miércoles, 16 de junio de 2010

Historia de los heterodoxos españoles (Libro 6º)-2

Marcelino Menéndez y Pelayo


Capítulo III


El enciclopedismo en España durante el siglo XVIII.

I. El enciclopedismo en las regiones oficiales. Sus primeras manifestaciones más o menos embozadas. Relaciones de Aranda con Voltaire y los enciclopedistas. -II. Proceso de Olavide y otros análogos. -III. El espíritu enciclopédico en las sociedades económicas. El doctor Normante y Carcaviella. Cartas de Cabarrús. -IV. Propagación y desarrollo de la filosofía sensualista. Sus principales expositores: Verney, Eximeno, Campos, Foronda, etc. -V. El enciclopedismo en la amena literatura. Procesos de Iriarte y Samaniego. Filosofismo poético de la escuela salmantina. Tertulia de Quintana. Sus odas. Vindicación de Jovellanos. -VI. Resistencia ortodoxa. Principales impugnadores del enciclopedismo. El P. Rodríguez, Ceballos, Valcárcel, Forner, el P. Castro, Jovellanos, Fr. Diego de Cádiz, etc.







- I -

El enciclopedismo en las regiones oficiales. -Sus primeras manifestaciones más o menos embozadas. -Relaciones de Aranda con Voltaire y los enciclopedistas.

En la introducción de este volumen quedan consignados los orígenes, tendencias y caracteres de la impiedad francesa del siglo XVIII, vulgarmente conocida con el nombre de enciclopedismo. De Francia irradió a toda Europa, contagiando a reyes, príncipes y ministros, a todos los rectores de los pueblos, a la vieja aristocracia de la sangre y a las otras dos, de las letras y de la Banca, que desde Voltaire y desde el sistema económico de Law habían comenzado a levantar la cabeza. Al pueblo llegaron los efectos mucho más tarde, y sólo después que sus monarcas habían agotado los esfuerzos para descristianizarle y corromperle. Por de contado que ellos fueron las primeras víctimas en cuanto rompió la valla el furor de la plebe amotinada. ¡Cuán ciego es quien no ve la mano de la Providencia en las grandes expiaciones de la Historia!

Los estragos de la Enciclopedia en Italia y en España son más subterráneos y difíciles de descubrir que en Rusia o en Alemania. Es preciso hacer un estudio analítico y minucioso, atar cabos sueltos y seguir atentamente los más tenues e imperceptibles hilos de agua hasta dar con el escondido manantial de toda la política heterodoxa que estudiamos en el capítulo anterior. Por otra parte, en España, donde es tal la penuria de memorias, relaciones y correspondencias, y tratándose del siglo XVIII, que casi todos los españoles miran por instinto como época sin gloria y que apenas estudia nadie, la dificultad sube de punto, ningún dato es pequeño, ni despreciable, ora venga de los documentos escritos, ora de la tradición oral, aunque pobre y desmedrada, cuando se trata de conocer el estado moral de una [487] época tan cercana a nosotros, y tan remota, sin embargo, de nuestro conocimiento por más que contuviera en germen todos los errores y descarríos de la presente.

Producciones literarias francamente volterianas o traducciones que no fuesen clandestinas, no las hay ciertamente hasta fines del siglo; pero, si antes no se ve al monstruo cara a cara, harto se le conoce por sus efectos en las regiones oficiales, por lo que informa y tuerce el espíritu económico, por el colorido general que imprime a las letras y por el clamor incesante de sus impugnadores. Todo esto será materia de estudio en el capítulo presente.

No bastan las tradiciones regalistas, no basta el jansenismo francés o pistoyano para explicar aquella lucha feroz, ordenada, regular e implacable que los consejeros de Carlos III y de Carlos IV, los Aranda, Rodas, Moñinos, Campomanes y Urquijos emprendieron contra la Iglesia en su cabeza y en sus miembros. Y cuando vemos repetirse el mismo hecho en todas las monarquías de Europa, y a la filosofía sentada en todos los tronos, y que a Pombal responde Choiseul, y a Choiseul, Tanucci, y a Tanucci, Kaunitz, y que Catalina II civiliza a la francesa a los tártaros y a los cosacos, y que Federico de Prusia, ayudado por el Patriarca, remeda en Potsdam justamente los gustos de Tiberio y los de Juliano el Apóstata; mientras que el emperador de Austria José II, poseído de extraño y pedantesco furor canonista, arregla como sacristán mayor, las iglesias de su imperio; en medio, digo, de todas estas coincidencias y del método y de la igualdad con que todo se ejecuta, ¿quién dudará ver en todo el continente un solo movimiento, cuyo impulso inicial está en Francia, y del cual son dóciles adeptos y servidores, cual si obedeciesen a una secreta consigna, todos esos consejeros, reyes, ministros y hasta obispos?

Los hechos hablan muy alto. Limitémonos a España y al tiempo de Carlos III. Ya sabemos que Roda, escribiendo a Choiseul, con nada menos se contentaba, después de la expulsión de los jesuitas, que con exterminar a la madre, es decir, como él añade con cínico desenfado, para evitarnos todo peligro de mala inteligencia nuestra santa madre la Iglesia romana. Tal era le mot d'ordre, mejor dicho, la bandera y el grito de toda la escuela: Écrasez l'infâme.

De la impiedad del conde de Aranda y de sus relaciones con los enciclopedistas, nadie duda. Recorramos las obras de Voltaire; ¿dónde buscar más autorizado testimonio?

«Aunque los nombres propios (leemos en el Diccionario filosófico) no sean objeto de nuestras cuestiones enciclopédicas, nuestra sociedad literaria se ha creído obligada a hacer una excepción en favor del conde de Aranda, presidente del Consejo Supremo de España y capitán general de Castilla la Nueva, el cual ha comenzado a cortar las cabezas de la hidra de la Inquisición. justo era que un español librase la tierra de este [488] monstruo, ya que otro español le había hecho nacer (Santo Domingo)... Las caballerizas de España estaban llenas, desde más de quinientos años, de las más asquerosas inmundicias; lástima grande era ver tan hermosos potros sin más palafreneros que los frailes, que les oprimían la boca y les hacían arrastrarse en el fango. El conde de Aranda, que es excelente jinete, empieza ya a limpiar los establos de Augías de la caballería española. Bendigamos al conde de Aranda, porque ha limado los dientes y cortado las uñas al monstruo» (2342).

En prosa y en verso no se cansó Voltaire de celebrar a Aranda. Así exclama en la oda A mi bajel:

«Vete hacia esas columnas, que en otro tiempo separó el terrible hijo de Alcmena, domador de los leones y de la hidra, el que desafió siempre el odio de las celosas deidades. En España encontrarás un nuevo Alcides, debelador de un hidra más fatal; él ha rasgado la venda de las supersticiones y sepultado en la noche del sepulcro el infernal poder de la Inquisición. Dile que hay en Francia un mortal que le iguala» (2343).

Va plutôt vers ces monts qu'autrefois sépara

le redoutable fils d'Alcmène,

qui dompta les lions, sous qui l'hydre expira,

et qui des dieux jaloux brava toujours la haine.

Tu verras en Espagne un Alcide nouveau,

vainqueur d'une hydre plus fatale,

des superstitions déchirant le bandeau,

plongeant dans la nuit du tombeau

de l'Inquisition la puissance infernale.

Dis lui qu'il est en France un mortel qui l'égale.

El conde de Aranda quedó encantado de verse comparar en términos tan retumbantes con el hijo de Alcmena, desquijarrador del león nemeo. Y en muestra de, agradecimiento envió a Voltaire exquisita colección de vinos españoles, don gratísimo para el viejo patriarca de Ferney, que los celebró, como buen gourmet, en una poesía ligera y nada edificante, que se llama en las ediciones Jean qui pleure et Jean qui rit: «Cuando por la tarde, en compañía de algunos libertinos y de más de una mujer agradable, como mis perdices y bebo el buen vino con que el conde de Aranda acaba de adornar mi mesa; cuando, lejos de bribones y de tontos, sazono los entremeses de un delicioso almuerzo con las gracias, las canciones y los chistes, llego a olvidarme de mi vejez», etc., etc.

Et je bois le bons vins

dont monsieur d'Aranda vient de garnir ma table (2344).


El regalo de Aranda era espléndido; no sólo envió muestras de nuestros mejores vinos, sino porcelanas, sedas, paños y toda [489] manera de productos de la industria nacional. Voltaire le escribía desde Ferney: «Señor conde, tengo la manufactura de vuestros vinos por la primera de Europa. No sabemos a cuál dar la preferencia, al canarias o al garnacha, al malvasía o al moscatel de Málaga. Si este vino es de vuestras tierras, deben de caer muy cerca de la tierra prometida. Nos hemos tomado la libertad de beber a vuestra salud en cuanto han llegado. Juzgad qué efecto habrán hecho en gentes acostumbradas al vino de Suiza. Vuestra fábrica de media porcelana es muy superior a la de Estrasburgo. Mi alfarería es, en comparación de vuestra porcelana, lo que Córcega en cotejo de España. También hago medias de seda, pero las vuestras son de una delicadeza admirable. De paños no tenemos nada. Vuestros hermosos merinos, de lana tan suave y delicada, son desconocidos aquí... Recibid, señor, el testimonio de mi profunda admiración por un hombre que desciende a todos estos pormenores en medio de tan grandes cosas. De seguro que en tiempo del duque de Lerma y del conde-duque de Olivares no tenía España tales fábricas. Conservo como reliquia preciosa el decreto solemne de 7 de febrero de 1770 (2345), que desacreditó un poco las fábricas de la Inquisición. Europa entera debía felicitaros por él. Si alguna vez queréis engalanar el dedo de una ilustre dama española con un reló en forma de anillo... adornado de diamantes, sabed que sólo en mi aldea se hacen, y que estoy a vuestras órdenes. No lo digo por vanidad, porque es puro acaso el que ha traído a mi pueblo al único artista que trabaja en estos pequeños prodigios. Los prodigios no deben desagradaros» (2346).

Bien dice el Príncipe de la Paz en sus Memorias que a Aranda le embriagaron los elogios de los enciclopedistas, que se habían propuesto reclutarle para sus doctrinas, y que adoptó sin examen cuanto de malo, mediano y bueno (2347) había producido aquella secta. Y, siendo hombre de tan terca voluntad como estrecho entendimiento, oyó a los franceses como oráculos, fue sectario fanático y adquirió, más que la ciencia, la ambición y los ardores de la escuela (2348). «Es un pozo profundo, pero de boca angosta», decía de él el napolitano Caraccioli.

A Carlos III llegó a hastiarle tan desembozada impiedad, y sin duda por eso le mantuvo casi siempre lejos de la corte, en la Embajada de París, donde trató familiarmente al abate Raynal y a D'Alembert, que acabaron de volverle el juicio con sus elogios. Rousseau me dice, que continuando España así, dará la ley a todas las naciones -escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio de 1786- y, aunque no es ningún doctor de la Iglesia, [490] debe tenérsele por conocedor del corazón humano y yo estimo mucho su juicio (2349).

Los franceses creían a Aranda capaz de todo. Por entonces vino a España un mozalbete que decían el marqués de Langle, quien publicó en 1784, con el seudónimo de Fígaro, entonces de moda por la comedia de Beaumarchais, un Viaje por España, lleno de necedades y dislates más que ningún otro de los que sus compatriotas han escrito sobre la Península. Allí dice textualmente (2350): «El conde de Aranda es el único hombre de quien puede envanecerse al presente la monarquía española; el único español de nuestros días cuyo nombre escribirá la posteridad en sus libros. Él había propuesto admitir en España todas las sectas sin excepción y quería grabar en el frontispicio de todos los templos, reuniéndolos en una misma cifra, los nombres de Calvino, de Lutero, de Confucio, de Mahoma, del Preste Juan, del gran Lama y de Guillermo Penn. Quería que en adelante, desde las fronteras de Navarra hasta el estrecho de Gibraltar, los nombres de Torquemada, Isabel, Inquisición, autos de fe, se castigasen como blasfemias. Quería, por último, poner en venta las alhajas de los santos, las joyas de las vírgenes y convertir las reliquias, las cruces, los candeleros, etc., en puentes, canales, posadas y caminos reales.»

El marqués de Langle era un señorito de sociedad ignorantísimo y petulante. Si a Aranda o a cualquier español de entonces se le hubieran ocurrido tales desvaríos no se habría hallado en Zaragoza jaula bastante fuerte para encerrarle. Pero se trae aquí este testimonio para probar el crédito que tenía Aranda entre los hermanos (frase de Voltaire).

Bien dijo Pío VI que los ministros de Carlos III eran hombres sin religión. Aquel monarca, piadoso, pero cortísimo de alcances y dirigido por un fraile tan ramplón y vulgar como él, estaba literalmente secuestrado por la pandilla de Aranda y Roda, que Voltaire llamaba coetus selectus. Léase la siguiente carta del patriarca de Ferney al marqués de Miranda, camarero mayor del rey de España, escrita en 10 de agosto de 1767.

«Señor, tenéis la audacia de pensar libremente en un país donde esta libertad ha sido las más veces mirada como un crimen. Hubo tiempo en la corte de España, sobre todo cuando los jesuitas dominaban, en que estaba casi vedado el cultivo de la razón y era mérito en la corte el embrutecimiento del espíritu... Al fin lográis un ministro ilustrado (¿Aranda o Roda?) que tiene mucho entendimiento y permite que otros lo tengan. Sobre todo, ha sabido conocer el vuestro, pero las preocupaciones son todavía más fuertes que vos y que él... Tenéis en Madrid aduana de pensamientos; a la puerta los embargan como si fuesen géneros ingleses... Los griegos esclavos disfrutan cien veces más [491] libertad en Constantinopla que vosotros en Madrid. Os parecéis a aquella reina de las Mil y una noches, que, siendo fea con extremo, castigaba de muerte a todo el que se atrevía a mirarla cara a cara. Tal era, señor, el estado de vuestra corte hasta el Ministerio del conde de Aranda y hasta que un hombre de vuestro mérito se acercó a la persona de Su Majestad. Pero aún dura la tiranía monacal. No podéis descubrir el fondo de vuestra alma sino a algunos amigos íntimos, en muy pequeño número. No os atrevéis a decir al oído de un cortesano lo que diría un inglés en pleno Parlamento. Nacisteis con un ingenio superior; hacéis tan lindos versos como Lope de Vega, escribís en prosa mejor que Gracián. Si estuvieseis en Francia se os creería hijo del abate Chaulieu y de madame de Sévigné. Si hubieseis nacido inglés, seríais oráculo de la Cámara de los Pares. ¿Pero de qué os servirá esto en Madrid? Sois un águila encerrada en una aula y custodiada por lechuzas... En Madrid y en Nápoles, los descendientes del Cid tienen que besar la mano y el hábito de un dominico. Los frailes y los curas son los que engordan con la sangre de los pueblos. Supongo que habéis encontrado en Madrid una sociedad digna de vos y que podéis filosofar libremente en vuestro coetus selectus. Insensiblemente educaréis discípulos de la razón; educaréis las almas asimilándolas a la vuestra, y cuando lleguéis a los altos puestos del Estado, vuestro ejemplo y vuestra protección dará a las almas el temple de que carecen. Basta con dos o tres hombres de valor para cambiar el aspecto de una nación... ¡Ojalá, señor, que podáis encadenar al ídolo, ya que no podáis derribarle!» (2351)

Contra Aranda se recibieron cuatro denuncias en la Inquisición y aun resultó complicado en el proceso de Olavide (2352), pero su alta dignidad le escudó, lo mismo que a Azara, tan volteriano en sus cartas; a Campomanes y a Roda. Olavide pagó por todos, como veremos en el párrafo siguiente, aunque por modo de amonestación se hizo asistir a su autillo al gobernador del Consejo y a otros grandes señores de la corte.

El volver de los sucesos castigó providencialmente a Aranda en tiempo de Carlos IV. Apasionadísimo por la causa de la república francesa, tuvo en Aranjuez, el 14 de mayo de 1794, áspera disputa con el omnipotente Godoy, y, dejándose llevar de su ruda y aragonesa sinceridad, única condición que le hace simpático, dijo durísimas verdades al privado en la presencia misma del rey. Aquella tarde, y con el mismo arbitrio y despótico rigor con que él había tratado a los jesuitas, fue expulsado de la corte y conducido de castillo en castillo hasta su villa de Epila, donde murió confinado en 1798. ¡Cuán inapelables son los caminos del Señor! (2353) [492]

¿Murió Aranda como cristiano o como gentil? Un documento oficial, su partida de defunción, citada por Ferrer del Río, asegura que el conde recibió los sacramentos de penitencia, santo viático y extremaunción. La tradición del país, referida por don Vicente de la Fuente, afirma que Aranda persistió en su impenitencia y que el capuchino que a ruegos de la familia entró a auxiliarle salió llorando, sin que en adelante quisiera declarar cosa ninguna (2354). Habiendo sido Aranda pecador público y enemigo jurado de la Iglesia; incurso en las censuras del capítulo Si quem clericorum del Tridentino, necesaria era una retractación pública y en toda forma, de que no hay en Epila el menor vestigio, y, por tanto, la duda subsiste en pie. Publice peccantes, publice puniendi.







- II -

Proceso de Olavide (1725-1804) y otros análogos (2355).

Don Pablo Olavide era peruano y hombre de toga. Habíase dado a conocer, siendo oidor de la Audiencia de Lima, en el horrible terremoto que padeció aquella ciudad en 1746. Al reparar los efectos de aquel desastre, mostró serenidad, aplomo y desinterés no vulgares, y por su mano pasaron los caudales de los mayores negociantes de la plaza, dejándole con mucha reputación de íntegro. Así y todo, no faltó quien murmurase de él, sobre todo por haber construido un teatro con el fondo remanente después de aquella calamidad. Se le mandó venir a Madrid y rendir cuentas. Propicia se le mostró la fortuna en España. Gallardo de aspecto, cortés, elegante y atildado en sus modales, ligero y brillante en la conversación, cayó en gracia a una viuda riquísima que decían D.ª Isabel de los Ríos, heredera de dos capitalistas, y logró fácilmente su mano (2356). [493]

Desde entonces, la casa de Olavide en Leganés y en Madrid fue punto de reunión para lo que ahora llamaríamos buena sociedad o high life. En aquel tiempo, los salones eran raros y más fácil el monopolio del buen tono. Olavide, agradable, insinuante, culto a la francesa, con aficiones filosóficas y artísticas, que alimentaba en sus frecuentes viajes a París; ostentoso y espléndido, corresponsal de los enciclopedistas y gran leyente de sus libros, hacía ruidoso y vano alarde de su proyectos innovadores. Aranda se entusiasmo con él y le protegió mucho, haciéndole síndico personero de la villa de Madrid y director del Hospicio de San Fernando. Los ratos de ocio dedicábalos a las bellas letras; puso en su casa un teatro de aficionados, como era de moda en los chateaux de Francia y como lo hacía el mismo Voltaire en Ferney, y para él tradujo algunas tragedias y comedias francesas. Moratín (2357) le atribuye sólo la Zelmira, la Hipermnestra y El desertor francés, pero D. Antonio Alcalá Galiano (2358) añade a ellas una, que corrió anónima, de la Zaida («Zaire») de Voltaire, tan ajustada al original, que de ella se valió como texto D. Vicente García de la Huerta para su famosa Jaira (tan popular todavía entre los ancianos que recogieron algo de la tradición de aquel siglo), convirtiendo los desmayos y rastreros versos de Olavide en rotundo y bizarro romance endecasílabo. Realmente, Olavide nada tenía de poeta ni en lo profano ni en lo sagrado, que después cultivó tanto; sus versos son mala prosa rimada, sin nervio, ni color, ni viveza de fantasía. A veces, traduciendo a Voltaire, le sostiene el original, y, a fuerza de ser fiel lo hace mejor que Huerta. Así en estas palabras, casi últimas, de Orosman:

Di que la amaba y di que la he vengado...

(Dis que je l'adorais, et que je l'ai vengée.)

Pero estos aciertos son raros. Era medianísimo en todo, de instrucción flaca y superficial, propia no más que para deslumbrar en las tertulias, donde el prestigio de la conversación suple más altas y peregrinas dotes. Con esto y con dejarse llevar del viento de la moda filosófica, no al modo cauteloso que Campomanes y otros graves varones, sino con todo el fogoso atropellamiento de los pocos años, de las vagas lecturas y de la [494] imaginación americana. Olavide cautivó, arrebató, despertó admiración, simpatía y envidia y acabó por dar tristísima y memorable caída.

Pero antes la protección de Aranda le ensalzó a la cumbre, y en 1769 era asistente de Sevilla. De aquel tiempo (22 de agosto) data su famoso plan de reforma de aquella Universidad, el más radicalmente revolucionario que se formuló por entonces (2359). Todo él respira el más rabioso centralismo y odio encarnizado a todas las fundaciones particulares y libertades universitarias. Laméntase de que «España sea un cuerpo compuesto de muchos cuerpos pequeñas, en que cada provincia... sólo se interesa en su propia conservación, aunque sea con perjuicio y depresión de las demás, y en que cada comunidad religiosa, cada colegio, cada gremio, se separe del resto de la nación para reconcentrarse en sí mismo». «De aquí proviene aquel fanatismo con que tantos han aspirado a la gloria de fundadores, queriendo cada particular establecer una república aparte con leyes suyas y nuevas; vanidad que se ha introducido hasta en la religión y en la libertad de los que mueren... Por estos principios se puede hoy mirar la España como un cuerpo sin vida ni energía, como una república monstruosa, formada de muchas pequeñas que mutuamente se resisten.» Difundíase, por de contado, en largas invectivas contra los colegios mayores, pero aún trataba peor, y con supina ignorancia y ligereza, al escolasticismo. «Este es aquel espíritu de error y de tinieblas que nació en los siglos de ignorancia... Mientras las naciones cultas, ocupadas en las ciencias prácticas, determinan la figura del mundo o buscan en el cielo nuevos luminares, nosotros consumimos nuestro tiempo en vocear las cualidades del ente o el principium quod de la generación del Verbo.» ¿Para qué queremos teología ni metafísica? «Son cuestiones frívolas e inútiles -dice Olavide-, pues o son superiores al ingenio de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas... Así se ha corrompido la simplicidad y pureza de los principios evangélicos.»

Olavide era un iluso de filantropía, pero con cierta cándida y buena fe, que a ratos le hace simpático. Allá en Sevilla protegió, a su modo, las letras, y sobre todo la economía política, y alentó y guió los primeros pasos de Jovellanos. De su tertulia, y con ocasión de una disputa sobre la comedia larmoyante de La Chaussée y la tragedia bourgeoise de Diderot, salió El delincuente honrado, drama algo lánguido y declamatorio, pero tierno y bien escrito, si bien echado a perder por la monotonía sentimental del tiempo, como que su ilustre autor se propuso «inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad». Rasgos tan [495] inocentes como éste, y más cuando vienen de tan grande hombre como Jovellanos, no deben perderse ni olvidarse, porque pintan la época mejor que lo harían largas disertaciones. La Julia y el Tratado de los delitos y de las penas entusiasmaban por igual a aquellos hombres, y para que la afectación llegase a su colmo juntaban la mascarada pastoril de la Arcadia con la filantropía francesa, llamándose entre ellos el mayoral Jovino y el facundo Elpino. Este era Olavide, y su amigo le cantaba así, en versos sáficos bien poco afortunados:

Cuando miraba del cimiento humilde

salir erguido el majestuoso templo,

el ancho foro, y del facundo Elpino

la insigne casa.

Cuando el anciano documentos graves

daba, y al joven prevenciones blandas,

y a las matronas y a las pastorcillas

santos ejemplos.

Jovellanos conservó siempre muy buen recuerdo de Olavide, por fortuna de éste, puesto que basta la amistad de tal varón para salvarle del olvido y hacer indulgente con él al más áspero censor, Ni en próspera ni en adversa fortuna flaqueó el cariño de Jovino, que aún describía en 1778 a sus amigos de Sevilla.

Mil pueblos que del seno enmarañados

de los marianos montes, patria un tiempo

de fieras alimañas, de repente

nacieron cultivados, do a despecho

de la rabiosa envidia, la esperanza

de mil generaciones se alimenta;

lugares algún día venturosos,

del gozo y la inocencia frecuentados,

mas hoy de Filis (2360) con la tumba fría


y con la triste y vacilante sombra

del sin ventura Elpino ya infamados

y a su primero horror restituidos (2361).


Entre los mil proyectos, más o menos razonables o utópicos, que en aquella época de inconsciente fervor economista se propalaban para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo las tierras eriales y baldías, era uno de los más favorecidos por la opinión de los gobernantes el de las colonias agrícolas, hoy tenido por remedio pobre e insuficiente. «Colonizar -ha dicho el vigoroso autor de la Población rural- en un pensamiento caduco que ni todos los disfraces de la ambición ni los afeites de la moda podrán rejuvenecer» (2362). [496]

Pero en el siglo XVIII aún no había aclarado la experiencia lo que hoy vemos patente, y parecían muy bien las colonias, como todo medio artificial y rápido de población y cultivo. Ya Ensenada había pensado establecerlas, y en tiempo de Aranda volvió a agitarse la idea con ocasión de un Memorial de cierto arbitrista prusiano que se hacía llamar D. Juan Gaspar Thurriegel. Campomanes entró en sus designios, redactó una consulta favorable en 26 de febrero de 1767, y sin dilación tratóse de poblar los yermos de Sierra Morena, albergue hasta entonces de forajidos, célebres en los romances de ciego y terror de los hombres de bien. Thurriegel se comprometió a traer, en ocho meses, 6.000 alemanes y flamencos católicos; y la concesión se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuitas.

Para establecer la colonia fue designado, con título de superintendente, Olavide, como el más a propósito por lo vasto y emprendedor de su índole. No se descuidó un punto, y con el ardor propio de su condición novelera y con amplios auxilios oficiales fundó en breve plazo hasta trece poblaciones, muchas de las cuales subsisten y son gloria única de su nombre. Fue aquél para Olavide una especie de idilio campestre y filantrópico, una Arcadia sui generis como la que Gessner fantaseaba en Suiza. Por desgracia propia, el superintendente no se detuvo en la poesía bucólica, y pronto empezaron las murmuraciones contra él entre los mismos colonos. Un suizo D. José Antonio Yauch, se quejó en un Memorial de 14 de marzo de 1769 de la falta de pasto espiritual que se advertía en las colonias, a la vez que de malversaciones, abandono y malos tratamientos. Confirmó algo de estas acusaciones el obispo de Jaén; envióse de visitadores al consejero Valiente, a D. Ricardo Wall y al marqués de la Corona, y tampoco fueron del todo favorables a Olavide sus informes. Entre los colonos habían venido disimuladamente varios protestantes, y, en cambio, faltaban clérigos católicos de su nación y lengua. De conventos no se hable; Aranda los había prohibido para entonces y para en adelante, en términos expresos, en el pliego de concesiones que ajustó con Thurriegel. Al cabo vinieron de Suiza capuchinos, y por superior de ellos, Fr. Romualdo de Friburgo, que, escandalizado, aunque extranjero, de la libertad de los discursos del colonizador, hizo causa común con los muchos enemigos que éste tenía dentro del Consejo y entre los émulos de Aranda. Las imprudencias, temeridades y bizarrías de Olavide iban comprometiéndole más a cada momento. Ponderaba con hipérboles asiáticas el progreso de las colonias, y sus émulos lo negaban todo. El se quejaba de los capuchinos que le alborotaban la colonia (2363), y ellos de que pervertía a los colonos con su irreligión. [497]

Al cabo, Fr. Romualdo de Friburgo delató en forma a Olavide en septiembre de 1775 por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asiduo lector de los libros de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía frecuente correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas y libidinosas; inobservante de los ayunos y abstinencias eclesiásticas y distinción de manjares, profanador de los días de fiesta y hombre de mal ejemplo y piedra de escándalo para sus colonos. A esto se añadían otros cargos risibles, como el de defender el movimiento de la tierra y oponerse al toque de las campanas en los nublados y al enterramiento de los cadáveres en las iglesias.

El Santo Oficio impetró licencia del rey para procesar a Olavide aprovechando la caída y ausencia de Aranda, y se le mandó venir a Madrid para tratar de asuntos relativos a las colonias. El temió el nublado que se le venía encima y escribió a Roda pidiéndole consejo. En la carta, que es de 7 de febrero de 1776 (2364), le decía: «Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no hallo en mí ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano por haber faltado nunca a ella; he hecho gloria de la que, por desgracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre... Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y que maestros me enseñaron conforme a la disciplina de la Iglesia... Y estoy persuadido a que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque no alcanza..., siendo la dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano... Es verdad que yo he hablado muchas veces con el mismo Fr. Romualdo sobre materias escolásticas y teológicas y que disputábamos sobre ellas, pero todas católicas, todas conformes a nuestra santa religión... El podrá interpretarlas ahora como su necedad le sugiera; pero, aun dejando aparte mi religión, ¿qué prueba hay de que fuera yo a proferir discursos censurables delante de un religioso que yo sabía ser mi enemigo, que escribía contra mí a todos y que, hasta en las cartas que incluyo, me tenía amenazado con la Inquisición?»

Roda, que quizá tenía en el fondo menos religión que Olavide, pero que a toda costa evitaba el ponerse en aventura, le dejó en manos del Santo Oficio, contentándose con recomendar la mayor lenidad posible al inquisidor general. Éralo entonces el antiguo obispo de Salamanca, D. Felipe Beltrán, varón piadoso y docto, no sin alguna punta de jansenismo, e inclinado, por ende, a la tolerancia con los innovadores. Así y todo, los cargos [498] eran graves, y tuvo que condenar a Olavide, pero le excusó la humillación de un auto público, reduciendo la lectura de la sentencia a un autillo a puerta cerrada, al cual se dio, sin embargo, inusitada solemnidad. Verificóse ésta en la mañana del 24 de noviembre de 1778, con asistencia de los duques de Granada, de Híjar y de Abrantes, de los condes de Mora y de Coruña, de varios consejeros de Hacienda, Indias, Órdenes y Guerra, de tres oficiales de Guardias y de varios Padres graves de diferentes religiones. Aquel acto tenía algo de conminatorio; recuérdese que entre los invitados estaba Campomanes. La Inquisición, aunque herida y aportillada, daba por última vez muestra de su poder ya mermado y decadente, abatiendo en el asistente de Sevilla al volterianismo de la corte y convidando al triunfo a sus propios enemigos.

Olavide salió de la ceremonia sin el hábito de Santiago, con extremada palidez en el rostro y conducido por dos familiares del Santo Tribunal. Oyó con terror grande leer la sentencia y al fin exclamó: «Yo no he perdido nunca la fe aunque lo diga el fiscal.» Y tras esto cayó en tierra desmayado. Tres horas había durado la lectura de la sumaria; los cargos eran 66, confirmados por 78 testigos. Se le declaraba hereje convicto y formal, miembro podrido de la religión; se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, sin poder volver tampoco a América, ni a las colonias de Sierra Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiese la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes; se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos, sin que pudiera en adelante llevar espada, ni vestir oro, plata, seda, ni paño de lujo, ni montar a caballo; quedaban confiscados sus bienes e inhabilitados sus descendientes hasta la quinta generación.

Cuando volvió en sí, hizo la profesión de fe con vela verde en la mano, pero sin coroza, porque le dispensó el inquisidor, así como de la fustigación con varillas.

Los enemigos de Olavide, que tenía muchos por el asunto de las colonias, se desataron contra él indignamente después de su desgracia. Corre manuscrita entre los curiosos una sátira insulsa y chabacana, cuyo rótulo dice: El siglo ilustrado, vida de D. Guindo Cerezo, nacido, educado, instruido y muerto según las luces del presente siglo, dada a luz para seguro modelo de las costumbres, por D. Justo Vera de la Ventosa (2365). Es un cúmulo de injurias sandias, despreciables y sin chiste. Por no servir, ni para la biografía de Olavide sirve, porque el anónimo maldiciente estaba muy poco enterado de los hechos y [499] aventuras del personaje contra quien muestra tan ciego ensañamiento.

A muchos pareció excesivo el rigor con que se trató a éste, y quizá lo era, habida consideración al tiempo, en que las penas de infamia iban cayendo en desuso. Sobre todo, parecía poco equitativo que se castigasen con tanta dureza las imprudencias de un subalterno, mientras que seguían impunes, no por mejores, sino por más disimulados o más poderosos, los Arandas y los Rodas, enemigos mucho más pestíferos de la Iglesia.

Olavide era una cabeza ligera, un enfant terrible, menos perverso de índole que largo de lengua, y sobre él descargó a tempestad. Comenzó por abatirse y anonadarse, pero luego vino a mejores pensamientos, no cayó en desesperación y la fe volvió a su alma. Retraído en el monasterio de Sahagún, sin más libros que los de Fr. Luis de Granada y el P. Señeri, tornó a cultivar con espíritu cristiano la poesía, que había sido recreación de sus primeros años, y compuso los únicos versos suyos que no son enteramente prosaicos. Llámanse en las copias manuscritas Ecos de Olavide (2366), y vienen a ser una paráfrasis del Miserere, que luego incluyó, retocada, en su traducción completa de los Salmos del real profeta:

Señor: misericordia; a tus pies llega

el mayor pecador, mas ya contrito,

que a tu infinita paternal clemencia

pide humilde perdón de sus delitos.

A mis oídos les darán entonces

con tu perdón consuelo y regocijo,

y mis huesos exámines y yertos

serán ya de tu cuerpo miembros vivos.

Porque, si tú quisieras otra ofrenda,

ninguna te negará el amor mío,

pero no quieres tú más holocausto

que un puro amor y un ánimo sumiso.

Señor, pues amas y deseas tanto

a tu siervo salvar, dispón benigno

que en la inmortal Jerusalén del alma

se labre de tu amor el edificio.

El arrepentimiento de Olavide ya entonces parece sincero, pero aún no había echado raíces bastante profundas. Era necesario que la desgracia viniera a labrar en aquella alma superficial [500] y distraída no como sobre arena, sino como sobre piedra. Burlando la confianza del inquisidor general, y no sin connivencia secreta de la corte, huyó a Francia, y allí vivió algunos años con el supuesto título de conde del Pilo (2367), trabando amistad con varios literatos franceses, especialmente con el caballero Florián, ingenio amanerado y de buena intención, discreto fabulista y uno de los que acabaron de enterrar la novela pastoril. Olavide le ayudó a refundir la Galatea, de Cervantes, mereciendo que en recompensa le llamase «español tan célebre por sus talentos como por sus desgracias».

Los enciclopedistas recibieron en triunfo a Olavide, y aunque de España se reclamó su extradición, el mismo obispo de Rhodez, en cuya diócesis vivía, le dio medios para refugiarse en Ginebra. La revolución le abrió de nuevo las puertas de Francia y le declaró ciudadano adoptivo de la república una e indivisible, con lo cual, tornado él a su antiguo vómito, escribió contra los frailes (2368) y compró gran cantidad de bienes nacionales. La conciencia no le remordía aún y esperaba vivir tranquilo en cómodo aunque inhonesto retiro. Pero no le sucedió como pensaba. Dejémosle hablar a él mismo en mal castellano, pero con mucha sinceridad:

«La Francia estaba entonces cubierta de terror y llena de prisiones. En ella se amontonaban millares de infelices, y los preferidos para esta violencia eran los más nobles, los más sabios o los hombres más virtuosos del reino. Yo no tenía ninguno de estos títulos, y, por otra parte, esperaba que el silencio de mi soledad y la oscuridad de mi retiro me esconderían de tan general persecución. Pero no fue así..En la noche del 16 de abril de 1794, la casa de mi habitación (2369) se halló de repente cercada de soldados, y por orden de la Junta de Seguridad General fui conducido a la prisión de mi departamento (2370). En aquel tiempo, la persecución era el primer paso para el suplicio. Procuré someterme a las órdenes de la divina Providencia... ¡Pero pobre de mí! ¿Qué podría hacer yo? Viejo, secular, sin más instrucción que la muy precisa para mí mismo y encerrado en una cárcel con pocos libros que me guiasen y ningunos amigos que me dirigiesen» (2371).

