de soldados, una sociedad nacional. Los bolcheviques eran los únicos, repito, que podían manejar sin escrúpulos una palanca aniquiladora de tal magnitud. Los únicos que podían jugar con entereza la carta que se requería, y que era nada menos la liquidación definitiva de la Rusia histórica. Su victoria y su triunfo parecen innegables. Jugaron la carta de Rusia y la ganaron. Incorporaron desde luego una cosa que en esta época no sólo no es nada despreciable sino principalísima y fértil: un nuevo sentido social, una nueva manera de entender la ordenación económica y una concepción, asimismo nueva, del mundo y de la vida. Con esos ingredientes han forjado su victoria. Pero entendámoslo bien: esa victoria no es otra que la de haber edificado de veras una Patria. Es una victoria nacional.

Que la revolución soviética sea en efecto la revolución mundial es cosa que parece ya resuelta en sentido negativo. Es más, la Rusia actual no sacrificaría un adarme de sus intereses nacionales por incrementar y ayudar una revolución de su mismo signo en una parte cualquiera del globo. No pondría en riesgo su vida, la vida de la patria rusa, ni comprometería esa arquitectura social, industrial y guerrera que ha edificado con tanto dolor y tanta ilusión a través de veinte años.

¿Puede ser la Rusia bolchevique un espectáculo normal para el resto del mundo? ¿No es una provocación y un peligro para los demás pueblos? Una contestación reaccionaria a esas dos interrogantes la consideramos en absoluto inadmisible. Desde el punto de vista del espíritu de la época, es decir, para quien de veras se sienta dentro de la realidad operante en esta hora del mundo, la Rusia bolchevique es una nación más, provista de un régimen social más o menos apetecible, en parte monstruoso y en parte interesante para nosotros. ¿Es que el reconocimiento de las naciones como tales se hace en virtud de similitudes de régimen y costumbres? ¿Depende del tipo de Código civil en ellas vigente?



2. LA REVOLUCIÓN BOLCHEVIQUE MUNDIAL, CONSIGNA FALLIDA

Ahora bien, hay que localizar como absurdo empeño, en el caso de que realmente se reproduzca, la consigna de bolchevización universal. La empresa está ya fracasada, sin victoria posible. Una aspiración así pertenece a la dimensión marxista ortodoxa que acompaña al bolchevismo, pero ya dijimos que el comunismo en Rusia no debe su triunfo, y menos su consolidación, al carácter marxista de la revolución sino a su carácter nacional, aunque éste resulte y sea un hallazgo imprevisto. Sin este objetivo de forja de la Patria rusa, posiblemente el régimen estaría ya hundido. Se ha salvado porque abandonó a tiempo, por su voluntad o sin ella, los gérmenes infecundos y erróneos que poseía. La derrota de los ejércitos rojos de Trotsky ante Varsovia señala el minuto mismo en que la realidad europea decretó la ilegitimidad de la revolución bolchevique como revolución mundial. La posterior eliminación de Trotsky, en el seno mismo de Rusia, y la dictadura sucedánea de Stalin corroboran también esa ilegitimidad. Stalin es el hombre que soñará quizá con la revolución universal roja, pero que por lo pronto se zambulle en la realidad rusa, y cree sin duda que la consigna más interesante es hoy hacer y construir en Rusia una gran Nación.

Repitamos que solo Lenin, sólo un marxista, podía sin pestañear conducir la estrategia revolucionaria de octubre. Sus famosos decretos a raíz del triunfo, y la decisión tremenda de edificar a sangre y fuego un orden revolucionario, constituyen los pilares básicos sobre que se apoya hoy la existencia nacional rusa. Que ésta dispone de todos los ingredientes y de todos los resortes necesarios para rodar por la historia como una Patria de los rusos parece ya un hecho incuestionable. Hay en la Rusia bolchevique una disciplina nacional única, es decir, una tarea que une y liga a todos los rusos, hay una obediencia social a las jerarquías gobernantes, hay una clase dirigente, una minoría con plena conciencia de su misión rectora, un ejército que maniobra y marcha al ritmo mismo del sistema, unas masas que en su sector más vivaz, y por tanto más poderoso, consideran ese sistema como algo de veras suyo, hecho y creado de raíz por ellas y para ellas. ¿Qué más se necesita para que pueda decirse que estamos en presencia de un estado nacional autentico?

Esa es, considerada de un modo objetivo, la contribución de Rusia a la subversión de la época. En trance de analizar el sentido de los hechos que vienen ocurriendo en Europa, es imprescindible señalarle un sitio, calificar el espectáculo soviético como una de las respuestas que el espíritu catilinario moderno ha dado a la evidente descomposición de las formas culturales, políticas y económicas del liberalismo burgués.

Más adelante, en el apartado V, nos ocupamos de los partidos comunistas mundiales, de su sentido dentro del fenómeno bolchevique y de la actuación marxista mundial.



III

EL FASCISMO ITALIANO. EL SEGUNDO MENSAJE DE LAS JUVENTUDES SUBVERSIVAS



1. FASCISMO Y MARXISMO, FRENTE A FRENTE

2. EL FASCISMO, FENÓMENO REVOLUCIONARIO

3. LOS INTERESES ECONÓMICOS DE LAS GRANDES MASAS

4. EL ROBUSTECIMIENTO DEL ESTADO MEDIANTE LA INCORPORACIÓN DE LOS TRABAJADORES

5. EL FASCISMO Y LAS INSTITUCIONES DEMOBURGUESAS





1. FASCISMO Y MARXISMO, FRENTE A FRENTE

El triunfo del fascismo en 1922, y sobre todo su victoria definitiva contra todas las oposiciones en 1925, que es realmente el hecho que lo aposenta y consolida, equivale a la primera replica que dice NO a la revolución bolchevique mundial. El fenómeno tiene un interés culminante para percibir el cauce exacto por donde discurren las nuevas formas europeas. Pues ya hoy, a los trece años de régimen fascista, es ingenuo, y desde luego falso, pensar que Mussolini congregó en torno a los haces lictorios a las fuerzas pasadistas y regresivas de Italia para contrarrestar y detener la ofensiva bolchevique con la instauración de un Poder reaccionario. Esa interpretación del fascismo es absolutamente errónea, y si a los efectos de la batalla política, de la agitación y de la estrategia revolucionaria, la hacen suya los partidos y las organizaciones marxistas, es seguro que ni el más fanático de sus dirigentes lo estima y juzga de ese modo.

Mussolini organizó y dirigió el fascismo con arreglo a una mística revolucionaria. Y lo que de verdad hace de él un creador y un inventor, es decir, un caudillo moderno, es precisamente haber intuido o descubierto, antes que nadie, la presencia en esta época de una nueva fuerza motriz con posibilidades revolucionarias, o lo que es lo mismo, la presencia de una nueva palanca, de signo y estímulo diferentes a los tradicionalmente aceptados como tales, pero capaz también de conducir a la conquista revolucionaria del Estado.

El fascismo es de hecho la primera manifestación clara de que las consignas bolcheviques, no sólo no agotaban ni polarizaban en su defensa a todas las energías trasmutadoras de la época, sino que, al contrario, dejaban fuera a una zona poderosísima, asimismo subversiva y revolucionaria, y tan extensa, que sería llamada a usurpar al propio bolchevismo, en cruenta lucha de rivalidad, la misión de desarticular el sistema caducado de las formas demoliberales. Y crear un orden nuevo.

Fue en Italia, pues, donde quedó patentizada esa realidad, donde se evidenció el error en que se debatían los propósitos universales del bolchevismo. Y es curioso que algunos escritores socialistas, no bolcheviques pero sí revolucionarios, como el español Ramos Oliveira, achaquen la razón de que Mussolini venciese al marxismo en Italia «a que el leninismo se había inoculado en la mayoría del socialismo italiano». Quizá no se dan cuenta esos escritores de lo enormemente profunda que es su observación, pero no en el sentido de mera influencia táctica, sino en lo que la relaciona con la dimensión histórica del signo mundial bolchevique.



2. EL FASCISMO, FENÓMENO REVOLUCIONARIO

Que el fenómeno fascista pertenece al orden de los acontecimientos revolucionarios, nutridos con un estricto espíritu de la época, es para nosotros un hecho incontestable. ¿Qué hemos de pedirle en estos tiempos a un hecho político destacado para poderlo situar en la órbita revolucionaria, en la línea subversiva de servicio a la misión creadora y liberadora que corresponde a nuestra época? Sencillamente lo que sigue:

I) Que contribuya a descomponer las instituciones políticas y económicas que constituyen el basamento del régimen liberal-burgués, y ello, claro, sin facilitar la más mínima victoria a las fuerzas propiamente feudales.

II) Que al arrebatar a la burguesía el papel de monopolizadora de todo el timón dirigente, edifique un nuevo Estado nacional, en el que los trabajadores, la clase obrera, colabore en la misión histórica de la Patria, en el destino asignado a «todo el pueblo».

III) Que tienda a subvertir el actual estancamiento de las clases, postulando un régimen social que base el equilibrio económico, no en el sistema de los provechos privados, sino en el interés colectivo, común y general de todo el pueblo.

IV) Que su triunfo se deba realmente al esfuerzo de las generaciones recién surgidas, manteniendo un orden de coacción armada como garantía de la revolución.

Es evidente que el fascismo italiano admite ese cuadrilátero, y que los fascistas creen de veras que ése es el sentido histórico de la marcha sobre Roma. Ahora bien, que la subversión haya sido quizá en exceso modesta, que el grado de servicio concreto a la ascensión social y política de los trabajadores resulte asimismo pequeño, que el influjo de los viejos poderes antihistóricos, representativos de la gran burguesía y del espíritu reaccionario, sea aún excesivo, etc., todo eso, aun aceptado, no priva a la revolución fascista del carácter que le adscribimos, y admite explicaciones muy varias. Una de ellas, la de que todo régimen necesita una base de sostenimiento lo más ancha posible, y si el fascismo, por llegar a la victoria tras de una pugna con la clase obrera de tendencia marxista, se vio privado de la debida adhesión y colaboración de grandes núcleos proletarios, tuvo que apoyarse más de lo conveniente en una constelación social distinta.

Mussolini rectificó, con el fascismo, la línea que los bolcheviques se afanaban en presentar como la única con derecho a monopolizar la subversión moderna. Para ello, lo primero fue considerarla como desorbitada y monstruosa en su doble signo primordial y característico: la dictadura proletaria y la destrucción de «lo nacional», es decir, el aniquilamiento político absoluto de todo lo que no fuese «proletario», y el aniquilamiento histórico, igualmente absoluto, de «la Patria».

El fascismo estaba conforme, sin duda, en reconocer la razón histórica del proletariado, la justicia de su ascensión a ser de un modo directo una de las fuerzas sostenedoras del Estado nuevo. No aceptaba su carácter único, su dictadura de clase contra la nación entera, y menos aún que eso aceptaba el signo internacional, antiitaliano, de la revolución bolchevique.