Y más adelante, Olavide se retrata en la persona de «aquel filósofo que no dejaba de tener algún talento y que nació con muchos bienes de fortuna. Pero, habiendo recibido en su niñez la educación ordinaria, había aprendido superficialmente su religión; no la había estudiado después, y en su edad adulta casi no la conocía, o, por mejor decir, sólo la conocía con el [501] falso y calumnioso semblante con que la pinta la iniquidad sofística... Un infortunio lo condujo a donde pudiera escuchar las pruebas que persuaden su verdad, y, a pesar de su oposición natural y, lo que es más, de sus envejecidas malas costumbres, no pudo resistir a su evidencia, y, después de quedar convencido, tuvo valor, con la asistencia del cielo, para mudar sus ideas y reformar su vida (2372).

Dudar de la buena fe de estas palabras y atribuirlas a interés o a miedo, sería calumniar la naturaleza humana, mentir contra la historia y no conocer a Olavide, alma buena en el fondo y de semillas cristianas, aunque hubiese pecado de vano, presumido y locuaz.

No dudo, pues, aunque lo nieguen los viejos, por la antigua mala reputación de Olavide, y lo nieguen algunos modernos, por repugnarles que el espectáculo de la libertad revolucionaria fuera bastante medicina para curar de su envejecida impiedad a un filósofo incrédulo, víctima de los rigores inquisitoriales; no dudo, repito, que la conversión de Olavide fue sincera y cumplida y no una añagaza para volver libremente a España. Léase el libro que entonces escribió, El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado, donde, si la ejecución no satisface, el fondo por lo menos es intachable, sin vislumbres, ni aun remotos, de doblez e hipocresía. Ya lo veremos al analizar más adelante esta obra entre las demás impugnaciones españoles del enciclopedismo. Dicen, y con alguna apariencia de razón, que expone con mucha fuerza los argumentos racionales de los incrédulos y que se muestra flojo en la defensa, acudiendo a razones históricas o a impulsos del sentimiento, pero esto no arguye mala fe, sino medianía de entendimiento, como la tuvo Olavide en todo, y poca habilidad y muy escasa teología, que él reconoce y deplora. Así y todo, a fuerza de ser tan buena la causa y tan firme el arrepentimiento del autor, no ha de tenerse por vulgar su libro, y fue además buena obra, por ser de quien era, volviendo al redil mucha oveja descarriada.

Del éxito inmediato tampoco puede dudarse; publicada en Valencia en 1798 sin nombre de autor, se reimprimió cuatro veces en un año, y llegó hasta el último rincón de España, provocando una reacción favorable a Olavide. De ella participó el egregio inquisidor general D. Francisco Antonio Lorenzana, y aquel mismo año le permitió volver a España. Llorente dice que entonces le conoció en Aranjuez, y que tendría unos setenta y cuatro años. Para la mayor parte de los españoles, su nombre y sus fortunas eran objeto de admiración, de estupor. Los vientos corrían favorables a sus antiguas ideas; pero Dios había tocado en su alma y le llamaba a penitencia. Desengañado de las pompas y halagos del mundo, rechazó todas las ofertas de Urquijo y se retiró a una soledad de Andalucía, donde vivió como filósofo cristiano, pensando en los [502] días antiguos y en los años eternos, hasta que le visitó amigablemente, y no digamos que le salteó, la muerte en Baza el año 1804, dejando con el buen olor de sus virtudes edificados a los mismos que habían sido testigos o cómplices de sus escandalosas mocedades.

Además de El Evangelio en triunfo, publicó Olavide una traducción de los Salmos, estudio predilecto de los impíos convertidos, como lo mostró La Harpe, haciendo al mismo tiempo que Olavide, y en una cárcel no muy distante, el mismo trabajo. Pero en verdad que, si La Harpe y Olavide trabajaron para su justificación y para el buen ejemplo de sus prójimos, ni las letras francesas ni las españolas ganaron mucho con su piadosa tarea. Ni uno ni otro sabían hebreo, y tradujeron muy a tientas sobre el latín de la Vulgata, intachable en lo esencial de la doctrina, pero no en cuanto a los ápices poéticos. De aquí que sus traducciones carezcan en absoluto de sabor oriental y profético y nada conserven de la exuberante imaginativa, de la oscuridad solemne, de la majestad sumisa y de aquel volar insólito que levanta el alma entre tierra y cielo y le hace percibir un como dejo de los sagrados arcanos cuando se leen los Salmos originales. Además, Olavide no pasaba de medianísimo versificador; a veces acentúa mal, y siempre huye de las imágenes y de cuanto puede dar color estilo, absurdo empeño cuando se traduce una poesía colorista por excelencia, como la hebrea, en que las más altas ideas se revisten siempre de fantasmas sensibles. El metro que eligió con monótona uniformidad (romance endecasílabo) contribuye a la prolijidad y al desleimiento del conjunto. No sólo queda inferior Olavide a aquellos grandes e inspirados traductores nuestros del siglo XVI, especialmente a Fr. Luis de León, alma hebrea y tan impetuosamente lírica cuando traduce a David como serena cuando interpreta a Horacio. No sólo cede la palma a David Abenatar Melo y otros judíos, crudos y desiguales en el decir, pero vigorosos a trechos, sino que, dentro de su misma época y escuela de llaneza prosaica, queda a larga distancia del sevillano González-Carvajal, no muy poeta, pero grande hablista, amamantado a los pechos de la magnífica poesía de Fr. Luis de León, que le nutre y vigoriza y le levanta mucho cuando pensamientos ajenos le sostienen. A Olavide ni siquiera llega a inflamarle el calor de los Libros santos. Véase algún trozo de los mejores. Sea el salmo 109: Dixit Dominus Domino meo:

Dijo el Señor al que es el Señor mío:

Siéntate a mi derecha hasta que haga

que, puestos a tus pies tus enemigos,

servir de apoyo puedan a tus plantas.

Hará el Señor que de Sión augusta

de tu ínclita virtud salga la vara,

que en medio de tus mismos enemigos

los venza, los domine y los abata. [503]

Esta vara es el cetro de tu imperio,

y lo empuñó tu mano soberana

cuando todo el poder, toda la gloria,

de mi eterna virtud mi amor te pasa.

En medio de las luces y esplendores

que en el cielo a mis santos acompañan,

pues te engendré en mi seno antes que hiciera

al lucero magnífico del alba.

El Señor lo afirmó con juramento,

y nunca se desmiente su palabra;

tú eres, le dice, Sacerdote eterno,

Melchisedech el orden te prepara.

El Señor que te tiene a tu derecha,

en el día fatal de su venganza,

redujo a polvo y convirtió en ceniza

a los más grandes reyes y monarcas.

Juzgará las naciones. De ruinas

al universo llenará su saña,

porque destrozará muchas cabezas

que su ley violan y su culto atacan.

En el torrente que el camino corta

se detendrá para beber de su agua,

y por eso de gloria revestido,

alza la frente y su cabeza exalta (2373).


Además de los Salmos, tradujo Olavide todos los cánticos esparcidos en la Escritura, desde los dos de Moisés hasta el de Simeón, y también varios himnos de la Iglesia, v. gr., el Ave Maris Stella, el Stabat Mater, el Dies irae, el Te Deum, el Pange lingua y el Veni Creator; todo ello con bien escaso numen. Y ojalá que se hubiera limitado a traducir tan excelentes originales; pero, desgraciadamente, le dio por ser poeta original y cantó en lánguidos y rastreros versos pareados El fin del hombre, El alma, La inmortalidad del alma, La Providencia, El amor del mundo, La penitencia y otros magníficos asuntos hasta dieciséis, coleccionados luego con el título de Poemas christianos (2374). Olavide serpit humi en todo el libro; válgale por disculpa que quiso hacer obra de devoción y no de arte; para eso anuncia en el prólogo que ha desterrado de sus versos las imágenes y los colores. Así salieron ellos de incoloros y prosaicos. El desengaño le hizo creyente, pero no llegó a hacerle poeta. [504] Increíble parece que quien había pasado por tan raras vicisitudes y sentido tal tormento de encontrados efectos, no hallase en el fondo de su alma alguna chispa del fuego sagrado, ni se levantase nunca de la triste insipidez que denuncian estos versos elegidos al azar, porque todos los restantes son de la misma ralea:

En la tierra los míseros mortales

están llenos de penas y de males,

que el turbulento mundo les produce,

y, con todo, este mundo les seduce.

A muchos atormenta, a otros engaña,

o bien los alucina, o bien los daña.

A unos trata con ásperos rigores,

a otros vende muy caros sus favores,

y estos mismos favores que les vende,

los trueca presto en mal que los ofende.

Harto nos hemos alejado del asunto para completar la monografía de Olavide. Fuera del suyo, son muy escasos los procesos de enciclopedismo en tiempos de Carlos III. Recordemos, no obstante, el del arcediano de Pamplona, D. Felipe Samaniego, caballero de Santiago y consejero, que invitado a asistir al autillo de Olavide, entró en tales terrores, que al día siguiente se denunció con toda espontaneidad como lector de gran número de libros vedados, especialmente los de Hobbes, Espinosa, Bayle, Voltaire, Diderot, D'Alembert, Rousseau y otros, que le habían hecho caer en un absoluto pirronismo religioso. Pidió misericordia, y ofreció para en adelante no desviarse un ápice de la verdad católica. Se le absolvió de las censuras ad cautelam después que confirmó con juramento su declaración y presentó al santo Tribunal una lista circunstanciada de las personas que le habían facilitado los libros y de aquellas otras con quien había tenido coloquios sobre semejantes novedades y que parecían inclinarse a ellas. Denunció, entre otros, al general Ricardos, después conde de Truillas y héroe de la primera campaña del Rosellón; al general D. Jaime Masones de Lima; al conde de Montalvo, embajador en París y hermano del duque de Sotomayor; a O'Reilly, Lacy y el conde de Ricla, ministro que fue de la Guerra en tiempo de Carlos III, y, finalmente, al duque de Almodóvar, de quien tornaremos a hablar por su traducción de Raynal y su Década epistolar. En ninguno de estos procesos se pasó de las primeras diligencias, ora por falta de pruebas, ora por debilidad del Santo Oficio. Sólo el matemático D. Benito Baíls (2375), ya muy anciano y achacoso, estuvo algún tiempo en las cárceles secretas, asistido por una sobrina suya. Se le acusaba de ateo y materialista, y él se confesó reo de vehementes dudas sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. En vista de lo sincero de su arrepentimiento y del mal estado de su [505] salud, fue absuelto con penitencias, y se le dio su casa por cárcel, con obligación de confesar en las tres Pascuas del año. Esta sencilla relación, que tomamos de Llorente (2376), dice bien claro que no fue el motivo de la persecución de Baíls su discurso sobre policía de cementerios, como generalmente se afirma (2377).

En tiempo de Carlos IV fueron vanos e irrisorios todos los esfuerzos de la Inquisición, minada sordamente por el jansenismo de sus principales ministros. Todavía el cardenal Lorenzana tuvo en 1796 el valor laudable de admitir tres denuncias que otros tantos frailes le presentaron contra el Príncipe de la Paz como sospechoso de bigamia y ateísmo y pecador público y escandaloso. El arzobispo de Sevilla, D. Antonio Despuig y Dameto, famoso como arqueólogo y fundador del museo de Raxa, y el obispo de Ávila, Muzquiz, confesor de la reina, juntaron sus esfuerzos contra el privado y acabaron de persuadir a Lorenzana, varón virtuoso y muy docto, pero que pasaba por tímido e irresoluto, a emprender la instrucción secreta que debía preceder al mandamiento de prisión. Llorente (2378) refiere, aunque su narración parece novelesca y poco creíble, que Bonaparte interceptó en Génova un correo de Italia en que venían cartas del nuncio Vincenti al arzobispo Despuig sobre este negocio, y que, deseoso de congraciarse con Godoy, las puso en sus manos por medio del general Pérignon, embajador de la república francesa en Madrid. A consecuencia de esto fueron desterrados de España Lorenzana, Despuig y Muzquiz en 14 de marzo de 1797 con el irrisorio pretexto de mandarlos a consolar a Pío VI. Lorenzana murió en Roma después de haber mostrado magnificencia, digna de un príncipe italiano del Renacimiento, en costear las ediciones críticas que hizo el P. Arévalo de San Isidoro, de Prudencio, de Draconcio y de otros monumentos de nuestra primitiva Iglesia. Nunca logró volver a España; se le obligó a renunciar la mitra y le sustituyó el infante D. Luis de Borbón.

Si Godoy no pasaba por buen católico, mucho menos Urquijo, de quien queda hecha larga memoria en el capítulo anterior. Su infeliz traducción de La muerte de César, tragedia de Voltaire, y algunas proposiciones del discurso que la antecedía sobre la influencia del teatro en las costumbres llamaron la atención del Santo Oficio, que le declaró levemente sospechoso de incredulidad y escepticismo y le absolvió ad cautelam en una audiencia de cargos, exigiéndole que consintiese en la prohibición de la tragedia y del discurso. El edicto tiene la fecha [506] de 9 de julio de 1796 y en él no se nombran para nada al traductor, que a la sazón estaba en candelero.

Urquijo se vengó más adelante del Santo Oficio mermando de cuantas maneras pudo su jurisdicción y sustrayendo de su vigilancia, por decreto de 11 de octubre de 1799, los libros y papeles de los cónsules extranjeros que moraban en los puertos y plazas de comercio de España. A cuyo decreto restrictivo dio margen un allanamiento de domicilio verificado por los inquisidores de Alicante en el Consulado de Holanda para recoger los libros prohibidos que tenía entre los suyos el finado cónsul de aquella plaza, D. Leonardo Stuck (2379).







- III -

El enciclopedismo en las sociedades económicas. -El Dr. Normante y Carcaviella. -Cartas de Cabarrús.

La economía política, en lo que tiene de ciencia seria, no es anticristiana, como no lo es ninguna ciencia; pero la economía política del siglo XVIII, hija legítima de la filosofía materialista que más o menos rebozada lo informaba todo, era un sistema utilitario y egoísta con apariencias de filantrópico. Y, aunque en España no se mostrase tan a las claras esta tendencia como en Escocia o en Francia, debe traerse a cuento la propagación del espíritu económico, porque en medio de aquellas candideces humanitarias y sandios idilios, y en medio también de algunas mejoras útiles y reformas de abusos que clamaban al cielo, y de mucho desinteresado, generoso y simpático amor a la prosperidad y cultura de la tierra, fueron en más de una ocasión los economistas y las sociedades económicas excelentes conductores de la electricidad filosófica y revolucionaria, viniendo a servir sus juntas de pantalla o pretexto para conciliábulos de otra índole, según es pública voz y fama, hasta convertirse algunas de ellas, andando el tiempo, en verdaderas logias o en sociedades patrióticas. Con todo eso, y aunque sea discutible la utilidad directa o remota que las sociedades económicas ejercieran difundiendo entre nosotros ora los principios fisiocráticos de la escuela [507] agrícola de Quesnay, Turgot y Mirabeau, el padre, que se hacía llamar ridículamente el amigo de los hombres, mientras vivía en continuos pleitos de divorcio con su mujer, ora las teorías más avanzadas de Adam Smith sobre la circulación de la riqueza, es lo cierto que para su tiempo fueron instituciones útiles, no por lo especulativo, sino por lo práctico, introduciendo nuevos métodos de cultivo, perfeccionando, restaurando o estableciendo de nuevo industrias, roturando terrenos baldíos y remediando en alguna parte la holgazanería y la vagancia, males endémicos de España. Lo malo fue que aquellos buenos patricios quisieron hacerlo todo en un día, y muchas veces se contentaron con resultados artificiales de premios y concursos, mereciendo que ya en su tiempo se burlase de ellos sazonadísimamente el célebre abogado francés Linguet, azote implacable de los economistas de su tierra y fuera de ella, poseídos entonces como ahora de ese flujo irrestañable de palabras, calamidad grande de nuestra raza, que, no pudiendo ejercitarse entonces en la política, se desbordaba por los amenos prados de la economía rural y fabril. ¡Oh con cuánta razón, aunque envuelta en amarga ironía, escribía Linguet!:

«Si España espera repoblar sus campos con las frases disertas que haya consignado en el papel un agricultor teórico, se engaña grandemente. Si imagina que sus manufacturas van a renacer porque una muchacha dirigida por un economista entusiasta, en vez de serlo por un confesor, hile en un año dos o tres libras más que su vecina, no se engaña menos... Estos establecimientos son distracciones de la impotencia y no síntomas de vigor. No reparan nada, no sirven para nada, no producen nada más que mal... El tiempo que se dedica a una teoría es inútil para la práctica... ¿Qué invención estimable ha salido de esos registros de sociedades pro patria, de Amigos del País, de agricultura, de fomento, esparcidas por toda Europa?... Los particulares hacen las grandes cosas; las sociedades no hacen más que grandes discursos» (2380).

Apresurémonos, sin embargo, a declarar que no todas las sociedades económicas fueron dignas de igual censura, ni mucho menos todos sus miembros, entre los cuales los había muy prácticos y muy bien intencionados. Téngase, además, en cuenta que no todo lo que digamos de las sociedades económicas ha de tomarse en desdoro suyo, puesto que hubo muchas, sobre todo de las de provincias, donde el espíritu irreligioso no penetró nunca o fueron ternísimos sus efectos.

No así en las Vascongadas, que sirvió de modelo de todas. Dícenos el biógrafo de Samaniego que «en aquella edad en que la educación estaba atrasada en España y las comunicaciones con el interior del reino eran difíciles por falta de caminos, los caballeros de las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, [508] que vivían cerca de la frontera de Francia, encontraban más cómodo el enviar a sus hijos a educarse a Bayona o a Tolosa que el dirigirlos a Madrid» (2381). Los efectos de esta educación se dejaron sentir muy pronto. De ella participó el famoso conde de Peñaflorida, D. Javier María de Munive e Idíaquez (nació en Azcoitia el 23 de octubre de 1729), joven de buena sociedad, agradable y culto, algo erudito a la violeta, como lo reconocía y confesaba él mismo con mucha gracia. «Es verdad que he gustado siempre de la lectura, pero tan lejos de oler a estudio, que ha sido sin sujeción, método o cosa que lo valga; a pasar el rato y no más. Prueba de esto es que en mi vida he concluido juego entero de libros, sino es la Historia del pueblo de Dios, la de Don Quijote y las Aventuras de Telémaco; todo lo demás ha sido pujos y picando aquí y allí. La mesa de mi gabinete suele estar sembrada de libros ascéticos, poéticos, físicos, músicos, morales y romancescos, de suerte que parece mesa de un Gerundio que está zurciendo algún sermón de los retazos que pilla, ya de éste, ya del otro predicable» (2382).

Cuánto adolecía el conde de Peñaflorida de la elegante ligereza y suficientísima presunción de su tiempo, bien lo manifestó dedicando, en son de chunga, un opúsculo «al vetustísimo, calvísimo, arrugadísimo, gangosísimo, y evaporadísimo señor el señor don Aristóteles de Estagira, príncipe de los Peripatos, margrave de Antiperistasis, duque de las Formas Sustanciales, conde de Antipatías, marqués de Accidentes, barón de las Algarabías, vizconde de los Plenistas, señor de los lugares de Tembleque, Potrilea y Villavieja, capitán general de las cualidades ocultas y alcalde mayor perpetuo de su preadamítico mundo» (2383).

Aparte de estas bufonadas, el conde de Peñaflorida, aunque no pasase de dilettante, tampoco era de los que él llama «críticos a la cabriolé, que con cuatro especies mal digeridas de las Memorias de Trévoux o el journal extranjero, peinaditas en ailes de pigeon y empolvadas con polvos finos à la lavande o a la sans pareille, quieren parecer personas en la república de las letras». Al contrario, cultivaba con mucha aplicación la física experimental y las matemáticas, hizo traer una máquina eléctrica y otra neumática, estableció en su casa de Azcoitia una academia de ciencias naturales y un gabinete, al cual concurrían varios clérigos y dos caballeros del pueblo, D. Joaquín de Eguía y D. Manuel Altuna, a quienes y al conde llamaba el padre [509] Isla el triunvirato de Azcoitia (2384). Cuando se publicó el primer tomo de Fray Gerundio de Campazas, en uno de cuyos capítulos quiere impugnar el P. Isla la física moderna con razones pobrísimas, fútiles e indignas de su ingenio, los caballeritos de Azcoitia salieron a impugnarle con mucho donaire y no menos desenvoltura en cinco cartas, que corrieron impresas clandestinamente con el título de Los aldeanos críticos o cartas críticas sobre lo que se verá. Aunque iban anónimas, el P. Isla supo muy pronto de dónde le venía el golpe, y se quejó amargamente al conde de Peñaflorida, entablándose entre ellos una correspondencia no poco desgarrada y virulenta, en que, después de haber competido en improperios, acabaron por hacer las paces y quedar muy amigos (2385). El triunvirato de Azcoitia no podía ver a los teólogos: «Ya sabe vuestra merced que esto de teólogo en España es lo mismo que hombre universal... Si un caballero tiene que entrar en alguna dependencia política, primero lo ha de tratar con el teólogo; si un comerciante quiere hacer compañía con otro o hacer algún asiento con el rey, ha de ser después de haberlo consultado con el teólogo...; si hay que formar alguna representación al soberano, lo ha de firmar el teólogo; si es cosa de extender un testamento, venga el teólogo... Mire vuestra merced ahora qué papel haremos nosotros, que, como ellos dicen, no somos más que unos pobres corbatas, qué otro fruto sacaremos sino el que nos trate el vulgo de herejes y ateístas.»

Con estas laicas y anticlericales animosidades, que sin ton ni son mezclaban aquellos caballeros con sus lecturas de la Física del abate Nollet y sus experimentos en la máquina neumática, no es de extrañar que recibiesen con entusiasmo la nueva de la expulsión de los jesuitas y tratasen de aprovecharla para ir secularizando la enseñanza. Ya en julio de 1763 se, había presentado a las juntas forales de Guipúzcoa, celebradas en Villafranca, un Proyecto o plan de agricultura, ciencias y artes útiles, industria y comercio, firmado por el conde de Peñaflorida y por quince procuradores de otros tantos pueblos guipuzcoanos.

Se aprobó el plan en las juntas de 1764, celebradas en Azcoitia, y comenzó a formarse una sociedad llamada de Amigos del País, título filantrópico que hubiera entusiasmado al buen [510] marqués de Mirabeau, y cuyo objeto había de ser «fomentar, perfeccionar y adelantar la agricultura, la economía rústica, las ciencias y artes y todo cuanto se dirige inmediatamente a la conservación, alivio y conveniencias de la especie humana».

Los estatutos se imprimieron en 1766, autorizados con una carta del ministro Grimaldi. Sirvió de lema el Irurachat con las tres manos unidas. Entró en la sociedad la flor de la nobleza vascongada, muchos caballeros principales de otras provincias y bastantes eclesiásticos ilustrados que sabían francés y estaban al tanto de las novedades de allende los puertos. Cuando en abril de 1767 se expulsó a los jesuitas, sin duda para alivio y conveniencia de la especie humana, los Amigos del País no se descuidaron en apoderarse de su colegio de Vergara y fundar allí una escuela patriótica a su modo, que se inauguró definitiva mente, con el nombre de Real Seminario, en 1776, festejando su fundación mil arengas y desahogos retóricos, en que le llamaba «luminar mayor que llenará de luces a todo el reino, inagotable manantial de sabiduría que con sus copiosos raudales inundará felizmente a España».

De tales cándidas ilusiones rebaja mucho la posteridad, con todo y dar altísimo precio a los trabajos metalúrgicos de Lhuyard y Proust, y alguno, aunque menor, a las Recreaciones políticas de Arriquibar y a las deliciosas fábulas de Samaniego, que nacieron o se desarrollaron al calor de la Sociedad y del Seminario. Pero, en general, el espíritu de la institución era desastroso; hacíase estudiado alarde de preferir los intereses materiales a todo y de tomar en boca el nombre de Dios, dicho en castellano y a las derechas, lo menos que se podía. Cuando se hacía el elogio de un socio muerto, decíase de él no que había sido buen cristiano, sino ciudadano virtuoso y útil a la patria y que su memoria duraría mientras durase en los hombres el amor a las virtudes sociales. El Seminario fue la primera escuela laica de España. Entre aquellos patriotas daban el tono Peñaflorida, cuyas tendencias conocemos ya, su sobrino el fabulista Samaniego, autor de cuentos verdes al modo de La Fontaine; D. Vicente María Santibáñez, traductor de las Novelas morales, de Marmontel (de bien achacosa moralidad por cierto), y D. Valentín Foronda, intérprete de la Lógica, de Condillac (2386). La tradición afirma unánime, y bastantes indicios lo manifestarían aunque ella faltase, que las ideas francesas habían contagiado a los nobles y pudientes de las provincias vascas mucho antes de la guerra de la Independencia. El Sr. Cánovas recuerda a [511] este propósito que allí tuvo más suscritores la Enciclopedia que parte alguna de España. Cuando, vencidas nuestras armas en la guerra con la república francesa en 1794, llegaron los revolucionarios hasta el Ebro, pequeña y débil fue la resistencia que en el camino encontraron. Las causas de infidencia formadas después denunciaron la complicidad de muchos caballeros y clérigos del país con los invasores y sus ocultos tratos para facilitar la anexión de aquellas provincias a la república francesa o el constituirse en estado independiente bajo la protección de Francia. Clérigo guipuzcoano hubo que autorizó y bendijo los matrimonios civiles celebrados en las municipalidades que los franceses establecieron en varios lugares de aquella provincia y aun publicó un folleto donde sostiene las más radicales doctrinas sobre este punto, hasta decir que el matrimonio es puro contrato civil (2387) y (2388).

Tan mala fama tenía la Sociedad Económica, que algunos de sus miembros más influyentes no se libraron de tropiezos inquisitoriales. Así Samaniego, como veremos pronto, y así también el marqués de Narros, a quien muchos testigos de su misma tierra acusaron de haber defendido proposiciones heréticas sacadas de los escritos de Voltaire, Rousseau, Holbach y Mirabeau, que asiduamente leía. Se le hizo venir con otros pretextos a la [512] corte y abjuró de levi, y con penitencias secretas, en la Suprema (2389), salvándole de más rigor la protección de Floridablanca.

Treinta y nueve sociedades económicas habían brotado como por encanto así que el Gobierno aprobó y recomendó la vascongada e hizo correr profusamente ejemplares del discurso de Campomanes sobre la Industria popular. Algunas de ellas murieron en flor; otras no hicieron cosa que de contar sea, y algunas llevaron a término mejoras útiles, dignas de ser referidas en historia de más honrado asunto que la presente. El mal está en que, como dice el historiador positivista Buckle, sólo se removió la superficie. Madrid, Valencia, Segovia, Mallorca, Tudela, Sevilla, Jaén, Zaragoza, Santander..., debieron a estas sociedades positivos y más o menos duraderos beneficios, pero mezclados con mucha liga. La Sociedad cantábrica mandó traducir las obras de ideología materialista de Destutt-Tracy (2390). En Zaragoza produjo no pequeño escándalo el Dr. D. Lorenzo Normante y Carcaviella, que explicaba economía civil y comercio en la Sociedad aragonesa por los años de 1784, defendiendo audaces doctrinas en pro de la usura y de la conveniencia económica del lujo y en contra del celibato eclesiástico. Muchos se alarmaron y le delataron a la Inquisición, pero sin fruto, aunque Fr. Diego de Cádiz y su compañero de hábito Fr. José Jerónimo de Cabra hicieron contra sus errores una verdadera misión. Así comenzó la enseñanza pública de la economía política en España (2391).

De la Sociedad Económica Matritense fue árbitro y dictador Campomanes, y después de él el conde de Cabarrús, aventurero francés, ingenioso, brillante y fecundo en recursos, tipo del antiguo arbitrista modificado por la civilización moderna hasta convertirlo en hacendista y hombre de Estado. El mayor elogio que de él puede hacerse es que mereció la amistad firme, constante y verdadera de Jovellanos, que todavía en su Memoria en defensa de la Junta Central le llama «hombre extraordinario, en quien competían los talentos con los desvaríos y las más [513] nobles calidades con los más notables defectos». Adquirió mucha notoriedad por haber conjurado la crisis monetaria con la creación del Banco de San Carlos; paliativo ineficaz a la larga, como lo insinuó Mirabeau en un célebre folleto y lo probó luego la experiencia cuando el Banco apareció en 1801 con un déficit de 17 millones.

De las fortunas sucesivas de Cabarrús no hay que hablar; fueron tan varias como inquieta y móvil su índole, viéndose ya en el Poder, ya en las cárceles de Batres, ora festejado como salvador y regenerador, ora maldecido como intrigante y afrancesado. En 1792 dirigió a Jovellanos cinco cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, las cuales, precedidas de otra al Príncipe de la Paz (escrita bastante después, en 1795), llegaron a imprimirse en Vitoria, en 1808, reinando el intruso José (2392). En todo lo que no es economía política, de lo cual otros juzgarán, Cabarrús delira, como quien había leído el Contrato social sin digerirle. «La vocación del hombre en el estado de la naturaleza -dice- es el sueño después del pasto; la vocación en las sociedades políticas es la imitación a la costumbre.» «La enseñanza, enteramente laica; apodérese el Estado de la generación naciente; exclúyase de esta importante función todo cuerpo y todo instituto religioso...; la educación nacional es puramente humana y seglar, y los seglares han de administrarla para que los niños no contraigan la tétrica hipocresía monacal. ¿Tratamos, por ventura, de encerrar la nación en claustros y de marchitar estas dulces y encantadoras flores de la especie humana?» Si Cabarrús es muy enemigo de la educación frailuna, todavía lo es más de las universidades, cloacas de la humanidad y que sólo han exhalado sobre ella la corrupción y el error. (Él, por de contado, no había puesto los pies en ninguna para no contagiarse, metiéndose a hacendista y salvador de la patria, como tarea más fácil.) ¿Para qué universidades? ¿Para qué los dogmas abstractos de la teología y los errores y máximas absurdas de que abunda? «Enséñese a los niños el Catecismo político, la Constitución del Estado.» Ya veremos cómo aprovecharon y fecundizaron esta idea risible los legisladores gaditanos, hasta mandar leer su mamotreto, a guisa de evangelio, en las misas mayores.

«Se trata de borrar las equivocaciones de veinte siglos -grita Cabarrús-; veinte años bastan para regenerar la nación...; [514] impidamos que se degrade la razón en los hombres.» ¿Y cómo? Volviendo al estado de la naturaleza: «adorando al omnipotente Hacedor en aquellos templos humildes y rústicos, en aquellos altares de césped en que le adoraba la humanidad naciente». Para llegar a este feliz estado, conviene no sólo secularizar la instrucción pública, sino incautarse de los seminarios conciliares y que los dirija el Estado, para que no se introduzca en ellos la superstición y no se enseñe más que el Evangelio, y no tantas devociones apócrifas y ridículas, que pervierten la razón, destruyen toda virtud y dan visos de gentilidad al cristianismo. De Órdenes religiosas no se hable: «sería muy fácil probar que todos aquellos institutos carecen ya de los objetos para los cuales se fundaron; y, además, criada elementalmente una generación como hemos propuesto, ¿quién había de meterse fraile?» A este tenor es todo el plan de reforma, cuyo autor llega a defender intrépidamente el divorcio, contra los comentadores absurdos y discordes y la estúpida costumbre que sostienen la indisolubilidad del matrimonio. Los argumentos que trae no son canónicos ni jurídicos, sino ad hominem, y de los más deliciosos dentro del género: «Pido a todo hombre sincero que me responda si está bastante seguro de sí para prometerse querer siempre a la misma mujer y no querer a otra...»

El ánimo se abisma al considerar que un hombre tan ligero y tan vano, predicador sentimental de los más absurdos delirios antisociales, llegó a ser ministro y a regir las riendas de esta pobre nación bajo un Gobierno que se decía católico y absoluto. ¡Qué España la de Carlos IV! El estilo declamatorio y panfilista de estas cartas las denuncia a tiro de cañón como hijas legítimas o bastardas de Rousseau y del abate Mably. Porque es de notar que el conde de Cabarrús, a diferencia de otros volterianos aristócratas o ennoblecidos de su tiempo, propende al radicalismo político, acepta el pacto social y la moral universal y se declara acérrimo enemigo de la nobleza hereditaria en una carta calcada sobre el Discurso acerca de la desigualdad de condiciones. Su libro, aunque venía de un afrancesado, fue arsenal de argumentos, poliantea y florilegio para los patriotas de Cádiz, que convirtieron en leyes muchos de los ensueños idílicos del padre de la querida del convencional Tallien. Legislar como en un barbecho, fantasear planes de educación y de vida común a la espartana, querer trocar en un día la constitución social de un pueblo, lentamente edificada por los siglos, con sólo arrojar cuatro garabatos sobre el papel; tomar palabras huecas y rasgos de retórica y novelería por fundamentos de un código, cual si se tratase de forjar reglamentos para el orbe de la luna, puede ser ejercicio lícito, aunque sandio, de estudiantes ociosos, pero es vergonzosa e indigna puerilidad en hombres de gobierno. Querer regenerar la constitución monárquica sentando al bueno de Carlos IV en un banco rústico o haciéndole manejar un arado, como Cabarrús propone, es ñoñez y simplicidad insigne y poesía [515] bucólica de mala ley; es buscar el principio de autoridad en el Numa Pompilio del caballero Florián o en los idilios de Gessner. Pase por inocentada y pase por entusiasmo del momento el elogio de la Asamblea constituyente de Francia, «la mayor y más célebre agregación de talentos que haya honrado a la humanidad». Pero ¿qué decir de esta proposición: «las leyes que no se fundan en el pacto social son obras de la pasión y del capricho; carecen del atributo de la ley»? Aunque el pacto social no fuera utopía y sueño, sería en todo caso un hecho, y ¿quién puso sobre un hecho el fundamento metafísico de la justicia?

- IV -

Propagación y desarrollo de la filosofía sensualista. Sus principales expositores: Verney, Eximeno, Foronda, Campos, Alea, etc.

Hemos visto en capítulos anteriores el estado de la filosofía a principios del siglo XVIII: las novedades gassendistas del padre Tosca y de Zapata, las tendencias cartesianas de D. Gabriel Álvarez de Toledo, el experimentalismo, mezclado eléctricamente con otras direcciones, del P. Feijoo y de Martín Martínez. El predominio de Gassendi y Descartes duró poco; más tiempo dominaron Bacon y Newton, porque la admiración nos venía impuesta desde Francia; luego llegaron por sus pasos contados Locke y Condillac, y, por fin y corona de todo, el sensualismo se trocó en materialismo, y a principios del siglo XIX imperaron solos Condorcet, Destutt-Tracy y Cabanis. Con unos diez o doce años de regazo íbamos siguiendo todos los pasos y evoluciones de Francia.

Así y todo, la filosofía española de aquel tiempo, tomada en conjunto, valía más que la de ahora, no por los sensualistas y materialistas, sino a pesar de ellos y de sus rastreros y degradantes sistemas. Para gloria de nuestra nación, debe decirse que sólo un expositor ilustre tuvo aquí Locke, que los demás no se alzaron un punto de la medianía, y que, en cambio, los más ilustres pensadores del siglo XVIII, el cisterciense Rodríguez, el jeronimiano Ceballos, los canónigos Valcárcel y Castro, el insigne médico Piquer y su discípulo Forner, en quienes pareció renacer el espíritu de Vives; el sevillano Pérez y López, émulo de Sabunde, y, finalmente, el jesuita Hervás y Panduro, uno de los padres de la antropología como lo es de la lingüística comparada, se mantuvieron inmunes de tal contagio, lidiaron sin tregua contra la invasión intelectual de Francia, procuraron reanudar la cadena de oro de nuestra cultura y fueron fervorosos espiritualistas, al revés de los que negaban toda actividad del alma anterior y superior a las sensaciones y buscaban en la sensación, de varios modos transformada, la raíz de todo conocimiento, aplicando torpemente el método analítico. [516]

El primero en fecha de los intérpretes y propagadores de la filosofía sensualista entre nosotros, aunque no la propugnase sino de soslayo y con atenuaciones, es un portugués, Luis Antonio Verney, arcediano de Évora, de quien podemos decir que fue el filósofo de Pombal, como Pereira fue su canonista. Dióle extraordinario crédito en su tiempo el Verdadero método de estudiar para ser útil a la república y a la Iglesia, escrito en forma de cartas de un religioso italiano capuchino, por ende llamado el Barbadiño, a un amigo suyo, doctor de la Universidad de Coimbra. Plan es el que traza el Barbadiño de reforma para todas artes y disciplinas, y especialmente para los estudios teológicos, pero en tan ardua empresa procedió con harto apresuramiento, escasa cautela y desmedida satisfacción propia, junta con indiscreto afán de novedades, conforme al gusto del tiempo, mereciendo bien la acre censura que de un gran filósofo español hizo injustamente el asperísimo Melchor Cano, es decir, que acertó a señalar las causas de la corrupción de los estudios, pero no tanto al proponer los remedios. Los tiros del Barbadiño iban principalmente enderezados contra las escuelas de los jesuitas, a quienes, no obstante, parece que quiso desagraviar con una amistosa dedicatoria. Pero los Padres de la Compañía no se dejaron adormecer por el incienso, y salieron con duplicados bríos a la defensa de sus métodos de enseñanza, distinguiéndose en esta polémica el P. Isla, que muy inoportunamente la introdujo en su Fray Gerundio, afeando con ella dos o tres largos capítulos; el P. Codorníu, que escribió un Desagravio de los autores y la facultades que ofende el Barbadiño, y el P. Serrano, a quien la intolerancia antijesuítica que comenzaba a reinar impidió vulgarizar por la estampa una Carta crítica sobre los desaciertos de Verney en materia de poesía, gramática y humanidades (2393).