Mussolini demostró con sus «fascios» que no podía ser exacta la imputación que los «rojos» hacían a «toda la burguesía», es decir, a todo «lo extraproletario», de ser residuos podridos y moribundos. Para defensa de Italia, para machacar una revolución que él creía en aquellos dos ordenes monstruosa e injusta, movilizó masas de combatientes, extraídos de aquí y de allí, en gran parte procedentes de los sectores señalados por los marxistas como moribundos y podridos. Su actuación, heroica en muchos casos, al servicio, no del orden vigente y de la sensatez conservadora, sino de una posible revolución «italiana», se impuso como más vigorosa, más profunda y popular que la actuación paralela desarrollada por el bolchevismo.

El fascismo reveló la existencia de unas juventudes, de una masa activa, extraída en general de las clases medias, que se montaba sobre la pugna de las clases, contra el egoísmo y el pasadismo de la burguesía y contra el relajamiento antinacional y exclusivista de los «proletarios». E hizo de esas fuerzas una palanca subversiva, desencadenada contra lo que de veras había de podrido y moribundo en la burguesía, que era su Estado mohoso, su democracia parlamentaria, su cazurrería explotadora de los desposeídos con la artimaña de la libertad, su sistema económico capitalista y su vivir mismo ajeno y extraño al servicio patriótico y nacional de Italia. Ahora bien, esa palanca no podía ser a la vez una revolución anti-proletaria, anti-obrera. Eso lo vio y tenía que verlo Mussolini, antiguo marxista, hombre absolutamente nada reaccionario, para quien la primera verdad social y política de la época, verdad de signo terrible para quien la ignore, consistía en la ascensión de los trabajadores, en su elevación a columna fundamental del Estado nuevo.



3. LOS INTERESES ECONÓMICOS DE LAS GRANDES MASAS

Júzguese lo difícil y delicado de una revolución como la fascista de Mussolini, que habiendo sido hecha en gran parte contra la conciencia proletaria, mantenida fiel al marxismo, tenía, sin embargo, que realizar la misión histórica de elevar a la clase proletaria al mismo nivel de influencia que los actuales grupos dominantes de la burguesía.

Por su propio origen, por ese carácter suyo de haber tenido que batirse contra una de las fuerzas motrices evidentes de la subversión moderna a que asistimos, el fascismo se resiente y quizá —o sin quizá— se rezaga en el cumplimiento de aquella misión histórica. Ha machacado, en efecto, las instituciones políticas de la burguesía, y ha dotado a los proletarios de una moral nueva y de un optimismo político, proveniente de haber desaparecido las oligarquías antiguas; pero, ¿ha machacado asimismo o debilitado siquiera las grandes fortalezas del capital financiero, de la alta burguesía industrial y de los terratenientes, en beneficio de la economía general de todo el pueblo? Y además, ¿va realmente haciendo posible la eliminación del sistema capitalista y basando cada día más el régimen en los intereses económicos de las grandes masas? No parece suficiente que los obreros formen en la milicia fascista y participen en la misma medida que otras clases en el sostenimiento político del Estado, si a la vez que eso no adopta el Estado fascista la creencia de que es, precisamente, elevando el nivel económico de los trabajadores como se fortalece de hecho la potencia verdadera del Estado italiano.

Fácilmente se adivinan los peligros de que resulte a la postre en ese aspecto fallida la revolución. Claro que eso no quitaría al fascismo el carácter que ya tiene, pero sí evidenciaría su fracaso histórico, su carácter de cosa inacabada, de tentativa, de conato. Su marcha sobre Roma recordaría entonces más a la marcha sobre Roma de Sila que a la de Julio César, y su etapa de mando más a un período conservador y regresista que a uno revolucionario y fértil.



4. EL ROBUSTECIMIENTO DEL ESTADO MEDIANTE LA INCORPORACIÓN DE LOS TRABAJADORES

Por el momento, la eficacia fascista, en cuanto a haber logrado la colaboración proletaria, parece superior a la de la democracia burguesa. No puede ponerse en duda que los obreros italianos están hoy más identificados con el Estado fascista que los obreros franceses, por ejemplo, con el Estado democrático-parlamentario de Francia. Este hecho puede proceder de una situación sentimental, lo que significaría su carácter transitorio y movedizo, más que de una realidad social-económica, lo que le proporcionaría un valor más firme, pero es un hecho existente y formidablemente representativo.

El Estado fascista ve ante sí la posibilidad de acrecer su fuerza histórica, haciendo que la incorporación proletaria represente para él la misma eficacia que la incorporación de la burguesía, con la revolución francesa, supuso para el Estado napoleónico. Es evidente que la sorpresa de Europa, ante la pujanza imperial de Napoleón, procedía de que Europa desconocía, al parecer, que la primera consecuencia del hecho revolucionario de 1789 fue vigorizar considerablemente el Estado con la ascensión política de la burguesía. Esto, hoy lo vemos con claridad solar. Antes de 1789, el Estado no tenía otro poder que el emanado de estas tres fuerzas: el rey, la nobleza y la Iglesia. La revolución francesa puso el Estado sobre las anchas y poderosas espaldas de la burguesía, grande y pequeña, y las consecuencias las aprendió Europa a través de las jornadas imperiales de Napoleón. No se olvide que el espíritu bonapartista era el mismo espíritu jacobino hecho jerarquía y disciplina, es decir, milicia.

Pues bien, parece que no escapa a la perspicacia y a la agudeza histórica y política de Mussolini que sólo, en tanto consiga realizar con los trabajadores un fenómeno similar, logrará para el Estado fascista verdadera trascendencia, y para Italia verdadero imperio.

Las dificultades del fascismo italiano para la realización plena de semejante perspectiva histórica son enormes. En lo que hemos escrito están insinuadas las de linaje más peligroso. Quizá el fascismo, agobiado por el problema de asegurarse férreamente desde el principio, está ligado con exceso a viejos valores, cuya vigencia perturbaría casi por entero la ambición histórica a que nos venimos refiriendo.



5. EL FASCISMO Y LAS INSTITUCIONES DEMOBURGUESAS

Mussolini desmoronó con gran sentido revolucionario las instituciones políticas de la burguesía. Deshizo el parlamento, destruyó las oligarquías partidistas y acabó con el mito de la libertad política, cosas todas ellas que no vacilamos un solo minuto en señalar como un servicio a la subversión moderna. No hay, en efecto, nada más insólito y deprimente que ver hoy a las masas concediendo el más mínimo crédito a esos reductos políticos de la democracia parlamentaria, cuya vigencia, además de desmoralizar y corromper a los partidos obreros, asegurará siempre la victoria a la burguesía, dueña del dinero, y, por tanto, monopolizadora de la gran propaganda, de la prensa y de todos los resortes del triunfo electoral.

Efectivamente, la revolución fascista tiene en su haber el desmoronamiento real y teórico de las formas políticas demoburguesas. Y aunque ello sea apreciado, desde el sector marxista mundial, como una vigorización de las posiciones de la burguesía, ya que robustece su seguridad con instituciones más firmes que las parlamentarias, las consecuencias históricas que en nuestra opinión deben deducirse de aquel hecho son precisamente de linaje contrario. Pues desplazada la burguesía de las formas políticas y de las instituciones que le son propias, aquellas que son una típica creación suya y a cuya vigencia debe de hecho su desarrollo económica y su fuerza social, es notorio que resulta a la postre debilitada como poder histórico y político.

Arrebatar en un país a la burguesía su democracia parlamentaria, su culto al libre juego económico y político de las energías individualistas, y ello de un modo definitivo, sistemático y doctrinal también —es decir, no al estilo de transitorias dictaduras reaccionarias, de esas que dejan resquicios para el futuro y a las que desde luego el buen burgués aplaude, como aquí en España aconteció con el general Primo de Rivera—, arrebatarle todo eso en la forma que lo hace el fascismo, con cierto sabor catilinario y adoración pública a los mitos de imperio, acción directa y coacción absoluta, es, no lo dude nadie, iniciar la descomposición radical de la burguesía como clase rectora y predominante. En resumen, que el espíritu burgués, y de ello trataremos en otro capitulo posterior, no respira a sus anchas en la atmósfera del fascismo, no está en él ni se mueve en su seno como el pez en el agua o el león en la selva. No está en su elemento. Esto nos conduce a extraer una consecuencia: el fascismo no es una creación de la burguesía, no es un producto de su mentalidad, ni de su cultura, ni menos de sus formas de vida.

Quizá acontece con el fascismo lo que ya apuntábamos en relación con el régimen soviético. Que son fenómenos típicos de la subversión que se empieza a desarrollar en nuestra época, y fenómenos con características de índole nada definitiva ni conclusa, sino más bien como las primeras erupciones, anunciadoras de algo aun sin sobrevenir. Por eso, abundan en ellos contradicciones que no se presentan nunca en sistemas definitivos, acabados y perfectos. Así resulta que el marxismo, doctrina internacional y extraña en absoluto a la idea de Patria, salva a Rusia «nacionalmente», fenómeno por lo menos tan extraño como el de nacer un almendro donde se hubiese hecho la siembra de un naranjo. Y que el fascismo italiano, victorioso contra los «proletarios», y en muchos aspectos —no el menor en el de su financiación— aupado por la gran burguesía, tenga que ser quien busque el robustecimiento de su Estado en la adhesión y la colaboración de los trabajadores.

IV

RACISMO SOCIALISTA EN ALEMANIA



1. ¿QUÉ ES «LO NACIONAL»?

2. LA SÍNTESIS NACIONAL-SOCIALISTA

3. NO UN SOCIALISMO PARA «EL HOMBRE», SINO PARA «EL ALEMÁN»

4. AL SERVICIO DE LA SUBVERSIÓN

5. DESPUÉS DE LA MURALLA MARXISTA, LAS OTRAS DOS: LA OLIGARQUIA MILITAR Y LOS JUNKERS



He aquí otro gran fenómeno de la subversión moderna que ha crecido y ha triunfado, no sólo fuera de la órbita bolchevique, sino en oposición a ella. Ahora bien, para comprenderlo en su sentido más exacto, lo primero que se requiere es despojarlo de las calificaciones «fascistas». Pues ningún valor esencial, ninguno de los ingredientes sustantivos que caracterizan al movimiento nacional-socialista y a los que quepa señalar como determinantes de su victoria, procede del fascismo italiano. La forma del saludo, el uniforme de sus masas y la rígida disciplina a un jefe, son dimensiones de él verdaderamente superficiales y episódicas, sin trascendencia alguna como vértebras de la revolución.

1. ¿QUÉ ES «LO NACIONAL»?

Una vez más, como en las consecuencias últimas del bolchevismo, como en una de las categorías fundamentales del fascismo, nos encontramos aquí con un fenómeno «nacional», con algo que ocurre y sucede en la órbita de «lo nacional», y dentro de ella se justifica por entero. Pero claro que hay que precisar la expresión. Porque nada de signo más diferente que la significación de «lo nacional» para un bolchevista ruso, para un fascista italiano y para un social-racista alemán.

Lo nacional en el bolchevique ruso es un hallazgo inesperado, un valor que aparece de pronto en el camino histórico de su revolución, una consecuencia, algo que configura realmente su esfuerzo y que acoge, desde luego, con verdadero júbilo.