Realmente, el libro del Barbadiño abunda en singulares extravagancias, entre ellas cuento la de pedir que se castigue no menos que de muerte a los estudiantes que hagan burlas pesadas a los novatos, al modo que las hicieron con D. Pablo los estudiantes de Alcalá. Pedir tal rigor por muchachadas, sólo entre portugueses y en tiempos de Pombal, en que el crimen de lesa majestad y la pena capital andaban de moda, se concibe como verosímil.

Por lo demás, los tres tomos del Barbadiño son útiles y muy amenos, y razonables en muchas cosas, porque la larga residencia del autor en Italia había pulido su gusto y desengañándole de los vicios de la educación en Portugal, infundiéndole ardentísimo amor a la pura latinidad y a los primores de las letras humanas. Por eso anduvo muy feliz al censurar el pésimo sistema [517] de enseñar la lengua latina (aunque no acertó en encarnizarse con el P. Manuel Álvarez, harto mejor humanista que él), y no menos al reprobar los vicios de la oratoria sagrada, con tal energía y donaire, que el mismo autor del Fray Gerundio le quedó envidioso. Pero acontecía a Verney lo que a muchos que, por haber residido largo tiempo en un país más culto, viniendo de otro menos ilustrado, desprecian en montón las cosas todas de su tierra; de tal suerte, que el Verdadero método de estudiar puede tomarse por sátira sangrienta y espantosa contra Portugal y los portugueses. Nada encuentra bueno; ni siquiera a Camoens, a quien desenfadadamente maltrata y zahiere, tanto y más que en nuestros días el P. Macedo. Otro yerro más grave aún, y asaz común en todos los reformadores del siglo XVIII, fue querer introducir en un día, y como por sorpresa y asalto, cuanto veían ensalzado fuera, por donde el plan de enseñanza del Barbadiño viene a dar en utopía impracticable. Nada menos quiere que oprimir la memoria y el entendimiento del principiante teólogo con una balumba de prolegómenos históricos, geográficos, cronológicos, indumentarios..., recomendándole, cual si hubiera de dedicarse ex profeso a las ciencias auxiliares, cuantos mapas, tablas cronológicas y atlas, no ya de la tierra santa y de las edades bíblicas, sino de todos países y lugares, habían salido de las prensas italianas y francesas. A este tenor es todo; a una intemperancia de erudición moderna, las más veces impertinente, mézclase absoluto menosprecio de la filosofía y teología escolásticas, que llega a calificar de perjudicialísimas a los dogmas de la religión, y que quiere sustituir con la vaga lectura y el estudio mal dirigido de los Padres y concilios, de los expositores y controversistas, de la historia eclesiástica y de la liturgia; nociones utilísimas sin duda, pero que, dadas sin discreción al estudiante, en vez de aquella admirable leche para párvulos que se llama teología escolástica, donde está ordenado y metodizado lo más selecto y, digámoslo así, el extracto y la quintaesencia, el saber de Padres y Doctores, sólo engendrará un confuso centón de especies inconexas y no merecerá nombre de ciencia, el cual sólo compete a lo que está sujeto a norma y ley y forma un cuerpo bien trabado, en que las verdades se enlazan y derivan unas de otras. Bien hizo Verney en recomendar el estudio de las lenguas orientales, como indispensable al teólogo expositivo y muy conveniente a cualquiera otra especie de teólogo; bien en reprobar el lenguaje bárbaro y las cuestiones inútiles, pero de aquí no debió pasar, so pena de temerario. Además, en todo lo que dice de teología mostró muy subido sabor janseniano.

Como literato curioso y amante de la novedad, abierto a todo viento de doctrina y amigo de lo nuevo por nuevo y no por verdadero ni por bueno, Verney aceptó sin discusión por dogmas de eterna verdad cuantas opiniones propalaban los modernos o neotéricos, y cayó, como Genovesi y Condillac, en mil frialdades [518] contra el Peripato y Aristóteles y el silogismo. Pero, como era espíritu más retórico que filosófico, inagotable de palabras más que firme de ideas, se mantuvo por lo general en una especie de sincretismo elegante, que ni a eclecticismo llegaba. Todo se le vuelve recomendar la historia de la filosofía, como hacen todos los que vagan sin ningún sistema (2394). De Descartes era grande admirador, pero mucho más de Bacon, y sobre todo de Locke, con quien está acorde en la cuestión capital del origen de las ideas. Lógica y cronológicamente las refiere todas a los sentidos; pero, además de la sensación, admite la reflexión y comparación (2395) como actividades del alma que trabajan sobre el dato de los sentidos. Supone que la idea de sustancia se forma por agregación de las ideas parciales de los accidentes, mezcladas con cierta idea confusa del sustentáculo en que residen. Comparando el alma las ideas simples que debe a la percepción sensible, forma las ideas de relación. Los universales se forman «considerando una cosa que tiene otras semejantes, y considerándolas luego todas juntas en una masa, sin observar diferencia alguna particular» (2396); filosofía ciertamente pobre, ramplona e incomprensible en medio de su aparente facilidad, puesto que quiere aunar cosas tan contradictorias como el alma pasiva y esclava del dato empírico o de la experiencia, y el alma considerando, aunque sea con ideas confusas, que no sabemos de dónde le vienen, y moviéndose libremente como entelequia. Natural era que tal hombre despreciase soberanamente (2397) toda especulación acerca de los universales y el principio de individuación y que no viese en la ontología escolástica más que quimeras. Hay entendimientos en quien no cabe un adarme de metafísica, y tiene además el empirismo en todas sus formas la propiedad de atrofiar, o a lo menos de mutilar, el entendimiento y de cortarle las alas. Por eso, el tratado De re metaphysica, de Verney, en lo que tiene de útil y laudable, no es tal metafísica, sino física, o cuestiones malamente sacadas de la lógica y de otras partes de la filosofía. En física se va con los neotéricos a banderas desplegadas, cosa buena en lo experimental, pero que no le autoriza ara declarar ociosa toda disputa sobre los primeros principios de los cuerpos, borrando así de una plumada la cosmología, que ahora llaman filosofía de la naturaleza. Por el mismo principio echa abajo la ética especulativa (2398), [519] tildando con los apodos de ridícula y metafísica, expresión de oprobio en boca suya, a la indagación de los fundamentos del deber, sin calcular que así, con pocos embates, vendría por tierra la ética práctica, a la cual él reduce todo el derecho natural y de gentes, para el cual recomienda como texto, sin escrúpulos ni prevenciones de ningún género, a Grocio, a Puffendorf y, con ciertos repulgos, a Locke, que trató del derecho natural con su acostumbrada penetración y profundidad. Hasta para Tomás Hobbes (2399) tiene palabras de disculpa y de elogio el buen arcediano de Évora, no por herejía suya, sino por pueril vanidad de mostrarse leído en libros. extranjeros y superior a todas las preocupaciones y trampantojos de su tierra.

Muchos escolásticos y algunos jesuitas que no lo eran del todo salieron a impugnar terriblemente el plan del Barbadiño, especialmente un fraile que se ocultó con el seudónimo de fray Arsenio de la Piedad; pero a Pombal le pareció de perlas, y mandó ponerle en práctica, sirviendo de texto los tres tomitos a que el elegante Barbadiño había reducido toda la filosofía en virtud del desmoche que de sus partes más caritales había hecho (2400). Lo mejor de todo es el tratado de re logica, que así y todo, no pasa de un plagio del italiano Genovesi, de quien era amigo y a quien sigue paso a paso en el método, en las ideas y en las citas. Nuestro insigne médico D. Andrés Piquer, autor del mejor tratado de lógica que se escribió en el siglo XVIII en España y fuera de aquí, con mucha diferencia de los restantes, juzga severísimamente el trabajo de Verney: «Nada nuevo hay en esta lógica tan voluminosa, y, aunque en ella se tratan materias de todas las artes, siendo así que es poquísimo lo que hay de verdadera lógica, no tuvo otro trabajo que el de copiar a otros modernos que han hecho lo mismo. La erudición es mucha, pero hacinada, y con señas de no haberse sacado de los originales, por donde es tumultuaria, desordenada y de ningún modo a propósito para instruir con fundamento a los lectores, pero sí acomodada para llenarles la cabeza de varias especies y hacer que parezcan sabios sin serlo. Sobre todo es intolerable el desprecio que hace de los antiguos y la ciega deferencia a [520] los modernos, hasta decir que «el librito de la lógica de Heinecio o de Wolfio... excede en grande manera a las bibliotecas de Aristóteles, Theophrasto y Crisippo. Llama pedantes a Erasmo, Huet, Scalígero, Vosio, Salmasio y aun al mismo Grocio. Dejo aparte los desprecios de Aristóteles, continuados y repetidos en toda la obra, porque estoy seguro que Verney no le ha leído, y se echa de ver en la poca exactitud con que refiere sus opiniones» (2401).

Es de advertir que Verney, al contrario de otros innovadores filosóficos de su tiempo, no gustaba del método geométrico de Wolf, Gravesande y Keil, antes hacía profesión de escritor cultísimo y de atildado ciceroniano, hasta el ridículo extremo de pasearse muchas veces por las calles de Roma con un libro de Cicerón en las manos. Así es que trata con tal desdén el silogismo, que le relega a un apéndice: Appendix, de re syllogistica (2402).

Como Verney pensaban en lo ideológico algunos jesuitas españoles de los desterrados a Italia, y el que más se acerca a él es su paisano el P. Ignacio Monteiro, que, en su notable Curso de filosofía ecléctica, aboga por la libertad de filosofar, citando el ejemplo de Inglaterra, se muestra muy conocedor de todos los libros de los impíos lle su tiempo, a quienes impugna con sobrada moderación e indulgencia, no escatimando los elogios a Locke y a Bayle, ni aun al optimista Shaftesbury, a Rousseau y a Helvecio, de quienes declara haber tomado doctrinas para la ética, así como de Montaigne y de Charron. Pero mucho más sabio y más prudente que Verney, sigue en otras cosas, así de sustancia como de método, a los antiguos escolásticos peninsulares, especialmente a Pedro de Fonseca, eximio comentador de [521] la metafísica de Aristóteles y lumbrera de la Universidad de Coímbra. Y aunque Locke y el Genuense de una parte, y Leibnitz y Wolf, de otra, parezcan ser sus predilectos, de donde resulta un conjunto bastante híbrido y más erudito que filosófico, lo que es en la cuestión del origen de las ideas no vacila en apartarse toto caelo del sensualismo condillaquista, y defiende las «ideas, especies o nociones innatas, infundidas en nuestro entendimiento por Dios». Otras ideas de inferior calidad las refiere a los sentidos, otras a la meditación o reflexión (2403).

El P. Monteiro era desertor de todos los campos. Nos dice en el proemio de la física que militó muchos años bajo las banderas de Aristóteles; pero «como era amantísimo de la libertad filosófica y despreciador de la autoridad en las cosas que caen bajo la jurisdicción de la humana mente, dejó a los peripatéticos y estudió el atomismo de Gassendo, que tampoco le satisfizo el todo. De allí pasó a Descartes, y de Descartes a Newton, hasta que entendió que «la verdad no estaba en un solo sistema, sino difusa y esparcida en todos, con mezcla de muchas proposiciones dudosas o falsas». Entonces abrazó fervorosamente el experimentalismo, basando toda su física en la observación, en la experiencia y en el cálculo, aceptando o rechazando, conforme a este único criterio, lo que en Aristóteles o en Epicuro, en Descartes, en Newton, en Clarke y en Leibnitz hallaba de razonable. No siguió el método geométrico, ni tampoco el escolástico, sino el expositivo, aunque da mucha importancia a los cálculos. En la división de la filosofía se aparta de todos los tratadistas; la distribuye en neumática, o tratado de los espíritus; moral y física. En ésta era realmente doctísimo; pero, ¡cosa singular!, un hombre tan aficionado a novedades, no admitía del todo la atracción newtoniana.

Si el P. Monteiro acertó a librarse del sensualismo, no así el doctísimo valenciano Antonio Eximeno, a quien llamaron el Newton de la música por haber establecido nuevo sistema de ella, refutando los de Tartini, Euler, Rameau y D'Alembert. Ya en el mismo libro Del origen y reglas de la música, donde trata del instinto con ocasión de la palabra, define la idea sensación [522] renovada, y en otra parte la identifica con la impresión material. Mucho más explícito anda en su elegante tratado De studiis philosophicis et mathematicis instituendis, especie de discurso sobre el método, que sirve de introducción a sus Institutiones philophophicae et mathematicae (2404). Esta obra quedó incompleta por haberse extraviado el tercer tomo en un naufragio cuando manuscrito venía a España para imprimirse, pero la parte que nos queda basta y sobra para mostrar sus tendencias. El curso es breve; la parte propiamente filosófica queda reducida a un tratado de análisis psicológico sobre las facultades de la mente humana y el origen de los conocimientos; todo lo demás es física y matemáticas; de metafísica, ni palabra (2405); la lógica está embebida en el análisis preliminar, cuyas fuentes son el Ensayo de Locke sobre el entendimiento humano y el tratado de las sensaciones de Condillac (2406), en quienes halla nuestro jesuita cuanta ciencia puede desearse, quantam licet scientiam comparare. No se hable de filosofías eclécticas ni de transiciones con las inepcias aristotélicas, porque tales esfuerzos son dignísimos de risa. La filosofía, según Eximeno, viene a reducirse a lo siguiente:

1.ª Todo lo que el hombre hace, siente, medita y quiere, ha de referirse, como a último término, a su utilidad y conservación.

2.ª Todo lo que el hombre siente, piensa y quiere es inseparable de algún placer o dolor.

3.ª No hay idea que no haya sido adquirida por intermedio de algún sentido, ni siquiera la misma idea de Dios (2407).

4.ª Las percepciones, sensaciones o impresiones (para Eximeno todo es uno) quedan en la memoria, y se ensalzan entre sí por cierto nexo, el cual consiste en la misma textura de las fibras del órgano, que enlaza entre sí los vestigios de las ideas.

5.ª «Todos los placeres y dolores del hombre tienden a un solo y simplicísimo fin, es a saber, a su conservación deleitosa..., conspirando todas las ideas a advertir al hombre que [523] se cuide y conserve para disfrutar de los placeres de la vida... (2408). A toda idea acompaña alguna impresión agradable o desagradable.»

6.ª El hombre está dotado de la facultad de comparar y enlazar entre sí las ideas y de mudar el nexo y orden con que se engendran. A esto se llama facultad activa del alma.

7.ª Por comparación entre las ideas singulares y por abstracción después se forman las ideas generales.

8.ª La percepción del placer o del dolor presente es la razón que determina al hombre a querer o a no querer (2409).

¡Singular poder de la moda, y cuán pocos se sustraen de él! El hombre que con tanto desenfado propugnaba no ya el sensualismo lockista, sino la moral utilitaria, con resabios deterministas, y hasta la teoría del placer, al modo de los epicúreos o de la escuela cirenaica, era un religioso ejemplar y católico a toda ley, como lo era también el clarísimo P. Andrés, a quien él dedica su libro, historiador de todas las ciencias, y entre ellas de la filosofía con criterio ecléctico, pero sin disimular sus inclinaciones sensualistas. Para él Locke es el Newton de la metafísica; «no podía el entendimiento humano haber caído en mejores manos; Locke ha abierto un nuevo mundo, del cual podemos sacar ricos tesoros de nuevos y útiles conocimientos; sólo después de su Ensayo hemos empezado a estudiar bien nuestra mente, a seguirla más atentamente en sus operaciones, a conocernos en la parte más noble de nosotros mismos... Él prefirió una verdad rancia a una especiosa y aplaudida novedad» (2410) (la de las ideas innatas). Pero todavía Locke no le parece bastante sensualista al abate Andrés; aún reserva mayores elogios para Condillac, en quien encuentra «la más fina anatomía del espíritu humano y de sus facultades y operaciones», las cuales demostró, contra el sistema lockiano de la reflexión, que no son más que la misma sensación transformada de diversos modos (2411). No hay más filosofía racional y posible: «Descartes y Malebranche tienen demasiados caprichos fantásticos, a vueltas de algunas verdades útiles; Leibnitz y Clarcke se han entretenido en especulaciones demasiado sutiles, en que no se puede llegar [524] a la certeza; Wolfio y Genovesi conservan todavía mucho de la herrumbre escolástica; sólo Locke, Condillac y el ginebrino Bonnet pueden formar juntos un curso de práctica y útil metafísica, porque han examinado las sensaciones y puesto en claro la influencia de las palabras y de los signos en las ideas.» ¡Es decir, porque han reducido la filosofía a la gramática! No da cuartel a los demás enciclopedistas, pero sí a D'Alembert, con cuyo Discurso preliminar se extasía, llamándole «el más bello cuadro que pluma filosófica trazó nunca» y rompiendo en admiraciones del tenor siguiente: «¡Qué extensión y profundidad de miras! ¡Qué inteligencia y posesión de las materias y de sus recíprocas relaciones! ¡Qué conocimiento de las facultades de nuestra alma y de los caminos que han recorrido su incansable actividad!» Los Elementos de filosofía, de D'Alembert, son una iluminada y segura guía que, conduciendo al filósofo por los inmensos campos de la naturaleza, le muestra los terrenos fértiles que puede cultivar con seguridad de coger nuevos y útiles frutos, y los lugares estériles y áridos, donde después de muchos trabajos y fatigas no puede esperar más que espinas o frutos ásperos e insípidos y tal vez dañinos» (2412).

Dentro del empirismo, que excluye toda noción de lo absoluto y de lo eterno y reduce los universales a meros nombres o flatus vocis sin contenido ni eficacia, sólo un refugio quedaba a los pensadores creyentes; el de suponer recibidas las primeras nociones de la humana mente de la tradición o enseñanza, que por cadena no interrumpida se remontaba hasta Adán, que las recibió directamente de Dios. Este sistema, del que ya pueden encontrarse vislumbres en los rabinos y en Arias Montano, llámase desde Bonald acá tradicionalismo, y a él se refugiaron muchos filósofos nuestros del siglo XVIII (2413) (y, sin duda, otros de otras partes, porque las mismas causas producen los mismos efectos), afirmando, con Hervás y Panduro, que el pensar es pedisecuo del hablar, o diciendo, como Verney, que las ideas abstractas las recibimos de nuestros mayores o que son el fruto de enseñanza ajena.

Si ésta era la doctrina de los más sesudos y prudentes, júzguese adónde llegarían, sin este efugio tradicionalista, los innovadores resueltos y, de pocas o dudosas creencias. Dos traducciones se hicieron de la Lógica de Condillac; libro pobrísimo, pero muy famoso. Fue autor de la primera D. Bernardo María de Calzada, capitán de un regimiento de caballería, el cual la dedicó al general Ricardos, procesado por el Santo Oficio como sospechoso de adhesión a los errores franceses (2414). Tampoco Calzada [525] salió inmune de las aventuras a que le llevó su desdichado afán de traducir, cuyo oficio era en él alivio de menesteroso. Abjuró de levi, según refiere Llorente, que fue el encargado de prenderle y que se enterneció mucho (2415). Calzada, a quien llama, Moratín aquel eterno traductor de mis pecados, había puesto en verso castellano, con escaso numen, muchos poemas franceses, entre ellos las fábulas de La Fontaine. La religión, de Luis Racine; la tragedia de Voltaire Alzira o los americanos y la comedia de Diderot El hijo natural.

La segunda traducción de la Lógica, que más bien debe llamarse arreglo, es de D. Valentín Foronda, miembro influyente de la Sociedad Económica Vascongada y cónsul en los Estados Unidos, autor de unas Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y sobre las leyes criminales (2416) y traductor del Belisario de Marmontel, novela o poema en prosa soporífero, hoy olvidado, pero que en su tiempo llamó, estrepitosamente la atención por haber censurado la Sorbona uno de sus capítulos, en que se defiende a las claras la tolerancia o más bien la indiferencia religiosa.

Foronda no se limitó, como Calzada, a traducir literalmente, aunque con supresiones, la Lógica de Condillac, sino que la puso en diálogo para acomodarla a la capacidad de su hijo, y la adicionó con varias reflexiones tomadas de la Aritmética moral, de Buffon, y con un tratado de la argumentación y del desenredo de sofismas, copiado de la Enciclopedia metódica (2417). El estilo de Foronda es agradable y sencillo, casi igual en limpieza y claridad al del autor que traduce.

Muchos traducían la Enciclopedia sin decirlo. Así lo hizo el doctor D. Tomás Lapeña, canónigo de Burgos que imprimió allí en 1806 un Ensayo sobre la historia de la filosofía, en tres volúmenes. Ya anuncia en el prólogo que no ha hecho más que reducir y sistematizar lo que halló en otros libros, suprimiendo [526] sólo lo que podía inspirar cierta libertad de pensamiento, no poco perjudicial (2418). Alguna vez muestra haber recurrido a la gran compilación de Brucker y a otras fuentes serias, pero todo lo demás está copiado ad pedem litterae del gran diccionario de Diderot y D'Alembert, con sólo suprimir la parte más francamente heterodoxa e impía y juntar en un solo cuerpo lo que andaba desparramado en muchos artículos.

El más original e inventivo de nuestros nominalistas de entonces es el valenciano D. Ramón Campos, autor de un libro llamado El don de la palabra (2419), donde se sostiene sin embages que «la abstracción no es operación del pensamiento, sino que se hace por medio del lenguaje articulado», de donde deduce que «no es posible infundir ninguna idea abstracta ni general en los sordos de nacimiento». ¿Qué será una abstracción hecha por medio de la palabra sin intervención del pensamiento? Misterio más singular y maravilloso no le hay en ninguna ideología espiritualista. Destutt-Tracy fue el primero que dio en tal desvarío, verdadero oprobio y rebajamiento de la mente humana, por más que le adoptasen algunos de los primeros tradicionalistas, afirmando que «sólo los signos artificiales, o, por mejor decir, los signos articulados, dan cuerpo a las ideas arquetipas y a las ideas de sustancia generalizadas», y que «sin tales signos no hay ideas abstractas ni deducciones».

A muchos sensualistas les retrajo de ir tan allá, a pesar del espíritu de sistema, la observación clarísima de lo que pasa con los sordomudos. A Destutt-Tracy y a Campos les refutó gallardamente el abate Alea, amigo y contertulio de Quintana, colaborador suyo en las Variedades de ciencias, literatura y artes y muy protegido por el Príncipe de la Paz, que le puso al frente del Colegio de Sordomudos y de la Comisión Pestalozziana (2420). Alea, aunque materialista en el fondo, admite que los sordomudos son tan capaces de abstraer y generalizar como los demás hombres, sin más diferencia que la del método y la del tiempo. Lejos de él creer, como Campos, que «el pensamiento, por su [527] naturaleza, es incapaz de abstracciones y de toda idea general» y que «la memoria y la formación de las ideas universales son efectos del don de la palabra, y de ningún modo operación del pensamiento». Estas brutalidades antirracionales indignan al elegante abate, quien se limita a decir prudentemente que «las ideas se reciben o engastan en los signos, y en particular en los articulados, los cuales, después que la lengua está formada y rica en términos abstractos, son ocasión para el pensamiento de mil ideas nuevas que no tendrían sin ellos». Y con lógica irrebatible pregunta a Campos: «Los inventores de las palabras más abstractas, ¿no concibieron la abstracción antes de inventar la palabra que la expresa?»

Campos señala el último límite de degradación filosófica. no es posible caer más bajo. Para él, las facultades humanas se reducen a dos: imaginación y memoria, y aun éstas dependen del don de la palabra. La imaginación es el pensamiento de las cualidades unidas con sus objetos o de los objetos de sus cualidades», la memoria es el pensamiento de los objetos o de las cualidades no en concreto, sino pegados y adheridos a las palabras, y tomando, por decirlo así, la forma de éstas, es decir, separados o reunidos según que la palabra los separa o reúne. La unidad de idea depende de la unidad de movimiento en la sílaba.

¡A tal grado de miseria había llegado la filosofía en la patria de Suárez! Y por lo mismo que parecían fáciles a la compresión las groserías empíricas, propagáronse como la lepra, y fueron la única filosofía de nuestros literatos y hombres políticos en los primeros treinta años del siglo XIX. Esa es la que propagaron Reinoso en Sevilla, el P. Muñoz en Córdoba y D. Juan Justo García, D. Ramón de Salas (2421) y otros muchos en Salamanca, cuya Universidad, y especialmente el Colegio de Filosofía, eran, a fines de la decimoctava centuria, un foco de ideología materialista y de radicalismo político. De allí salieron la mayor parte de los legisladores de 1812 y de los conspiradores de 1820. Quintana, Gallardo, Muñoz Torrero... eran hijos de las aulas salmantinas. Meléndez, que también se había educado allí, dice en una carta a Jovellanos que «al Ensayo sobre el entendimiento humano, de Locke, debió todo lo que sabía discurrir» (2422). No es extraño que su discípulo Quintana, trazando la biografía del maestro, se entusiasme con aquella escuela «que desarrugó de pronto el ceño desabrido y gótico de los estudios escolásticos y abrió la puerta a la luz que a la sazón brillaba en Europa..., difundiendo el conocimiento y gusto de las doctrinas políticas y de las bases de una y otra jurisprudencia..., los buenos libros que salían en todas partes, y que iban a Salamanca como a un centro de aplicación y de saber; en fin, el ejercicio de una razón [528] fuerte y vigorosa, independiente de los caprichos y tradiciones abusivas de la autoridad» (2423).

De todas estas indicaciones y de las que reuniremos en el párrafo siguiente, se saca en claro que el espíritu de la Universidad en sus últimos tiempos era desastroso. Los canonistas jansenizaban: «Toda la juventud salmantina es port-royalista (dice Jovellanos en su Diario inédito), de la secta pistoyense: Obstraect, Zuo1a y, sobre, todo, Tamburini andan en manos de todos; más de tres mil ejemplares había ya cuando vino su prohibición; uno solo se entregó (2424).

Los afiliados del flamante filosofismo solían reunirse y solazarse en casa del catedrático de Jurisprudencia, D. Ramón de Salas (2425), a quien luego veremos figurar como propagador de las teorías utilitarias de Bentham. y diputado en las Cortes del año 20, siendo quizá uno de los autores del proyecto del Código penal (2426). Su casa en, Salamanca era de disipación y de juego. Aun no había escrito sus Lecciones de derecho público constitucional, pero públicamente se le tildaba de volteriano y descreído, por lo cual fue delatado a la Inquisición en 1796. Confesó haber leído las obras de la mayor parte de los corifeos del deísmo y del ateísmo en Francia, pero para refutarlos; y los inquisidores de entonces, que eran tan sospechosas como él, no sólo le dieron por libre, sino que quisieron perseguir al dominico P. Poveda, que le había denunciado, y dar de este modo a Salas una satisfacción pública. El P. Poveda no se dio por vencido, e hizo que el proceso volviese a los calificadores hasta dos veces. Pero los calificadores y el Consejo de la Suprema se empeñaron en declarar inocente a Salas, a pesar de la opinión contraria del sapientísimo arzobispo de Santiago, D. Felipe Vallejo, que había conocido el fondo de las doctrinas de Salas en varias discusiones que tuvo con él en Salamanca. Tanto insistió y tan bien probó su intento, que el catedrático salmantino tuvo que abjurar de levi, fue absuelto ad cautelam y desterrado de Salamanca y Madrid. Desde Guadalajara, adonde se retiró, levantó formal queja a Carlos IV contra el cardenal Lorenzana, inquisidor general; pidió la revisión de las piezas del proceso, y, como los vientos eran favorables a sus ideas, logró un decreto, redactado por Urquijo, en que se prohibía a los inquisidores prender a nadie sin noticia del rey. El Príncipe de la Paz se interpuso y el decreto no llegó a publicarse (2427).

A difundir las nuevas ideas contribuía desde 1791 una librería exclusivamente francesa que los editores Alegría y Clemente habían establecido en Salamanca. Ni era tampoco pequeño [529] estímulo la creación de las cátedras de derecho natural y de gentes que habían comenzado a establecerse desde el tiempo de Carlos III (2428), y que, comenzando por Grocio y Puffendorf y continuando por Vattel y Montesquieu, habían acabado en Rousseau y en su Contrato social. Los estudiantes son siempre de la oposición, y poco les importa de qué calidad sea lo nuevo, con tal que la novedad lo proteja. Así iba la revolución naciente reclutando sus oradores entre las huestes universitarias, y especialmente entre los legistas. Tampoco los seminarios conciliares estaban libres del contagio, especialmente los de Salamanca, Burgos, Barcelona y Murcia. Del primero, fue rector Estala, ex escolapio trocado en abate volteriano.

En vano Floridablanca, que había impulsado al principio este movimiento, se aterró y quiso resistirle cuando empezaban a sonar a nuestras puertas los alaridos de la Revolución francesa; en vano cerró las cátedras de Derecho público y de Economía política e hizo callar al periodismo, que ya empezada a desmandarse, y cortó el vuelo de las sociedades económicas, que a toda prisa iban degenerando en sociedades patrióticas, a estilo de Francia; y comenzó a ejercer vigilancia, quizá nimia y suspicaz, en los actos y conclusiones públicas de las universidades, queriendo convertir a España, según expresión sarcástica del funesto Príncipe de la Paz, en un claustro de rígida observancia. Porque toda esta prudente y aun necesaria represión apenas duró dos años, y en dos años no era posible que enmendase tanto desacierto el mismo que los había causado, y que en el fondo de su alma sólo difería de los innovadores resueltos en ser más tímido o más inconsecuente. Por eso fácilmente le derribó Aranda, cuyo nuevo advenimiento en 1792 festejaron con increíble entusiasmo los revolucionarios franceses por boca de Condorcet: «La filosofía va a reinar sobre España, decía... La libertad francesa... encontrará en vuestra persona uno de sus defensores contra la superstición y el despotismo. El destructor de los jesuitas será el enemigo de todas las tiranías. Me parece ver a Hércules limpiando el establo de Augías y destruyendo esa vil canalla que, bajo el nombre de sacerdotes y de nobles, son la plaga del Estado. Sois el ejecutor testamentario de los filósofos con quienes habéis vivido; la sombra de D'Alembert os protege. Vais a demostrar a la Europa que el mayor servicio que se puede hacer a los reyes es romper el centro del despotismo y convertirlos en los primeros siervos del pueblo» (2429).

Tampoco duró mucho el predominio de Aranda, pero su espíritu en todo lo malo pasó a Godoy, que en sus Memorias se [530] jacta de haber dado libertad a las luces, metáfora francesa muy de moda entonces, y de haber levantado el entredicho que pesaba sobre las letras, estimulando las reuniones que mantenían el patriotismo y ejercitaban los talentos con provecho común. ¡Así salió ello! El favorito de María Luisa, aunque hombre ignorantísimo, tenía, como otros personajes de su laya, la manía de la instrucción pública, y, sobre todo, de la instrución primaria lega y sin catecismo. Por entonces andaban en moda el sistema pedagógico de un suizo llamado Enrique Pestalozzi, así como ahora privan el método de Froebel, la enseñanza intuitiva y los jardines de la infancia; pedanterías de dómines ociosos. Y como el tal sistema cuadraba muy bien con el espíritu filantrópico, candoroso y humanitario de la época, el Príncipe de la Paz no se descuidó en fundar un Instituto Pestalozziano, poniendo al frente, entre otros, al abate Alea y al sevillano Blanco (White). ¡Buen par de apóstoles!







- V -

El enciclopedismo en las letras humanas. -Propagación de los libros franceses. -Procesos de algunos literatos: Iriarte, Samaniego. -Prensa enciclopedista. -Filosofismo poético de la escuela de Salamanca. -La tertulia de Quintana. -Vindicación de Jovellanos.

Además de los decretos oficiales y de la economía política irreligiosa, organizada en sociedades, y de las cátedras de filosofía sensualista, era eficacísimo elemento de desorganización la poesía y la amena literatura, que en el siglo XVIII tienen poco valor estético, pero mucho interés social. Todavía quedaban en la España de entonces venerables reliquias de los buenos estudios pasados; todavía era frecuente el conocimiento de los modelos de la antigüedad griega y romana, no eran desconocidos los italianos; de los nuestros del buen siglo, sobre todo de los líricos, teníase más que mediana noticia, y algunos los imitaban con discreta habilidad en cuanto a la forma más externa. Pero todo grande espíritu literario, así el original y castizo como el de imitación sobria y potente, habían huido, y en los mejores sólo quedaba la corteza. El viento de Francia se nos había calado hasta los huesos; y el prosaísmo endeble, la timidez elegante, la etiqueta de salón, la ligereza de buen tono, el esprit enteco y aquella coquetería o sutileza de ingenio que llamaban mignardise lo iban secando todo. Ni paraba aquí el daño, porque los libros franceses, que eran entonces insano alimento de nuestra juventud universitaria, tras de difundir un sentimentalismo de mala ley, enfermizo y pedestre, nos traían todo género de utopías sociales, de bestiales regodeos materialistas y de burlas y sarcasmos contra todo lo que por acá venerábamos.

Las escasas traducciones de los enciclopedistas franceses y de sus afines que por aquellos días se hicieron no bastan ni con mucho, a dar idea de la extraordinaria popularidad de la [531] literatura de allende los puertos en España. La censura estaba vigilante, a lo menos para evitar el escándalo público de las traducciones. Del mismo Montesquieu no se conoció en lengua vulgar el Espíritu de las leyes hasta el año 20, en que Peñalver le tradujo; ni las Cartas persas hasta después de 1813, cuando el abate Marchena las hizo correr a sombra de tejado. Más suerte tuvieron las obras propiamente literarias de Voltaire; dos veces se tradujo en verso castellano su Henriada, la primera por un afrancesado, dicho D. Pedro Bazán y Mendoza (1816); la segunda, por D. José Joaquín de Virués y Espínola (1821) (2430), si bien una y otra, aunque hechas muchos años antes, se publicaron ya fuera del período que historiamos. Voltaire pasaba por oráculo literario aun entre sus enemigos; y la misma Inquisición española, que por edicto de 18 de agosto de 1762 prohibió todas sus obras aun para los que tuviesen licencias, dejaba traducir libremente sus tragedias y sus historias con tal que en la portada no se expresase el nombre del autor, mal sonante siempre a oídos piadosos. Por no haber guardado esta precaución sufrió censura La muerte de César, que tradujo el ministro Urquijo.