En el fascista italiano, lo nacional viene a ser una turbina generadora de entusiasmo, una necesidad ideal, sin cuya existencia se sabe degradado, reducido a la vileza histórica. Es una mezcla de sueño, de fantasía, de mito.

El nacional-socialista alemán vive ese concepto como una angustia metafísica, operando en él un resorte biológico y profundo: la sangre. Es, por ello, racista. Alemania es, pues, para él un organismo viviente, que marcha por la historia en plena zozobra, entre acongojada y fuerte, sostenida en todo momento por el espíritu de sacrificio y la vitalidad misma de todos los alemanes.



2. LA SÍNTESIS NACIONAL-SOCIALISTA

La síntesis de «lo nacional» y de «lo social», que es para los observadores y comentaristas extranjeros la suprema dificultad vencida por Adolfo Hitler, aparece a la luz del racismo socialista como una empresa de pasmosa sencillez. La agitación en torno a los problemas de índole social-económica, la tarea de abordar sus crisis y delimitar ante las masas los propios trastornos y perjuicios que le sobrevienen, resulta en los demás pueblos una cosa en extremo árida, cuya única emoción posible es, si acaso, de índole negativa, a base de ofertas demagógicas que satisfagan las apetencias concretas de los grandes auditorios. Pero en Alemania se produce una variante fundamental, de clarísimo signo racista, y cuyo manejo ha proporcionado realmente a Hitler la victoria. Pues la desgracia de cada alemán no es sólo suya, coincide y se identifica con la desgracia de Alemania, de la Patria entera.

Cuando Hitler, en sus discursos patéticos ante aglomeraciones enormes de alemanes, presentaba el panorama terrible que ofrecía el pueblo alemán, arruinado, en paro forzoso, en peligro permanente de verdadera esclavitud económica, sumido en la desgracia, los éxitos más resonantes y la emoción más profunda de las masas los conseguía al deducir las consecuencias que todas esas miserias acarrearían a Alemania, y por tanto, cómo era imperioso, imprescindible y urgente restituir a los alemanes el pan y el bienestar, para hacer posible de nuevo una gran Alemania. Claro que esta especie de apelación a la Patria alemana permitía a su vez a Hitler señalar ante las grandes masas, como originadores y culpables de sus desdichas de índole material, no a unas ideas erróneas, ni tampoco a meras abstracciones, sino a enemigos concretos, enemigos de Alemania misma como nación, y sobre todo, bien visibles y señalables con la mano: De una parte, el judío y su capital financiero; de otra, el enemigo exterior de Alemania, Versalles, y sus negociadores, firmantes y mantenedores, es decir, los marxistas y la burguesía republicana de Weimar.

El pueblo alemán comprendió y entendió «la voz» de Hitler, que le hablaba de veras a lo más profundo y real de su naturaleza. Que sublimaba sus angustias diarias, dándole relieve heroico y suprema categoría de catástrofe nacional alemana. Iba así comprendiendo el obrero en paro forzoso, el industrial en ruina, el soldado sin bandera, el estudiante sin calor, el antiguo propietario sin fortuna, toda la gran masa, en fin, de gentes como desahuciadas y preteridas por el sistema vigente, que todas sus miserias y toda su desazón eran producto de un gran crimen cometido contra Alemania, crimen ocultado al pueblo por la cobardía y la traición de «los criminales de noviembre», edificadores del régimen de Weimar y verdaderos cómplices de todos los actos realizados contra Alemania. Pues constituían partidos y sectas cuyo espíritu era absolutamente ajeno al espíritu de Alemania, manejados por el judío y elaborados por gentes de otras razas, invasoras y aniquiladoras de la gran raza alemana.

Así comenzaron los alemanes a levantar su ánimo, a sobreponerse, a «despertar». («Deutschland, erwache!» «¡Alemania, despierta!», era el grito atronador y permanente de los nazis) Pues no se conoce medicina más eficiente, recurso más seguro, para devolver las energías a un pueblo preterido y en desgracia, que mostrarle con el dedo los poderes y las fuerzas culpables de su preterición, de su angustia y de su miseria.



3. NO UN SOCIALISMO PARA «EL HOMBRE», SINO PARA «EL ALEMÁN»

Bien sencillo es, pues, el complejo emocional a que obedece el racismo socialista. Pues estamos en presencia de una idea social, de un socialismo, cuyo móvil reside, no en la necesidad de conseguir justicia para los alemanes, como hombres a quienes priva de bienestar un régimen económico injusto, sino más bien en la idea de conseguir para Alemania, como pueblo, como raza, como unidad viviente, el régimen social mejor y más justo.

Por eso, el anticapitalismo del hitleriano es diferente al anticapitalismo del marxista. Aquél ve en el régimen capitalista no sólo un sistema determinado de relaciones económicas, sino que ve también al judío, añade al concepto económico estricto un concepto racista. La idea antijudía y la idea anticapitalista son casi una misma cosa para el nacional-socialismo. Y es que, como hemos dicho, el alemán objetiva su problema particular en Alemania, y su inquietud socialista persigue en todo momento una ordenación en beneficio de la raza entera.

El marxismo dejaba, pues, intactas en el alemán sus reacciones más íntimas y vigorosas. Resbalaba episódicamente por su superficie, y sólo en los falsos alemanes, es decir, en los individuos naturalizados en Alemania pero extraños a la voz de la sangre, al mito de la raza, podía constituir una actitud más profunda.

No es, pues, «el hombre», sino «el alemán», quien resulta así objeto estimable para el socialismo racista. Por eso, el programa de Hitler establece con claridad diferencias entre los que denomina «ciudadanos alemanes» y los otros, los demás que como extranjeros residan en Alemania, reivindicando sólo para aquéllos el derecho a participar del acervo económico y de las posibilidades económicas de Alemania.



4. AL SERVICIO DE LA SUBVERSIÓN

El movimiento hitleriano polarizo desde luego en torno a su cruz gamada la capacidad subversiva de las juventudes. Es ese hecho, ese detalle, lo que hace de él un fenómeno moderno, situado en la línea trasmutadora, y lo que lo reafirma como valor revolucionario en el proceso mundial en desarrollo.

También su victoria se ha producido ante los ojos atónitos de los «revolucionarios» tradicionales. Diez o doce millones de marxistas han sido testigos bien cercanos, asistiendo, con el parpadeo veloz de la extrañeza, al espectáculo de unas multitudes catilinarias en pos del mando, sin necesitar nada del marxismo, prescindiendo de él para su estrategia ascensional y subversiva. Un fenómeno típico de rivalidad, en el que una revolución triunfa sobre otra llegando antes a la meta del Poder.

¿Quién puede dudar que las masas hitleristas, aquellas gentes del uniforme pardo y la juventud sobre los hombros, eran más revolucionarias y subversivas que los otros, los buenos social-demócratas, embutidos en sus Sindicatos y rebosando sensatez y años por sus poros? Aquéllos resultaban los verdaderos disconformes, los verdaderos movilizados para la tarea trasmutadora. Y también, los que realmente estaban provistos de la energía y la decisión necesarias para dar la cara a las dificultades de Alemania.

El episodio de la toma del Poder por Hitler, así como el proceso posterior y los hechos posteriores que le convirtieron en conductor único y supremo del Reich, tiene asimismo el signo de cosa fatal, directa y segura, de algo cuyo soslayo y escamoteo resulta vano e imposible. Todas las resistencias y todas las dificultades fueron movilizadas para detener la marcha nacional-socialista, para desmoronar sus efectivos y para desvirtuar a la hora final su peculiaridad revolucionaria. Nada sirvió de nada. Pues la mecánica del hitlerismo manejaba las fuerzas motrices esenciales, y lo arrolló todo con el paso más firme y la fe más ciega. Tomó el Poder del modo más adecuado, sencillo y natural, según corresponde a un estratega que sabe el secreto de estos tiempos, es decir, la diferencia que hoy es forzoso establecer entre el problema de la toma o conquista del Poder y el problema revolucionario, el de hacer una revolución, cosa en extremo seria y complicada, que necesita algún tiempo y ser desligada estratégicamente de la primera.



5. DESPUÉS DE LA MURALLA MARXISTA, LAS OTRAS DOS: LA OLIGARQUIA MILITAR Y LOS JUNKERS

Hitler recibió el Poder, no sin dificultades enormes, no sin poner a prueba su fe en los destinos finales del nacional-socialismo, no sin verse obligado a negociar concesiones, y hasta casi tolerar su entrada en la Cancillería amordazado por los junkers.

Los junkers, los señores, fueron quienes desarrollaron la última maniobra táctica para impedir la «revolución nacional-socialista». Le abrieron a Hitler la fortaleza de la Cancillería, creyéndolo ya reducido y dispuesto a ahogar él mismo la revolución, a desarrollar una política que bebiese sus inspiraciones en la línea tradicional, prusiana y reaccionaria de los junkers, y permaneciese seca y muda ante las apetencias subversivas de las propias masas nazis.

Es sabido cómo el general von Schleicher, horas antes de la ascensión de Hitler al Poder, organizó un golpe de Estado militar, con las guarniciones de los cantones de Berlín, y buscó la adhesión de los Sindicatos socialdemócratas para que le apoyasen de flanco con una huelga general. La vacilación de estos elementos, que no estaban para revoluciones ni aventuras, permitió que se cumpliera el plan de los junkers, de formar un gobierno Hitler, en el que éste no tuviera mayoría. Hitler hizo todas las concesiones que se le pedían, aceptó la mínina representación de dos ministros, se prestó a tapar el escabroso asunto de «la ayuda al Este», etc. Pero Hitler sabía bien que la victoria era, en el fondo, ya por entero suya. Después de dejar atrás, vencida, la enorme mole del marxismo, después de dejar también atrás reducida la potencia militar de Schleicher, ahora el forcejeo con aquellos junkers, con aquellos pequeños grupos osados pero sin vigor ninguno, le parecía un puro juego infantil, y si le infundían algún respeto era porque detrás de los junkers estaba todavía vivo, en la Presidencia del Reich, el viejo mariscal Hindenburg.

Los dos o tres meses de colaboración y pugna con los «señores» constituyen la película más interesante en orden a la potencia arrolladora del nacional-socialismo, advirtiéndose la destreza y naturalidad con que los acontecimientos se le entregan, aun a costa de contundencias visibles que pusieron espanto en el ánimo de los junkers, y le indicaron con gesto elocuentísimo la pérdida absoluta y radical de la batalla.

¿Hasta qué punto se realizará la revolución nacional alemana y qué destino le espera? Las jornadas de castigo en junio de 1934 demostraron su enorme capacidad patética y dramática. En ellas murió Strasser, el nacional-socialista más identificado con los intereses verdaderos de las grandes masas populares, y en ellas hizo su aparición por vez primera ante las juventudes el espectro de la desilusion y del desaliento. Todo parece hoy conjurado, y Hitler, al frente de los destinos de Alemania, al frente de setenta millones de alemanes, escoltado por los dos mitos de la raza y de la sangre, es y constituye, sea cual fuere su ulterior futuro, uno de los fenómenos más patéticos, extraordinarios y sorprendentes de la historia universal.