Por el teatro, más que por ningún otro camino, penetró Voltaire en España. Pero ha de distinguirse siempre entre las tragedias de su primera manera, simples ejercicios literarios sin mira de propaganda, y las de su vejez, muy inferiores a las otras en la relación artística, verdaderos pamphlets contra el sacerdocio, en forma dialogada, las cuales, si en la historia del arte pesan poco, para la historia de las ideas en el siglo XVIII no son indiferentes. Nuestra escena, como todas las de Europa, vivía en gran parte de los despojos de Voltaire. De su obra maestra, la Zaira, donde la inspiración cristiana y patriótica levanta a veces extraordinariamente al poeta y le hace lograr bellezas de alta ley, a despecho de su escepticismo, como si Dios se hubiera complacido en hacerle poeta, por excepción, la única vez que buscó la inspiración por buen camino, fueron leídas y aplaudidas en España hasta tres versiones sucesivas; una, de D. Juan Francisco del Postigo (D. Fernanclo Jugazzis Pilotos, 1765); otra de Olavide (1782), y otra, de D. Vicente García de la Huerta (2431) ingenio muy español y de mucha pompa y sonoridad, que fácilmente eclipsó a los restantes, dilatándose hasta nuestros días la fama tradicional de su Zaira sostenida por el recuerdo de Maiquez. El huérfano de la China, tragedia ya de decadencia, y una de aquellas en que el patriarca siguió su favorita manía de ensalzar, en odio a los hebreos, la prodigiosa antigüedad y cultura del celeste imperio, fue puesta [532] en verso castellano, con pureza de lenguaje, pero sin nervio, por D. Tomás de Iriarte y representada en los Sitios Reales para cuyo teatro tradujo por superior encargo (desde 1769 a 1772) el mismo discretísimo intérprete otras piezas dramáticas francesas, entre ellas La escocesa, comedia de Voltaire o más bien sátira indigna contra su émulo Frerón (2432). Alzira o los americanos tuvo peor suerte, cayendo en manos del inhabilísimo D. Bernardo María de Calzada (2433), que acabó de estropear aquel supuesto cuadro de costumbres americanas, en que un cacique indio se llama Zamora. Mahoma o el fanatismo, absurdo melodrama, lleno de inverosímiles horrores, con cuyo exótico tejido se propuso Voltaire herir por tabla el fanatismo cristiano, abroquelándose para mayor seguridad con una humilde dedicatoria a Benedicto XIV (2434), no llegó con eso a representarse en Francia cuando su autor lo escribió, e igual suerte tuvo en España la traducción, nada vulgar, de D. Dionisio Solís, apuntador del teatro del Príncipe, que también dejó inédita La Gazmoña o La Prude, comedia del mismo Voltaire, refundición de la escabrosísima del poeta inglés Wicherley The Plain Dealer (2435). El marqués de Palacios, D. Lorenzo de Villavel, pésimo dramaturgo, dio a las tablas la Semíramis, llegando a hacer proverbial la Sombra de Nino, que se tuvo entonces en Francia y en España por grande atrevimiento dramático. Un D. José Joaquín Mazuelo arregló a nuestra escena la Sofonisba. Y por los mismos años, en tan apartada región como Caracas, entretenía sus ocios juveniles el luego eminentísimo filósofo y poeta Andrés Bello, poniendo en endecasílabos castellanos otra de las más infelices tragedias de Voltaire, la Zulima. ¿Y cómo admiramos de que tal afición despertasen obras que hoy nos parecen tan pálidas e insignificantes, cuando recordamos que el primer ensayo del futuro poeta de los Amantes de Teruel fue, allá por los años de 1830, una refundición de la Adelaida Duguesclin, trocada en Floresinda?

Voltaire tenido hoy entre los suyos por trágico de segundo orden, y esto sólo en cuatro o cinco de sus tragedias, era para nuestros literatos de principios del siglo uno de los tres reyes de la escena, de la escena francesa se entiende, porque ellos no sabían de otra. Quintana, en su Ensayo didáctico sobre las reglas del drama (escrito en 1791), no encuentra elogio bastante para el teatro de Voltaire, «por que se propuso destruir la superstición en Mahoma y dar lecciones de humanidad en Alzira». Sus tragedias de asunto griego y romano no fueron tan bien [533] recibidas; agradaron más las de Alfieri por más austeras y republicanas, y fue suerte grande que el Bruto o Roma libre y el Orestes lograsen intérpretes como Savillón y Solís, que se acercaron muchas veces a la viril y nerviosa poesía del original italiano. Alfieri fue el ídolo de los literatos soñadores de libertades espartanas; así Cienfuegos en el Idomeneo y en el Pítaco, que la Academia Española no premió por encontrarla demasiado revolucionaria, aunque en desquite abrió las puertas al autor, y Quintana en su Pelayo, obra de efecto político, pero de ningún efecto dramático ni color local de época alguna. El teatro a fines del siglo XVIII iba tomando, más o menos inocentemente, más o menos a las claras, cierto carácter de tribuna y de periodismo de oposición. Por una parte, las declamaciones alfierianas contra el ente de razón llamado tirano, especie de cabeza de turco, en quien viene ensañándose el flujo retórico de muchos colegiales desde el siglo XVI acá. A cada paso resonaban en nuestro teatro aquellas máximas huecas de libertad política abstracta, que, juntamente con las lecciones del derecho natural de algunas universidades, iban calentando muchas cabezas juveniles y enamorándolas de un ideal mezclado de tiesura estoica y énfasis asiático, al cual se juntaba, para echarlo a perder todo, la filantropía, que Hermosilla llamó donosamente panfilismo. De aquí que la moral casera y lacrimatoria de los dramas de Diderot, dramas mímicos en gran parte, puesto que entran en ellos por mucho el gesto y las muecas, tuviese grandes admiradores, que no son tanto de culpar los pobrecillos, ya que el gran crítico alemán Lessing claudicó como ellos, elogiando en su Dramaturgia aquellos peregrinos engendros. El hijo natural fue traducido por Calzada, y del Padre de familia se hicieron nada menos que tres versiones distintas: una, del marqués de Palacios; otra, de D. Juan Estrada, y la tercera, de D. Francisco Rodríguez de Ledesma, que por entonces imitaba o parodiaba también varias tragedias de Alfieri, de ellas la Virginia y la Conjuración de los Pazzi (2436).

Así se mantuvo la tradición de este teatro precursor y compañero de las novedades políticas, del cual fueron las últimas y más señaladas muestras en las dos épocas constitucionales del 12 y del 20 La viuda de Padilla, de Martínez de la Rosa; el Lanuza, de D. Ángel Saavedra, y el Juan Calás y el Cayo Graco, traducidos de José María Chenier por D. Dionisio Solís.

No estaban tan fácilmente abiertos al nuevo espíritu otros géneros como el teatro. Sólo muy tarde y clandestinamente publicó el abate Marchena, como veremos en su biografía, su traducción exquisita, en cuanto a la lengua, de las Novelas y Cuentos de Voltaire, y del Emilio y de la Julia, de Rousseau. Un D. Leonardo de Uría trasladó en 1781 la Historia de Carlos XII, no sin que el Santo Oficio mandase borrar algunas [534] líneas (2437). Por Asturias se esparcieron en 1801 algunos ejemplares de una traducción del Contrato social, que se decía impresa en Londres en 1799, y que sirvió para perder a Jovellanos, de quien el anónimo traductor hacía grandes elogios en una nota (2438). La historia natural, de Buffon, con su teoría de la tierra y demás resabios de mala cosmogonía, fue lectura vulgar de muchos españoles desde 1785, en que D. José Clavijo y Fajardo, héroe de una historia de amor en las Memorias de Beaumarchais y en una comedia de Goethe, la tradujo con gran pureza de lengua, de tal modo que aun hoy sirve de modelo (2439). Mayor atrevimiento fue poner en castellano la Enciclopedia metódica, y, sin embargo, en tiempo de Floridablanca, el editor Sancha acometió la, empresa, contando con la protección oficial, que luego le faltó. Sólo llegaron a salir los tomos de Gramática y Literatura, cuya revisión corrió a cargo del P. Luis Mínguez, de las Escuelas Pías, buen humanista. Hasta aquí se llegó por entonces; sólo a favor de la revolución política y de la ruina del Santo Oficio corrieron de mano en mano, hasta inundar todos los rincones de la Península, los infinitos libelos anticristianos de Voltaire, Diderot, Holbach, Dupuis y Volney. En la biografía de Meléndez, su maestro, habla Quintana en términos muy embozados de cierta misteriosa causa sobre la impresión de las Ruinas, de Volney, formada después de la caída del conde de Aranda. «Vióse en ella -dice- dar a una simple especulación de contrabando el carácter de una gran conjuración política y tratar de envolver como reaccionarios y facciosos a cuantos sabían algo en España. Las cárceles se llenaron de presos, las familias de terror, y no se sabe hasta dónde la rabia y la perversidad hubieran llevado tan abominable trama si la disciplina ensangrentada de un hombre austero y respetable y el ultraje atroz que con ocasión de ella se le hizo no hubieran venido oportunamente a atajar este raudal de iniquidades» (2440). Confieso no en tender palabra de este sibilino párrafo, y todavía aumenta más mi confusión lo que en nota añade Quintana. «Para los lectores que no tengan noticias de este acontecimiento singular, no basta la indicación sumaria que aquí se hace, y quizá sería conveniente... para escarmiento público entrar en largas explicaciones. Pero el pudor y la decencia no se lo consienten a la historia.» ¿Qué escandaloso misterio habrá en todo esto?

Extendido prodigiosamente el conocimiento de la lengua francesa desde que el P. Feijoo dio en recomendarle con preferencia al de la griega, que él ignoraba, no eran necesarias traducciones para que las ideas ultrapirenaicas llegasen a noticia [535] de la gente culta. En vano menudeaba la Inquisición sus edictos. Estos mismos edictos y el Índice de 1790 y el Suplemento de 1805 denuncian lo inútil de la resistencia. No sólo figuran allí todos los padres y corifeos de la impiedad francesa, sino todos los discípulos, aun los más secundarios, y además una turbamulta de libros obscenos y licenciosos que venían mezclados con los otros, o en que la depravación moral se juntaba con la intelectual y le servía para insinuarse, a modo de picante condimento (2441). La misma abundancia de libros franceses y la exactitud con que se dan las señas indican cuán grande era la plaga. El poder real intervino a veces, pero de una manera desigual e inconsecuente, que frustró y dejó vanas todas sus disposiciones. Así, por ejemplo, en 21 de junio de 1784 se prohibió la introducción de la Enciclopedia metódica, circulando órdenes severísimas a las aduanas. En 5 de enero de 1791 se mandó entregar todo papel sedicioso y contrario a la felicidad pública. Por circulares del Consejo de 4 de diciembre de 1789, 2 y 28 de octubre de 1790 y 30 de noviembre de 1793 se vedaron, entre otras obras de menos cuenta, los opúsculos titulados La Francia libre, De los derechos y deberes del ciudadano, Correo de París o publicista francés. En el año 92 el peligro arrecia, y las prohibiciones gubernativas también. Por real orden de 15 de julio y cédula del Consejo de 23 de agosto de 1792 se manda recoger en las aduanas y enviar al Ministerio de Estado «todo papel impreso o manuscrito que trate de la revolución y nueva Constitución de Francia desde su principio hasta ahora», y no sólo los libros, sino los abanicos, cajas, cintas y otras maniobras (sic por manufacturas) que tengan alusión a los mismos asuntos. Aún es más singular y estrafalaria otra disposición de 6 de agosto de 1790, que prohíbe la venta de ciertos chalecos que traían bordada la palabra Liberté.

¿De qué serviría todo este lujo de prohibiciones, si al mismo tiempo se arrancaba al Santo Oficio, más o menos a las claras, su antigua jurisdicción sobre los libros, mandando que todos los escritos en lengua francesa se remitiesen a los directores generales de Rentas, y por éstos al gobernador del Consejo? ¿Quién no sabe que nuestras oficinas de entonces pululaban de regalistas volterianos? Por eso la legislación de imprenta en aquel desdichado período es un caos indigesto y contradictorio, masa informe de flaqueza y despotismo y monumento insigne de la torpe ignorancia de sus autores. Corruptissimae republicae plurimae leges. Las pragmáticas menudeaban y unas reñían con otras. Lo mismo se prohibían los libros en pro de la revolución que en contra; ni había en Godoy y los suyos espíritu formal [536] de resistencia, sino miedo femenil y absoluta inopia de todo propósito fecundo. En todo aquel siglo llevábamos errado el camino, y no habían de ser ellos, contagiados hasta los huesos, los que le enderezasen, reanudando el majestuoso curso de la vieja civilización española. En todo se procedía a ciegas. Un día se vedaba la entrada de la Constitución francesa (28 de julio de 1793), y al año siguiente se recogía una defensa de Luis XVI o se negaba el pase al libro de Hervás y Panduro. Se hacía un reglamento en 11 de abril de 1805 creando un juzgado de imprentas, con jurisdicción absoluta e independiente de la Inquisición y del Consejo de Castilla; y al frente del nuevo tribunal, fundado para proteger «la religión, buenas costumbres, tranquilidad pública y derechos legítimos de los príncipes», se ponía a un volteriano refinado, el abate D. Juan Antonio Melon. Así toda providencia resultaba irrisoria; los dos revisores que por real orden de 15 de octubre de 1792 (2442) habían de presidir en las aduanas al reconocimiento de los libros, lo dejaban correr todo, por malicia o por ignorancia, a título de obras desconocidas o que no constaban nominatim en los índices, siendo imposible que éstos abarcasen todos los infinitos papeles clandestinos que abortaban sin cesar las prensas francesas, ni mucho menos contuvieran los dobles y triples títulos con que una misma obra se disimulaba. Además era frecuente poner en los tejuelos un rótulo muy diverso del verdadero contenido del libro, y no era caso raro que las cubiertas de un San Basilio o de un San Agustín sirviesen para amparar volúmenes de la Enciclopedia. No exagero si digo que hoy mismo están inundadas las bibliotecas particulares de España de ejemplares de Voltaire, Rousseau, Volney, Dupuis, etc., la mayor parte de los cuales proceden de entonces. En tiendas de los libreros se agavillaban los descontentos para conspirar casi públicamente, tratando de subvertir nuestra Constitución política. Así lo dice una ley de enero de 1798, que encarga, asimismo, inútil vigilancia, a los rectores de universidades, colegios y escuelas para que no dejen en manos de los estudiantes libros prohibidos, ni permitan defender conclusiones impías y sediciosas. En esto el escándalo había llegado a su colmo. En abril de 1791 sostuvo en la Universidad de Valladolid el doctor D. Gregorio de Vicente, catedrático de Filosofía, veinte proposiciones saturadas de naturalismo (2443) sobre el modo de examinar, defender y estudiar la verdadera religión. La primera decía a la letra: «No podemos creer firmemente lo que no hemos visto ni oído.» El Santo Oficio prohibió las conclusiones por edicto de 2 de diciembre de 1797, y el Dr. Vicente abjuró con penitencias, después de una prisión de ocho años, salvándole de [537] mayor rigor la protección de un tío suyo inquisidor de Santiago. Tan graves eran sus proposiciones, aunque a Llorente le parecieron ortodoxas (2444). Hasta siete u ocho cuadernos más de conclusiones escandalosas tuvo que recoger la Inquisición en menos de nueve años. ¡Cuántas más se sostendrían en actos públicos, sin imprimirse!

Las huellas de esta anarquía y depravación intelectual han quedado bien claras en la literatura del siglo XVIII, y ciego será quien no las vea. Hay quien descubre ya huellas de espíritu volteriano en tiempo de Felipe V, y trae a cuento la sazonadísima sátira de D. Fulgencio Afán de Ribera intitulada Virtud al uso y mística a la moda (2445). Prescindamos de que en 1729, en que las cartas de Afán de Ribera salieron a luz, apenas comenzaba a darse a conocer Voltaire en su propia tierra, y más como poeta que como librepensador. Pero, fuera de esto, la Virtud al uso, aunque es cierto que la Inquisición (2446) la prohibió por el peligro de que las burlas del autor sobre la falsa devoción se tomasen por invectiva contra la devoción verdadera, no arguye espíritu escéptico ni la más leve irreligiosidad en el ánimo de su autor, que era en ideas y estilo un español de la vieja escuela, tan desenfadado como los del siglo XVII, pero tan buen creyente como ellos. Sus libertades son a lo Quevedo y a lo Tirso. Más que otra cosa, su libro parece una chanza sangrienta contra los iluminados y molinosistas.

Por entonces, nadie hacía gala de las condenaciones del Santo Oficio, antes remordían o pesaban en la conciencia cuando por ignorancia o descuido se incurría en ellas. Al buen doctor D. Diego de Torres y Villarroel le prohibieron un cuaderno intitulado Vida natural y católica, y él, cuando oyó leer por acaso el edicto en una iglesia de Madrid, «atemorizado y poseído de rubor espantoso, se retiró a buscar el ángulo más oscuro del templo, y luego por las callejas más desusadas se retiró a su casa, pareciéndole que las pocas gentes que le miraban eran ya noticiosas de su desventura y le maldecían en su interior».

Pero cambiaron los tiempos, y llegaron otros en que, como decía el coplero Villarroel, distinto del Dr. Torres:

Hasta la misma herejía,

si es de París, era acepta.

«Comíamos, vestíamos, bailábamos y pensábamos a la francesa», añade Quintana, y la autoridad es irrecusable. En lo literario, quizá Moratín el padre y algún otro se libraron a veces del contagio; en las ideas, casi ninguno. Gloria fue de D. Nicolás resistir noblemente las sugestiones del conde de Aranda, que le inducía a escribir contra los jesuitas, a lo cual respondió con aquellos versos del Tasso: [538]

Nessuna a me col busto esangue e muto

riman piu guerra: egli mori qual forte (2447).


Algún tributo pagó en sus mocedades a la poesía licenciosa (2448), llaga secreta de aquel siglo e indicio no de los menores de la descomposición interior que le trabajaba. No es lícito sacar a plaza ni los títulos siquiera de composiciones infandas que, por honra de nuestras letras, hemos de creer y desear que no estén impresas, pero sí es necesario dejar consignado el fenómeno histórico de que, así en la literatura castellana y portuguesa como en la francesa e italiana, fueron los versos calculadamente lúbricos y libidinosos (no los ligeros, alegres y de burlas, desenfado más o menos intolerable de todas épocas, a veces sin extremada malicia de los autores) una de las manifestaciones más claras, repugnantes y vergonzosas del virus antisocial y antihumano que hervía en las entrañas de la filosofía empírica y sensualista, de la moral utilitaria y de la teoría del placer. Todos los corifeos de la escuela francesa, desde Voltaire, con su sacrílega Pucelle d'Orleans y con los cuentos de Guillermo Vadé, hasta Diderot, con el asqueroso fango de las Alhajas indiscretas o de La religiosa, mancharon deliberadamente su ingenio y su fama en composiciones obscenas y monstruosas, no por desenvoltura y fogosidad juvenil, sino por calculado propósito de poner las bestialidades de la carne al servicio de las nieblas y ceguedades del espíritu. No era la lujuria grosera de otros tiempos, la de nuestro Cancionero de burlas, por ejemplo, sino lujuria reflexiva, senil, refinada y pasada por todas las alquitaras del infierno. ¡Cuánto podía decirse de esta literatura secreta del siglo XVIII y de sus postreras heces en el XIX (2449) si el pudor y el buen nombre de nuestras letras no lo impidiesen! ¡Cuánto de los cuentos del fabulista Samaniego y de aquellos cínicos epigramas contra los frailes atribuidos a una principalísima [539] señora de la corte que por intermitencias alardeaba de austeridades jansenistas!

Y, aun sin descender a tales spintrias y lodazales, es siempre mal rasgo para el historiador moralista la abundancia inaudita de la poesía erótica, no apasionada y ardiente, sino de un sensualismo convencional, amanerado y empalagoso, de polvos de tocador y de lunares postizos; mascarada impertinente de abates, petimetres y madamiselas disfrazados de pastores de la Arcadia; contagio risible que se comunicó a toda Europa so pretexto de imitación de lo antiguo, como si la antigüedad, aun en los tiempos de su extrema decadencia, aun en os desperdicios de la musa elegíaca del Lacio, si se exceptúa a Ovidio, hubiera tenido nunca nada de común con esa contrahecha, fría, desmazalada y burdamente materialista apoteosis de la carne, no por la belleza, sino por el deleite. Y crece el asombro cuando se repara que la tal poesía era cultivada en primer término por graves magistrados y por doctos religiosos y por estadistas de fama, y, lo que aún es más singular que todo, valía togas y embajadas y aun prebendas y piezas eclesiásticas. Hasta treinta y tres odas, entre impresas e inéditas, dedicó Meléndez a la paloma de Filis y a sus caricias y recreos, sin que, a pesar de la mórbida elegancia del estilo del poeta, resultasen otra cosa que treinta y tres lúbricas simplezas, cuya lectura seguida nadie aguanta. ¡Todo para decir mal y prolijamente lo que un gran poeta de la antigüedad dijo en poco más de dos versos:

............plaudentibus alis

insequitur, tangi patiens, cavoque foveri

laeta sinu, et blandas iterans gemebunda querelas!

¿Qué decir de un poeta que se imagina convertido en palomo, y a su amada en paloma, cubriendo a la par los albos huevos? Y no digamos nada de la intolerable silva de El palomillo, que el mismo Meléndez no se atrevió a imprimir, aunque su indulgente amigo Fr. Diego González la ponía por las nubes (2450). Del mismo género son La gruta del amor, El lecho de Filis, y otras muchas, cuyos solos títulos, harto significativos, justifican demasiado la tacha de afeminación y molicie que les puso Quintana en medio de la veneración extraordinaria que por su maestro sentía. Que un magistrado publicara sin extrañeza de nadie volúmenes enteros de esta casta de composiciones, es un rasgo característico del siglo XVIII. Lo mismo escribían todos cuando escribían de amores; poesías verdaderamente apasionadas, de fijo no hay una sola. Cadalso anduvo frenético y delirante por una comedianta, la quiso aun después de muerta, y hasta intentó desenterrar con sacrílegos intentos su cadáver; y, con todo eso, no hay un solo rasgo de emoción en los versos que la dedicó, ni en las afectadísimas Noches que compuso siguiendo a Young (2451). [540]

Este coronel Cadalso, ingenio ameno y vario, maestro de Meléndez y uno de los padres y organizadores de la escuela salmantina, se había educado en Francia, y volvió de allí encantado, según dice su biógrafo, «de Voltaire, de Diderot y de Montesquieu». Imitó las Cartas persas, del último, en unas Cartas marruecas, harto más inocentes que su modelo, y aun tan inocentes, que llegan a rayar en insípidas. El espíritu no es malo en general, y parece como que tira a defender a España de las detracciones del mismo Montesquieu y otros franceses.

De Cadalso no consta que fuese irreligioso; del fabulista Iriarte y de su émulo D. Félix María Samaniego, sí; y ambos dieron en qué entender al Santo Oficio. Llorente (2452) cuenta mal y con oscuridad entrambos procesos o porque no los supiera bien o porque quisiera disimular. Sólo dice de D. Tomás de Iriarte «que fue perseguido por la Inquisición en los últimos años del reinado de Carlos III como sospechoso de profesar la filosofía anticristiana; que se le dio por cárcel la villa de Madrid, con orden de comparecer cuando fuese llamado; que el procedimiento se instruyó en secreto; que se declaró a Iriarte leviter suspectus y que abjuró a puerta cerrada, imponiéndosele ciertas penitencias». La tradición añade que entonces fue desterrado a Sanlúcar de Barrameda.

Aunque por los altos empleos y el favor notorio que Iriarte y sus hermanos disfrutaban en la corte se hizo noche alrededor del proceso, aun existen la pieza capital de él, mejor dicho, el cuerpo del delito, el cual no es otro que una fábula que, después de andar mucho tiempo manuscrita en poder de curiosos, llegó a estamparse en El Conciso, periódico de Cádiz, durante primera época constitucional, y de allí pasó a la Biblioteca Selecta, publicada por Mendíbil y Silvela en Burdeos el año 1819. Es la poesía heterodoxa más antigua que yo conozco en lengua castellana. Se titula La barca de Simón, es decir, la de San Pedro:

Tuvo Simón una barca

no más que de pescador,

y no más que como barca

a sus hijos la dejó.

Mas ellos tanto pescaron

e hicieron tanto doblón,

que ya tuvieron a menos

no mandar buque mayor.

La barca pasó a jabeque,

luego a fragata pasó;

de aquí a navío de guerra,

y asustó con su cañón.

Mas ya roto y viejo el casco

de tormentas que sufrió,

se va pudriendo en el puerto.

¡Lo que va de ayer a hoy! [541]

Mil veces lo ha carenado,

y al cabo será mejor

desecharle y contentarnos

con la barca de Simón (2453).


Samaniego, sobrino del conde de Peñaflorida y uno de los fundadores de la Sociedad Económica Vascongada, se había educado en Francia, y, conforme narra su excelente biógrafo D. Eustaquio Fernández de Navarrete (2454), «allí le inocularon la irreligión: su corazón vino seco; se aumentó la ligereza de su carácter, y trajo de Francia una perversa cualidad, que escritores franceses han mirado como distintivo de su nación, y es la de considerar todas las cosas, aun las más sagradas, como objeto de burla o chacota». Pero no era propagandista, y se contentó con ser cínico y poeta licencioso al modo de La Fontaine, pues sabida cosa es que los fabulistas, como todos los moralistas laicos, han solido ser gente de muy dudosa moralidad. Compuso, pues, Samaniego, aparte de sus fábulas, una copiosa colección de cuentos verdes, que algunos de sus amigos más graves (mentira parecería si no conociéramos aquel siglo) le excitaban a publicar, y que todavía corren manuscritos o en boca de la gentes por tierras de Álava y la Rioja. En ellos suelen hacer el gasto frailes, curas y monjas, como era entonces de rigor. Tales desahogos, sin duda, y además las ideas non sanctas y los chistes de mala ley que Samaniego vertía en sus conversaciones, y que debían de escandalizar mucho más en un país como el vascongado, hicieron que el Tribunal de Logroño se fijara en él y hasta dictase auto de prisión en 1793. Samaniego, hombre de ilustre estirpe y muy bien emparentado, logró parar el golpe, yéndose sin tardanza a Madrid, donde, por mediación de su amigo D. Eugenio Llaguno, ministro de Gracia y Justicia, se arregló privadamente el asunto con el inquisidor general, Abad y la Sierra, jansenista declarado y grande amigo de Llorente.

Así y todo, es tradición en las Provincias que, a modo de penitencia, se ordenó a Samaniego residir algún tiempo en el amenísimo retiro del convento de carmelitas llamado el Desierto, entre Bilbao y Portugalete. Los frailes le recibieron y trataron con agasajo, y él les pagó con una sátira famosa y algunas partes saladísima, donde quiere pintar la vida monástica como tipo de ociosidad, regalo y glotonería (2455):

Verá entrar con la mente fervorosa

por su puerta anchurosa

los gigantescos legos remangados,

cabeza erguida, brazos levantados, [542]

presentando triunfantes

tableros humeantes,

coronados de platos y tazones,

con anguilas, lenguados y salmones.

Verá, digo, que el mismo presidente

levante al cielo sus modestas manos...

y al son de la lectura gangueante,

que es el ronco clarín de esta batalla,

todo el mundo contempla, come y calla.

Samaniego murió cristianamente, encargando al clérigo que le asistía que quemase sus papeles. Por desgracia, de los Cuentos (2456) habían corrido muchas copias, y la colección existe casi entera, aunque ha de advertirse que la gente de La Guardia y de otras partes de la Rioja alavesa la adiciona tradicionalmente con mil dicharachos poco cultos, que no es verosímil que saliesen nunca de los labios ni de la pluma de Samaniego, el cual era malicioso, pero con la malicia elegante de La Fontaine. Ejemplo sea, en otro género, aquel epigrama contra Iriarte:

Tus obras, Tomás, no son

ni buscadas ni leídas,

ni tendrán estimación,

aunque sean prohibidas

por la Santa Inquisición.

Y era verdad, aunque triste, por aquellos días, y bastante por sí sola para dar luz sobre el espíritu reinante, que las prohibiciones inquisitoriales eran doble incentivo y a veces el único para que se leyera un libro. Tal fue el caso del Eusebio, novela pedagógica de Montengón (2457). Montengón había sido novicio jesuita, participó noble y voluntariamente del destierro de la Compañía y la siguió en todas sus fortunas. No hay motivo para sospechar de la pureza de su fe. Y, sin embargo, poniéndose a imitar con escasa fortuna el Emilio, de Rousseau (2458) incurrió, como su modelo, en el yerro trascendental de no dar a su educando, en los dos primeros volúmenes, ninguna noción religiosa, ni aun de religión natural, ni siquiera las de existencia de Dios e inmortalidad del alma. Los únicos que tienen religión en el libro son los cuáqueros, de quienes el autor hace extremadas ponderaciones.

El escándalo fue grande, y aunque Montengón acudió a remediar el daño en los dos tomos siguientes, la Inquisición [543] prohibió el Eusebio, que logró con esto fama muy superior a su mérito; tanto, que para atajar el daño pareció mejor consejo irle expurgado en 1807. Desde entonces nadie leyó el Eusebio (2459).

Montengón, sin ser propiamente enciclopedista, adolecía de la confusión de ideas, propias de su tiempo. Así le vemos ensalzar, por una parte, en prosaicas odas a Aranda y a Campomanes, y presentar, por otra, en su novela pastoril El Mirtilo, la caricatura de un hidalgo portugués, especie de D. Quijote de la falsa filosofía, que va por la tierra desfaciendo supersticiones, al modo de aquel Mr. Le-Grand que, en tiempos más cercanos a nosotros, retrató con tosco pincel Siñériz, echando a perder un hermoso asunto.

Desfacedores de supersticiones comenzaban a ser, en tiempo de Montengón, los periodistas, mala y diabólica ralea, nacida para extender por el mundo la ligereza, la vanidad y el falso saber, para agitar estérilmente y consumir y entontecer a los pueblos, para halagar la pereza y privar a las gentes del racional y libre uso de sus facultades discursivas, para levantar del polvo y servir de escabel a osadas medianías y espíritus de fango, dignos de remover tal cloaca. Los papeles periódicos no habían alcanzado en tiempos de Carlos III la triste influencia que hoy tienen, y, aunque bastantes en número para un tiempo de régimen absoluto, se reducían a hablar de literatura, economía política, artes y oficios, con lo cual el mayor daño que podían hacer, y de hecho hacían, era fomentar la raza de los eruditos a la violeta, que Cadalso analizó, clasificó y nombró con tanta gracia, por lo mismo que él pertenecía a aquella especie nueva; a la manera que el francés Piron, tenacísimo en la manía de versificar, alcanzó por una vez en su vida la belleza literaria cuando hizo de su predilecta afición el asunto de su deliciosa comedia la Metromanía, que vivirá cuanto viva la lengua francesa.

Una ley de 2 de octubre de 1788 (no incluida en la Novísima) encarga a los censores especial cuidado para impedir que en los papeles públicos y escritos volantes «se pongan expresiones torpes o lúbricas, ni sátiras de ninguna especie, ni aun de materias políticas, ni cosas que desacrediten las personas, los teatros e instrucción nacional, y mucho menos las que sean denigrativas al honor y estimación de comunidades o personas de todas clases, estados, dignidades o empleos, absteniéndose de cualesquiera voces o cláusulas que puedan interpretarse o tener alusión directa contra el Gobierno y sus magistrados», etc.

A pesar de tan severas restricciones, como la fermentación de las ideas era grande, el espíritu enciclopédico se abrió fácil camino en las prensas, comenzando por atacar el antiguo teatro religioso y conseguir la prohibición de los autos sacramentales. [544]

Así lo hicieron Clavijo y Fajardo en varios artículos de El Pensador (1762), colección de ensayos a la manera de los del Spectator, de Addison; y Moratín el padre, en los Desengaños al teatro español, que, si no eran periódicos ni salían en plazo fijo, por lo menos deben calificarse de hojas volantes análogas al periodismo.

Otros fueron más lejos, y especialmente El Censor, que dirigía el abogado D. Luis Cañuelo, asistido por un cierto Pereira y por otros colaboradores oscuros, a los cuales se juntaba de vez en cuando alguno muy ilustre. Allí se publicaron por primera vez, desgraciadamente con mutilaciones que hoy no podemos remediar, las dos magníficas sátiras de Jovellanos y la Despedida del anciano, de Meléndez. El Censor fue desde el principio un periódico de abierta oposición, distinto de las candorosas publicaciones que le habían antecedido. «Manifestó -dice Sempere y Guarinos (2460)- miras arduas y arriesgadas, hablando de los vicios de nuestra legislación, de los abusos introducidos con pretexto de religión, de los errores políticos y de otras cosas semejantes.» En 1781 comenzó a publicarse, y los números llegaron a 161, aunque fue prohibido y recogido el 79 por real orden de 29 de noviembre de 1785. Sus redactores hacían gala de menospreciar y zaherir todas las cosas de España so pretexto de desengañarla, quejándose a voz en grito de que una cierta teología, una cierta moral, una cierta jurisprudencia y una cierta política nos tuviesen ignorantes y pobres, y repitiendo en son de triunfo aquella pregunta de la Enciclopedia: «¿Qué se debe a España? ¿Qué han hecho los españoles en diez siglos?» Llegaron a atribuir sin ambages nuestro abatimiento, ignominia, debilidad y miseria a la creencia en la inmortalidad del alma, puesto que, absortos con la esperanza de la vida futura, y no concibiendo más felicidad verdadera y sólida que aquélla, descuidábamos la corporal y terrena (Disc. 113, p. 849). Allí salieron a relucir por primera vez los obstáculos tradicionales, y El Censor se encarnizó, sobre todo, en la que podamos llamar crítica de sacristía, llenando sus números ya de vehementes invectivas contra la superstición, ya de burlas volterianas sobre las indulgencias, y las novenas, y el escapulario de la Virgen del Carmen, [545] y todo género de prácticas devotas. Otro día ofreció una recompensa al que presentase el título de cardenal para San Jerónimo y el de doctora para Santa Teresa de Jesús, e hizo gran chacota de los nombres pomposos que daban los frailes a los santos de su orden: el melifluo, el angélico, el querubín, el seráfico. Por todo esto, Cañuelo fue delatado varias veces al Santo Oficio, tuvo que abjurar de levi, a puerta cerrada, y mató el periódico a los cuatro años de publicación. También Clavijo y Fajardo, aunque se había aventurado menos, fue condenado a penitencias secretas y abjuró de levi como sospechoso de naturalismo, deísmo y materialismo, cosa nada de extrañar en quien había tratado familiarmente a Voltaire y al conde de Buffon en París.

A pesar de estos escarmientos y de las severas providencias oficiales para que «se respetase con veneración suma nuestra religión santa y todo lo que es anexo a ella», no cesó aquella plaga de críticos y discursistas menudos de que Forner se quejaba. De las ruinas de El Censor se alzaron, con el mismo espíritu. El Corresponsal del Censor y El Correo de los Ciegos de Madrid, y algo participó de él, aunque menos, El Apologista Universal (2461) que redactaba solo el P. M. Fr. Pedro Centeno, de la Orden de San Agustín, lector de artes en el colegio de D.ª María de Aragón. Sólo llegaron a salir catorce números, en que hay chistes buenos y otros pesados y frailunos. Vir fuit -dice del P. Centeno el último bibliógrafo de su Orden- acri ingenio praeditus atque ad satyricorum sermonem propensiori. El propósito de su periódico, es decir, defender en burlas a todos los malos escritores, requería, con todo, mayor ingenio que el suyo, y especialmente uso discreto y sazonado de la ironía para que no resultase monótona.

El P. Centeno no se iba a la mano en sus chistes y buen humor aun sobre cosas y personas eclesiásticas. Además le tildaban de jansenista, como a otros agustinos de San Felipe el Real, y por lo menos era atrevido, temerario e imprudente en sus discursos. Así es que llovieron contra él denuncias, en que ya se le acusaba de impiedad, ya de luteranismo, ya de jansenismo, según el humor y las entendederas de cada denunciante. La Inquisición le procesó a pesar de los esfuerzos que hizo Floridablanca para impedirlo. Se le condenó como vehementer suspectus de haeresi; abjuró, con diversas penitencias, y murió recluso y medio loco en un convento. Si hemos de creer a Llorente, los capítulos de acusación fueron: 1.º Haber desaprobado muchas prácticas piadosas, especialmente las novenas, rosarios, procesiones, estaciones, etc., mostrando mala voluntad [546] decidida contra las obras exteriores. 2.º Haber negado la existencia del limbo de los niños, obligando, como censor eclesiástico, al editor de un catecismo para las escuelas gratuitas de Madrid a suprimir la pregunta y la respuesta, so color de que, no siendo punto de dogma la existencia del limbo, no debía incluirse en un catecismo (2462).