Ahí queda otra gran respuesta, otra gran manifestación del gigantesco espíritu subversivo que hoy opera con jurisdicción mundial.

V

LA IMPOTENCIA O INCAPACIDAD REVOLUCIONARIA DEL MARXISMO



1. EL TRIUNFO DEL BOLCHEVISMO EN RUSIA

2. LA CONSIGNA DE EXCLUSIVIDAD CLASISTA. LA DICTADURA DE LOS PROLETARIOS

3. SU DESCONOCIMIENTO DE «LO NACIONAL»

4. EL MARXISMO SUBESTIMA VALORES REVOLUCIONARIOS DE MÁXIMA EFICACIA



En las páginas dedicadas al fascismo italiano y al racismo socialista alemán, hemos dejado ya insinuado y perfilado el hecho. No se acepta con facilidad, y menos que nadie, claro es, lo aceptan los marxistas, que, realizándose en esta época un designio a todas luces de índole subversiva, no sea el marxismo, como doctrina revolucionaria y como bandera revolucionaria, quien interprete y dirija los cambios que se vienen produciendo en Europa. Pues en los umbrales mismos de esta era, cuando se iniciaron con el bolchevismo ruso los acontecimientos subversivos, el marxismo parecía recoger todas las energías revolucionarias y, por su propio prestigio y significación entre los proletarios, parecía también ser el llamado a efectuar con éxito las transformaciones económicas y políticas que se presentían.

Ahora bien, que no ha sido ni ha resultado así, no nos parece a estas alturas de mayo de 1935 una afirmación teórica ni especulativa, sino una afirmación real, basada en los hechos incuestionables que vienen sucediéndose.

Y a pesar de eso, el marxismo ha sido quizá el movimiento político-social más fértil desde hace siglo y medio, desde la Revolución francesa, y uno entre los cinco o seis más importantes de todo el último milenio. Sin embargo, el marxismo se aleja a gran velocidad de los planos triunfales, y queda fuera de las trasmutaciones que se realizan, aun figurando éstas revestidas de un signo social evidente, y de perseguir, como uno de sus más valiosos objetivos, la ascensión de los «proletarios» a categoría de soportes y sostenedores del Estado.

No creemos que sea ajena, a la incapacidad revolucionaria del marxismo, la presencia de unos cuantos factores, que escoltan, limitan y definen sus contornos, dejando fuera, a extramuros de él, fuerzas numerosas, asimismo disconformes, nada responsables del sistema económico capitalista, y provistas de una gran capacidad para el entusiasmo, la lucha política y el descubrimiento de formas sociales y políticas nuevas.

Esos factores son claramente:



1. EL TRIUNFO DEL BOLCHEVISMO EN RUSIA

El frente marxista mundial ha quedado en efecto quebrantado, de un modo paradójico, con la victoria soviética. Y ello no sólo por la consecuencia inmediata de dividirlo en dos fracciones, en dos internacionales y en dos banderas. Sino por algo más profundo y de consecuencias más graves. Desde 1921, fecha que podemos señalar como término del comunismo de guerra y de la guerra civil contra los ejércitos contrarrevolucionarios blancos, y asimismo fecha de comienzo de una edificación, que pudiéramos llamar normal, de la economía socialista en Rusia, la influencia subversiva de la revolución soviética se debilita y disminuye en los demás pueblos.

Evidentemente, los ejércitos rojos en campaña eran de una mayor eficacia para las propagandas marxistas que las películas de electrificaciones, las revistas gráficas, con los bustos broncíneos de los proletarios, y las grandes obras públicas del régimen. La hora bolchevique fue ésa, el bolchevismo de guerra. Lenin lo vio con absoluta claridad. Las famosas 21 Condiciones, dictadas por él mismo como definición de lo que era y tenia que ser la III Internacional, se encaminan a ligar la revolución mundial bolchevique con los períodos heroicos y «ascendentes» de la revolución rusa. En su Condición 3.ª, se declara que en Europa y América «la lucha de clases entra ya de lleno en el período de la guerra civil». Pero sucedió que la revolución rusa quedó la única triunfante, que fracasó el bolchevismo húngaro, que fracasaron los bolcheviques alemanes, y que, como tenía necesariamente que ocurrir, la III Internacional, radicada en Moscú, perdió en absoluto el contacto con la realidad, dictó consignas que en muchos momentos alcanzaron un signo de veras pintoresco. Quedó, en resumen, reducida, al convertirse Rusia en «Patria bolchevique de los rusos», a una organización de propaganda y espionaje, al servicio del imperialismo y de los intereses moscovitas.

Los partidos comunistas mundiales evidenciaron muy pronto su impotencia para la conquista revolucionaria del Poder, y, donde lo tomaron episódicamente, como en Hungría y Baviera, la imposibilidad de retenerlo para edificar un régimen socialista. Con ello quebró la base combatiente de que disponía el marxismo, pues los cuadros comunistas eran, en efecto, la selección revolucionaria de la falange marxista mundial.

En tal situación, los grupos bolcheviques, cada día más picudos y enemistados con las clases medias que ascendían a un plano de «conciencia revolucionaria social», no han cumplido otra misión que la de actuar de eficacísimos «provocadores», para desencadenar el triunfo fascista en Italia y el racismo de Hitler en Alemania. Nada más.

La revolución rusa, triunfante, quitó además al marxismo su mito creador, su esperanza en algo de veras nuevo, que polarizase la ilusión de las grandes masas hacia objetivos en absoluto vírgenes. No es lo mismo hacer frívolamente una revolución, «para instaurar lo que en otro país hay», el régimen de Rusia, que hacerla respondiendo a una conciencia radicalmente subversiva y disconforme, producto verdadero de las realidades cercanas sobre que operan siempre las revoluciones.

¿Y el marxismo no bolchevique? ¿Y los partidos socialistas? Realmente, los hechos europeos advierten que han tenido casi el mismo destino que los partidos comunistas. Pues su apartamiento y distanciación de ellos no les proporcionó las ventajas que eran de esperar, es decir, la absorción de otros elementos, la ampliación de su base, recogiendo las apetencias subversivas de toda la juventud, de las clases medias, no proletarizadas, pero sí estrujadas y hundidas por el gran capital financiero. Los partidos y las organizaciones socialistas no eran en general «una estrategia revolucionaria distinta» a la del bolchevismo, sino más bien la renuncia a toda estrategia revolucionaria, con lo cual, si ampliaron algo su base, fue por la simpatía que encontró esa actitud en los sectores sociales burgueses de carácter más liberal, es decir, más contrarrevolucionario e inoperante. Las rectificaciones han sido, asimismo, desafortunadas, según ha podido verse en febrero de 1934 en Austria y, en el octubre siguiente, en España.



2. LA CONSIGNA DE EXCLUSIVIDAD CLASISTA. LA DICTADURA DE LOS PROLETARIOS

He aquí otro de los factores que no debe olvidarse. El dogmatismo marxista, por excesiva fidelidad a la letra, al pie de la letra, ha inutilizado quizá uno de los postulados más fértiles: su carácter de doctrina al servicio de los trabajadores, de los proletarios, y su formidable tendencia a hacer de éstos una fuerza histórica positiva. Es lo que hemos expresado ya páginas atrás con la frase de «incorporación de los trabajadores a las tareas políticas y sociales de signo rector y dirigente». Pero el marxismo desorbito con rigidez ese mismo propósito, con la conocida consigna de la dictadura del proletariado, decretando así la no colaboración y la desaparición misma de todos los valores revolucionarios extraños a un signo de clase.

El marxismo dejó así, fuera, una zona social extensísima, compuesta precisamente por gentes que eran un producto de las formas económicas más nuevas, gentes de clasificación difícil, porque no representaban interés alguno particular propiamente capitalista, y a la vez no formaban tampoco entre los asalariados, esto es, pequeños industriales sin capital, oficinistas de grandes empresas, toda la juventud universitaria y los pequeños propietarios cultivadores de sus tierras. No era posible que esos núcleos sociales admitieran, sin más, ser enrolados en una consigna tan hermética, cerrada y rigurosa como la consigna marxista de la dictadura proletaria. Y ocurre además que toda esa zona de gentes aumenta cada día su fuerza numérica, y alcanza cada día asimismo, más aún que los asalariados, un papel de víctima de la crisis y peripecias por que atraviesa el sistema capitalista. El marxismo ha impedido que identifiquen su lucha con la de los proletarios, y de ahí que unidos a los intelectuales nacionalistas, y con un estilo subversivo, de batalla, hayan abierto su camino, otro camino, dando vida en Italia al fascismo, en Alemania al racismo socialista, y en otros puntos sigan sin norte propio, o, como en España, proporcionen triunfos electorales a las derechas capitalistas y burguesas (noviembre de 1933).

La consigna de la dictadura del proletariado es, además, estratégicamente ingenua. Comienza, sin obtener beneficio alguno de ello, por adelantarse a todo el proceso de la revolución, y presentar como primer objetivo el poder proletario. La revolución francesa, la revolución de la burguesía, dialécticamente explicada por el marxismo como su antecedente histórico, no se hizo por la burguesía con una conciencia exclusivista de clase, es decir, no se desarrolló bajo la consigna de «¡todo el poder para la burguesía!», aunque ésta fuere la consecuencia, sino que postuló unas reformas políticas y sociales, las que naturalmente, una vez impuestas e implantadas, o en camino de serlo, pusieron el Poder íntegro en sus manos.



3. SU DESCONOCIMIENTO DE «LO NACIONAL»

Otro factor, otra gran trinchera fuera de su órbita. Después de la Guerra, después de diez millones de hombres muertos por la defensa de sus Patrias, la idea nacional se reveló como una de las dimensiones más profundas que informan la vida social del hombre. El internacionalismo marxista declaró a «lo nacional» fuera de toda emoción revolucionaria, quedando así privado de una de las grandes palancas subversivas, bien pronto recogida en Europa y adoptada como lema de salvación por grandes multitudes. La idea de Patria y la defensa de la Patria son en efecto rotulaciones evidentes de la reacción política, y muchas veces, la mayor parte de las veces que se las invoca por los sectores regresivos, se hace en rigor escudando en ellas sus privilegios económicos. Pero todo eso no indicaría sino la bondad del acero de ese escudo, la eficacia de la idea nacional como plaza fuerte, lo que debía producir en los revolucionarios, más que su afán de negar la Patria, y de incluso desconocer su existencia, el afán contrario de conquistarla para la revolución.



4. EL MARXISMO SUBESTIMA VALORES REVOLUCIONARIOS DE MÁXIMA EFICACIA

Parece evidente que el marxismo no ha logrado poner al servicio de su acción revolucionaria la totalidad de los resortes emocionales, formales y prácticos que en la época actual existen. Su empuje subversivo, su lucha revolucionaria por el Poder, han carecido de fortuna. Su estrategia está estudiada para la pugna con los sistemas demoliberales y hasta dominada por cierta optimista creencia de que su hora, bajo el signo de la sucesión histórica, llegaría sin necesidad de muchos cataclismos.