Es error vulgar atribuir al P. Centeno la Crotalogía o ciencia de las castañuelas (2463). Esta donosa sátira contra la filosofía analítica de los condillaquistas y el método geométrico de los wolfianos es obra de un ingenio mucho más culto y ameno que él; de su compañero Fr. Juan Fernández de Rojas, uno de los poetas de la escuela salmantina, discípulo de Fr. Diego González y amigo de Jovellanos y Meléndez.

El P. Fernández jansenizaba no poco, como lo muestra El pájaro en la liga, y aun quizá volterianizaba. Por de contado era religioso demasiado alegre y poco aprensivo, como quien en sus versos inéditos se lamenta de ser fraile, siendo cuerdo y joven (2464). Pero el mal gusto le desagradaba en todas partes. ¡Y ojalá que su sátira hubiese perdido toda aplicación! Pero por desdicha viven pedanterías científicas iguales a las que el P. Fernández trató de desterrar, y nunca he podido leer los prolegómenos, introducciones y planes de los llamados en España krausistas sin acordarme involuntariamente de las definiciones, axiomas y escolios de la Crotalogía: «El objeto de la crotalogía son las castañuelas debidamente tocadas.» -«En suposición de tocar, mejor es tocar bien, que tocar mal.» -«Un mismo cuerpo no puede a un mismo tiempo tocar y no tocar las castañuelas.» -«El que no toca las castañuelas no se puede decir que las toca ni bien ni mal.»

También hizo el P. Fernández una muy amena rechifla del Hombre estatua, de Condillac, lamentándose él, por su parte, [547] de no haber podido exornar su libro con una estatua que, a fuerza de definiciones, corolarios, hipótesis y problemas, bailase el bolero y tocara perfectísimamente las castañuelas.

Mal debían saberles estas burlas del P. Fernández a sus amigos de Salamanca, grandes apasionados de Condillac y de Destutt-Tracy y muy dados a filosofar en verso. Este que pudiéramos llamar filosofismo poético es la segunda manera de Meléndez, y de él lo aprendieron y exageraron Cienfuegos y Quintana. Aconteció un día que Jovellanos (2465), espíritu grave y austero, llegó a empalagarse del colorín de Batilo y de la palomita de Filis, y aconsejó a su dulce Meléndez que se dedicara a la poesía seria y filosófica. Meléndez, que era dócil, tomó al pie de la letra el consejo y, abandonando la poesía amorosa y descriptiva, a la cual su genio le llamaba, se empeñó de todas veras en hacer discursos, epístolas y odas filosóficas, imitando el Ensayo sobre el hombre, de Pope, y las Noches, de Young, y la Ley natural, de Voltaire; libros que se leían asiduamente en Salamanca, y todavía más el Emilio, de Juan Jacobo, y la Nueva Eloísa y el Contrato social.

De todo ello hay huellas innegables en la poesía de Meléndez, que no era filósofo, pero ponía en verso las ideas corrientes en su tiempo: ese amor enfático y vago a la humanidad, esa universal ternura, ese candoroso e indefinido entusiasmo por las mejoras sociales. En la hermosa epístola a Llaguno cuando fue elevado al ministerio de Gracia y justicia llamaba a las universidades

...............tristes reliquias

de la gótica edad...............

y pedía que no quedase en pie

una columna, un pedestal, un arco

de esa su antigua gótica rudeza.

Cantó la mendiguez y la beneficencia, porque

............su tierno pecho

fue formado............

para amar y hacer bien............

Dijo con más retórica que sinceridad que en menos estimaba una corona que hacer un beneficio (seguro de que la corona nadie había de ofrecérsela); ponderó la bondad de los salvajes.

............Preciosa mucho más que la cultura

infausta, que corrompe nuestros climas

con brillo y apariencias seductoras. [548]

....................................................................

Su pecho sólo a la virtud los mueve,

la tierna compasión es su maestra

y una innata bondad de ley les sirve.

................................................................

Una choza, una red, un arco rudo,

tales son sus anhelos...............

¿Cómo habían de creer estos hombres las declaraciones que escribían, y que puso en moda Rousseau, sobre la excelencia, virtud y felicidad de los caníbales y antropófagos? ¡Con cuánta razón envuelta en chanza, al acabar de leer la primera paradoja de Juan Jacobo, le escribía Voltaire: «Cuando os leo, me clan ganas de andar en cuatro pies»! ¡Y con cuán amarga profundidad sostuvo José de Maistre, en las Veladas de San Petersburgo, que los salvajes no son humanidad primitiva, sino humanidad degenerada!

Pero Meléndez sólo buscaba tema para amplificaciones retóricas, y de esto adolecen sobremanera sus epístolas, por otra parte bellísimas a trozos, aunque sean sus menos conocidas composiciones. Tampoco lo es mucho la oda Al fanatismo, no de las mejores suyas por más que tenga hondamente estampado el cuño de la época:

El monstruo cae, y llama

al celo y al error; sopla en su seno,

y a ambos al punto en bárbaros furores

su torpe aliento inflama.

La tierra, ardiendo en ira,

se agita a sus clamores;

iluso el hombre y de su peste lleno,

guerra y sangre respira,

y, envuelta en una nube tenebrosa,

o no habla la razón o habla medrosa.

.............................................................

Entonces fuera cuando

aquí a un iluso extático se vía,

vuelta la inmóvil faz al rubio oriente,

su tardo dios llamando;

en sangre allí teñido

el bonzo penitente;

sumido a aquel en una gruta umbría;

y el rostro enfurecido,

señalar otro al vulgo fascinado

lo futuro, en la trípode sentado.

.............................................................

De puñales sangrientos

armó de sus ministros, y lucientes

hechas la diestra fiel; ellos clamaron,

y los pueblos, atentos

a sus horribles voces,

corriendo van; temblaron

los infelices reyes, impotentes

a sus furias atroces, [549]

Y, ¡ay!, en nombre de Dios gimió la tierra

en odio infando y execrable guerra.

Todo esto y lo demás que se omite es ciertamente una hinchada declamación, muy lejana de la pintoresca energía que tiene en Lucrecio el sacrificio de Ifigenia o el elogio de Epicuro; pero la historia debe registrarlo a título de protesta contra el Santo Oficio, al cual van derechos en la intención los dardos de Meléndez por más que afecte hablar sólo de los mahometanos, de los brahmanes y de los gentiles.

Blanco White dice rotundamente que Meléndez era el único español que él había conocido que, habiendo dejado de creer en el catolicismo, no hubiera caído en el ateísmo... «Era -añade- un devoto deísta por ser naturalmente religioso o por tener muy desarrollado, como dicen los frenólogos, el órgano de la veneración» (2466). ¿Dirá la verdad Blanco White? ¿Es posible que no fuera cristiano en el fondo de su alma el que escribió las hermosas odas de La presencia de Dios y de La prosperidad aparente de los malos, levantándose en ellas a una pureza de gusto a que nunca llega en sus demás composiciones? ¿Basta el arte a remedar así la inspiración religiosa? ¿Basta el seco deísmo a encender en el alma tan fervorosos afectos?

Lo cierto es que las ideas del tiempo trabajaron reciamente su alma. En 1796 fue denunciado a la Inquisición de Valladolid por haber leído libros prohibidos y gustar de ellos, especialmente de Filengieri, Rousseau y Montesquieu. Faltaron pruebas, y la causa no pasó adelante (2467). Esto es lo único que apunta Llorente. No anda mucho más explícito Quintana en la vida de su maestro, y aun lo que dice parece aludir más bien a una persecución política y a intrigas palaciegas, que produjeron el destierro del poeta a Zamora en 1802. Su amantísimo discípulo nos dice de él, en son de elogio, que «pensaba como Turgot, como Condorcet y como tantos otros hombres respetables que esperan del adelantamiento de la razón la mejora de la especie humana y no desconfían de que llegue una época en que el imperio del entendimiento extendido por la tierra dé a los hombres aquel grado de perfección y felicidad que es compatible con sus facultades y con la limitación de la existencia de cada individuo». Era, pues, creyente en la doctrina del progreso indefinido, y a su modo intentó propagarla artísticamente, aunque su índole de poeta tierno y aniñado sólo consiguió viciarse con tales filosofías, que parecen en él artificiales y superpuestas. [550]

De esta escuela, que Hermosilla y Tineo llamaban con sorna anglo-galo-filosófico-sentimental, fueron los principales discípulos Cienfuegos y Quintana, con una diferencia capitalísima entre los dos, aparte de la distancia inconmensurable que hay en genio y gusto. Cienfuegos, que viene a ser una caricatura de los malos lados del estilo de Meléndez, a la vez que un embrión informe de la poesía quintanesca y hasta de cierta poesía romántica, y aun de la mala poesía sentimental, descriptiva, nebulosa y afilosofada de tiempos más recientes, no es irreligioso, o a lo menos no habla de religión ni en bien ni en mal; tampoco es revolucionario positivo, digámoslo así, y demoledor al modo de Quintana; es simplemente hombre sensible y filántropo, que mira como amigo hermanal (sic) a cada humano; soñador aéreo y utopista que pace y alimenta su espíritu con quimeras de paz universal y se derrite y enloquece con los encantos de la dulce amistad, llamando a sus amigos en retumbantes apóstrofes: «Descanso de mis penas, consuelo de mis aflicciones, remedio de mis necesidades, númenes tutelares de la felicidad de mi vida.» Nunca fue más cómica la afectación de sensibilidad, y cuanto dice el adusto Hermosilla (2468) parece poco. Pasma tanto candor, verdadero o afectado. Unas veces quiere el poeta, entusiasmado con los idilios de Gessner, hacerse suizo, y sin tardanza exclama en un castellano bastante turbio y exótico como suele ser el suyo:

¡Oh Helvecia, oh región donde natura

para todos igual, ríe gozosa

con sus hijos tranquilos y contentos!

¡Bienhadado país! ¡Oh quién me diera

a tus cumbres volar! Rustiquecido

con mano indiestra, de robustas ramas

una humilde cabaña entretejiera,

y ante el vecino labrador rendido le dijera

«Oye a un hombre de bien.»

Otras veces se queja de que el octubre empampanado no le cura de sus melancolías, las cuales nacen de ver que el hombre rindió su cuello

a la dominación que injusta rompe

la trabazón del universo entero,

y al hombre aísla y a la especie humana.

A veces, a fuerza de inocencia, daba en socialista. La oda en alabanza de un carpintero llamado Alfonso (2469) pasa de democrática y raya en subversiva: [551]

¿Del palacio en la mole ponderosa

que anhelantes dos mundos levantaron

sobre la destrucción de un siglo entero

morará la virtud? ¡Oh congojosa

choza de infeliz! A ti volaron

la justicia y razón desde que fiero,

ayugando al humano,

de la igualdad triunfó el primer tirano.

¿Pueden honrar el apolíneo canto

cetro, torsión y espada matadora,

insignias viles de opresión impía?

Y luego, encarándose con los reyes y poderosos de la tierra, los llama generación del crimen laureado. Así, merced a indigestas y mal asimilados lecturas, iba educándose la raza de los padres conscriptos del año 12 y de los españoles justos y benéficos, para quienes ellos con simplicidad pastoril legislaron.

He dicho que Cienfuegos, aparte de alguna alusión muy transparente del Idomeneo contra los sacerdotes y el llamar en la misma tragedia a la razón único oráculo que al hombre dio la deidad, respetó en lo externo el culto establecido. No así Quintana, propagandista acérrimo de las más radicales doctrinas filosóficas y sociales de la escuela francesa del siglo pasado. Las incoloras utopías de Cienfuegos se truecan en él en resonante máquina de guerra; los ensueños filantrópicos, en peroraciones de club; el Parnaso, en tribuna; las odas, en manifiestos revolucionarios y en proclamas ardientes y tumultuosas; el amor a la Humanidad, en roncas maldiciones contra la antigua España, contra su religión y contra sus glorias. Era gran poeta, lo confieso, y por eso mismo fue más desastrosa su obra. Dígase en buen hora, como demostró Capmany, que no es modelo de lengua que abunda en galicismos y neologismos de toda laya y, lo que es peor, que amaneró la dicción poética con un énfasis hueco y declamatorio. Dígase que la elocuencia de sus versos es muchas veces más oratoria que poética y aun más retórica y sofística que verdaderamente oratoria. Dígase que la tiesura y rigidez sistemática y el papel de profeta, revelador y hierofante constituyen en el arte un defecto no menor que la insipidez bucólica o anacreóntica y que tanto pecado y tanta prostitución de la poesía es arrastrarla por las plazas y convertirla en vil agitadora de las muchedumbres como en halagadora de los oídos de reyes y próceres y en instrumento de solaces palaciegos. Dígase, y no dudará en decirlo quien tenga verdadero entendimiento de la belleza antigua, que Quintana podrá ser gentil porque no es cristiano, pero no es poeta clásico, a menos que el clasicismo no se entienda a la francesa o al modo italiano [552] de Alfieri, porque todo lo que sea sobriedad, serenidad, templanza, mesura y pureza de gusto está ausente de sus versos (hablo de los más conocidos y celebrados), lo cual no obsta para que sea uno de los poetas más de colegio y más lleno de afectaciones y recursos convencionales. Dígase, en suma, porque esto sólo le caracteriza, que fue en todo un hombre del siglo XVIII y que, habiendo vivido ochenta y cinco años y muerto ayer de mañana, vivió y murió progresista, con todos los resabios y preocupaciones de su juventud y de su secta, sin que la experiencia le enseñase nada ni una sola idea nueva penetrase en aquella cabeza después de 1812. Por eso se condenó al silencio en lo mejor de su vida. Se había anclado en la Enciclopedia y en Rousseau; todo lo que tenía que decir, ya estaba dicho en sus odas. Así envejeció, como ruina venerable, estéril e infructuoso, y, lo que es más, ceñudo, y hostil para todo lo que se levantaba en torno suyo, no por envidia, sino porque le ofendía el desengaño.

Así y todo, aquel hombre era gran poeta, y no es posible leerle sin admirarle y sin dejarse arrebatar por la impetuosa corriente de sus versos, encendidos, viriles y robustos. No siente ni ama la naturaleza; del mundo sobrenatural nada sabe tampoco; rara vez se conmueve ni se enternece; como poeta amoroso, raya en insulso; el círculo de sus imágenes es pobre y estrecho; el estilo desigual y laborioso; la versificación, unas veces magnífica y otras violenta, atormentada y escabrosa, ligada por transacciones difíciles y soñolientas o por renglones que son pura prosa, aunque noble y elevada. Y, con todo, admira, deslumbra y levanta el ánimo con majestad no usada, y truena, relampaguea y fulmina en su esfera poética propia, la única que podía alcanzarse en el siglo XVIII, y por quien se dejara ir, como Quintana, al hilo de la parcialidad dominante y triunfadora. Tuvo, pues, fisonomía propia y enérgicamente expresiva como cantor de la humanidad, de la ciencia, de la libertad política, y también, por feliz y honrada inconsecuencia suya, como Tirteo de una guerra de resistencia emprendida por la vieja y frailuna España, contra las ideas y los hombres que Quintana adoraba y ponía sobre las estrellas.

Y a la verdad que no se concibe como en 1808 llegó a ser poeta patriótico y pudo dejar de afrancesarse el que en 1797, en la oda a Juan de Padilla, saludaba a su madre España con la siguiente rociada de improperios:

¡Ah! Vanamente

discurre mi deseo

por tus fastos sangrientos, y el contino

revolver de los tiempos; vanamente

busco honor y virtud; fue tu destino

dar nacimiento un día

a un odioso tropel de hombres feroces,

colosos para el mal...

............................................................. [553]

Y aquella fuerza indómita, impaciente,

en tan estrechos términos no pudo

contenerse, y rompió; como torrente

llevó tras sí la agitación, la guerra

y fatigó con crímenes la tierra;

indignamente hollada

gimió la dulce Italia, arder el Sena

en discordias se vio, la África esclava,

el Bátavo industrioso

al hierro dado y devorante fuego.

¿De vuestro orgullo, en su insolencia ciego,

quién salvarse logró?...

Vuestro genio feroz hiende los mares,

y es la inocente América un desierto.

Tras de lo cual el poeta llamaba a sus compatriotas, desde el siglo XVI acá, viles esclavos, risa y baldón del universo, y encontraba en la historia española un solo nombre que aplaudir, el nombre de Padilla, buen caballero, aunque no muy avisado, y medianísimo caudillo de una insurrección municipal, en servicio de la cual iba buscando el maestrazgo de Santiago. A Quintana se debe originalmente la peregrina idea de haber convertido en héroes liberales y patrioteros, mártires en profecía de la Constitución del 12 y de los derechos del hombre del abate Siéyes, a los pobres comuneros, que de fijo se harían cruces si levantasen la cabeza y llegaran a tener noticias de tan espléndida apoteosis.

También fue de Quintana la desdichada ocurrencia de poner, primero en verso y luego en prosa (véanse las proclamas de la Junta Central), todas las declamaciones del abate Raynal y de Marmontel y otros franceses contra nuestra dominación en América. Los mismos americanos confiesan que en la oda A la vacuna y en los papeles oficiales de Quintana aprendieron aquello de los tres siglos de opresión y demás fraseología filibustera, de la cual los criollos, hijos y legítimos descendientes de los susodichos opresores, se valieron, no ciertamente para restituir el país a los oprimidos indios, que, al contrario, fueron en muchas partes los más firmes sostenedores de la autoridad de la metrópoli, sino para alzarse heroicamente contra la madre Patria cuando ésta se hallaba en lo más empeñado de una guerra extranjera. Y, en realidad, ¿a qué escandalizarnos de todo lo que dijeron Olmedo y Heredia, cuando ya Quintana desde 1806 se había hartado de llamar bárbaros y malvados a los descubridores y conquistadores, renegando de todo parentesco y vínculo de nacionalidad y sangre con ellos?:

No somos, no, los que a la faz del mundo

las alas de la audacia se vistieron

y por el ponto Atlántico volaron;

aquellos que al silencio en que yacías,

sangrienta, encadenada te arrancaron. [554]

En suma, ¿qué podía amar, qué estimar de su patria,. el hombre que, en la epístola a Jovellanos, la supone sometida por veinte siglos al imperio del error y del mal? ¿El que en 1805 llamó a El Escorial

...........padrón sobre la tierra

de la infamia del arte y de los hombres.

y se complació en reproducir abultadas todas las monstruosas invenciones que el espíritu de secta y los odios de raza dictaron a los detractores de Felipe II, con lo cual echó a perder y convirtió en repugnante y antiestética, a fuerza de falsedad intrínseca, una fantasía que pudo ser de solemne hermosura?

Digámoslo bien claro, y sin mengua del poeta: esos versos, más que obras poéticas, son actos revolucionarios, y como tales deben juzgarse, y más que a la historia del arte, pertenecen a la historia de las agitaciones insensatas y estériles de los pueblos. Acontecen éstas cuando un grupo de reformistas, acalorados por libros y enseñanzas de otras partes y desconocedores del estado del pueblo que van a reformar, salen de un club, de una tertulia o de una logia ensalzando la Constitución de Inglaterra, o la de Creta, o la de Lacedemonia, y se echan por esas calles maldiciendo la tradición y la historia, que es siempre lo que más les estorba y ofende. Y acontece también que ellos nada estable ni orgánico fundan, pero sí destruyen, o a lo menos desconciertan lo antiguo y turban y anochecen el sentido moral de las gentes, con lo cual viene a lograrse el más positivo fruto de las conquistas revolucionarias.

¡Cuánto más valdría la oda A la imprenta si no estuviese afeada con aquella sañuda diatriba contra el Papado, tan inicua en el fondo y tan ramplona y pedestre en la forma!:

¡Ay del alcázar que al error fundaron

la estúpida ignorancia y tiranía!...

¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y feo

que abortó el dios del mal, y que insolente

sobre el despedazado Capitolio,

a devorar al mundo impunemente

osó fundar su abominable solio?

Cuando la Inquisición de Logroño en 1818 pidió a Quintana cuentas de estos versos, él contestó: 1.º Que estaban impresos con todo género de licencias desde 1808, lo cual no es enteramente exacto, porque la edición de aquella fecha está llena de sustanciales variantes, faltando casi todo este pasaje. [555] 2.º Que el despedazado Capitolio es frase metafórica y no literal, y que alude no al señorío de los Papas, sino a la barbarie que cayó sobre Occidente después de la invasión de las tribus del Norte (2470). Podrá ser, pero nadie lo cree, y si ciento leen este pasaje, ciento le darán la misma interpretación, así amigos como enemigos.

Para honra de Quintana, debe repetirse que, cuando los soldados de la revolución francesa vinieron a sembrar el grano de la nueva idea, tuvo la generosa y bendita inconsecuencia de abrazarse a la bandera de la España antigua y de adorar, por una vez en su vida, todo lo que había execrado y maldecido. Dios se lo pagó con larga mano, otorgándole la más alta y soberana de sus inspiraciones líricas, la cual es (¡inescrutables juicios de Dios!) una glorificación de la católica España del siglo XVI, una especie de contraprueba a los alegatos progresistas que se leen en las páginas anteriores:

¿Qué era, decidme, la nación que un día

reina del mundo proclamó el destino;

la que a todas las zonas extendía

su cetro de oro y su blasón divino?

Volábase a Occidente,

y el vasto mar Atlántico sembrado

se hallaba de su gloria y su fortuna;

do quiera España: en el preciado seno

de América, en el Asia, en los confines

de África, allí España. El soberano

vuelo de la atrevida fantasía

por abarcarla se cansaba en vano;

la tierra sus mineros le ofrecía;

sus perlas y coral el Océano,

y adonde quier que revolver sus olas

él intentarse a quebrantar su furia,

siempre encontraba playas españolas.

¡Hermosa efusión! Pero ¿cómo había olvidado el cantor de Juan de Padilla que los que hicieron todas esas grandes cosas eran un odioso tropel de hombres feroces, nacidos para el mal y escándalo del universo? ¡Ahora tanto y antes tan poco! Y ¿cómo no se le ocurría invocar, para que diesen aliento y brío a nuestros soldados en el combate, otras sombras que las de aquellos antiguos españoles, todos creyentes, todos fanáticos de la vieja cepa?:

Ved del tercer Fernando alzarse airada

la augusta sombra: su divina frente

mostrar Gonzalo en la imperial Granada,

blandir el Cid la centelleante espada,

y allá sobre los altos Pirineos

del hijo de Jimena

animarse los miembros giganteos.

¡Hermoso, hermosísimo; nunca escribió mejor el poeta! Gonzalo..., el Cid..., el hijo de Jimena... San Fernando, gran quemador de herejes, canonizado por el monstruo inmundo y feo. [556] ¿Qué hubieran dicho Condorcet y el abate Raynal si hubieran oído a su discípulo? (2471)

En los primeros años del siglo, Quintana influía mucho como cabeza de secta, no sólo por sus poesías, sino por su famosa tertulia. De ella trazó un sañudo borrón Capmany, amigo de Quintana en un tiempo y desavenido luego con él en Cádiz. Con más templanza habla de ella Alcalá Galiano (2472), que algo la frecuentó, siendo muy joven, allá por los años de 1806. Asistían habitualmente D. Juan Nicasio Gallego, antiguo escolar salmantino, rico de donaires y malicias, entonces capellán de honor y director eclesiástico de los caballeros pajes de Su Majestad, luego diputado en las Cortes de Cádiz, donde defendió la libertad de imprenta y figuró siempre entre los liberales más avanzados, y hoy famosísimo por sus espléndidas poesías, y algo también por el recuerdo de sus chistes y agudezas, harto poco ejemplares y clericales; el abate D. José Miguel Alea, asiduo cortesano del Príncipe [557] de la Paz, inspector del Colegio de Sordomudos e individuo de la Comisión Pestolazziana, ideólogo a lo Garat y a lo Sicard, prosista bastante correcto, como lo prueba su traducción del Pablo y Virginia, de Benardino de Saint Pierre, entendido en cuestiones gramaticales, de lo cual dan fe sus adiciones a los escritos lingüísticos de Du-Marsais, y hombre, finalmente, de poca o ninguna religión, como lo probó en sus últimos días dando la heroica zambullida, que decía Mor de Fuentes, es decir, arrojándose al Garona en Burdeos, adonde emigró por afrancesado; los dos canónigos andaluces Arjona y Blanco White, de quienes se hablará inmediatamente; D. Eugenio de Tapia, literato mediano, que alcanzó larga vida y más fama y provecho con el Febrero reformado y otros libros para escribanos que con sus poesías y con sus dramas, de todo lo cual quizá sea lo menos endeble una traducción del Agamenon, de Lemercier; el ya citado Capmany, único que allí desentonaba por español a la antigua y católico a machamartillo, hombre en quien las ideas políticas del tiempo, por él altamente profesadas en las Cortes de Cádiz, no llegaron a extinguir la fe ni el ardentísimo amor a las cosas de su tierra catalana y de su patria española, custodio celosísimo de la pureza de la lengua y duro censor de la prosa de Quintana; Arriaza, que tampoco picaba en enciclopedista, no porque tuviera las ideas contrarias, sino porque la ligereza de su índole y educación militar excluían el grave cuidado de unas y otras; versificador facilísimo y afamado repentista, poeta de sociedad, favorito entonces del Príncipe de la Paz y luego de Fernando VII a quien sirvió fielmente, no tanto por acendradas ideas realistas cuanto por adhesión y agradecimiento noble a la persona del monarca; Somoza (don José), uno de los más claros ingenios de la escuela salmantina, humorista a la inglesa, ameno y sencillo pintor de costumbres rústicas, volteriano impenitente, que vivió hasta nuestros días retraído en las soledades de Piedrahita (2473); el abate Marchena, en la breve temporada que residió en Madrid, y otros de menos cuenta cuyos nombres no ha enaltecido la fama literaria. Comúnmente se trataba de letras, y algo también de filosofía y de política. La casa de Quintana pasaba por el cenáculo de los efectos a las nuevas ideas. Alcalá Galiano dice que «aquella sociedad era culta y decorosa, cuadrando bien al dueño de la casa, hombre grave y severo». No lo confirma Capmany antes habla de poemas escandalosos y nefandos que allí se leyeron, si bien deja a salvo la gravedad y buenas costumbres del amo de la casa.

Enfrente del grupo de Quintana, y hostilizándole más o menos a las claras, estaba el de Moratín el hijo, a quien seguían el abate Estala, Melon, D. Juan Tineo y D. José Gómez Hermosilla, señalados todos más como críticos que como poetas. Así como la escuela de Quintana era esencialmente revolucionaria [558] en política, y se distinguían por el radicalismo y el panfilismo, estos otros, con ser irreligiosos en el fondo, eran conservadores y amigos del Poder y se inclinaban a un volterianismo epicúreo, pacífico y elegante. Casi todos se afrancesaron después. En gusto acrisolado y pureza de lengua eran muy superiores a los quintanistas, a quienes acerbamente maltrataban, y mucho más clásicos que ellos, siguiendo por lo común el gusto latino e italiano. Y, aunque convenían con los otros en la admiración a los recientes escritos franceses, en el modo de manifestarla eran mucho más cautos y contenidos. Moratín atacó de propósito la falsa devoción en La mogigata, débil imitación del Tartuffe, que ya por sí parece pálido si se le compara con Marta la Piadosa, obra de un cristianísimo poeta. Quintana, al dar cuenta de La mogigata en las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (2474), la encontró demasiado tímida, atribuyéndolo más a las circunstancias que a culpa del autor. Murmuróse de algún rasgo volteriano, v. gr.:

Le recetaron la unción,

que para el alma es muy buena.

Los cuales rasgos abundan, mucho más que en las ediciones impresas reconocidas por el autor, en las copias manuscritas que guardan los curiosos. La frase de virtudes estériles y encerradas en un sepulcro, aludiendo a las del claustro, está en los manuscritos y no en las ediciones. Aun a la misma primorosísima comedia de El sí de las niñas tildósela de poner en ridículo la educación monjil, como si hiciera a las muchachas hipócritas y encogidas.

Con el nombre de Moratín anda impresa, pienso que en Valencia, aunque la portada dice que en Cádiz, una traducción bien hecha, como suya, del Cándido, de Voltaire, y además respiran finísimo volterianismo las saladas notas al Auto de fe de Logroño de 1610, publicadas por él cuando el rey José abolió el Tribunal de la Inquisición. Cualquiera las tendría por retazos del Diccionario filosófico. Su correspondencia privada con el abate Melon aún nos deja ver más clara la sequedad extraordinaria de su alma. A renglón seguido de haber hecho una elegantísima oda a la Virgen de Lendinara escribe a sus amigos que «ha cantado a cierta virgencilla del Estado véneto». Y, sin embargo, la oda es preciosa, a fuerza de arte, de estilo y sobriedad exquisita, debiendo decirse en loor de Moratín que estéticamente comprendía la belleza de la poesía sagrada, como lo muestra una nota de sus Poesías sueltas. «Una mujer -escribe [559] Moratín-, la más perfecta de las criaturas, la más inmediata al trono de Dios, medianera entre él y la naturaleza humana, madre amorosa, amparo y esperanza nuestra, ¿qué objeto se hallará más digno de la lira y del canto? La Grecia, demasiado sensual, en sus ficciones halagüeñas no supo inventar deidad tan poderosa, tan bella, tan pura, tan merecedora de la reverencia y el amor de los hombres.» Gracias a este sentido crítico, que le libró en parte de las preocupaciones enciclopedistas, acertó alguna vez con la inspiración religiosa, aunque fuese prestada, especialmente en esa oda, superior quizá a todas las de asunto piadoso que entonces se escribieron. Moratín murió paganamente en Burdeos el año 1828; por cierto que su biógrafo y fidus Achates, D. Manuel Silvela, afrancesado como él, lo cuenta sin escándalo ni sorpresa: «Su muerte -dice- fue un sueño pacífico, y al cerrar sus párpados pareció decir, como Teofrasto: «La puerta del sepulcro está abierta; entremos a descansar» (2475). Ni él pidió los Sacramentos ni sus amigos pensaron en dárselos; el testamento, que escribió de su puño y letra en 1827, empieza y acaba sin ninguna fórmula religiosa.»

Duras son de decir estas cosas, y más tratándose de nombres rodeados de tan justa aureola de gloria literaria como la que circunda el nombre de Inarco; pero la historia es historia, y pocas cosas dan tanta luz sobre el espíritu de las épocas como estos pormenores personales y minuciosos. El abate Estala, amigo de Moratín, era un ex escolapio, buen helenista y buen crítico, muy superior a todos los de su tiempo, versificador mediano, infelicísimo en la traducción del Pluto, de Aristófanes, pero afortunado a veces en la del Edipo tirano, de Sófocles, y editor de la colección de poetas castellanos, que se publicó a nombre de D. Ramón Fernández. Mal fraile, como otros muchos de su tiempo, a cada paso se lamenta en sus cartas inéditas a Forner (2476) de los disgustos de su estado. En una de ellas llega a exclamar: «¿De qué me sirve la vida, si falta el placer que hace apetecible a vida? Voy arrastrando una fastidiosa existencia, en que no hallo más que una monotonía maquinal de operaciones periódicas.» Teníase por desgraciadísimo, y en una carta lo atribuye sinceramente a «la corrupción de su ánimo, efecto del trato cortesano y de la lectura». Al fin logró secularizarse, y el Príncipe de la Paz le protegió mucho. Fue rector del seminario de Salamanca, donde quedan tristísimos recuerdos de él. No era revolucionario, antes muy amigo del Poder y aborrecedor de los horrores de la revolución francesa y de sus perversas doctrinas, [560] de las políticas entendido, porque a otras harto más graves y perversas pagaba largo tributo. Luego figuré en primera línea, como veremos, entre los servidores del rey intruso, y Gallardo, en el Diccionario crítico-burlesco, le cita como afiliado en una logia de las que establecieron los franceses. Murió canónigo de Toledo, no sé en qué fecha.

La escuela sevillana, centro poético creado por remedo y emulación de la de Salamanca, participó, como todos los restantes grupos literarios, del mal ambiente filosófico que entonces se respiraba. Por excepción figuraron en ella espíritus creyentes y hasta piadosos, como el austero y ejemplarísimo cura de San Andrés, D. José María Roldán, autor de El ángel del Apocalipsis, y no ha de negarse que la poesía religiosa predomina en esta escuela más que en las otras, aunque por lo común es poesía de imitación y estudio, poco animada y fervorosa, tacha de que no se libra ni siquiera la hermosa oda de D. Alberto Lista A la muerte de Jesús, en la cual abundan más las bellezas oratorias que las poéticas. El mismo Lista, en general pacífico, mesurado y de un buen gusto que rayaba en timidez, como lo muestran casi todos los actos de su vida literaria y de su desdichada vida política, cantó el triunfo de la tolerancia, maldijo la opresión del libre pensamiento:

¿No veis, no veis al ciego fanatismo

de su ominoso solio derrocado;

cual gimiendo, se lanza, despechado,

a la negra mansión del negro abismo?

.............................................................

El libre pensamiento los impíos

oprimiendo en oscura servidumbre,

consagraron a un Dios de mansedumbre

de humana sangre caudalosa ríos.

.............................................................

(Oda a la beneficencia.)

Y en versos muy declamatorios y muy vacíos, pero progresistas de ley, y tales que no los hubiera rechazado el mismo Quintana, pintó desplomadas, a impulso del rey José, las aras del sangriento fanatismo; llamó al Santo Oficio espelunca de horrores y cantó sus exequias de esta manera:

¡Y tú, oh España, amada patria mía!

Tú sobre el solio viste,

con tanta sangre y triunfos recobrado,

alzar al monstruo la cerviz horrenda,

y adorado de reyes,

fiero esgrimir la espada de las leyes.

¡Execrables hogueras! Allí arde

vuestra primera gloria;

la libertad común yace en cenizas

so el trono y so el altar. Allí se abate

bajo el poder del cielo

del libre pensamiento el libre vuelo. [561]

Los versos no son ciertamente buenos ni pasan de ser una pasmarotada altisonante, pero todavía son peores otros, en que Lista, arrebatado de sentimentalismo rusoyano, defiende la bondad natural del hombre, sin acordarse para nada del pecado original, por cuyas reliquias vive el hombre inclinado al mal desde su infancia:

¿Malo el hombre, insensato?

¿Corrompido en su ser? De la increada,

de la eterna beldad vivo retrato,

en quien el sacro original se agrada,

¿sólo un monstruo será, que horror inspira,

prole de maldición, hijo de ira?

.............................................................

Gritó entonces artera

la vil superstición: «Tristes humanos,

sufrid y obedeced; si brilla fiera

la dura espada en homicidas manos,

sufrid; nacisteis todos criminales;

así Jove castiga a los mortales.»

Reinoso no se desmandó nunca en la poesía, pero en sus lecciones ideológicas propugnó sin reparos el materialismo de Desttut-Tracy, y en sus obras políticas, v. gr., en el famoso Examen de los delitos de infidelidad a la patria, verdadero crimen de lesa nación, no compensado por los méritos del estilo, que es prosa francesa con palabras castellanas, basó la doctrina de la sumisión pasiva en un utilitarismo rastrero y de baja ley que hubiera avergonzado al mismo Bentham (2477). [562]

De otros personajes de la escuela sevillana francamente heterodoxos, como Marchena y Blanco (White), se hablará en capítulos siguientes. De los que no llegaron tan allá (2478) fue carácter común el doctrinarismo político, elástico, acomodaticio y atento sólo a la propia conveniencia. Casi todos se afrancesaron, unos por afición, otros por miedo. Amnistiados el año 20,formaron una especie de partido moderado y de equilibrio dentro de aquella situación, a cuya caída contribuyeron en viéndola perdida. En tiempo del rey absoluto fueron grandes partidarios del despotismo ilustrado, y durante la regencia de Cristina, constitucionales tibios. Lista y Reinoso, Miñano, Hermosilla, Burgos, son los padres y progenitores del moderantismo político, cuyos precedentes han de buscarse en El Censor y en [563] la Gaceta de Bayona. Lista educó en literatura y en política a lo más granado de la generación que nos precedió.

Un gran nombre hemos omitido en esta revista del siglo pasado y sin duda el nombre más glorioso de todos, el de Jovellanos. A ello nos movió la diferencia señalada de doctrinas que entre él y los demás escritores de aquel tiempo se observa la misma discordia de opiniones que han manifestado los críticos al exponer y juzgar la del insigne gijonense. Yo creo que más que otro alguno han acertado D. Cándido Nocedal y Don Gumersindo Laverde, considerando a Jovellanos como «liberal a la inglesa, innovador, pero respetuoso de las tradiciones; amante de la dignidad del hombre y de la emancipación verdadera del espíritu, pero dentro de los límites de la fe de sus mayores y del respeto a los dogmas de la Iglesia». Y de la verdad de este juicio se convence por la lectura de las obras de Jovellanos, cuyas doctrinas políticas no presentamos, con todo eso, por modelo, como ningún otro sistema ecléctico y de transición, aunque distemos mucho de considerarlas como heterodoxas.