Así, el resorte de la huelga general, el de adoptar posiciones de linaje antimilitarista y antiheroico, la intelectualización progresiva de los trabajadores, etc., que eran y resultaban utensilios revolucionarios de corto radio, pero de eficacia frente a una sociedad sin excesivas convulsiones, como la de la democracia parlamentaria, aparecieron sin embargo insuficientes y mediocres al advenir la época trasmutadora.

En presencia de fuerzas subversivas rivales, y también como reflejo de los años bolcheviques del comunismo de guerra, se iniciaron por las organizaciones marxistas rectificaciones en su plan estratégico. Dieron paso a una cierta moral de milicia, hicieron invocaciones a la disciplina y a la necesidad de adquirir eficiencia de carácter típicamente militar. Los resultados no fueron, sin embargo, muy satisfactorios. No en balde, el marxismo venía tradicionalmente dedicándose a la tarea de desprestigiar y aniquilar toda cualidad de ese linaje, toda tendencia humana a una disciplina de milicia, que llamaba despectivamente cuartelera. Y ello de un modo integral, informado por ese pacifismo humanitarista que rechaza en el hombre sus cualidades de soldado, actitud de tinte burgués absoluto. Pues se comprende que el marxismo, como toda organización de índole revolucionaria, sea antimilitarista respecto al Estado enemigo, luche porque éste no refuerce más su base armada, ya que su propósito es vencerle, pero cosa muy distinta de esa es renunciar en las propias filas revolucionarias a los valores peculiares de la milicia, y hasta de la moral de guerra, renunciar a los mitos heroicos y a la ilusión creadora por la conquista y el predominio.

Se cumple así de nuevo, en el marxismo, el destino de Catilina, que pagó con la derrota su incapacidad militar, su falta de destreza para convertir las masas subversivas en ejércitos poderosos. Catilina, a quien puede considerársele cronológicamente como el primer revolucionario de la historia, desencadenó su acción en una coyuntura exacta de Roma, pero predominaba en él el agitador y el intelectual más que el caudillo militar, y su revolución fue vencida por esa razón única. La prueba es que, pocos años después, Julio César, con el mismo programa de Catilina, pero dotado de altísimas virtudes y calidades militares, logró el triunfo.

Puede hoy afirmarse, sin ninguna duda, que si las grandes masas de proletarios, movilizadas por el marxismo en esta época, hubiesen alcanzado eficiencia militar, habría resultado quizá imposible escamotearle la victoria.

Acontece, pues, que el marxismo encuentra dificultades invencibles para la conquista del Poder. Se sabe, sin embargo, en la seguridad de consolidarse y de edificar triunfalmente un régimen económico nuevo, si efectuase aquella conquista con éxito. A dos marxistas destacados, uno español y otro francés, hemos oído una misma frase que señala y denuncia el drama actual del marxismo: «Désenos el Poder —decían— y verá usted cómo nos sostenemos en él realizando el socialismo.» Su problema es el problema del Poder. No otro. Precisamente, el problema insoslayable si espera realizar aún algún papel en la trasmutación contemporánea. Porque hay otras fuerzas persiguiendo la misma caza (1).

Nota

(1) Después de la revolución bolchevique todos los intentos insurreccionales de signo marxista han fracasado. He aquí los producidos, sin contar los que siguieron inmediatamente a aquélla: Insurrección de Hamburgo (1923), Estonia (1924), China (1926 y 1927), Austria (1934), España (1934).



VI

LA DESCOMPOSICIÓN DEMOLIBERAL. DECREPITUD DE LAS FORMAS POLÍTICAS Y ECONÓMICAS DE LA BURGUESÍA INDIVIDUALISTA



1. SU ACTITUD INDIVIDUALISTA

2. EMPEQUEÑECIMIENTO DEL HOMBRE

3. LA VANGUARDIA DISCONFORME

4. AGOTAMIENTO Y CONTEMPLACIÓN DE LAS PROPIAS RUINAS



Nada hay más opuesto a la mentalidad, a las necesidades y al sentido de nuestra época que las formas políticas y económicas elaboradas por el espíritu liberalburgués. Estas formas han sobrevivido a su propia eficacia, y los pueblos se desprenden hoy de ellas como de utensilios cuyo uso resultase ya ruinoso y molesto. La subversión cuyo desarrollo se viene perfilando en estas páginas actúa verdaderamente de liberadora de esas viejas formas, y constituye un esfuerzo por desprenderse de ellas, por evadirse de su caducidad.

La permanencia y duración de las instituciones demoliberales supondría hoy, para el mundo, la imposibilidad de extraer de esta época valor alguno, condenándola a vivir prisionera de formas que le son extrañas, en estado de amputación y de parálisis.

Es bien notorio, sin embargo, que la época actual logra, de un modo relativamente sencillo, desprenderse con éxito del peligro de falsearse y anularse. Lo comprueba la realidad subversiva que venimos estudiando, poblada como ha podido verse, no de fracasos ni de intentos fallidos, sino de victorias resonantes y completas.

El resultado de la trasmutación contemporánea será fatalmente el vencimiento de todas las formas políticas, económicas y culturales propias de la mentalidad y del espíritu de la burguesía capitalista, y a la vez, su sustitución por otras que sean una creación directa de las fuerzas hoy representativas y operantes.

Si analizamos un poco las características vitales y sociales del espíritu burgués, bien pronto percibiremos su absoluta oposición y su contradicción radical con los valores más vivos y fértiles que hoy aparecen.



1. SU ACTITUD INDIVIDUALISTA

Las instituciones demoburguesas han sido elaboradas bajo la creencia de que el individuo, como tal, es el sujeto creador de la historia, y por tanto, que el cumplimiento de sus fines, como tal individuo, es la misión más respetable y fecunda del hombre. Todo ha de sacrificarse, pues, a esa misión individual, comenzando por el Estado, que no sólo no debe estorbarla ni mediatizarla, sino garantizarla eficazmente. He aquí la médula del Estado liberal, la función y la finalidad que le ha sido adscrita por la burguesía.

El Estado liberal es simplemente un utensilio para el individuo. No debe menoscabar en nada la libertad de éste, ni sacrificar esa libertad por ningún otro valor. Su mismo aparato coactivo se justifica en función de la libertad, garantiza la libertad y «los derechos» de los individuos.

Es notorio que unas instituciones así hicieron posible el robustecimiento histórico del régimen capitalista, la culminación de una clase social, la burguesía, que desarrolló hasta el máximo la energía creadora de sus miembros, e impulsó de un modo enorme su progreso económico, cultural y político. En tal coyuntura, el individuo hizo conquistas sorprendentes, adquirió un poder social enorme, y logró asimismo un elevadísimo nivel de vida. Todo estaba a su servicio, al alcance de su mano, para ser utilizado por él como instrumento de poder, de sabiduría o de riqueza.

No cabe desconocer la importancia considerable de esa etapa histórica y el número de adquisiciones valiosas que hizo durante ella la humanidad. Lo que sí puede afirmarse, desde luego, es que su período de vigencia ha sido corto, y que ya hoy vemos con claridad absoluta el manojo de contradicciones y monstruosidades que encerraba en su seno. Por muy minúsculas que sean las dotes de observación y comprensión que se tengan, cualquiera las advierte y las comprende hoy. O las presiente, que es igual.

Pronto ocurrió y se hizo patente que aquella supuesta grandeza individual, y aquella supuesta generosidad que informaba a las instituciones, era de hecho accesible a muy pocos, y consistía y se mantenía a costa de atroces injusticias.

Y era accesible a muy pocos, no porque fueran pocos los individuos sobresalientes, sino por propia naturaleza del sistema y de los fines que se señalaban como apetecibles. Eran muchos los hombres que podían aspirar al poder político, a la riqueza y a la cultura, y con dotes y capacidad para conseguirlo, pero fatalmente esa trinidad de bienes tenía que ser acaparada y monopolizada por muy pocos. Pero como el sistema admitía y hacía posible la concurrencia, la lucha y la pugna, a ellas se lanzaron las gentes con frenesí.

Y ahí tenemos las turbinas que operaron en el seno del individualismo burgués: los partidos políticos, en número cada vez mayor y más abundante, con aspiraciones e ideales programáticos distintos. Las empresas económicas, la producción sin orden ni concierto y la especulación financiera. Las escuelas y las morales diversas, la disgregación espiritual de la cultura.



2. EMPEQUEÑECIMIENTO DEL HOMBRE

Y he aquí cómo el espíritu burgués, en honor y honra de la dimensión individual del hombre, condujo a éste a contradicciones y resultados como los que hoy presenciamos. Claro que no sin atravesar etapas de cierto esplendor y de liberar a la humanidad de poderes regresivos abominables. El liberalismo político y el capitalismo económico nos parecen hoy entidades y formas repletas de vacuidad, de ineficacia y de injusticia. Pero han realizado y cumplido una misión en la historia, tanto más reconocida como tal por sus actuales debeladores, mientras con más prisa y vigor la declaran mendaz y caducada. La prueba de ello la tenemos en que la subversión no corre a cargo de los poderes políticos desalojados por la burguesía liberal, es decir, del «antiguo régimen», a pesar de que aún es defendido y sostenido en pie por algunos. Y tampoco el derrocamiento del capitalismo se hace e intenta por las formas económicas y sociales que le precedieron.

La subversión contemporánea, al enterrar las formas demoliberales de la burguesía capitalista, lo hace revolucionariamente, esto es, no volviendo a las formas antiguas, sino descubriendo e inventando otras nuevas.

A la postre, en medio de las instituciones y de la civilización liberal-burguesa, el hombre resultó maltratado, explotado y empequeñecido.

La libertad política cristalizó necesariamente en la democracia parlamentaria, y tal sistema trasladó el Poder con rapidez suma a las oligarquías partidistas, a los magnates, dueños de los resortes electorales, de la gran prensa y de la propaganda cara.

La libertad económica lo dejó reducido en la gran mayoría de los casos a un objeto de comercio, cuando no a la atroz categoría de parado, de residuo social.

Por último, el hombre se vió privado de valores permanentes y firmes. Todos aquellos que tienen su origen y alcanzan su sentido en esferas humanas extraindividuales. Los valores de comunidad, de milicia, de disciplina justa. Y el valor de la Patria, la dimensión nacional del hombre, la que arranca y comienza antes que él y termina y concluye después de él. (No señalo el valor religioso, porque éste no ha peligrado propiamente bajo el signo de la burguesía individualista, ya que, entre los fines individuales, cabe perfectamente la preocupación religiosa de salvar el alma.)

En resumen, la vigencia de las formas de vida típicamente burguesas originó de un modo exclusivo el encumbramiento de una minoría política (las oligarquías) y de una minoría social (los grandes capitalistas), y como tal situación de privilegio carecía y carece en absoluto de raíces profundas, es decir, no se basa en valores jerárquicos reconocidos como justos, sino que procede de una libre concurrencia y pueden ser apetecidos por todos, surge la sospecha de que se deban al engaño, la mendacidad y la injusticia, haciéndose, por ello, más irritantes e insufribles.