Que Jovellanos pagó algún tributo a las ideas de su siglo, sobre todo en las producciones de sus primeros años, es indudable. Pero las ideas de su siglo eran muchas y variadas y aun contradictorias, y Jovellanos no aceptó las irreligiosas, aunque sí algunas económicas de muy resbaladizas consecuencias. Protegido por Campomanes e íntimo amigo de Cabarrús y de Olavide, no podía dejar de tropezar algo, y de hecho tropezó en la Ley agraria, acostándose a las doctrinas de La regalía de amortización, de su paisano. Por eso figura la Ley agraria en el Índice de Roma desde 5 de septiembre de 1825, en que se prohibió también el libro de Campomanes. No fue tan lejos como él Jovellanos, pero se mostró durísimo en la censura de la acumulación de bienes en manos muertas, trajo a colación, lo mismo que su maestro, antiguas leyes de Castilla, como opuestas a las máximas ultramontanas, de Graciano; propaló no leves yerros históricos sobre los monasterios dúplices y la relajación monástica antes de la reforma cluniacense; solicitó con ahínco, en beneficio de la agricultura, una ley de amortización para que la Iglesia misma enajenase sus propiedades territoriales, trocándolas en fondos públicos o dándolas en enfiteusis...; pero de aquí no pasó. Terminantemente afirma que el clero goza de su propiedad con títulos justos y legítimos, y quiere que se prefieran el consejo y la insinuación, al mando y a la autoridad (2479); una abdicación generosa, a una vil aquiescencia al despojo. Las frases son terminantes y no admiten interpretaciones; pero ¿cómo no ve Jovellanos que la prohibición de amortizar en adelante, que él juzga indispensable, es un ataque no menor, aunque sea menos directo, al derecho de propiedad? ¿Con qué justicia se exceptúa de la ley común a las congregaciones religiosas, [564] privándolas de la facultad de adquirir por los medios legítimos y ordinarios? Si poseían la antigua propiedad con títulos justos, ¿por qué no han de poder acrecentarla de la misma suerte?

Pero fuera de este error, grave, aunque no sea dogmático, y fuera también de algunas expresiones vagas y enfáticas, verbigracia, épocas de superstición y de ignorancia, estragos del fanatismo, que son pura fraseología y mala retórica de aquel tiempo, ni más ni menos que el convencionalismo pastoril y arcádico, resulta acendrada y sin mácula la ortodoxia de Jovellanos (2480). Poco vale lo que se alega contra ella: frases y trozos desligados, que parecen malsonantes, cuando no se repara en que cada cual habla forzosamente la lengua de su época. Ya hemos confesado que Jovellanos fue economista, y no es éste leve pecado, como que de él nacen todos los demás suyos. Pero de aquí a tenerle por incrédulo y revolucionario hay largo camino, que sólo de mala fe puede andarse. Sobre todo las obras de su madurez, apenas dan asidero a razonable censura. Pudo en su juventud dejarse arrebatar del hispanismo reinante y hablar con mucha pompa de las puras decisiones de nuestros concilios nacionales en oposición a las máximas ultramontanas de los decretalistas, según vemos que lo hace en su Discurso de recepción en la Academia de la Historia (1781); pudo recomendar, más [565] o menos a sabiendas, libros galicanos, y hasta jansenistas, en el Reglamento para el Colegio Imperial de Calatrava; pudo mostrar desapego y mala voluntad a la escolástica; pero ¿quién se libró entonces de aquel escollo? Ni uno solo que yo sepa, y todavía es honra de Jovellanos el no haber insistido en tal vulgaridad, con ser tan numerosos sus escritos, apuntándola sólo de pasada.

Aunque Jovellanos no escribió de propósito libros de filosofía, dejó esparcido en todos los suyos indicios bastantes para que podamos sin temeridad reconstruir sus opiniones sobre los puntos capitales de lo que entonces se llamaba ideología. Paga, como todos, su alcabala a Locke y Condillac (y algo también a Wolf), pero más que sensualista es tradicionalista acérrimo, como todos los buenos católicos que picaban en sensualistas. De aquí su mala voluntad a las especulaciones puramente ontológicas y su desconfianza de las fuerzas de la razón y del poder de la metafísica. «Desde Zenón a Espinosa y desde Thales a Malebranche, ¿qué pudo descubrir la ontología sino monstruos o quimeras, o dudas o ilusiones? ¡Ah! Sin la revelación, sin esa luz divina que descendió del cielo para alumbrar y fortalecer nuestra oscura, nuestra flaca razón, ¿qué hubiera alcanzado el hombre de lo que existe fuera de la naturaleza? ¿Qué hubiera alcanzado aun de aquellas naturales verdades que tanto ennoblecen su ser?» Así se expresa en la Oración inaugural del Instituto Asturiano. No hubiera dicho mas Bonald y de fijo no hubiera dicho tanto el P. Ventura.

Ahí va a parar el sensualismo de Jovellanos. Perdida la tradición escolástica, ¿qué otro camino restaba entonces al pensador católico? Asentar que las palabras son signos necesarios de las ideas, y no sólo para hablar, sino para pensar; decir que adquirimos las ideas por los signos, y nunca sin ellos; concordar hasta aquí con Desttut-Tracy, y luego repetir que, sin la tradición divina (revelación) o sin la tradición humana (enseñanza), la razón es una antorcha apagada. Esto hizo Jovellanos, y por cierto en escritos en que nada le obligaba al disimulo, puesto que no se publicaron durante su vida. Hombres feroces y blasfemos que se levantan contra el cielo como los titanes llamó a los enciclopedistas en la ya citada Oración inaugural, donde asimismo se queja de que la impiedad pretenda corromper el estudio de las ciencias naturales. Ritos cruentos, moral nefanda y gloria deleznable apellidó a los de la revolución francesa, e impía a la bandera tricolor, como puede ver el curioso en la oda sáfica a Poncio:

¡Guay de ti, triste nación, que el velo

de la inocencia y la verdad rasgaste

cuando violaste los sagrados fueros

de la justicia!

¡Guay de ti, loca nación, que al cielo

con tan horrendo escándalo afligiste

cuando tendiste la sangrienta mano

contra el Ungido! [566]

Y cuando, no muchos meses antes de su muerte, trazaba la Consulta sobre convocación de Cortes, volvía a afirmar con el mismo brío que «una secta de hombres malvados, abusando del nombre de la filosofía, habían corrompido la razón y las costumbres y turbado y desunido la Francia». ¿Qué más necesitamos para declarar que Jovellanos, como Forner, como el insigne preceptista Capmany y como todos los españoles de veras (que los había, aunque en número pequeño, entre nuestros literatos de fin del siglo XVIII), tenía a los enciclopedistas por «osados sacrílegos, indignos de encontrar asilo sobre la tierra?» ¡Impío Jovellanos, que en 1805 comulgaba cada quince días, y rezaba las horas canónicas con el mismo rigor que un monje, y llamaba al Kempis su antiguo amigo! ¿No han leído los que eso dicen su Tratado teórico-práctico de enseñanza, que compuso en las prisiones de Bellver? Véase cómo juzga allí el Contrato social y los derechos ilegislables y los principios todos de la revolución francesa: «Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en nuestros días restituir los hombres a su barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de toda sociedad... y envolver en un caos de absurdos y blasfemias todos los principios de la moral natural, civil y religiosa... Semejante sistema fue aborto del orgullo de unos pocos impíos, que, aborreciendo toda sujeción... y dando un colorido de humanidad a sus ideas antisociales y antirreligiosas...; enemigos de toda religión y de toda soberanía y, conspirando a envolver en la ruina de los altares y de los tronos todas las instituciones, todas las virtudes sociales..., han declarado la guerra a toda idea liberal y benéfica, a todo sentimiento honesto y puro... La humanidad suena continuamente en sus labios, y el odio y la desolación del género humano brama secretamente en sus corazones... Su principal apoyo son ciertos derechos que atribuyen al hombre en estado de libertad e independencia natural... Este sistema es demasiado conocido por la sangre y las lágrimas que ha costado a Europa... No se puede concebir un estado en que el hombre fuese enteramente libre ni enteramente independiente; luego unos derechos fundados sobre esta absoluta libertad e independencia son puramente quiméricos.» Herejía política llamaba Jovellanos al dogma de la soberanía nacional en la Consulta sobre Cortes. Y en el Tratado teórico-práctico de enseñanza había dicho antes que el grande error en materia de ética consistía en «reconocer derechos sin ley o norma que los establezca, o bien reconocer esta ley sin reconocer su legislador», y que «la desigualdad no sólo es necesaria, sino esencial a la sociedad civil».

Acorde con estos principios, Jovellanos en sus escritos políticos, v. gr., en las cartas a D. Alonso Cañedo y en los apéndices de la Memoria en defensa de la Junta Central, abomina de la manía democrática y de las constituciones quiméricas, abstractas y a priori, «que se hacen en pocos días, se contienen en pocas hojas y duran muy pocos meses»; llama injusto, agresivo y contrario [567] a los principios del derecho social todo procedimiento revolucionario y subversivo; la Constitución de que habla es siempre la efectiva, la histórica, la que no en turbulentas asambleas ni en un día de asonada, sino en largas edades, fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional con el concurso de todos y para el bien de la comunidad; Constitución que puede reformarse y mejorarse, pero que nunca es lícito, ni conveniente, ni quizá posible destruir, so pena de un suicidio nacional, peor que la misma anarquía. ¡Qué mayor locura que pretender hacer una Constitución como quien hace un drama o una novela! (2481)

Jovellanos encuentra bueno, necesario y justo (véase el Tratado teórico-práctico de enseñanza) que se ataje la licencia de filosofar, que se persiga a las sectas corruptoras, que se prohíban las asociaciones tenebrosas y los escritos de mala doctrina, abortos de la desenfrenada libertad de imprimir y, finalmente, que se ponga coto a las monstruosas teorías constitucionales, es decir, a las del pacto social.

Esto es Jovellanos en sus escritos públicos; pero aun hay un testimonio menos sospechoso: sus diarios privados, que todavía no han llegado a la común noticia (2482). En esta especie de confesión o examen de conciencia que Jovellanos hacía de sus actos y hasta de sus más recónditos pensamientos, nada se halla que desmienta el juicio que de él hemos formado, sino antes bien nuevos y poderosos motivos para confirmarle. Alcanzan estos diarios desde agosto de 1790 a 20 de enero de 1798, precisamente la época álgida de la revolución francesa, sobre la cual nos dan el verdadero modo de pensar del autor. En 1793 conoció Jovellanos en Oviedo a un cónsul inglés que decían Alejandro Hardings (cuyo nombre suele españolizar él llamándole Jardines), que había viajado mucho por Europa y América y era miembro de un club de filósofos, del cual lo fue en otro tiempo Danton. Jovellanos tuvo con él larga conversación filosófica, que no le satisfizo del todo; los principios de Hardings le parecieron humanos, enemigos de guerra y sangre y violencia, pero graduó sus planes de utópicos e inverificables. Retraído después en Gijón, recibió en préstamo de Hardings las Confesiones y varios opúsculos de J. Jacobo Rousseau; los leyó en sus paseos solitarios y le agradaron poco. «Hasta ahora no he hallado [568] en Rousseau -decía- sino impertinencias bien escritas, muchas contradicciones y muchas contradicciones y mucho orgullo, como de espíritu suspicaz quejumbroso y vano». La revolución le espantaba; véase cómo da cuenta de la muerte de Danton. «Estos bárbaros se destruyen unos a otros y van labrando su ruina; horroriza el furor de las proscripciones; por fortuna, mueren todos los malos.» El revolucionario Hardings quería a toda costa catequizarle y aun comprometerle, pero Jovellanos le responde que «el furor de los republicanos franceses nada producirá sino empeorar la raza humana y erigir en sistema la crueldad, cohonestada con formas y color de justicia y convertida contra los defensores de la libertad». Otras veces le escribía que «nada bueno se puede esperar de las revoluciones en el gobierno, y todo de la mejora de las ideas; que las reformas deben proceder de la opinión general; que es inicua siempre la guerra civil; que el ejemplo de Francia depravará a la especie humana; que la idea de la propiedad colectiva es un sueño irrealizable». Y luego, proféticamente, exclama: «Francia quedará república, pero débil, turbada y expuesta a la tiranía militar, y, si la vence, recobrará luego su esplendor; Inglaterra, sabia y ambiciosa, aumentará su poder con colonias, pero su grandeza será siempre precaria; sólo las artes pacíficas pueden evitar la ruina de las demás naciones.»

Hardings insistía, pero Jovellanos no tardó en descubrir la hilaza: «No me gustan ya sus ideas políticas, y menos las religiosas -escribe-; distamos inmensamente en uno y otro... Detesto la opinión del abate Mably sobre la guerra civil... Jamás creeré que se debe procurar a una nación más bien del que puede recibir...; llevar más adelante las reformas es ir hacia atrás.» Encontraba imposible aplicar el gobierno democrático a los grandes dominios, probándolo con el ejemplo de Roma y «con la actual situación de Francia, tiranizada por Robespierre». En agosto de 1794 escribe a Hardings «que desconfía de los freethinkers (librepensadores); que no quiere correspondencia con ellos ni pertenecer a ninguna secta; que no teme por la seguridad pública; que es bueno todo gobierno que asegure la paz y el orden internacional; que los vicios internos de la democracia están, demostrados con el funesto ejemplo de Francia, y que, si los principios revolucionarios prevalecen, una secta sucederá a otra en la opresión, y la estúpida insensibilidad, hija del terror, allanará el camino para el triunfo de la barbarie». Los thermidorianos le repugnaban tanto como Robespierre; la revolución mansa, tanto o más que la terrorífica y sangrienta; iba derecho al fondo de las cosas, y veía que Tallien y los suyos «habían mudado de forma y no de espíritu ni máximas». «Un cáncer político -anota cuando se firmó la paz de Basilea- va corroyendo rápidamente todo el sistema social, religioso y moral de Europa.»

En estas efusiones, aún más recónditas que las cartas familiares, [569] nadie sospechará doblez ni intención segunda. Con todo eso, los enemigos de Jovellanos, los que atrajeron sobre él aquella terrible persecución de 1801, que no castigó culpas, sino celo del bien público y censura tácita de los escándalos y torpezas reinantes, no se descuidaron de presentarle como impío y propagandista de malos libros. Ya en 1795 mostraba Jovellanos temores y sospechas de que le delatasen al Santo Oficio: «El cura de Somió -así leemos en el Diario- hizo a Mr. Dugravier vanas preguntas acerca de los libros de la biblioteca del Instituto Asturiano, en tono de dar cuidado a éste. Dígole que esté sin cuidado..., que vea quién entra; que no permita que nadie, en tono de registrar o reconocer los libros, copie el inventario, como parece se solicitó ya...» Y al día siguiente añade: «Fui al instituto, y hallé al cura de Somió leyendo en Locke. No pude esconder mi disgusto, pero le reprimí hasta la hora. Dadas las tres, salí con él; díjele que no me había gustado verle allí; que cierto carácter que tenía (el de comisario de la Inquisición) me hacía mirarle con desconfianza y aun tomar un partido muy repugnante a mi genio, y era prevenirle que sin licencia mía no volviese a entrar en la biblioteca. Se sorprendió, protestó que sólo le había llevado la curiosidad; que no tenía ningún encargo; que otras veces había venido, y se proponía volver, y le era muy sensible privarse de aquel gusto, aunque cedería por mi respeto... ¿Qué será esto? ¿Por ventura empieza alguna sorda persecución contra el Instituto? ¡Y qué ataques! Dirigidos por la perfidia, dados en las tinieblas, sostenidos por la hipocresía...; pero yo sostendré mi causa; ella es santa, nada hay en mi institución, ni en la biblioteca, ni en mis consejos, ni en mis designios que no sea dirigido al único objeto de descubrir las verdades útiles» (pág. 217).

Por entonces se conjuró la tormenta. Años después fue exaltado Jovellanos al Ministerio, donde sólo duró siete meses, permaneciendo aún envueltas en oscuridad las misteriosas causas de su elevación y de su gloriosa caída (2483). Ni con su destierro [570] en Gijón se dio por satisfecho el odio implacable de sus émulos y el del omnipotente privado, que en vano quiere disculparse en sus Memorias de aquella tropelía inicua, cuyo amargo remordimiento pesaba, más que otra cosa alguna, sobre su memoria. Entonces se hizo circular por Asturias el Contrato social en castellano, con notas en que se elogiaba a Jovellanos, y aunque él prometió recoger cuantos ejemplares hallase, la respuesta fue arrancarle de su casa en la noche del 13 de marzo de 1801 y conducirle de justicia en justicia, como un malhechor, hasta la isla de Mallorca, donde se le encerró primero en la cartuja de Valldemosa y luego en el castillo de Bellver. Y aquí debe decirse de una vez para siempre: que en aquel acto de horrenda tiranía ministerial, prolongado por siete años con todo género de crueles refinamientos, no intervino proceso inquisitorial ni de otra especie alguna, sino de arbitrariedad y opresión, rara vez vistas en España hasta que los ministros a la francesa se dieron a remedar las famosas lettres de cachet.

No; cuanto más se estudia a Jovino, más se adquiere el convencimiento de que en aquella alma heroica y hermosísima, quizá la más hermosa de la España moderna, nunca ni por ningún resquicio penetró la incredulidad. Por eso, cuando se elogie al varón justo e integérrimo, al estadista todo grandeza y desinterés, al mártir de la justicia y de la patria, al grande orador, cuya elocuencia fue digna de la antigua Roma; al gran satírico, a quien Juvenal hubiera envidiado, al moralista, al historiador de las artes, al político, al padre y fautor de tanta prosperidad y de tanto adelantamiento, no se olviden sus biógrafos de poner sobre todas esas eminentes calidades otra mucho más excelsa, que, levantándole inmensamente sobre los Campomanes y los Floridablancas, es la fuente y la raíz de su grandeza como hombre y como escritor, y la que da unidad y hermosura a su carácter y a su obra, y la que le salva del bajo y rastrero utilitarismo de sus contemporáneos, hábiles en trazar caminos y canales y torpísimos en conocer los senderos por donde vienen al alma de [571] los pueblos la felicidad o la ruina. Y esa nota fundamental del espíritu de Jovellanos es el vivo anhelo de la perfección moral, no filosófica y abstracta, sino «iluminada -como él dice en su Tratado de enseñanza- con la luz divina que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será constante, ni verdadera ninguna». Esta sublime enseñanza dio aliento a Jovellanos en la aflicción y en los hierros. No quería destruir las leyes, sino reformar las costumbres, persuadiendo de que sin las costumbres son cosa vana e irrisoria las leyes. Nada esperaba de la revolución, pero veía podridas muchas de las antiguas instituciones, y no le pesaba que la ola revolucionaria viniese a anegar aquellas clases degeneradas que con su torpe depravación y mísero abandono habían perdido hasta el derecho de existir:

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Mira, Arnesto,

cuál desde Gades a Brigancia el vicio

ha inficionado el germen de la vida

y cuál su virulencia va enervando

la actual generación

¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran

sus timbres y blasones? ¿De qué sirve

la clase ilustre, una alta descendencia,

sin la virtud?

El más humilde cieno

fermenta y brota espíritus altivos,

que hasta los tronos del Olimpo se alzan.

¿Qué importa? Venga denodada, venga

la humilde plebe en irrupción, y usurpe

lustre, nobleza, títulos y honores;

sea todo infame behetría, no haya

clases ni estados. Si la virtud sola

les puede ser antemural y escudo,

todo sin ella acabe y se confunda.

Tal fue Jovellanos, austero moralista, filósofo católico, desconfiando hasta con exceso de las fuerzas de la razón, como es de ver en la epístola a Bermudo:

Materia, forma, espíritu, movimiento

y estos instantes que veloces huyen,

y del espacio el piélago sin fondo,

sin cielo y sin orillas, nada alcanza,

nada comprende

tradicionalista en filosofía, reformador templado y honradísimo, como quien sujetaba los principios y experiencias de la escuela histórica a una ley superior de eterna justicia; quizá demasiado poeta en achaques de economía política... (2484) pudo, sin embargo, [572] exclamar con ánimo sincero en todas las fortunas prósperas y adversas de su vida:

Sumiso y fiel la religión augusta

de nuestros padres y su culto santo

sin ficción profesé

¡Cuán pocos podían decir lo mismo entre los hombres del siglo XVIII!

- VI -

El enciclopedismo en Portugal, y especialmente en las letras amenas. -Anastasio da Cunha. -Bocage. -Filinto.

La obra de Pombal había engendrado sus naturales frutos. Extinguidos los jesuitas, secularizada la enseñanza, triunfante el regalismo, entronizada en las aulas la filosofía sensualista, divulgados por todas partes los libros de Francia no bastó la activa reacción de los primeros años del gobierno de D.ª María I la Piadosa a detener el contagio, y sólo sirvió para mostrar a las claras la profundidad del mal y las hondas raíces que había echado en el ánimo de los hombres de letras.

«En el siglo XVIII -dice Braga (2485)-, la poesía fue el órgano de propagación de las ideas de los enciclopedistas en Portugal.» Y, realmente, nombres literarios son los primeros, por no decir los únicos, que figuran entre los apóstoles de las nuevas doctrinas. Es el primero de ellos José Anastasio da Cunha, más conocido y celebrado como matemático, y cuyo mérito exagera Almeida Garret hasta decir que su Curso de matemáticas puras, no mucho más original que el de Bails, es el mejor que existe en Europa. Quizá la posteridad respete más su corona de poeta. «Ni las rectas de Euclides -prosigue el mismo Garret- ni las curvas de Arquímedes estorbaron a este infeliz ingenio el cultivar las musas... Todos sus versos son filosóficos, tiernos, y algunos tan henchidos de suave melancolía, que dejan en el alma un como eco de armonía interior, que no procede del metro, sino de las ideas y de los sentimientos (2486). Así y todo, no es Anastasio da Cunha modelo de lengua; lo mismo que su amigo y modelo Bocage, abunda en galicismos, y todavía son más galicanos sus pensamientos que sus frases. Pero no era materialista vulgar. Como hombre de alma lírica y soñadora, tendía más bien al panteísmo naturalista, e invocaba el alma del mundo, esencias incomprensible, alma o rey del universo, patente en todo e invisible, en cuyo seno esperaba encontrar reposo y caricias como de madre. La principal de las composiciones suyas en que esta tendencia se manifiesta es la Oración universal. A esto y a sus melancolías panfilistas y nebulosas descripciones ossiánicas debe su originalidad literaria, pudiendo decirse de él que es como [573] Cienfuegos, a quien en muchas cosas se parece, débil precursor del romanticismo, no del histórico y tradicional, sino del interno y subjetivo de René y Obermann.

Fue catedrático de matemáticas en Coímbra. Procesado inquisitorialmente, no sólo por sus ideas irreligiosas, sino por haber dogmatizado en un círculo de amigos, especialmente oficiales de Artillería, abjuró de sus yerros de naturalismo e indiferentismo y fue recluso por tres años en la casa llamada das Neccessidades, de Lisboa, que pertenecía a la Congregación de Padres del Oratorio, y desterrado luego por otros cuatro años a Evora. La sentencia es de 15 de septiembre de 1778. Fue su mayor enemigo y promotor de su desgracia José Monteiro da Rocha, catedrático de astronomía en Coímbra.

No sobrevivió mucho Anastasio da Cunha a su desgracia: murió en 1787. Sus versos quedaron inéditos, pero la prohibición multiplicó las copias manuscritas, sobre todo su traducción o imitación de la Heroida de Eloisa a Abelardo, de Pope, como en Castilla aconteció con la de Marchena. También tradujo el Mahoma, de, Voltaire, y se le atribuye tradicionalmente la paternidad de una composición impía rotulada la Voz de la razón, que en muchos manuscritos corre con el título de Verdades sencillas. Pero es tan pedestre y tan de especiero ilustrado el volterianismo de las tales Verdades (de las cuales dice Teófilo Braga que «todavía hoy son estímulo secreto que lleva a la clase burguesa en Portugal a hacer el proceso crítico de su conciencia»), que cuesta trabajo achacarlas al insigne matemático, mucho más cuando en su proceso no se hace memoria de ella, como se hace de tantas otras cosas menos graves. Por eso, muchos, entre ellos el bibliófilo Inocencio de Silva (2487), comenzaron a negar que la Voz de la razón le perteneciese, y ahora recientemente, Teófilo Braga (2488) insiste en atribuírsela a Bocage, de quien también me parece indigna por la pobreza del estilo y por la falta de color poético y de brio en la versificación (2489). [574]

Con Anastasio da Cunha fueron procesados varios amigos suyos, unos militares y otros profesores de Coímbra, uno de ellos Francisco de Mello Franco, que en el Imperio de la estupidez, débil imitación de la Dunciada, de Pope, cubrió de irrisión y mofa los antiguos métodos universitarios, que ya en prosa había desacreditado Verney y comenzado a reformar Pombal. El espíritu volteriano se insinúa más o menos así en este poema heroico-cómico, sobre todo en la picaresca descripción de los exorcismos, como en el agraciadísimo Hisopo, de Antonio Diniz, cuya impresión no autorizó Pombal, pero sí la dispersión de infinitas copias manuscritas, imitación mejorada del Lutrin de Boileau, y más poética que el Lutrin; desenfado, en suma, más facecioso que irreverente, al cual dio margen un famoso recurso de fuerza del deán y cabildo de la Iglesia de Elvas contra su prelado por cuestiones de pueril etiqueta (2490).

Si Diniz y Mello Franco gracejaron con las cosas eclesiásticas más o menos ligeramente, los poetas de la segunda Arcadia lisbonense, sobre todo Bocage y Filinto, dieron de lleno en la poesía heterodoxa, y muestran, mejor que otro dato alguno, el estado de las ideas en Portugal a fin del siglo.

Manuel María Barbosa de Bocage era quizá el hombre con más condiciones nativas de poeta que había aparecido en Portugal desde Camoens. Pero la falta de doctrina, de estudio y de sosiego; lo inquieto y arrebatado de su índole, extremosa así en lo bueno como en lo malo; la depravación callejera y el desorden y oprobio tabernario de su vida; el ansia de fáciles aplausos; la miseria de carácter, propia del menesteroso baldío, le hicieron dar con su conciencia moral y literaria por los suelos, prostituir su musa indignamente sobre las mesas de los cafés, arrastrarla por todos los lodazales de la obscenidad, de la baja adulación y del indulto descocado, vivir al día en círculo estrechísimo y malsano, sin cuidado de la gloria ni verdadera devoción al arte; consumir su existencia en brutales excesos báquicos o en amoríos de casa pública más brutales aún y derramar la mejor parte de su ingenio en el estéril ejercicio de la improvisación. Era, sin duda, repentista extraordinario, y quizá ninguno de los italianos le lleve ventaja, a lo menos en la factura métrica de los sonetos. Pero la improvisación es pésima escuela, y a la larga vicia y echa a perder las mejores naturalezas. Bocage que pudo ser artista de estilo, como lo muestran sus traducciones del latín y del francés; poeta ternísimo e intérprete sencillo de los más puros afectos del alma, como lo patentiza la Saudade materna; hábil remozador de antiguos asuntos, verbigracia, [575] en el Hero y Leandro, poeta descriptivo de gran lozanía en el idilio de Tritón; vehementísimo en la expresión de los celos y de toda pasión enérgica y furiosa, cual lo testifica la Cantata de Medea; poeta satírico de vigoroso empuje, en la Pena del talión, y hasta, ¿quién lo diría?, poeta amoroso, delicado y de un idealismo petrarquesco en algunos sonetos..., afeó todas estas admirables disposiciones con su abandono continuo y desastrosa facilidad, y no dejó más que fragmentos, pudiendo encerrarse, todos los que merecen vivir, en un muy pequeño volumen. Y aun así no fue pequeña su suerte en dejar algo digno de leerse, porque suele ser la improvisación flor de una aurora, que se deshoja a la siguiente.

Bocage, no obstante su habitual desenfreno, era un alma naturalmente cristiana, y sus últimos días fueron hasta piadosos y edificantes. Pero en aquella turbulenta mocedad suya, la sed de brillar y de ser aplaudido por la juventud incrédula a la moda y quizá el secreto deseo y esperanza de encontrar en la mala filosofía justificación o excusa para sus vicios y torpezas de cada día y de cada hora, que por grados parecían llevarle al embrutecimiento, le condujeron a alardear de liberalismo y de impiedad. Se alistó en una logia masónica, de la cual era venerable Benito Pereira do Carmo, y orador, José Joaquín Ferreira, uno y otro conocidos más adelante como diputados de las Cortes de 1821 (2491). Saludó la aurora de la libertad en Francia y la invocó para Portugal:

Da santa redempçao e vinda a hora

a esta parte do mundo, que desmaia.

¡Oh, venha! ¡Oh, venha! e tremulo descaia despotismo feroz que nos devora!

Y, finalmente, compuso cierta Epístola a Merilia, más conocida por la Pavorosa, porque comienza:

Pavorosa illusao da eternidade...;

pieza no sólo brutalmente impía y volteriana, sino contraria a toda ley moral, decoro y honestidad, como que su fin declarado es quitar a una muchacha el temor del infierno y de la vida futura para hacerla consentir en los lascivos deseos del poeta. ¡Filosofía ciertamente recóndita y profunda!

De esta escandalosa epístola (2492), digna de la execración de toda alma honrada, se esparcieron muchas copias manuscritas, así como de varios sonetos irreligiosos y del fárrago de versos [576] obscenos en que cada día se revolcaba la desgreñada inspiración de Bocage. El intendente general de Policía, Ignacio de Pina Manique, creyó necesario tomar alguna providencia contra aquel escándalo vivo y azote perenne de las buenas costumbres, y en 10 de agosto de 1797 mandó conducirle a las cárceles del Limoeiro y entablar proceso contra él como autor de papeles impíos y sediciosos. Desde la prisión importunó con cartas, versos y protestas de arrepentimiento a todos los próceres y ministros, al marqués de Ponte de Lima, al marqués de Abrantes, a José Seabra de Silva. Sus amigos, para salvarle de las garras de la Policía, discurrieron entregarle a la Inquisición, que en Portugal, como en Castilla, era por aquellos días un tribunal no sólo benigno, sino vano e irrisorio; como que tenía las garras limadas por Aranda y Pombal. El Santo Oficio se contentó con recluir a Bocage por breve temporada en el monasterio de Nuestra Señora das Necessidades, al cuidado de los Padres oratorianos, que le trataron muy bien y parecieron convertirle. Todos los versos que compuso desde entonces son una verdadera palinodia:

Das patrias justas leis me é doce o peso,

amo a religiao ...................................;

dice en un soneto:

Vejo a copia de un Deus no soberano;

curvo-me a's aras; em silencio adoro

d'alta religiao o eterno arcano ................

.............................................................

Desventurado sou, nao sou perverso;

ao jugo de altas leis o collo inclino,

e no humano poder contemplo, adoro,

augusta imagen do poder divino.

.............................................................

(Epístola al marqués de Abrantes.)

Con todo eso, en 1803 le volvió a delatar a la Inquisición como pedreiro libre (así llamaban en Portugal a los francmasones) una beata llamada María Teodora Severiana Lobo: «Y dijo que el tal Bocage había dibujado encima de un banco un triángulo, y en un ángulo de él un ojo, y dentro de él el sol y la luna, y algunas estrellas y dos manos dadas, y que había dicho que no había otro cielo sino aquél; y que dicho Bocage, cuando le declaró estas cosas, no le declaró el lugar ni el tiempo de sus asambleas, pero sí que la sociedad tenía muchos afiliados, tanto en este reino como en otros, y que se comunicaban y ayudaban unos a otros, y que tenían varias señales con que se entendían» (2493).La Inquisición, o por la debilidad o por no hallar suficientes indicios, no procedió contra el poeta. Parece que el centro o conciliábulo de las tramas revolucionarias era el café o botillería de un tal José Pedro da Silva, en la plaza del Rocío, [577] de Lisboa, llamado burlescamente el agujero de los sabios, adonde concurría asiduamente Bocage, dividiendo sus horas entre la improvisación tumultuaria y las bebidas espirituosas (2494).

Y, sin embargo, en aquella alma degradada quedaban semillas de creyente, que llegaron a germinar en los últimos meses de su dolorosa existencia, cuando la enfermedad y la pobreza acabaron de postrarle, levantando su alma a más serena esfera y a más altos pensamientos (2495). La inspiración religiosa era en él como nativa y le dictó bellísimos sonetos. Su ateísmo no había sido dogmático, sino práctico, y por una singularidad muy de poeta y muy española había conservado, en medio del tumulto de la orgía y del desenfreno de las ideas, cierta devoción a Nuestra Señora, cuyo adorable misterio de la Concepción celebró con verdadera efusión lírica en una cantata espléndida:

Salve, ¡oh salve, inmortal, serena Diva,

do Nume occulto incombustivel zarza,

rosa de Jerichó por Deus disposta!

Flor, ante quem se humilhan

os cedros de que o Libano alardea.

Sus postreros sonetos, los de expiación y arrepentimiento, verbigracia, los que comienzan:

Meu ser evaporei na lida insana

.............................................................

¡Oh! tu que tens no seio a eternidade!...

.............................................................

Se o grande, o que nos orbes diamantinos.

.............................................................

Comtigo, alma suave, alma formosa...

son, con mucha diferencia de los otros, los más hermosos que compuso. Ocasiones hay en que parecen poesía lamartiniana del buen tiempo. Tan cierto es que la pureza de las ideas engrandece y sublima al poeta (2496). Dios le premió con buena y cristiana muerte en 21 de diciembre de 1805. [578]

Francisco Manuel do Nascimento, entre los árcades Filinto Elysio, fue cabeza de una secta literaria opuesta a la de los elmanistas o partidarios de Bocage. Su principal preocupación era la manía lingüística y el odio al galicismo. Más filólogo que poeta, como lírico horaciano de escuela se aventajó mucho, y sólo cede la palma a Correira Garçao. El entusiasmo por la patria y por las conquistas de la ciencia da a veces a Filinto originalidad y calor, y entonces entra en la corriente general de los poetas del siglo XVIII, asimilándose, aunque con menos inspiración, a Quintana. Así, su oda A la independencia de las colonias anglo-americanas trae, sin querer, a la memoria la oda A la vacuna hasta por el falso y superficial modo de entender la historia:

Geme America ao peso

que insolente lhe agrava

dos vicios a cohorte maculosa:

o veneno de Europa se derrama...

Filinto era sacerdote, pero adoptó enteramente las ideas francesas, y toda su vida fue pertinacísimo incrédulo. Alma seca, en que fácilmente prendió el materialismo utilitario, no tenía un adarme de creencia, como no fuera en cierto progreso vago e indefinido de la humanidad, al modo que le fantaseaba Condorcet. La Inquisición de Lisboa recibió en 1785 repetidas delaciones contra Filinto, que, advertido por sus amigos, y especialmente por el conde da Cunha, juzgó conveniente embarcarse y huir a tierra extraña. Estuvo en París hasta 1792, en que se atrevió a volver a Portugal como secretario del conde de Barca; pero, faltándole al poco tiempo la sombra de su protector, tornó a emigrar, y murió pobrísimo y oscuro en París por los años de 1819. Su nombre vive en una de las Meditaciones de Lamartine, que le llama el divino Manuel. Con su persecución y su destierro se recrudecieron sus ideas enciclopédicas, que eran de las más vulgares y superficiales del siglo XVIII. Los tomos que publicó en Francia, y que más o menos clandestinamente circularon en Portugal, están llenos de prosaicas lamentaciones sobre su destierro y proscripción, de dicterios contra la ralea frailuna, de maldiciones contra los bonzos y nayres, nombres que él da a los clérigos y a los déspotas de Roma, que engordan con dispensas, anatas e indulgencias. No puede darse nada más grosero e insípido que la famosa epístola que comienza:

Em quanto punes pelos sacros foros.

........................................................

o las odas:

Maldicto o Bonzo, e mais maldicto o Nayre...

Hoje quatre de Julho foi o dia...

quatro de Julho, memoravel dia...

Apagadas con crenzas, con chimeras... [579]

Tales versos no tienen interés literario, sino histórico, pero así ellos como los inmundos sonetos.

Christo morreou ha mil e tanto annos...

Nasci, logo a meus paes custou dinheiro...

denuncian una propaganda activa, que contribuyó, más que la de ningún otro poeta, más que la de Bocage, más que la de Anastasio da Cunha, a difundir en Portugal cierto liberalismo de taberna y de cuartel, delicias de la burguesía y de los zapateros ilustrados.

Toda la filosofía de Francisco Manuel se reduce a haber descubierto que Cristo murió hace mil años, pero que todavía no cesan de pedir por él los franciscanos; que los frailes comen, beben y huelgan y nos llevan dinero por todo; que las devociones y los rezos, penitencias y rosarios son ritos risiveis y obra de frailes, y, finalmente, que los clérigos son unos ruines abejarucos o zánganos que se comen la miel de la social colmena y que suelen apuñalar a los reyes o mandarlos al otro mundo con veneno sutil, traidoramente. Por lo cual aconseja a los monarcas que rompan las tiránicas clausuras, que anulen los votos y que dejen a la imprenta alzar el claro grito, como ya lo había hecho en Francia y en América (2497).

Está juzgado el hombre; ahora sólo falta añadir que el señor Romero Ortiz le llama filósofo concienzudo. Y, en efecto, como filósofo progresista no tiene precio; todo es relativo, y bien puede ser Filinto, el Santo Tomás o el Descartes de su escuela. Yo tengo para mí que su obra más filosófica fue una traducción de la Doncella, de Voltaire.

El impulso escéptico comunicado por Bocage y Filinto a las letras portuguesas se deja sentir, más o menos, en todos los escritores de principios del siglo, divididos en los dos bandos de filintistas y elmanistas. Pero casi todos son oscuras medianías y no merecen particular recuerdo. Discípulo de Anastasio da Cunha fue el matemático José María de Abreu, condenado en el auto de 1778 a tres años de reclusión por lectura de libros prohibidos. Discípulo de Bocage fue Nuno Pereira Pato Moniz, poeta lírico no vulgar, revolucionario famosísimo, secretario del Grande de Oriente lusitano, periodista y diputado en la época constitucional de 1820 y deportado a las islas de Cabo Verde en 1827. El teatro sirvió de arma a los innovadores; los elogios dramáticos y las tragedias clásicas dieron voz a la nueva idea, pero todo fue rematadamente insípido hasta que en 1821 apareció el Catón, de Almeida Garret, obra al cabo de verdadero poeta, aunque por entonces le atasen los lazos de la falsa imitación clásica y le extraviase el ejemplo de Addison. [580]







- VII -

Literatura apologética. -Impugnadores españoles del enciclopedismo. -Pereira, Rodríguez, Forner, Ceballos, Valcárcel, Pérez y López, el P. Castro, Olavide, Jovellanos, Fr. Diego de Cádiz, etc., etc.

No conoce el siglo XVIII español quien conozca sólo lo que en él fue imitación y reflejo. No bastan las tropelías oficiales, ni la mala literatura, ni los ditirambos económicos para pervertir en menos de cien años a un pueblo. La vieja España vivía, y con ella la antigua ciencia española, con ella la apologética cristiana, que daba de sí granados y deleitosos frutos, no indignos de recordarse aun después de haber admirado en otras edades los esfuerzos de San Paciano contra los novacianos, de Prudencio contra los marcionitas, patripassianos y maniqueos, de Orosio contra los pelagianos, de San Leandro contra el arrianismo, de San Ildefonso contra los negadores de la perpetua virginidad de Nuestra Señora, de Liciniano y el abad Sansón contra el materialismo y antropomorfismo, de Ramón Martí contra judíos y musulmanes, de Ramón Lull contra la filosofía averroísta y de Domingo de Soto, Gregorio de Valencia, Alfonso de Castro, el cardenal Toledo, D. Martín Pérez de Ajara, Suárez y otros innumerables contra las mil cabezas de la hidra protestante. Justo es decir, para honra de la cultura española del siglo XVIII, que quizá los mejores libros que produjo fueron los de controversia contra el enciclopedismo, y de cierto muy superiores a los que en otras partes se componían. Estos libros no son célebres ni populares, y hay una razón para que no lo sean: en el estilo no suelen pasar de medianos, y las formas, no rara vez, rayan en inamenas, amazacotadas, escolásticas, duras y pedestres. Cuesta trabajo leerlos, harto más que leer a Condillac o a Voltaire; pero la erudición y la doctrina de esos apologistas es muy seria. Ni Bergier ni Nonotte están a su altura, y apenas los vence en Italia el cardenal Gerdil. No hubo objeción, de todas las presentadas por la falsa filosofía, que no encontrara en algún español de entonces correctivo o respuesta. Si los innovadores iban al terreno de las ciencias físicas, allí los contradecía el cisterciense Rodríguez; si atacaban la teología escolástica, para defenderla, se levantaban el P. Castro y el P. Alvarado; si en el campo de las ciencias sociales maduraban la gran conjuración contra el orden antiguo, desde lejos los atalayaba el P. Ceballos y daba la voz de alarma, anunciando proféticamente cuanto los hijos de este siglo hemos visto cumplirse y cuanto han de ver nuestros nietos. En todas partes y con todo género de armas se aceptó la lucha: en la metafísica, en la teodicea, en el derecho natural, en la cosmología, en la exégesis bíblica, en la historia. Unos, como el canónigo Fernández Valcárcel, hicieron la genealogía de los errores modernos, siguiéndolos hasta la raíz, hasta dar con Descartes, y comenzaron por [581] la duda cartesiana el proceso del racionalismo moderno. Otros, como el médico Pereira, convirtieron los nuevos sistemas, y hasta la filosofía sensualista y analítica latamente interpretada, en armas contra la incredulidad; y algunos, finalmente, como Piquer y su glorioso sobrino Forner, resucitaron del polvo la antigua filosofía española, para presentarla, como en sus mejores días, gallarda y batalladora delante de las hordas revolucionarias que comenzaban a descender del Pirineo. ¡Hermoso movimiento de restauración católica y nacional, que hasta tuvo su orador inspirado y vehementísimo en la lengua de fuego de aquel apostólico misionero capuchino, de quien el mismo Quintana solía hablar con asombro, y ante quien caían de rodillas, absortos y mudos, los hombres de alma más tibia y empedernidamente volteriana!

La resistencia española contra el enciclopedismo y la filosofía del siglo XVIII debe escribirse largamente, algún día se escribirá, porque merece libro aparte, que puede ser de grande enseñanza y no menor consuelo. La revolución triunfante ha divinizado a sus ídolos y enaltecido a cuantos le prepararon fácil camino; sus hombres, los de Aranda, Floridablanca, Campomanes, Roda, Cabarrús, Quintana..., viven en la memoria y en lenguas de todos; no importa su mérito absoluto; basta que sirviesen a la revolución, cada cual en su esfera; todo lo demás del siglo XVIII ha quedado en la sombra. Los vencidos no pueden esperar perdón ni misericordia. Vae victis.

Afortunadamente, es la historia gran justiciera, y tarde o temprano también a los vencidos llega la hora del desagravio y de la justicia. Quien busque ciencia seria en la España del siglo XVIII, tiene que buscarla en esos frailes ramplones y olvidados. Más vigor de pensamiento, más clara comprensión de los problemas sociales, más lógica amartilladora e irresistible hay en cualquiera de las cartas del Filósofo Rancio, a pesar del estilo culinario, grotesco y de mal tono con que suelen estar escritas, que en todas las discusiones de las Constituyentes de Cádiz, o en los raquíticos tratados de ideología y derecho público, copias de Destutt-Tracy o plagios de Bentham, con que nutrió su espíritu la primera generación revolucionaria española, sin que aprendiesen otra cosa ninguna en más de cuarenta años.

En esta historia, que no es de los antiheterodoxos, sino de los heterodoxos, no cabe más que presentarse de pasada a los primeros, y, por decirlo así, ponerlos en lista, para que otro venga y haga su historia, que será por cierto más amena y de más honra para España que la presente. Con todo eso, hagamos constar el hecho de la resistencia y los nombres de los principales adalides, para que no imagine nadie que por ignorancia o por miedo dejaron los católicos abandonado y desguarnecido el campo.

Colocaremos por orden cronológico los nombres de estos apologistas. Sea el primero D. Luis José Pereira, portugués de nacimiento, [582] según por clarísimos indicios conjeturamos, doctor en Filosofía y Medicina, individuo de la Academia Portopolitana (es decir, de Oporto), el cual leyó en la Médica Matritense, de Madrid, un Compendio de theodicea, con arreglo a los principios del sistema mecánico, dispuesto por método geométrico; obra que aun antes de imprimirse fue reciamente impugnada por muchos escolásticos y por otros que no lo eran del todo, como el Dr. Piquer, a quien clarísimamente se alude en el prólogo (2498). Decían que el nombre de theodicea era inaudito en España y traía cierto sabor de optimismo leibniciano; que el autor era crudamente sensualista (y esto sí que es verdad); que el método geométrico y el abuso de neologismos y términos abstractos comunicaba extraordinaria aridez a la obra, y, finalmente, que el autor parecía inclinado a sistemas nuevos y extravagantes, como el de Astruc sobre la generación vermicular del hombre, y que hacía demasiado caudal del nombre de religión y ley natural, muy usado por los incrédulos de fuera. El autor se defendió en un largo prólogo, y, a decir verdad, leído sin prevención el libro, mucho más parece bien intencionado que sospechoso, debiendo atribuirse los resabios de mala filosofía a influjos del tiempo y tenerse la Theodicea, de Pereira, por tentativa poco afortunada, aunque bastante ingeniosa, para concordar el sensualismo con los principios de la religión revelada. Su originalidad consiste en haber basado sus demostraciones en la anatomía, levantándose al conocimiento de Dios desde el conocimiento de la maravillosa estructura del cuerpo humano; lo cual no es más que una aplicación particular del principio general Invisibilia Dei a creatura mundi. Por medio de una serie de definiciones nominales, postulados y proposiciones, dispuestas al modo de la geometría, y parodiando la Ética, de Espinosa, arranca del principio de que el cuerpo humano y la vida animal no son ni pueden ser obras del acaso, y de que el movimiento no es esencial a la materia, y por grados va elevándose al conocimiento de una primera causa y espíritu creador y conservador de todas las cosas con providencia suprema y perfectísima, sin que la necesidad de su ser implique necesidad de obrar. Combate el error de la eternidad de la materia, que por lo que tiene de sucesiva no puede ser eterna, y por lo que tiene de divisible no puede ser inmensa, y por lo que tiene de extensa es contradictoria con el pensamiento. Para impugnar a Espinosa distingue el ente de suyo (Dios), ente necesario, en quien la esencia, la existencia y todas las perfecciones no necesitan de otro ente, y el ente por sí, que, salva la dependencia de la causa que le produce [583] y conserva, no requiere otro sustentante para existir. La materia, añade, no es una con unidad numérica, sino con unidad específica. Del optimismo anda muy lejos; sólo admite que el mundo sea óptimo relativo para sus fines, no óptimo absoluto; y no menos dista del pesimismo de Robinet en su Física de los espíritus.

En ideología anda menos atinado Pereira que en cosmología, y, como otros muchos de entonces, se refugia en el tradicionalismo sensualista, afirmando que recibimos todas las ideas por vía de las sensaciones y de los signos articulados, sin los cuales el alma tiene sólo una fuerza pasiva; los cuales signos se aprenden y reciben de la tradición social, por cuya corriente se remontan a una inspiración o revelación primitiva.

Poca o ninguna influencia ejerció este libro, sin duda por la aridez extraordinaria, de su forma y por el perverso castellano en que está escrito, aunque no pueden negársele fácil encadenamiento y austero rigor lógico. Hoy mismo es uno de los libros más raros y desconocidos del siglo XVIII. No tanto el Philoteo (2499), del P. Rodríguez, cisterciense del monasterio de Veruela. La mayor y mejor parte de este libro es respuesta a las objeciones de los naturalistas incrédulos. El autor, aunque monje, no era profano en tales materias, y brillaba, sobre todo, como anatómico y fisiologista. Su Palestra crítico-médica y su Nuevo aspecto de teología moral o Paradoxas phísico-teológicas, muy elogiados por el P. Feijoo y por Martín Martínez, dan derecho a contarle entre los más atrevidos renovadores del método experimental y entre los padres y progenitores, al igual de Foderé, de la medicina legal, que le debió positivos adelantos, como lo evidencian sus famosas disertaciones sobre la operación cesárea, sobre las pruebas de la virginidad y sobre el maleficio. Si de algo pecaba, era de audacia, por lo cual anduvo vigilante con sus escritos la mano expurgadora del Santo Oficio.

El P. Rodríguez pues, fogoso experimentalista más avezado a las mesas de disección que a la controversias de las aulas, emprendió la refutación analítica de las teorías heterodoxas en la parte que él mejor conocía, y lo hizo en forma de diálogo entre dos librepensadores y dos católicos. La traza del Philoteo es amena, y el estilo, vigoroso, original y no a rendido ni copiado, aunque no exento de neologismos y redundancias. Sus teorías físicas no satisfacen hoy, pero eran las más avanzadas de su tiempo, y dentro de ellas razona con gran desembarazo y perfecta noticia, no sólo de lo que habían dicho los enciclopedistas, sino de cuanto se contenía en los libros ingleses de Burnet, [584] Woodward, Wisthon, etc., de donde ellos sacaban sus argumentos. Demostrar las causas finales por el espectáculo del mundo es el objeto principal del Philoteo; de aquí que en él ocupe largo espacio la indagación de los principios naturales y la teoría de la tierra. El autor dista toto caelo de las formas aristotélicas y ningún moderno descubrimiento le arredra, antes en todos ve mayor confirmación de la verdad de las Escrituras. «Lo que inmediatamente se deduce de los textos -dice-, es el dogma de la creación; esto era necesario, y por eso está claro en las sagradas Letras. Lo demás quedó para la investigación humana, pero con altísimo designio y propio de una providencia eterna. Quiso, como nos lo manifiesta la experiencia, que de siglo en siglo y de año en año fuesen presentándose motivos nuevos que prueben y confirmen la sabiduría y omnipotencia en los descubrimientos físicos, astronómicos y anatómicos (2500).

¡Hermosas y sapientísimas palabras, que nunca debe apartar de los ojos el naturalista católico! ¿Cómo la verdad ha de ser contraria a la verdad, ni la luz a la luz? Aunque sólo esto contuviera el Philoteo, por sólo esto merecía vivir.

Pero lo merece, además, por la varonil y desenfadada elocuencia con que todo él está escrito y por la fuerza sintética y condensadora con que el autor demuestra el orden admirable del universo, sin salir un punto del terreno de la observación. Acérrimo enemigo de los neptunianos, más bien se inclina al sistema plutónico, aunque procura filosofar sin prevención de escuela, con datos empíricos que nadie rechaza. En lo máximo y en lo mínimo ve las huellas del Hacedor. Saluda el glorioso advenimiento de la química, que ya comenzaba a madurar en las retortas de Fourcroy y Lavoisier. «La filosofía está hoy dividida en muchos ramos; es menester recorrerlos todos para ver y palpar las obras de la creación, porque todos concurren a enseñarnos lo que hay en la entidad más pequeña...; la verdadera física es contraste palpable de los sueños de epicúreos, cartesianos y cuantos filósofos compusieron el mundo por sólo el movimiento causal de una materia vaga y homogénea.»

Así, para el P Rodríguez, cada adelanto y cada triunfo del espíritu humano, cada nueva ciencia que aparece, cada experimento, cada descomposición química, es un himno de gloria al Creador, una lengua de fuego que publica sus maravillas. Con tan amplio espíritu está hecha su apología; los lunares que tiene, lunares son y vicios y errores de la ciencia de entonces; a nadie se le puede exigir que se adelante a su siglo; harta gloria suya es no haber rechazado por temor ningún descubrimiento. Si en algunas cosas no le satisfacen los principios de Newton, tampoco satisfacen hoy en lo que tienen de hipotético y sistemático, que él distingue cuidadosamente en la certeza de los cálculos del gran geómetra inglés, pudiendo decirse que en esto más bien se muestra adelantado que atrasado respecto de los newtonianos [585] fanáticos, como Voltaire y Mad. de Chatelet, para quienes el libro de los Principios era como las columnas de Hércules del espíritu humano. De los torbellinos de Descartes y de su concepción del mundo es declarado enemigo, y no menos de la pluralidad de mundos y habitación planetaria, tal como Fontenelle la había defendido, aunque buen cuidado tiene de advertir que la rechaza por razones físicas, y que, entendida tal opinión como debe entenderse, y con las cortapisas y limitaciones que la nulidad de la observación y las reglas del buen sentido imponen a la más desaforada fantasía, no riñe con la fe y puede propugnarse sin recelo.

Aunque el argumento de las causas finales y la impugnación del panteísmo, del materialismo y de todo sistema de ciega causalidad llenan la mitad del Philoteo, tampoco merece olvido la otra mitad, en que se discurre contra los deístas sobre la autenticidad de los libros del Pentateuco, las pruebas de la revelación, los milagros y las profecías y la concordia de los evangelios. Mucho ha adelantado la exégesis bíblica; otras son hoy las objeciones y otras las respuestas; no impera ya Voltaire, sino Strauss y la escuela de Tubinga; mas para los reparos pueriles y las insensatas facecias del Diccionario filosófico y de la Biblia al fin explicada, monumentos de la más crasa ignorancia en las cosas de la antigüedad oriental, bastante medicina eran las contundentes réplicas del P. Rodríguez. Admitir la existencia de un Dios personal y negarle toda relación con las criaturas; confesar su sabiduría y providencia infinitas y poner en duda la posibilidad y necesidad de la revelación; entrarse por las Escrituras negando a bulto cuanto les parecía extraordinario y milagroso; hablar a tuertas y a derechas de indios, chinos y persas, y de su remotísima antigüedad y alta sabiduría; plagiar remiendos del pirronismo histórico de Bayle; soñar que Moisés fue la misma cosa que Baco o que Prometeo (vergonzoso delirio de Voltaire); imaginar que Esdras falsificó los libros de la ley después del cautiverio babilónico; tener por cosa baladí la jamás interrumpida y siempre incorrupta trasmisión de las Escrituras en la sinagoga; ver en el Génesis imitaciones y copias de Sanconiaton y hasta de Platón; cortar y rajar a roso y velloso en los textos hebreos sin conocer siquiera el valor de las letras del alefato, como ni Voltaire ni casi ninguno de los suyos lo conocía y, después de haber mostrado soberano desprecio al pueblo judío, ir a desenterrar del fárrago talmúdico, y del Toldot Jesu las más monstruosas invenciones para contradecir el relato evangélico, tal era la ciencia petulante y vana de los deístas y espíritus fuertes de la centuria pasada. ¿Qué extraño es que algo de esta ligereza se comunicase a sus impugnadores, y que el mismo P. Rodríguez pecase de nimia credulidad, dando por buenas las inscripciones de la alcazaba de Granada, que forjó Medina Conde, y trayéndolos por monumento legítimo y sincero del cristianismo español de los primeros siglos? [586]

Célebre más que Rodríguez y que ningún otro de aquellos apologistas, pero no tan leído como corresponde a su fama, a la grandeza de su saber y entendimiento y al fruto que hoy mismo podemos sacar de sus obras, es el jeronimiano Fr. Fernando de Ceballos y Mier (2501), gloria de la Universidad de Sevilla y del monasterio de San Isidro del Campo, refugio en otro tiempo de herejes, y en el siglo XVIII, morada del más vigoroso martillo de ellos, a quien Dios crió en estos miserables tiempos (son palabras de Fr. Diego de Cádiz) para dar a conocer a los herejes y reducir sus máximas a cenizas. Su vida fue una continua y laboriosa cruzada contra el enciclopedismo en todas sus fases, bajo todas sus máscaras, así en sus principios como en sus más remotas derivaciones y consecuencias sociales, que él vio, con claridad semiprofética (perdónese lo atrevido de la expresión) y denunció con generoso brío, sin que le arredrasen prohibiciones y censuras laicas ni destierros y atropellos cesaristas. Guerra tenaz, sin tregua ni descanso, porque el P. Ceballos estuvo siempre en la brecha, y ni él se hartó de escribir ni sus adversarios de perseguirle. Su obra apologética, llamemos así al conjunto de sus escritos, es de carácter enciclopédico, porque no dejó de acudir a todos los puntos amenazados ni de cubrir y reparar con su persona todos los portillos y brechas por donde cautelosamente pudiera deslizarse el error. La falsa filosofía, si estuviera acabada, sería una antienciclopedia. junta en fácil nudo el P. Ceballos dos aptitudes muy diversas; el talento analítico, paciente y sagaz, que no deja a vida libro de los incrédulos, y la fuerza sintética, que, ordenando y trabando en un haz todos los desvaríos que venían de Francia y mostrando sus ocultos nexos y recónditas afinidades, dando, por decirlo así, a los sistemas heterodoxos cierta lógica, consecuencia y unidad [587] que muchas veces no sospecharon sus mismos autores, levanta en frente de ellas otra síntesis suprema, expresión de la verdad católica en todos los órdenes y esferas del humano conocimiento, desde la ontología y la antropología hasta las últimas ramificaciones de la ética y del derecho natural y de gentes. Todo, hasta la pedagogía, hasta la estética, entra en el inmenso Cosmos del P. Ceballos. ¡Cuán grande nos parece su gigantesco desarrollo de la idea del orden cuando nos acordamos de aquella filosofía volteriana, cuyas profundidades estribaban en tal cual dicharacho soez sobre las lentejas de Esaú o el harén de Salomón!

Por razones que luego se dirán, muchas obras del P. Ceballos quedaron inéditas, y así, no gozamos ni su Análisis del Emilio o tratado de la educación, de J. Jacobo Rousseau, ni su Examen del libro de Beccaria sobre los delitos y las penas, que motivó la condenación inquisitorial del mismo libro; ni sus Noches de la incredulidad, ni sus Causas de la desigualdad entre los hombres, ni su impugnación de El deísmo extático, ni su Ascanio, o discurso de un filósofo vuelto a su corazón, ni sus apologías y defensas, ni lo que trabajó contra el tratado de Educación claustral, del P. Pozzi, y contra el Juicio imparcial, de Campomanes. Todo este tesoro es aún inédito y de propiedad particular.

Pero todo ello cede ante la obra magna del P. Ceballos, La falsa filosofía, crimen de Estado, de la cual poseemos impresos seis abultados volúmenes, que apenas componen la mitad de la obra a juzgar por el aparato del tomo primero. No es el estilo del P. Ceballos acendrado ni muy correcto, pero sí fácil y abundante, a la vez que recio y de buen temple, como de quien trata altas verdades atento sobre todo a la sustancia de las cosas. «Una erudición criada al fresco -dice el mismo- y en lo húmedo del ocio, aunque crezca, crece como una planta regalada y tierna. Toda se va en follaje, en gracias, en flores, pero no sabe sufrir un sol o un cierzo...; tropieza en una coma, pierde un mes en redondear un período o en acabar un verso; la desconcierta una expresión fuerte, la asombra o la escandaliza una licencia varonil y la desmaya la vista de un objeto serio y pesado» (2502). [588]

El principal fin del P. Ceballos, que publicó su libro en 1774, muchos años antes de ver desencadenada la revolución francesa, fue mostrar la ruina de las sociedades, el allanamiento de los poderes legítimos, el desorden y la anarquía, como último y forzoso término de la invasión del naturalismo y del olvido del orden sobrenatural así en la ciencia como en la vida y en el gobierno de los pueblos. Corrieron los tiempos, y la revolución confirmó, y sigue confirmando con usura, los vaticinios del monje filósofo.

Un libro no menor que La falsa filosofía fuera necesario para recorrer y examinar de nuevo las mil cuestiones metafísicas, éticas, políticas y sociológicas, como ahora bárbaramente dicen, que allí se remueven, y que son en sustancia las mismas que hoy agitan los espíritus y sirven de manzana de discordia entre incrédulos y apologistas. El P. Ceballos sacó la polémica teológica de los ruines términos en que solían encerrarla los sectarios de la Enciclopedia, generalizó las proposiciones y los argumentos y dejó prevenidas armas de buen temple y acerado corte, no sólo contra los volterianos de aquella centuria, sino contra sus hijos y nietos de ésta. Aquí baste dar sucinta idea del plan de tan grandioso libro, menos expuesto a envejecer que ningún otro de aquella edad por lo mismo que en él se da grande importancia a la fase política de lo que llaman ahora problema o crisis religiosa sus gárrulos adeptos y sus tentadores.

Comienza el P. Ceballos por indagar el origen, historia y progresos de los llamados deístas, libertinos, espíritus fuertes y freethinkers. No se detiene en los socinianos, ni siquiera en el espíritu de libre examen derramado por la Reforma. Va más allá; los encuentra expresos en la Sagrada Escritura, condenados en el Eclesiastés y en Job; los sigue en Grecia, indaga las fuentes del atomismo de Demócrito y de Epicuro y las sucesivas evoluciones del materialismo, hasta que llega a Roma y se formula en los valientes versos de Lucrecio, y muestra cómo después del cristianismo sobreviven y fermentan estas reliquias de la impiedad antigua y cómo, al través de gnósticos, maniqueos y albigenses, van descendiendo, por la turbia corriente de la Edad Media, hasta el siglo XVI, en que dan razón de sí por boca de Pomponazzi. Desde entonces es fácil seguir a sus secuaces, ora broten dentro del protestantismo, llamándose unitarios, ora los engendre en Francia la perversión de las costumbres y de las ideas con el apodo de libertinos.

¿Conviene impugnar estas sectas? Nunca más que en el siglo XVIII, por lo mismo que el desorden ha llegado al colmo y que parecen acercarse los tiempos apocalípticos. Pero, si la empresa es grande y útil, también es ardua, porque, negando los adversarios la autoridad de las Sagradas Escrituras y los fundamentos de toda racional filosofía, no es fácil hallar campo neutral en qué entenderse, y, por otra parte, ellos esquivan todo acometimiento serio, contestando con burlas y cuchufletas a los más acerados dardos de la lógica. ¿Qué recurso queda? Ex fructibus eorum cognoscetis eos: mostrar a los príncipes y magistrados el germen de disolución social oculto en esas doctrinas, denunciarlas como sediciosas y trastornadoras del público reposo; enemigas no sólo de Dios, sino del principio de autoridad en el orden humano y de las bases en que descansan la propiedad y la familia. No se esquiva por eso la controversia especulativa; antes, al contrario, por ella ha de empezarse y ella ha de ser el fundamento de todo. La religión nada tiene que temer de la filosofía, al paso que la filosofía, cuando se quiebra los dientes en el dogma, acaba por condenarse a sí misma y muere suicidada, como hoy la mala metafísica en frente de los positivistas. Pleniores haustus ad religionem reducere. El ateísmo y el verdadero espíritu filosófico son incompatibles, y el mayor fruto de la sana filosofía es hacer dócil el ánimo y fácil el acto de creer. La razón en estado de salud es naturaliter christiana, y aspira a reducir sus ideas a una simplicidad perfecta, a una regla simple, fiel y recta que jamás discorde ni se mude, y cuando ella sea más una y nosotros estemos más unidos a ella, más nos acercaremos a la verdad primera inteligible. Esta tendencia a la unidad lógica pone ya el entendimiento a las puertas de la religión y le hace suspirar por una lumbre soberana que aclare los misterios y arcanos de la naturaleza, y por la cual los mismos filósofos gentiles anhelaron.

Y si por los frutos se conoce el árbol, ¿qué pensar de esa falsa filosofía que, lejos de ser maestra de la disciplina y de las costumbres, inventora de las sabias leyes y de la vida sociable (como aquella de la cual hermosamente dijo Cicerón en las Tusculanas: tu dissipatos homines in societatem vitae convocasti, tu eos primo inter se domiciliis, deinde coniugiis, tum litterarum et vocum communicatione iunxisti), arruina con el principio utilitario el fundamento del deber y de la ley, llama a la rebelión a los pueblos que primero ha corrompido, quitándoles la esperanza y el temor de otra vida, disuelve los lazos del matrimonio y de la familia, llega a defender, por boca de oscuros sofistas franceses, la poligamia, el infanticidio, la exposición de los hijos y hasta la antropofagia (de todo hubo ejemplos en el desbordamiento intelectual del siglo XVIII), hace en el Sistema de la naturaleza la apoteosis del suicidio, reduce al interés personal [590] los causas de las acciones virtuosas, relega a los pobres y a los siervos la humildad, la resignación, la sobriedad, el agradecimiento y otras modestas virtudes cristianas y destierra la bendita eficacia y el escondido venero de consolación de la oración? Ni es menos funesta la licencia filosófica al progreso de las ciencias y de las artes, que nada ganan con ella sino tejer hilos sutiles de araña, o arderse en cuestiones vanas de las que agotan el entendimiento o le distraen errante y vago de una a otra parte, sin fe, ni certeza, ni asiento en nada, hasta caer en la degradante impotencia del solitario escepticismo. ¿Ni qué esperan las ciencias de una filosofía que en lo teológico empieza por negar el objeto de la misma ciencia; que en metafísica rechaza todos los universales, toda idea abstracta y, general; que en física excluye la averiguación de las causas de la composición de los cuerpos y nada sabe de las leyes del universo? ¿Qué moral ni qué leyes caben en una secta que comienza por negar la libertad humana? Y, finalmente, hasta la historia se vicia cuando al espíritu crítico sustituye el espíritu escéptico y hasta las amenas letras languidecen y mueren con una elegancia afectada y sin jugo cuando les falta el calor de las grandes ideas.

Echadas así las zanjas de la obra, procede el P. Ceballos a impugnar los principios ateológicos, demostrando: 1.º, la existencia de Dios contra los ateos; 2.º, Dios creador y rector del universo, contra los deístas y materialistas, 3.º, Dios salvador y glorificador del mundo, contra los naturalistas de todo género y, negadores de la revelación. El segundo tomo es un excelente tratado de teodicea; el tercero está sacado todo de las entrañas de la más exquisita teología positiva. No es posible dar en pocas palabras idea de tanta riqueza y de la novedad con que están remozados los argumentos en sí vulgares como el del consenso común, el de la idea del ser perfecto, el de la noción de la verdad, el de lo necesario y contingente, el de la razón suficiente. Al P. Ceballos le era familiar cuanto razonamiento se había presentado contra los ateos desde San Anselmo, Santo Tomás y Sabunde hasta Descartes, Wolf, Samuel Clarcke y un cierto Canzio (que ha de ser el teólogo wolfiano Israel Canz, más bien que el famoso filósofo de Koenisberg, autor en sus mocedades de una disertación de existentia Dei); pero todo sabe asimilárselo y hacerlo doctrina propia, mostrando a la vez erudición filosófica inmensa, y más de otros autores; que de escolásticos, y gallardía de pensador firme y agudo. La cual brilla, sobre todo, en su nueva teoría del espacio, que él no llega a reducir a una categoría del entendimiento como Kant; pero que considera como cosa incorpórea e inmaterial, aunque real, como «el inmenso espíritu donde todos nos movemos, vivimos y estamos, no como partes o modos de una sustancia infinita, sino como sustancias particulares y creadas... La idea del espacio no indica extensión, sino sustentación de lo extenso. Este pneuma [591] o ser espiritual está fuera y dentro de nosotros, nos toca y nos penetra íntimamente; es, en fin, la misma inmensidad de Dios».

Los gérmenes de esta opinión, más especiosa que sólida, están en Newton y en Clarcke. No se le ocultan al P. Ceballos los inconvenientes, pero responde que, no admitiendo en el espacio cantidad ni materia, y no suponiéndole extenso, sino inmenso, está salvado el resbaladero del espinosismo o el riesgo no menos de materializar, como lo hacía Newton, uno de los atributos divinos.

Menos original, aunque extensa y nerviosa, es su refutación de la Ética, de Espinosa, hecha toda a la luz del principio de contradicción, y quizá erró en no ir derechamente a la raíz del árbol, es decir, a la mala definición de la sustancia y del ente, fijándose más bien en las internas contradicciones que resultan de juntar en Dios espíritu y materia o de suponer sus atributos infinitos, por una parte, y por otra, finitos y limitados. Si Dios es suficientísimo para sí mismo de todas maneras aun dentro de la concepción espinosista, ¿no implica también contradicción el suponer la creación necesaria y no obra libre del poder divino?

Con no menos ingenio están desarrolladas las pruebas filosóficas de la Providencia contra los deístas; ya la del orden, fundamento de la verdad metafísica; ya la de la conservación y duración de las especies; permaneciendo en sus semillas la virtud o fuerza de la acción de Dios, que les dio el ser primero; ya la de la necesidad del mal metafísico en el sistema del universo, como que es mera limitación o defecto inherente al ser de toda criatura.

«Sin religión sería el hombre una especie sin diferencia y hubiera quedado manca en él la Providencia sapientísima»; dice el P. Ceballos que de buen grado la definiría animal religioso o capaz de religión aún más que animal racional, ya que Lactancio y otros conceden racionalidad a los brutos, y del conocimiento todos convienen en que les grado genérico, aplicable a la noticia de lo sensible y a la noción de lo abstracto. Sin religión, fuera el hombre mucho más infeliz que los brutos, por lo mismo que es más perfecto y que son altísimas e insaciadas sus aspiraciones a la verdad y al bien. Pero ¿bastará la religión natural? Y ante todo, ¿qué cosa es la religión natural? La que los filósofos predican, dista toto caelo de aquella antigua ley natural en que los patriarcas vivieron, y que se llamaba así no porque les faltase luz de lo sobrenatural, directamente recibida de la primitiva tradición y de influjos y comunicaciones divinas, ni porque careciese de cultos, ceremonias y preceptos, sino porque no estaba escrita, como lo estuvo después entre los hebreos. Y como aquella fe y esperanza de los antiguos patriarcas miraba a Cristo como a su término, ¿qué cosa más absurda que querer escudarse con ella los adversarios de la divinidad de Cristo y de todo dogma que trasciende de lo natural? [592]

¿Y por qué se llaman racionalistas -prosigue el P. Ceballos, a quien vamos compendiando a nuestro modo-, cuando, siendo la ciencia el fin del ejercicio de la razón, no quieren subyugar su entendimiento a la fe por algunos instantes para merecer saber y comprender siempre? ¿En qué estudio no se comienza por el asenso al maestro y la fe humana? ¿No es siempre mayor el número de las cosas creídas que el de las sabidas? ¿No ponderan a cada paso los filósofos las flacas fuerza; de la razón y muchos desconfían en absoluto de ella? Más ciencia descubre la noche de la fe que el día humano. La fe levanta a la razón sobre su esfera natural, a la manera que el telescopio acrece el poder y el alcance de la vista. No es antirrazón, sino ante y sobre razón. ¿Por las impresiones de nuestros sentidos queremos argüir al que los hizo? Quien arroje el telescopio, no verá los misterios del cielo; quien prescinda de la revelación, nunca entenderá el misterio de las cosas ni alcanzará a rastrear las maravillas del plan divino. Además, la filosofía es insuficiente para la virtud y para la práctica de la vida; no ataca la raíz de la concupiscencia, vestigio del pecado original; carece de sanción eterna o no tiene en que fundarla; a lo sumo, y, prescindiendo de sus contradicciones, convencerá el entendimiento, pero no moverá la voluntad, ni sanará el corazón, ni dará a los hombres la paz que sobrepuja a todo sentido, la alegría y gozo del Espíritu Santo, el espíritu de verdad y santificación, que graciosamente se nos comunica por los sacramentos. ¡Qué repentina y eficaz metamorfosis la que obró la revelación en el mundo antiguo! ¡Cómo se realzó la naturaleza humana! Es digno de leerse lo que el P. Ceballos dice de las expiaciones y de los sacrificios, adelantándose a Saint-Martin y a José de Maistre y sin extremar, como ellos, las cosas por amor a la paradoja. La sangre de Cristo, que no se corrompe, sino que a cada instante se ofrece, vino a librar a nuestra especie del duro tributo de sangre que debía por el primer pecado.