3. LA VANGUARDIA DISCONFORME

Fueron, naturalmente, los trabajadores los primeros en percibir que el mundo político y económico, creado por la burguesía demoliberal, resultaba una cosa, un artilugio, bastante poco habitable. Su respuesta histórica fue el marxismo, primera contestación sistemática, primera dificultad que se atravesaba en el camino de la democracia parlamentaria. Porque es evidente que el sistema demoliberal encuentra sólo su justificación práctica y teórica cuando es considerado, por todos, como método aceptable de convivencia. Pero el marxismo decretó y consiguió la insolidaridad proletaria, es decir, proveyó a los trabajadores de una doctrina y una bandera, dentro de las cuales no había sitio alguno para la colaboración pacífica y legal con las demás clases. A pesar de que existan otras interpretaciones del marxismo, entiendo que hay en él una formidable y fecundísima tendencia a apartar a los trabajadores, no sólo del mito demoliberal de la burguesía, sino del mito mismo de la libertad política. (La frase de Lenin «¿Libertad, para qué?» es aún más profunda de lo que se cree, está pronunciada por un marxista, y su contestación resulta de veras difícil en esta hora crítica de la política mundial.)



4. AGOTAMIENTO Y CONTEMPLACIÓN DE LAS PROPIAS RUINAS

Es notorio que una de las realizaciones políticas que vienen persiguiéndose hoy en Europa, consiste en desalojar al espíritu burgués de las zonas gobernantes. La democracia parlamentaria otorgó el Poder, y lo otorgará siempre mientras subsista, a la burguesía misma, o a sus representantes más directos, que son los partidos.

Pero ocurre que el burgués carece en absoluto de capacidad para las tareas políticas rectoras. Es el tipo social menos propio y adecuado para el ejercicio del poder político. Le falta por completo el sentido de lo colectivo, el espíritu de la comunidad popular, la ambición histórica y el temple heroico.

Todo lo que actúa hoy como germen de resquebrajamiento, de impotencia, de cansancio y egoísmo, se debe de un modo directo al predominio social de la burguesía, y al predominio político de sus mandatarios, sus abogados y testaferros.

Ha entrado hace ya tiempo la civilización demoburguesa en una etapa final, caracterizada por la hipocresía, pues habiendo perdido ella misma la fe en sus principios, trata de sostenerse a costa de desvirtuarlos y falsearlos cínicamente. Favorece tal empresa el hecho de que la actitud característica del espíritu demoburgués —tendencia a la crítica, ceguera para lo colectivo, tibieza patriótica, falso humanitarismo sentimental, etc.— es compartida por anchas y extensas zonas, ya que sus contornos no se ciñen sólo a capas y sectores de privilegio económico, sino que alcanzan y comprenden también núcleos populares, proletarios, captados por él y por sus características más viles y degradadas.

Pero esa actitud histórica, en su sector más representativo y operante, tiene ya hoy plena conciencia de su infecundidad y agotamiento. Advierte que sus ideales políticos, lejos de construir y edificar nada, se transforman apenas salen de sus labios en fuentes de destrucción y de discordia. Sabe que su sistema y su ordenación económica conducen al advenimiento de crisis gigantescas, a su propia ruina y al hambre de las grandes masas en paro forzoso. Ve, asimismo, que las instituciones políticas y sociales, creadas por ella, convierten a las naciones en teatro permanente de sangrientas pugnas, y debilitan cada día más la solidaridad nacional, hasta poner en peligro la propia vigencia histórica de los pueblos. Percibe que no sabe qué hacer con las grandes oleadas juveniles que van llegando, y contempla, por último, la inminencia de su agotamiento y de su desaparición irremediable.



VII

EL PARO FORZOSO. LA HUMANIDAD A LA INTEMPERIE



1. EL IDEAL DEL ENRIQUECIMIENTO PROGRESIVO

2. EL HOMBRE RECUPERA SU SENTIDO «SOCIAL»

3. EL PARO, SÍNTOMA DECISIVO



Toda la economía actual está basada y construida a expensas de un mecanismo de pasmosa sencillez, cuya única finalidad es ésta: el enriquecimiento humano. Desde fines del siglo XVIII, en que tuvo lugar un hecho tan imprevisible y sorprendente como la mecanización industrial, algunos hombres han tenido a su disposición resortes cada día más fértiles y maravillosos para el logro rapidísimo de tal designio. Creció la población humana en proporciones considerables, y su presencia era acogida con el máximo de júbilo, pues venía a cumplir una doble función, que era entonces, y ha sido hasta ahora, esencialísima: la doble función de producir y consumir, ambas cosas de un modo colosal y frenético.

Importa poco señalar si el incremento enorme de la población humana se debió a las formas de vida, aurorales y espléndidas, que aparecieron en el mundo con la civilización maquinística y las grandes empresas industriales, o si, por el contrario, fueron éstas un puro efecto de la sobrepoblación mundial. El hecho es que coinciden y se ensamblan ambos fenómenos, de tal modo que uno y otro traen consigo consecuencias idénticas.

Con gran facilidad puede seguirse minuto a minuto el proceso a que aludimos, desde el día, por ejemplo, en que quedaron montadas las primeras fábricas textiles en Inglaterra hasta el día mismo en que escribimos, asistiendo así al desarrollo completo del régimen capitalista. La trayectoria comprendería, pues, desde los pioneros, que aplicaron las primeras ventajas del maquinismo a la fabricación de mercancías, hasta las actuales manifestaciones de los trusts industriales y de las grandes crisis de ventas. Desde la aparición de una pequeña minoría de fabricantes «libres», con pobres recursos y maquinaria aún incipiente, hasta la culminación del capital financiero, de los grandes utillajes costosísimos y de las sociedades anónimas. No puede interesarnos el examen preciso de esa gran trayectoria, sino sólo el aspecto social de ella, y concretamente en cuanto explica el sentido del paro forzoso y de la miseria actual de las masas.



1. EL IDEAL DEL ENRIQUECIMIENTO PROGRESIVO

Siempre ha habido en la historia gentes dedicadas a aumentar lo más posible sus riquezas, pero es lo cierto que la experiencia había enseñado a los más, que sólo en un número de ocasiones relativamente pequeño era posible hacerse rico. Por eso acontecía, hasta fines del siglo XVIII, que la mayor parte de los hombres vivían libres de una especial tendencia a enriquecerse, derivando su capacidad a tareas que les proporcionaban un tipo de satisfacciones distinto a ese de ir acumulando y concentrando capital. Ocurría además, naturalmente, que estaban, por decirlo así, cegadas, poco a la vista, las posibilidades de hacer riqueza. Era cosa reducida eso que hoy llamamos «los negocios». Las fortunas existentes tenían carácter feudal, y las familias poseedoras de ellas, pertenecientes en general a la nobleza, estaban muy lejos de entregar su dinero a especuladores financieros de ninguna clase. De otra parte, los gremios, las sociedades gremiales, eran formas económicas casi estáticas, de muy leve inclinación a la aventura.

La aparición del maquinismo tuvo como primera consecuencia cambiar absolutamente el panorama. Los hombres dispusieron de medios numerosos de enriquecerse con rapidez. La cosa era bien sencilla. Se había realizado el hallazgo de unos seres, las máquinas, que producían cosas solicitadísimas por las gentes, en condiciones de costo tentadoras.

Al descubrimiento de los medios mecánicos de producir mercancías, sucedió el descubrimiento de los medios de transportarlas a todas partes, haciéndolas llegar a los centros de consumo con toda comodidad y en el mínimum de tiempo. El resultado económico era espléndido. Todos podían orientarse en pos del dorado industrial y comercial, recién aparecido. Había sitio para todos los que iban llegando porque, aparte de que el mundo consumía vorazmente todos los productos, había también la posibilidad, gracias a los progresos técnicos y al ingenio descubridor, de vencer a los fabricantes rivales, arrebatándoles los mercados cuando llegase un peligro de agotamiento, mediante el uso de maquinaria más perfecta, racionalización más eficaz de la producción y organización más eficaz, asimismo, de los transportes.

En tal situación, parecía prácticamente imposible que llegara a detenerse el proceso industrial, porque siempre podrían ser vencidas las dificultades, bien mediante la conquista de mercados nuevos, bien mediante el uso de máquinas más perfectas y más rápidas.

No nos interesa aquí ahora sino señalar, en un par de párrafos, las consecuencias inmediatas del frenesí creciente de producir, que se apoderó del sector humano en cuyo poder se encontraba el aparato industrial. Surgieron industrias nuevas a millares, se renovaba a cada momento su utillaje, introduciendo reformas que tendían siempre a producir más y más en menos tiempo. A medida, naturalmente, que avanzaba la técnica industrial, era preciso disponer de medios financieros más poderosos para montar las grandes fábricas, pues de un lado la maquinaria se hacía más cara por su misma complejidad y perfección, y de otro, se imponía la organización vertical de la producción, para ir superando las condiciones de costo y ganando batallas a la libre concurrencia.

Los grandes beneficios obtenidos por los industriales pasaron a ser utilizados, en forma de capital financiero, por las nuevas empresas a que obligaba el desarrollo de la producción, la amplificación de las antiguas y la adquisición del utillaje necesario, cada día más costoso. El capital financiero disponible resultaba insuficiente, y entonces se incrementaron las grandes sociedades anónimas, las instituciones bancarias, que recogían los ahorros y las disponibilidades financieras procedentes de las numerosísimas fortunas privadas, tanto de las hechas y surgidas en el proceso mismo de la industrialización, como de las antiguas fortunas estáticas, vinculadas a la tierra.

Todo entró y se puso entonces al servicio de la producción mundial. Se incrementó cada día el ideal de enriquecerse. Los negocios nuevos y la ampliación considerable de los antiguos, siguieron necesitando medios financieros fabulosos. Éstos eran obtenidos mediante las formas más varias de la especulación y del manejo del crédito. Sólo alcanzando éxitos inagotables y continuos, es decir, produciendo más y en mejores condiciones cada día, podía realmente irse sosteniendo el formidable aparato especulativo que gravitaba sobre la red de la producción mundial.

Un régimen económico así, de producción indefinida, y a base de ir aprisionando con el grillete maquinístico cada día más las condiciones financieras y humanas en que la producción se efectúa, encierra contradicciones tremendas. Pues en el momento en que apareciese, para una gran industria, el más leve indicio de crisis, un descenso obligado en la producción, se encontraría con que, habiendo preparado sus condiciones para lo contrario, es decir, para incrementar más aún su rendimiento, una disminución echaría por tierra sus propias bases de existencia. La gran industria resulta, así, que no es libre para regular la producción.

Pues hace, por ejemplo, cincuenta años, si en cualquier rama industrial ocurría que se precisaba disminuir en un veinte por ciento su ritmo de producción, ello era tarea factible sin trastornos graves, retirando un número mayor o menor de obreros, que al minuto pasaba a ocupar otro puesto en otra actividad, o en otra industria diferente. Pero hoy, tal fenómeno adquiere inmediatas proporciones de catástrofe. En primer lugar, porque esos obreros despedidos no tienen donde trabajar de nuevo, y en segundo, porque se proyectaría sobre la vida económica un peligro aún más hondo, con ser el del paro angustioso en extremo: el peligro de dejar paradas las máquinas. Esto, el paro de la gran maquinaria, del costosísimo utillaje de la gran industria, supone un percance de tal magnitud que hunde verticalmente el mecanismo económico entero. No se olvide que el capitalismo propiamente dicho es, en rigor, eso: la posesión de maquinas. Si éstas se paran, la ruina es inmediata y absoluta, porque su enorme valor, habiendo sido en la mayor parte de las grandes explotaciones adquiridas a crédito, lo es sólo en función de producción permanente.

Pero el capital financiero, con su fluidez característica, está y aparece ligado a los sectores más varios de la producción industrial, y ello de un modo simultáneo, es decir, mediante interferencias que le hacen sumamente sensible a cualquier crisis, sea cual sea la zona donde surjan. Con las acciones de una gran empresa se financia otra distinta, con el crédito y el volumen financiero de una se crea la de más allá, y todo ese tejido llega al ahorro y a los pequeños capitales por mediación de las instituciones bancarias y el incremento de la especulación bolsística.

La economía del gran capitalismo — propiedad mecanizada y crédito — se sustenta, pues, en una unidad rígida, en cuya base existen contradicciones sumamente peligrosas. Las economías privadas, los grandes y los pequeños negocios, las riquezas particulares, viven así a expensas de la realidad más frágil.

En la culminación del ideal de enriquecimiento está ese panorama. Al adoptarlo los hombres como norte, y al iniciar la ascensión hacia su logro de un modo individual, liberal, cada uno con su propio problema, su economía y sus sueños, la consecuencia es que de pronto todos aparezcan ligados, pendientes de los mismos peligros y jugando la misma carta. Paradójicamente, pues, la mentalidad liberal-burguesa, que inició una etapa de vigorización económica individualista en la que «cada uno» buscaba mediante la libre concurrencia forjar su propia riqueza, termina, en cambio, en un sistema económico cerrado, donde un entretejido sumamente complejo une en un solo organismo las riquezas todas de todos.



2. EL HOMBRE RECUPERA SU SENTIDO «SOCIAL»

En el fondo de la actividad individualista, y que informa el proceso descrito del régimen capitalista, hay a la par que una sobreestimación consciente del valor individual una subestimación subconsciente del mismo. El hombre se sabe en cierto modo desamparado, desligado de conexiones seguras, y, como si dijésemos, a la intemperie. Así el ideal de enriquecimiento progresivo vendría a ser una tendencia del hombre a forjar, mediante la riqueza, una especie de protección, que sustituyese las «conexiones sociales» que, antes de la etapa individualista, existían de una manera evidente. (Conexiones basadas en la fe común, en el gremio común, en la unidad de cultura, en la profesión misma uniforme, la milicia, etc.)

Comienza hoy, pues, a verse claro que la «dimensión individual» del hombre se ciñe casi exclusivamente a valores de índole económica, y que su cultivo histórico, a la vez que inauguró la era capitalista, nos ha conducido a la hora actual del mundo, a las grandes crisis, a la zozobra misma económica de las fortunas privadas y, sobre todo, a multitudes enormes en la situación más crítica que, desde el punto de vista social y económico, puede concebirse: la de parados, la de residuos, sin tener absolutamente nada, ni posibilidad alguna de ganar nada.

El hombre se ha encontrado, pues, con que las seguridades, las protecciones que buscaba y que algún día creyó de veras firmes, se le escapan de la mano. Penetra así en una disposición de ánimo que le conduce necesariamente a descubrir y aceptar las perspectivas de «lo social». Quizá sean de este orden las causas que explican la vigencia mundial de formas de vida, instituciones y modalidades, en las que hoy predominan, sobre cualesquiera otras, las ideas de solidaridad y de destino común. El hombre abandona, pues, su tendencia a descansar exclusivamente en categorías individualistas y busca y apetece entrar con «los demás» en un orden de realizaciones más firmes y seguras.

Este fenómeno, de valoración cada día más intensa de «lo social», aparece hoy en todas las manifestaciones que poseen el cuño típico de la época. El mismo explica, por ejemplo, el reencuentro de las grandes masas populares con la idea de Patria, encontrando y percibiendo en ella tanto su carácter de refugio como de instrumento y resorte, con el cual, y a través del cual, es sólo posible la propia vida. Explica asimismo el hecho de las economías privadas numerosas, de signo modesto (salarios, sueldos, pequeños negocios de distribución), con pleno sentido de la imposibilidad de enriquecimiento propiamente dicho, y disponiendo a la vez sus individuos de un equilibrio, moral y material, ajeno en absoluto a toda actitud socialmente resentida. Explica también la uniformación de las masas, que luego estudiaremos, el redescubrimiento de una moral de milicia y el sentido mismo de las subversiones juveniles que vienen operándose.



3. EL PARO, SÍNTOMA DECISIVO

Hemos visto que la supermecanización industrial y el soporte financiero de las grandes empresas obligan, ante un amago de crisis, a sacrificar el hombre a la máquina. Antes que parar las máquinas, lo que supondría la caída financiera de la industria, se lanza si es preciso a centenares de miles de hombres al paro forzoso. La causa remota y única de ello hay que buscarla en que todo el sistema económico a cuyo cargo ha estado desde el primer día la producción industrial, se basa en el principio del enriquecimiento progresivo y en la libre concurrencia. Es decir, la producción no tiene como finalidad primera servir las necesidades de los hombres y proveerles de artículos de consumo, sino otra distinta, ajena absolutamente a ese sentido, la de ser y constituir un medio de lucro, una manera de enriquecerse.

La red parasitaria que rodea el sistema entero de la producción y de la distribución alcanza proporciones enormes. No es ya el industrial, el empresario, quien figura en ella de un modo único, ni principal siquiera. Pues la intervención del capital financiero, la presencia de accionistas innumerables en las sociedades anónimas, la especulación en torno a los títulos industriales, los bancos comerciales intermediarios, etc., constituyen una serie de factores que pesan e influyen perniciosamente en la economía actual supercapitalista.

Que el final de todo el sistema conduce a situaciones insostenibles, procedentes de las contradicciones fundamentales que vienen operando en él desde su nacimiento histórico, parece una evidencia que muy difícilmente puede hoy ser negada. Esa evidencia es el paro forzoso, la realidad social de que haya en el mundo cuarenta millones de hombres sin tarea y sin pan. Por lo que llevamos dicho se advierte, claro es, que son aquellos países más industrializados, y donde el sistema de superproducción capitalista alcanza más altas conquistas, quienes padecen el paro forzoso con mayor relieve. (En 1932 había en los Estados Unidos once millones y medio de parados; en Inglaterra, cerca de tres millones, y en Alemania, cinco millones y medio.)

Ahora bien, no consideramos lógico ni justo lanzar condenación alguna a la industrialización propiamente dicha, y menos a los avances técnicos del maquinismo. Pertenecen a un signo de valores humanos de magnitud grandiosa, y sólo el hecho de haber sido puestos al servicio de un concepto, desviado y erróneo, de la producción les da un aparente carácter perturbador y nocivo.

El paro forzoso que hoy advertimos no es ni coincide con el de las capas humanas más ineptas e invaliosas. Entre todos esos millones de hombres parados los hay, sin duda, de gran preparación profesional y buenos técnicos en sus respectivas ramas industriales. Y más aún, no se trata sólo de asalariados, de proletarios. El paro amenaza hoy asimismo a zonas inmensas, pertenecientes a las clases medias, y se agudiza cada día con caracteres más graves en las juventudes. La mentalidad del hombre parado, o en peligro de estarlo un día cercano, es de un signo trágico muy singular, y quizá se amasa hoy en ella uno de los factores que más van a influir en los resultados subversivos de esta época.

Resulta, pues, que se ha efectuado así un viraje radical en cuanto a lo que podemos denominar luchas sociales. Hasta aquí, durante el período ascensional del capitalismo, las masas obreras disputaban los beneficios que se obtenían, logrando mejoras de índole social y aumento de salarios. La consigna era liberar a los trabajadores de la explotación. Parece que todo eso está en camino de sufrir un cambio absoluto. En primer lugar, porque es patente la existencia de una profunda crisis que hace en muchos casos problemáticos e inexistentes los beneficios de las empresas, y, no habiéndolos, mal pueden ser disputados ni por los trabajadores ni por nadie; además, un aumento de salarios, cuando es a costa de medidas inflacionistas y artificiales, al objeto de provocar una subida de los precios y una elevación —elevación ficticia— del poder adquisitivo de las masas, no supone ventaja alguna real. En segundo lugar, no es explotación auténtica lo que en último término padecen los proletarios, sino algo peor o mejor que eso, pero distinto: están parados. Es decir, reducidos a una categoría social nueva, en situación dramática de seres residuales, sobrantes, sin nada que hacer.

Todos los síntomas son, pues, de que nos encontramos en una hora crucial del mundo. Difícilmente podrá dentro del actual sistema realizarse hallazgo alguno que suponga una solución duradera. El fenómeno del paro forzoso, repetimos, está contribuyendo a dotar a nuestra época de un elemento importante para la elaboración de formas de vida económica y política de signo aún no totalmente previsible. Se trata de que el hombre descubra nuevas tareas para el hombre. Servicios nuevos. Cómo y por qué vías esas tareas van a descubrirse, es algo que aún no se sabe con certeza, pero sí que constituyen una de las finalidades, una de las metas cuya conquista persigue el período transmutador hoy vigente.



VIII

LA UNIFORMACIÓN DE LAS MASAS. EL UNIFORME POLÍTICO Y SU AUTENTICIDAD



1. EL SENTIDO DE LO UNIFORME

2. LA APARICIÓN DE LAS MASAS

3. EL UNIFORME POLÍTICO



La presencia de las juventudes, en el área fundamental de las luchas políticas, ha coincidido con un hecho visible, el de incrementar la manifestación externa del signo político a que aparecen adscritas. Ello ha venido a producirse en una hora madura para la uniformación, en una hora de reencuentro de la dimensión «social» del hombre, es decir, de subordinación y disciplina a valores y categorías de linaje sobreindividual y colectivo.



1. EL SENTIDO DE LO UNIFORME

Evidentemente, en todo el período de civilización liberal-burguesa ha regido una tendencia a sustraer la vida de toda uniformidad. El culto a los valores individuales produjo como lógica consecuencia el culto a la dispersión, a la variedad y a la indisciplina. Un culto así se manifestaba, tanto en el orden político, como en el orden de la vida diaria y en la apreciación o signo de los gustos. Entre las cosas objeto de desvío estuvo, por ejemplo, el uniforme, es decir, el traje único e idéntico. Quizá pueda buscarse en este hecho la permanente hostilidad que los grupos y las ideas más propias del espíritu demoburgués han tenido para la milicia y los militares, valores inseparables de un concepto de la uniformidad, y gentes que no perdieron su carácter de «uniformados», esto es, a la vez representativo de su función y exteriorización pública de ella.

Durante la vigencia demoburguesa, se «ha odiado» al uniforme, y se ha tenido hacia él una subestimación profunda. Pero acontece en torno a este hecho una cosa singular, denunciadora entre otras de cómo el espíritu burgués obedece en sus valoraciones a criterios de refinada simulación. Así ocurre que se ha venido prescindiendo del uniforme, y se ha visto siempre en él una tendencia determinada, sin enjuiciarlo ni comprenderlo en su verdadero sentido. Vestir uniforme era para el burgués una aspiración a destacarse, a reforzarse, es decir, a afirmar más aún la personalidad individual. Nada más erróneo, ni más falso. Tiene lugar precisamente lo contrario de eso. Quien se uniforma, quien viste uniforme, lo que hace realmente es disminuirse como «individuo», entrar en unas filas, donde él como individuo pierde relieve y significación, pasando a ser un número anónimo en ellas.

No el traje uniforme, sino el otro, el traje demoburgués, es el que realiza y cumple, de hecho, la tendencia a destacarse y valorarse «individualmente». Se puede decir que distingue al burgués el afán de distinguirse. Por ello, su traje permite una serie innumerable de formas y recursos, mediante los cuales puede ser lograda la diferenciación social. Desde el sombrero hasta los zapatos, todas las prendas pueden ser de una tela o de otra, de un color o de otro, y son capaces de mil abalorios y aditamentos, que dan más o menos prestancia y relieve, esto es, más o menos significación al individuo.

Ahora bien, la mecanización industrial y su consecuencia la producción en serie, es decir, de objetos iguales e idénticos, es uno de los fenómenos que comenzaron a tragar al propio espíritu y estilo del cual eran hijos. Lo mismo que la economía supercapitalista produjo la casi fusión de las economías privadas, siendo así que procedía de una etapa de economía liberal, individual, también la producción en serie venía a destruir la tendencia primera a la dispersión del traje.



2. LA APARICIÓN DE LAS MASAS

El concepto, hoy tan usado y corriente, de «las masas» obedece a un fenómeno muy cercano, y quizá muchos lo utilizan de un modo erróneo. Pero resulta que, sin saber de fijo qué son las masas, poco puede ser comprendido a derechas de cuanto está transcurriendo desde hace quince o veinte años, pues son ellas, las masas, quienes lo efectúan, realizan y dotan de sentido.

Durante el siglo XIX, época típicamente individualista y burguesa, no había masas ni existían masas. La aparición de éstas como tales, repetimos, es fenómeno reciente, surgido en esta misma época que ahora vivimos. Algo, por tanto, posterior a la vigencia demoliberal y al proceso ascensional del capitalismo, o, por lo menos, coincidente con su culminación y con la inauguración o apertura de su declive. En efecto, la civilización individualista y las formas sociales y políticas a que daba lugar no constituían atmósfera adecuada para la existencia de masas. Pues éstas no son simples aglomeraciones, no aparecen de un modo forzoso vinculadas a la presencia de las multitudes. El concepto político-social de «las masas» no tiene, en una palabra, mucho que ver con el concepto de mayorías o minorías, propio de la época —hoy ya vencida— a que hemos hecho alusión

Para que las multitudes, aglomeraciones y grandes núcleos de gentes entren en el concepto de «masas», tal y como éstas existen y actúan, se requiere que aparezcan revestidas de ciertos signos, por ejemplo: Tiene que haber operado en su formación una conciencia colectiva, de expresión más fuerte que la conciencia individual de quienes la formen. Las masas son homogéneas, y se es elemento de ellas en tanto se posea precisamente engarce esencial con «los otros», en tanto se renuncia y se subordina su propio ser al ser colectivo que las informa. Las masas son totalitarias, exclusivistas, es decir, poseen conciencia de ser una unidad cabal, completa y cerrada. Las masas tienen un rango absolutamente ajeno en el fondo a su cuantía numérica, a los pocos o muchos individuos que las constituyan.

Sin duda, hay otros signos definitorios, y sin duda puede ser estudiado el concepto de «las masas» partiendo de características distintas a esas que señalamos, pero éstas son reales y exactas, y a nosotros nos sirven para aclarar el tema del presente capítulo.

A primera vista puede percibirse que «las masas» son cosa en absoluto extraña a la mentalidad demoburguesa, y su existencia no puede en modo alguno predominar mientras aquélla mantenga su normal vigor. Pues entonces no son las masas, sino los partidos, los grupos, con su adscripción a los conceptos de mayorías y minorías, es decir, con su dependencia a valoraciones de carácter numérico, y desde luego formadas por una suma de «individuos», que añaden y suman eso, el ser individuos.

Pues bien, lejos de ser esencial la cuantía numérica, aunque también sea naturalmente un factor, las masas pueden lograr y logran de hecho el predominio en virtud de otro linaje de cualidades: su agilidad, su modo de ser compacto, su uniformidad, disciplina interna. Los fenómenos que hemos estudiado en esta digresión, el bolchevismo, el fascismo, el racismo socialista alemán, son claros y formidables ejemplos de la intervención y presencia de las masas.

Las masas son, por esencia, cuerpos de signo juvenil, dotados de características que sólo se encuentran en las cosas jóvenes y nuevas. No se olvide que coincide la aparición de las masas con la hora mundial en que se nota asimismo un imperio y vigencia de «lo joven», y en que, como dijimos en la digresión primera, está operante una conciencia juvenil de carácter mesiánico.



3. EL UNIFORME POLÍTICO

De las líneas anteriores salta bien madura la consecuencia. La introducción y uso de los uniformes, la exteriorización de signos unánimes e iguales, que se advierte en la política mundial más reciente, es un producto lógico del hecho de ser realizada por las masas. Sólo la actuación de las masas conduce a una acción política «de uniforme», como hoy la percibimos en casi toda Europa.

El hecho de uniformarse señala el abandono radical de la actitud demoburguesa, y la aparición de un genio diferente. Los elementos integradores de las masas entran en las filas con ánimo de renuncia, a la vez que se sienten potenciados, virilizados, con su adscripción a las tareas comunes que las masas realizan.

No sólo en el traje, sino en otros rasgos que caracterizan la acción y presencia de las masas, se advierte la facilidad y rapidez con que sus elementos adoptan los distintivos, saludos y ritos propios de ellas. A modo y especie de contagio, como bajo los efectos de una voluntad fluida e invisible.

Es evidente que los fascistas italianos interpretaron una de las primeras manifestaciones de este fenómeno. Luego, se ha generalizado y extendido, no a título siempre de imitación, como muchos creen, sino por afloración natural de algo típico de la época, y que surge acompañando a las acciones que en ésta se producen. Aparece hoy asimismo en las filas clasistas de los proletarios, y es digno de notarse un hecho que demuestra cómo un estilo así choca con las características del espíritu demoburgués: son, entre los proletarios, aquellos que se muestran menos propicios a unir e identificar sus luchas con los grupos demoburgueses de izquierda quienes adoptan «la uniformidad», levantan el puño y buscan el gesto y el estilo de la milicia. (En España, las juventudes socialistas hacían todas estas cosas, contra la opinión y las preferencias de quienes, en su partido, optaban por una política moderada y de acuerdo con la burguesía izquierdista.)

La actuación política uniformada muestra además otro perfil, que contribuye asimismo a aclarar uno de sus aspectos más singulares. Es el valor de la sinceridad y de la franqueza de sus militantes, el carácter juvenil, de entrega, sin reservas ni cálculo alguno de cinismo o cazurrería.

El militante político uniformado, que exterioriza y muestra su carácter de tal, ofrece el máximum de garantía de que es sincero, y de que difícilmente negará su bandera política, ni la abandonará por móviles individuales y turbios. Sólo las juventudes pueden en efecto dar vida a una actitud política de tal naturaleza. Conocida es, por el contrario, la actitud cautelosa, reservada, propia del viejo militante de los partidos demoburgueses.

Las juventudes, al entrar en el área política, incorporan el valor de la sinceridad, y se muestran tal y como son. El joven se adscribe a una bandera, a unos ideales, y se distingue, mostrándolos, enfundado en ellos. Estima que hay que sacar al aire, a la superficie, las ideas políticas y sociales de las gentes.

Los sectores maduros que asisten al desarrollo de un hecho así reaccionan con juicios disconformes, y muestran su clásica sensatez, expresando que las ideas —el ideal, como ellos dicen con cierto arrobo y farsantería— no deben vincularse a una prenda, a un gesto, ni a nada de análoga frivolidad. Deben, por el contrario, resguardarse en lo más profundo del pecho, en el corazón del hombre, y allí rendirles culto. Pero esto no logra emocionar nada a las juventudes, que tienen mil motivos prácticos para saber que son precisamente aquellos que ocultan «en lo más profundo del corazón» sus ideales, quienes se desprenden de ellos con más facilidad, y cambian y fluctúan de un lado a otro, o actúan sin acordarse mucho de lo que dicen llevar tan guardado y reverenciado.

Las juventudes uniformadas saben, en fin, que son precisamente ellas, con el signo exterior que las distingue, teniendo las ideas vinculadas a su brazo, a su puño, a su camisa o a su gorra, las que de veras están adscritas con firmeza y sinceridad, permanencia y sacrificio, a una bandera. E invitan, por tanto, burlonamente, a las gentes maduras y sensatas, a que no vinculen las ideas a vísceras tan profundas como el corazón, sino que las saquen al aire, de modo que se vean, exponiéndolas con sencillez, en la seguridad de que es más difícil cambiar de camisa que de corazón (o de chaqueta).

FINAL

Eso es Europa y ése es el perfil más exacto que nos presenta hoy. Naturalmente, estamos también en ella, y esos fenómenos tienen o tendrán entre nosotros su expresión, realizándose bajo nuestro cielo la contribución española a la transmutación mundial. No sé si llegaremos pronto o tarde. De lo que sí estoy convencido con firmeza es de que en todo caso llegaremos a tiempo, y nuestra voz será oída.

Han surgido, como hemos visto, en Europa una serie de manifestaciones políticas triunfales. Muchos pretenden que se trata sólo de dos, fascismo y bolchevismo, y no de ninguna otra distinta. No aceptamos tal juicio como verdadero. Esos mismos que tal creen opinan también que el futuro vendrá a ser una pugna o lucha entre esas dos únicas banderas, y que ya, en realidad, nos encontramos en el seno de esas luchas. Repetimos nuestro juicio adverso.

Se está operando una transmutación mundial. Signos de ella son el bolchevismo, el fascismo italiano, el racismo socialista alemán y los estilos y modos que hemos descrito en las páginas anteriores. Son erupciones, iniciaciones, impregnadas ya de lo que ha de venir, pero cosas nada definitivas, permanentes y conclusas. Y desde luego, tanto el bolchevismo como el fascismo y el racismo, fenómenos nacionales y restringidos, sin envergadura ni profundidad mundial.

Quizá la voz de España, la presencia de España, cuando se efectúe y logre de un modo pleno, dé a la realidad trasmutadora su sentido más perfecto y fértil, las formas que la claven genialmente en las páginas de la Historia universal.