En el primitivo plan del P. Ceballos no entraban las pruebas de la religión revelada; pero Campomanes le aconsejó que las añadiera, y él lo hizo, viniendo a formar una especie de demostración evangélica semejante a la de Huet, y basada toda en argumentos históricos y morales. Los testimonios humanos no certifican la palabra divina, pero, confunden la incredulidad, y no pueden sustituirse ni con el iluminismo fanático ni con la demostración geométrica y a priori. Redúcese toda la demostración a dos puntos: 1.º Probar que Dios habló lo que creemos: a los fieles, con profecías; a los infieles, con señales y milagros; 2.º Probar que es manifiesta la verdad de lo revelado. Ya lo dijo San Agustín contra los maniqueos: Unum, cum dicis Spiritum Sanctum esse qui loquitur, et alterum, cum dicis manifestum esse quod loquitur. De aquí un tratado sobre los caracteres y del milagro (causa, utilidad, perfección, modo, medios y fin) sobre el silencio de los antiguos oráculos, impugnando [593] a Van-Dale y Fontenelle, que negaron en ellos toda intervención demoníaca, suponiéndolos trápala y embrollo de sacerdotes, y otro sobre el cumplimiento de las profecías, especialmente de las mesiánicas, y sobre las notas de la verdadera y falsa profecía, asunto muy bien tratado por el Dr. Horozco y Covarrubias, obispo de Guadix, en el siglo XVI.

Hemos llegado a la segunda parte de La falsa filosofía; en ella el objeto del P. Ceballos es demostrar que, lejos de ser los pareceres incrédulos vanas especulaciones sin consecuencia, son errores perniciosísimos para el bienestar de la república y fecundo semillero de máximas anárquicas, aún peores que el temor supersticioso y la nimia credulidad. Al ateísmo en el universo corresponde la anarquía en el Estado o la obediencia forzada a una estúpida o ilustrada tiranía; pestes ambas del género humano, como ya advirtió el mismo Bayle. El ateísmo es declaración de guerra contra la sociedad y la justicia, y quien la hace queda en la categoría de enemigo público y de bajel armado en corso contra el orden social, sin distinción de imperios ni formas de gobierno. ¿Qué pabellón amparará al pirata? Negada la providencia divina, ¿dónde buscar la finalidad de todo poder humano, público o doméstico? ¿Dónde la razón y el fundamento del derecho? ¿Acaso en el supuesto estado de la naturaleza, del cual salieron los hombres por el influjo de la fuerza o por las blandas cadenas del soñado pacto social? Ni Hobbes, ni Rousseau, ni siquiera Montesquieu, resuelven el problema. Negada la libertad humana, se destruye el sujeto de los gobiernos, que es el ciudadano libre; ni queda en pie ley civil que pueda llamarse vínculo obligatorio. ¿Qué sentido tienen en un sistema materialista y fatalista las palabras conciencia moral y motivos de las acciones humanas? ¡Tiempos miserables aquellos del siglo XVIII, en que, como dice el deán Swift, habían llegado a tenerse por prejuicios de educación todas las ideas de justicia, de piedad, de amor a la patria, de divinidad, de vida futura, de cielo y de infierno! Por eso, el P. Ceballos, con profundidad de vidente, a vista de los primeros tumultos y chispazos y de los varios motines que precedieron de lejos a la revolución francesa, declara punto por punto la calamidad inminente, anuncia la interna descomposición que hoy vemos de la naciente democracia americana, y tiene por ineficaz todo remedio que no sea volver a entrar, gobernantes y gobernados, por las vías del santo temor de Dios: filosofía eterna aunque carezca vulgar y de viejas, porque ¿qué cosa más vieja y vulgar que la verdad? Escribíase esto en 1775.

¿Pero bastará cualquier especie de religión para refrenar el contagio, bastará la religión formada o reformada a gusto y arbitrio de los gobernantes y como ramo de policía? ¡Error insigne; la religión no es suplemento de las Bastillas y de la gendarmería! Esas religiones oficiales se resuelven siempre en la incredulidad y en deísmo privado. Quien, transformando el orden [594] jerárquico, somete la Iglesia al Estado, como hicieron los protestantes, deja sólo un simulacro de religión estéril y vacío. Por eso todas las sectas reformadas, ya lo nota con perspicua sagacidad el P. Ceballos, van caminando a toda prisa al racionalismo, aunque la fórmula oficial permanezca íntegra, como en Inglaterra y en Ginebra.

Sin Dios no hay ley; sin ley no cabe sociedad ni humanidad; una doctrina como la de Helvetius, que pone en el interés y en el deleite las fuentes de toda acción justa, niega de raíz el derecho natural y disipa el derecho positivo. Esta es la tesis de una larga disertación del P. Ceballos sobre los fundamentos de la legislación, basados en lo justo esencial, de quien es participación, comunicación o mandato la ley impresa en nuestra alma por el Hacedor, la cual sirve de modelo y norma a todas las leyes humanas en lo que tienen de rectas y conformes a honestidad. Error es creer que el derecho natural se limita al fuero humano y no se alarga más de los lindes de esta vida, como si, quitando a la ley la sanción de la vida futura, no se truncase a la jurisprudencia de su parte más noble, que es el sumo bien del hombre.

Algo flaquea el P. Ceballos en las disertaciones subsiguientes así por el método como por la sustancia, y hubiera acertado en suprimirlas, a lo menos la que trata de la cuestión de tortura en juicios criminales y aun la del derecho de guerra en lo que se refiere al alquiler militar de los suizos. Además de pequeñas y secundarias, son siempre odiosas tales disquisiciones, y en una apología de la religión, odiosísimas amén de impertinentes. Para rebatir las teorías penales del abuelo de Manzoni, para defender el derecho de castigar y la pena de muerte, no era preciso extremar tanto el intento contrario. Tampoco se ve la necesidad ni la justicia de atribuir universalmente a los filósofos impíos la doctrina del tiranicidio y regicidio, que rechazan muchos de ellos, especialmente los del siglo XVIII, fervorosos conservadores y muy partidarios de la autoridad, cuanto más de la vida, de los reyes. Mucho se hubiera asombrado el chambelán Voltaire de que se tomasen por máximas políticas los apóstrofes retóricos que él puso en Bruto o en La muerte de César. Más que los reyes (casi todos de su bando), eran los pueblos cristianos, y más que los pueblos, la Iglesia, lo que les estorbaba a los reformadores del siglo XVIII. Tuvo, con todo, esta disertación del padre Ceballos profético cumplimiento en la sangre expiatoria de Luis XVI.

Con hermosos colores describe nuestro apologista el cuadro de una sociedad católica, donde los supremos imperantes ni son tímidos ni temibles y los pueblos ni temen ni dan que temer: ventaja independiente de cualquier forma de gobierno cuando la ciudad de mundo se funda en el amor de Dios y del prójimo, y no en el torpe egoísmo y en la utilidad privada, bastantes a depravar el régimen exteriormente más perfecto, al paso que [595 ] la caridad puede sanar y perfeccionar hasta el gobierno despótico, convirtiéndole en autoridad paterna, que a tanto alcanza la santa, interna y gloriosa instauración del derecho traída por el cristianismo, el cual hizo libre a la misma servidumbre, sin distinción de climas, ni de razas, ni de repúblicas y monarquías. No está ligada al norte la libertad, ni al sur la dependencia, dice nuestro autor, contradiciendo a Montesquieu.

El gobierno moderado y suave es el que más conviene al espíritu del Evangelio, y por eso el P. Ceballos, que ve en las sagradas Letras grandes ejemplos contra el despotismo fatalista y ateo, se inclina a la monarquía templada, como el gobierno de menores inconvenientes, confirmando su tesis con la historia y las leyes de España, cuyos derechos de conquista sobre el Nuevo Mundo establece y prueba en una robusta apología.

Hasta aquí llegaba el fácil y sereno curso de La falsa filosofía, con universal aplauso de los católicos, que agotaron en pocos meses dos ediciones del primer volumen, cuando el Poder público creyó necesario detenerle como obra perjudicial al orden de cosas establecido en tiempo de Carlos III, y sobre todo a las regalías de Su Majestad. Ciertamente que al P. Ceballos no le parecían bien, y en su tomo sexto procura precaver a los príncipes de la funesta manía de meterse a pontífices y reformadores, anunciando muy a las claras el propósito de tratar más de cerca la materia en tomos sucesivos.

Además, había hecho acres censuras de dos libros entonces venerados como divinos y que todo jurisconsulto ponía sobre su cabeza: el Espíritu de las leyes y el Tratado de los delitos y de las penas (2503). Esto bastó para que, en obsequio a la libertad científica, se prohibiese al P. Ceballos seguir escribiendo, por mas que él, como sintiendo acercarse el nublado, había procurado abroquelarse con una cortesana y lisonjera dedicatoria a Campomanes. Los primeros tomos parecieron bien al conde y a los suyos; nadie puso reparo mientras la pendencia fue con Espinosa, con Hobbes o con Bayle, pero desde el cuarto tomo empezaron a ver muy claro (2504) que la bandera que les parecía amiga o neutral era bandera de guerra. Nada bastó para vengar las regalías de Su Majestad. Se fiscalizaron las conversaciones del P. Ceballos y las cartas que escribía a sus hermanos de religión de Guadalupe y de El Escorial, se le quiso complicar en un proceso, y por fin se le negó la licencia para el séptimo tomo. Se avistó con Carlos III: todo en vano. Desesperado del imprimir el resto de la obra en Castilla, hizo muchos años después, en 1800, dos viajes a Lisboa, y allí publicó un volumen más, [596] pero tan raro, que jamás he podido verle ni sé de ningún bibliófilo que lo posea. Pasaron algunos ejemplares la frontera, pero el regente de la Audiencia de Sevilla los recogió a mano real e hizo información sobre el caso. Tantos sinsabores aceleraron la muerte del P. Ceballos, acaecida en 1 de marzo de 1802. Dicen que Voltaire alcanzó a leer los primeros tomos de La falsa filosofía y que no habló del autor con la misma insolente mofa que solía emplear con sus adversarios. En sus obras no recuerdo que le mencione jamás. Sus discípulos de por acá encontraron más cómodo amordazar al P. Ceballos que responderle.

Dos escritos suyos han sido salvados en estos últimos años de la oscuridad en que yacían, pero ninguno de ellos iguala a La falsa filosofía ni bastará a dar idea del mérito del P. Ceballos a quien sólo por ellos le conozca. Es el primero el Juicio final de Voltaire (2505), especie la alegoría satírica, compuesta en los cinco meses que siguieron a la muerte del patriarca de Ferney, a quien juzgan y sentencian en los infiernos Luciano, Sócrates, Epicuro, Virgilio y Lucrecio. La empresa de juzgar a Voltaire, y de juzgarle entre burlas y veras, requería sobre todo talento literario y gracia de estilo, precisamente las cualidades de que andaba más ayuno el ilustre pensador jeronimiano. Sus chistes son chistes de refectorio o tienen algo de soñoliento y de forzado. Tampoco escoge bien los puntos de ataque e insiste mucho en pueriles acusaciones de plagio. ¿Quién le inspiraría la maligna idea de lidiar irónicamente contra el rey de la ironía y de la sátira?

El otro libro es la Insania o demencias de los filósofos confundidas por la sabiduría de la cruz (2506), especie de compendio popular de La falsa filosofía, escrito en forma de Cartas de Demócrito a Sofía, como si el autor se hubiera propuesto, sobre todo, precaver a las mujeres del contagio de la impiedad y del libertinaje. Las violencias del estilo en estas obras del P. Ceballos son extraordinarias y feroces, y a veces grotescas y de pésimo gusto. Ne quid nimis. Sírvale de disculpa que escribió en años turbulentos, achacoso y perseguido, sobreexcitada su imaginación meridional con el espectáculo de la revolución francesa, y, como no tenía la elocuencia de José de Maistre y vivía en tiempos en que toda corrupción literaria había llegado a su colmo, algo se le ha de perdonar de sus resabios gerundianos y del galicismo cursi que afea a trechos estas últimas producciones suyas, tan lejanas de la noble austeridad de La falsa filosofía. [597]

El afán de las empresas enciclopédicas fue carácter común en los hombres más señalados del siglo XVIII. Cegábales el ejemplo, de Diderot y D'Alembert, y venían a empeñarse en obras inmensas, inasequibles a las fuerzas de un solo hombre, y que por lo regular quedaban muy a los principios. Cuando esta ambición recaía en espíritus ligeros y superficiales, engendraba compendios y libros de tocador. Cuando los autores eran nombres serios y de muchas letras, trazaban planes cuya sola enunciación asusta, y se ponían a desarrollarlos en muchos y abultados volúmenes, hasta que la vida o la paciencia les faltaban. Ni acertaban a limitarse ni a fijar un asunto concreto; todo lo querían abarcar y reducir a sistema. No se hacía la historia de tal o cual literatura particular, sino que se investigaban, al modo del abate Andrés, los orígenes y progresos de toda literatura, tomada esta palabra en su acepción latísima, es decir, comprendiendo todos los monumentos escritos, aunque no fuesen de índole estética. Si alguien se limitaba a su propia nación, era para incluir en la historia de la literatura la de todas las actividades humanas, hasta la táctica militar y la construcción de navíos y el arte de tejer el cáñamo, o para llenar cinco o seis volúmenes con indagaciones sobre la cultura de las razas prehistóricas de España, como hicieron los PP. Mohedanos. Otros con nada menos se contentaban que con trazar la Idea del universo o la Historia del hombre, como lo hizo en más de veinte volúmenes el doctísimo Hervás y Panduro, que a lo menos fue digno de tener tan altos pensamientos, puesto que supo más que otro hombre alguno del siglo XVIII y hasta adivinó y creó ciencias nuevas.

Casi tan vasta en el plan como la Idea del universo, aunque muy inferior en tesoros de erudición y doctrina, es la obra que con el título de Dios y la naturaleza, compendio histórico, natural y político del universo (2507) publicó en 1780 y en los años siguientes el canónigo gallego D. Juan Francisco de Castro, de honroso recuerdo entre nuestros jurisconsultos por sus Discursos críticos sobre las leyes y sus intérpretes (libro que influyó mucho en la difusión del estudio del derecho nacional y en la reforma de los métodos) y de buena memoria en su país natal de Lugo como promovedor de la industria popular y de las mejoras económicas.

Sin combatir directamente las teorías heterodoxas como el P. Ceballos, se propuso, a manera de antídoto, desarrollar con toda amplitud el argumento de las causas finales por el espectáculo físico y moral del universo. Explica los principios del orden en el mundo intelectual, la teoría de hombre, la oposición y unión de la materia y del espíritu, las consecuencias del pecado original, y de aquí procede a la descripción de entrambos mundos, el físico y el moral, entrelazando y comparando sus [598] leyes. Diez tomos llegaron a imprimirse; uno más se conserva manuscrito en Galicia; pero la obra llevaba camino de crecer in immensum, puesto que abarcaba, además, de la filosofía, todos los pormenores de la historia natural y civil y la exposición de la religión, leyes, costumbres y ceremonias de todas las razas, desde las más cultas hasta las más bárbaras. Bien puede exclamarse aquí con el poeta: «Yo amo al que desea lo imposible.» Para alcanzar la perfecta demostración del principio del orden en el mundo no era preciso descender a tales menudencias, y en esto, como en todo, mostró talento filosófico muy superior al de Castro el sevillano D. Antonio Xavier Pérez y López, autor de un libro muy original por la forma (tomando esta palabra forma en el sentido más alto, esto es, como una singular manera de concebir, encadenar y exponer la doctrina), que autorizó a su autor para llamarle Nuevo sistema filosófico. Y, en efecto; aunque la idea capital y madre del sistema, la idea de poner el orden esencial de la naturaleza por fundamento de la moral y de la política, sea viejísima y venga a reducirse en último término al procedimiento de la Teología natural o Liber creaturarum, de Sabunde, de cuyo prólogo hay evidentes huellas en el Discurso preliminar, de Pérez y López (2508), tampoco ha de negarse que éste hizo propia esa concepción armónica, exponiéndola, de una manera ceñida y rigurosamente sistemática, con el método geométrico, que entonces privaba tanto, y con mucha novedad en los pormenores y en la manera de hilar y deducir unos de otros los razonamientos, no sin fuerte influencia de la Teodicea, de Leibnitz, y de varios escritos de Wolf (2509). En algún pasaje, olvidándose el autor de su ontología armonista, propende a un tradicionalismo que hoy diríamos mitigado, más próximo al del P. Ventura que al de Bonald. Pero nunca pierde de vista su favorito principio sabundiano: «El orbe es el gran código de la ley natural donde están grabados los fines de Dios y de las cosas creadas.» Apartemos el desorden producido por la primitiva corrupción de la naturaleza humana; fijémonos en la instauración del orden traída por el beneficio de Cristo, y veremos con claridad el orden metafísico, el orden físico y el orden moral, donde las leyes, obligaciones y derechos radican. Tal es la tesis de este sustancioso libro, que [599] en trescientas páginas no cabales compendia la filosofía así especulativa como práctica.

Pero, entre todos nuestros filósofos del siglo XVIII, ninguno igualó en erudición, solidez y a plomo al insigne médico aragonés D. Andrés Piquer. En él fue inmensa la copia de doctrina; varia, amena y bien digerida la lectura; elegante con sencillez, modesto el estilo y firmísimo el juicio; de tal suerte, que en él pareció renacer el espíritu de Vives. Ni los prestigios de la antigüedad ni los halagos de la innovación le sedujeron; antes que encadenarse al imperio de la moda, escogió filosofar por cuenta propia, leyendo y analizando toda suerte de filosofías, probándolo todo y reteniendo sólo lo bueno, conforme a la sentencia del Apóstol, eligiendo de los mejores lo mejor, y trayéndolo todo, las riquezas de la erudición, las joyas de la experiencia, las flores de la amena literatura, a los pies de la verdad católica. Fue ecléctico en el método, pero jamás se le ocurrió hacer coro con los gárrulos despreciadores de la escolástica. Al contrario, de ella tomó lo sustancial y útil, desechando solamente las cuestiones ociosas y enriqueciéndolo todo con el fruto de los nuevos estudios después de bien cernido y cribado. Unos le llamaron innovador, otros retrógrado, y él prosiguió su camino, inmensamente superior a todos. Quien quiera conocer lo mejor de nuestra ciencia del siglo XVIII y cuánto y cuán vergonzosamente hemos retrocedido después, lea sus obras filosóficas, y hasta las de medicina. Su edición del texto griego de algunos tratados de Hipócrates y su traducción del mismo aun han merecido en nuestros días los elogios de Littré, juez competentísimo en la materia. Pero todavía valen más su Lógica, aristotélica en el fondo, y en ella el tratado sobre las causas de los errores; su Filosofía moral, y en ella el tratado de las pasiones; su Discurso sobre el mecanismo, verdadero preservativo no sólo contra las teorías materialistas, sino contra todo sistema fantástico que en cuestiones de física contradiga al método de observación, y, finalmente, su Discurso sobre el uso de la lógica en la teología y el De la aplicación de la filosofía a los asuntos de religión, hermosísima muestra del religioso, sencillo y sano temple de alma de su autor (vis bonus philosophandi peritus), que, con saber todo lo que se sabía en su tiempo así de filosofía como de ciencias naturales y haber leído cuanto había que leer, desde los primitivos fragmentos de la filosofía griega hasta el último libro de Rousseau o D'Alembert, y con haber pasado el resto de su vida en las salas de disección y en las academias de Medicina, jamás dudó, ni vaciló, ni se inquietó en las cosas de fe, ni se rindió en lo más leve al contagio enciclopedista precisamente porque era sabio, muy sabio: pleniores haustus ad religionem reducere. ¡Hermoso ejemplo de serenidad y alteza de espíritu! Cuando se pasa de los libros de la escuela volteriana a los suyos, parece que el ánimo se ensancha y como que se siente una impresión de frescura, placidez y rectitud moral, [600] que nos transporta a los mejores tiempos de la antigua sabiduría o a los nuestros del siglo XVI. Aunque no hizo Piquer apologías directas de la religión, debe recordársele aquí por lo acendrado del espíritu cristiano que informa su filosofía y porque en repetidas ocasiones y de todas maneras inculcó a los jóvenes aquella sentencia del Apóstol: Videte ne quis vos decipiat per philosophiam et inanem fallaciam (2510). ¿Y qué fue, en suma, toda la obra filosófica de Piquer, tan amplia, tan sesuda y tan varia, sino una gloriosa tentativa de eclecticismo erudito a la luz de las tradiciones científicas nacionales, un retoñar de la prudente crítica vivista, no matadora, sino reformadora de la escolástica; un cuerpo de ciencia sólida, íntegra, profundamente cristiana, sin timideces ni escrúpulos ñoños, acaudalada con los despojos de toda filosofía y con los maravillosos descubrimientos de las ciencias físicas e históricas, que son progresivas por su índole misma; ciencia, finalmente seria, y de primera mano, aprendida en las fuentes y rigurosa en el método, antítesis en todo de la superficialidad y de la falsa ciencia que desde el tiempo del P. Feijoo, aunque no por culpa del P. Feijoo, venía invadiéndonos?

Discípulo y secuaz de Piquer y continuador de su filosofía en muchas cosas, aunque en otras disienta, fue su sobrino don Juan Pablo Forner, que, además de la afinidad de sangre, tiene con él parentesco de ideas muy estrecho. Forner, aunque malogrado a la temprana edad de cuarenta y un años, fue varón sapientísimo, de inmensa doctrina al decir de Quintana, que por las ideas no debía admirarle mucho; prosista fecundo, vigoroso, contundente y desenfadado, cuyo desgarro nativo y de buena ley atrae y enamora; poeta satírico de grandes alientos, si bien duro y bronco; jurisconsulto reformador, dialéctico implacable, temible controversista y, finalmente, defensor y restaurador de la antigua cultura española y caudillo, predecesor y maestro de todos los que después hemos trabajado en la misma empresa. En él, como en su tío, vive el espíritu de la ciencia española, y uno y otro son eclécticos; pero lo que Piquer hace como dogmático, lo lleva a la arena Forner, escritor polémico, hombre de acción y de combate (2511). No ha dejado ninguna [601] construcción acabada, ningún tratado didáctico, sino controversias, apologías, refutaciones, ensayos, diatribas, como quien pasó la vida sobre las armas, en acecho de literatos chirles y ebenes o de filósofos transpirenaicos. Su índole irascible, su genio batallador, aventurero y proceloso, le arrastraron a malgastar mucho ingenio en estériles escaramuzas, cometiendo verdaderas y sangrientas injusticias, que, si no son indicios de alma torva, porque la suya era en el fondo recta y buena, denuncian aspereza increíble, desahogo brutal, pesimismo desalentado o temperamento bilioso, cosas todas nada a propósito para ganarle general estimación en su tiempo, aunque hoy merezcan perdón o disculpa relativa. Porque es de saber que en las polémicas de Forner, hasta en las más desalmadas y virulentas (El asno erudito, Los gramáticos chinos, Carta de Bartolo, Carta de Varas, Suplemento al artículo Trigueros, etc.), hay siempre algo que hace simpático al autor en medio de sus arrojos y temeridades de estudiante, y algo también que sobrevive a todas aquellas estériles riñas de plazuela con Iriarte, Trigueros, Huerta o Sánchez, y es el macizo saber, el agudo ingenio, el estilo franco y despreocupado del autor, el hirviente tropel de sus ideas y, sobre todo, su amor entrañable, fervoroso y filial a los hombres y a las cosas de la antigua España, cuyos teólogos y filósofos conocía más minuciosamente que ningún otro escritor de entonces. No dejaba por eso de participar de algunas de las preocupaciones dominantes, sobre todo del regalismo, que entendía a la manera vieja, y de que hay larga muestra en sus doctas Observaciones (inéditas todavía) a la Historia universal, del ex jesuita Borrego, a quien tacha de haber dilatado en demasía los términos de la potestad eclesiástica, sobre todo al tratar de la célebre declaración del clero galicano, y de haber menoscabado los fundamentos del recurso de fuerza. Y bien da a entender su biógrafo Sotelo que la energía, fuerza y solidez con que defendió los derechos de la autoridad civil fueron los principales méritos que llevaron a Forner en edad tan temprana a la fiscalía del Consejo de Castilla. Pero fuera de esta mácula, de que nadie se libró entonces, Forner, enemigo de todo resto de barbarie y partidario de toda reforma justa y de la corrección de todo abuso, como lo prueba el admirable libro que dejó inédito sobre la perplejidad de la tortura y sobre otras corruptelas introducidas en el derecho penal, fue, como filósofo, el enemigo más acérrimo de las ideas del siglo XVIII, que él no se cansa de llamar «siglo de ensayos, siglo de diccionarios, siglo de diarios, siglo de impiedad, siglo hablador, siglo charlatán, siglo ostentador», en vez de los pomposos títulos de «siglo de la razón, siglo de [602] las luces y siglo de la filosofía» que le daban sus más entusiastas hijos.

Contra ellos se levanta la protesta de Forner más enérgica que ninguna; protesta contra la corrupción de la lengua castellana, dándola ya por muerta y celebrando sus exequias; protesta contra la literatura prosaica y fría y la corrección académica y enteca de los Iriartes; protesta contra el periodismo y la literatura chapucera, contra los economistas filántropos, que a toda hora gritan: «humanidad, beneficencia», y protesta, sobre todo, contra las flores y los frutos de la Enciclopedia. Su mismo aislamiento, su dureza algo brutal en medio de aquella literatura desmazalada y tibia, le hacen interesante, ora resista, ora provoque. Es un gladiador literario de otros tiempos, extraviado en una sociedad de petimetres y de abates; un lógico de las antiguas aulas, recio de voz, de pulmones y de brazo, intemperante y procaz, propenso a abusar de su fuerza, como quien tiene conciencia de ella, y capaz de defender de sol a sol tesis y conclusiones públicas contra todo el que se le ponga delante. En el siglo de las elegancias de salón, tal hombre, aun en España, tenía que asfixiarse.

Entonces se entraba en la república literaria con un tomo de madrigales o de anacreónticas. Forner, estudiante todavía, no entró, sino que forzó las puertas con dos o tres sátiras atroces, tan atroces como injustas, contra Iriarte y otros, y, después de varios mojicones literarios dados y recibidos y de una verdadera inundación de papeles polémicos que cayeron como plebe de langosta sobre el campo de nuestras letras, llegó a imponerse por el terror, y aprovechó un instante de tregua para lanzar contra los enciclopedistas franceses su Oración apologética por la España y su mérito literario (2512).

Era entonces moda entre los extraños, no sin que los secundasen algunos españoles mal avenidos con el antiguo régimen, decir horrores de la antigua España, de su catolicismo y de su ciencia. Ya no se contentaban con atribuirnos el haber llevado a todas partes la corrupción del gusto literario, el énfasis, la hipérbole y la sutileza, como sostuvieron en Italia los abates Tiraboschi y Bettinelli, a quien brillantemente respondieron nuestros jesuitas Serrano, Andrés, Lampillas y Masdéu, sino que se adelantaban a negarnos en las edades pretéritas toda cultura, buena o mala, y aun todo uso de la racionalidad. Así, un geógrafo oscuro, Mr. Masson de Morvilliers, preguntó en el artículo Espagne, de la Enciclopedia metódica: «¿Qué se debe a España? Y después de dos siglos, después de cuatro, después de diez, ¿qué ha hecho por Europa?» [603]

A tan insultante reto contestaron un extranjero, el abate Denina, historiador italiano refugiado en la corte de Federico II de Prusia, y un español, el abate Cavanilles (insigne botánico), en ciertas Observations... sur l'article «Espagne» de la Nouvelle Encyclopédie, que imprimió en París en 1784.

Forner tomó en su apología nuevo rumbo, y, partiendo del principio de que sólo las ciencias útiles y que se encaminan a la felicidad humana, tomada esta expresión en el sentido de la ética espiritualista y cristiana, merecen loor a sus cultivadores, y que no las vanas teorías, ni los arbitrarios sistemas, ni la creación de fantásticos mundos intelectuales, ni menos el espíritu de insubordinación y revuelta y el desacato contra las cosas santas deben traerse por testimonio del alto grado de civilización de un pueblo, sino antes bien de su degradación y ruina, probó maravillosamente y con varonil elocuencia que, si era verdad que la ciencia española no había engendrado, como la de otras partes, un batallón de osados sofistas contra Dios y su Cristo, había elaborado, entre las nieblas de la Edad Media, la legislación más sabia y asombrosa, había ensanchado en el Renacimiento los límites del mundo, había impreso la primera Poliglota y el primer texto griego del Nuevo Testamento, había producido en Luis Vives y en Melchor Cano los primeros y más sólidos reformadores del método en teología y en filosofía del lenguaje, había derramado la luz del cristianismo hasta los últimos confines de la tierra, ganando para la civilización mucha más tierra que la que conocieron o pudieron imaginar los antiguos; había descrito por primera vez la naturaleza americana y había traído, con Laguna, Villalobos, Mercado y Solano de Luque, el bálsamo de vida y de salud para muchas dolencias humanas; cosas todas tan dignas, por lo menos, de agradecimiento y de alabanza como el haber dado cuna a soñadores despiertos o a audaces demoledores del orden moral. «Vivimos en el siglo de los oráculos -dice Forner-; la audaz y vana verbosidad de una tropa de sofistas ultramontanos, que han introducido el nuevo y cómodo arte de hablar de todo por su capricho, de tal suerte ha ganado la inclinación del servil rebaño de los escritores comunes, que apenas se ven ya sino infelices remendadores de aquella despótica revolución con que, poco doctos en lo íntimo de las ciencias, hablaron de todas antojadizamente los Rousseau, los Voltaire y los Helvecios... Tal es lo que hoy se llama filosofía; imperios, leyes, estatutos, religiones, ritos, dogmas, doctrinas..., son atropellados inicuamente en las sofísticas declaraciones de una turba a quien con descrédito de lo respetable del hombre, se aplica el de filósofos.»

Para salvarse de tan espantosa anarquía y desbarajuste intelectual, Forner, enemigo jurado de los enciclopedistas y asimismo poco satisfecho con el método cartesiano ni con el optimismo de Leibnitz, retrocede a Luis Vives y a Bacon, y encuentra en su crítica y en el método de inducción la piedra de todo [604] conocimiento. «¿Qué saben todavía los filósofos del íntimo artificio de la naturaleza? Sus principios constitutivos se esconden siempre en el pozo de Demócrito..., y no debe contarse por ciencia lo opinable, lo incierto, lo hipotético.» El ars nesciendi es la gran sabiduría. ¡Qué gran filósofo el filósofo de Valencia que le proclamó! El entusiasmo de Forner por él no tiene límites, y estalla en apóstrofes elocuentes, no exentos de algún resabio de declaración, que recuerda los elogios de Thomas, entonces tan de moda, sobre todo el Elogio de Descartes. Así y todo, no se ha hecho de Luis Vives juicio mejor ni más sustancioso y nutrido que el que hace Forner; apenas tiene dos páginas, y hay en él todos los gérmenes de un libro.

No faltaron españoles que atacasen la Oración apologética, unos (los más), por torcida voluntad contra el autor o agriados con él por anteriores polémicas; otros, por espíritu enciclopedístico y aversión a las cosas de España. De estos últimos fue El Censor en su discurso 113, y de ellos también el autor anónimo de las Cartas de un español residente en París a su hermano residente en Madrid sobre la Oración apologética (Madrid 1788); opúsculo que se atribuye a uno de los Iriartes, consistiendo todo el nervio de su argumentación contra España en desestimar la teología y todas las ciencias eclesiásticas, la metafísica y cuanto Forner elogiaba como ciencias que no influyen derechamente en la prosperidad del Estado, al revés de la historia natural, la química, la mineralogía, la anatomía, la geografía y la veterinaria, que son, en concepto del anónimo impugnador, positivista rabioso, los únicos estudios serios. La cuestión del mérito literario de España, entonces como ahora, ocultaba diferencias más hondas, diferencias de doctrina, y era mucho más de lo que parece en la corteza. No es dado a ojos materialistas alcanzar el mérito de una civilización toda cristiana desde la raíz hasta las hojas.

A ambos impugnadores satisfizo Forner, desenmascarándolos y yendo derechamente al fondo de la cuestión, así en un apéndice contra El Censor, unido a la Oración apologética, como en otra réplica que llamó Pasatiempo. Hizo más: comprendió que era llegada la hora de atacar de frente a los maestros de la vergonzante impiedad de por acá, y publicó en 1787 sus Discursos filosóficos sobre el hombre (2513), donde hay que distinguir cuidadosamente dos partes: los Discursos mismos, que están en verso y vienen a constituir una especie de poema didáctico al modo del Ensayo sobre el hombre, de Pope, o de la Ley natural, de Voltaire, y las Ilustraciones, que son mucho más extensas, importantes y, eruditas que los Discursos. Obras éstas de la primera juventud del autor, se resienten de dureza y sequedad más que todos sus restantes versos; el razonamiento ahoga y mata la espontaneidad lírica, como sucede en casi todos los poemas [605] didácticos, género híbrido y desastroso; y es tal la aridez y falta de color poético de estos Discursos, que semejan sediento páramo, donde ni crece un arbusto ni se descubre un hilo de agua corriente. Con todo, en la dedicatoria al varón virtuoso y en otros pasajes, la firmeza de las ideas alienta y da calor al estilo.

Aunque los Discursos y las Ilustraciones, como escritos en diversos tiempos, no forman cuerpo de doctrina, sino más bien una serie de disertaciones sin más enlace que el propósito común, todavía puede sacarse de ellos enlazada serie de proposiciones, que se dan mucho la mano con el sistema del Orden esencial, de Pérez y López:

1.ª El hombre, en cuanto racional, no entra en la ordenación puramente física de la naturaleza material, sino que obra libremente y tiene un orden peculiar suyo, que consiste en la recta constitución y ponderación de sus facultades intelectuales y morales.

2.ª El fin de las obras de este orden es Dios, y, si Él no existiera, las obras humanas carecerían de finalidad, quedando baldíos y frustrados en su incesante anhelo el entendimiento y la voluntad.

3.ª El orden del universo tiene por finalidad el orden del hombre; pero el orden del hombre está corrompido, como lo prueba la rebeldía de las pasiones y el abuso de la voluntad.

4.ª Para restituir el orden primitivo, la infinita bondad perfeccionó la ley natural con la religión revelada.

Las Ilustraciones, escritas con mucho brío, como toda la prosa de Forner, son tesoro de erudición filosófica, sobre todo de erudición filosófica española. No sólo Luis Vives, principal maestro de Forner, sino Raimundo Lulio, Sabunde, Gómez Pereira y sus impugnadores, Francisco Vallés y muchos escolásticos, vienen a corroborar sus opiniones, juntamente con los filósofos de la antigüedad citados en sus originales griegos. Lo mismo se observa en otro excelente libro suyo, que tituló Preservativo contra el ateísmo (1795), donde recuerda y admirablemente expone la profunda doctrina del P. Gabriel Vázquez, reproducida por Leibnitz, acerca del constitutivo esencial de la moralidad, que radica no en la voluntad divina, sino en la propia esencia de Dios.

Era tal la aversión de Forner a la filosofía francesa, que llegó a trazar el croquis de un poema satírico en verso y prosa, especie de sátira menipea, burlándose del Contrato social, y más aún de las teorías de los condillaquistas sobre la palabra y de aquel primitivo estado salvaje en que el hombre, por no haber inventado todavía la palabra,

... ... ... ... siendo racional no razonaba,

y con entendimiento no entendía,

que así su ser el hombre ejercitaba. [606]

Rousseau lo afirma, que lo vio, a fe mía,

y trató a dos salvajes que le hablaron,

aunque él dice que nadie hablar sabía.

¡Lástima que de este poema tan en la cuerda del autor no queden más que rasguños sueltos! Proponíase que el teatro de la fábula fuese una isla desierta, regida en paz y justicia por la ley natural, hasta que llegaban a ella, arrojados por una tempestad, varios filósofos y sabios, que en poco tiempo la corrompían, perturbaban y hacían infeliz, con sus sistemas preñados de gérmenes de discordia (2514).

Tal fue este ingenio independiente y austero, tan enemigo de las utopías filosóficas como de las sociales, español de pura casta, en quien el espectáculo de la revolución francesa y el dogma de la soberanía nacional y de la justicia revolucionaria no hicieron mella sino para execrarlos en los viriles versos del canto de La paz. Ya en 1795 vio proféticamente que el cesarismo era el término forzoso de la demagogia desbocada:

Libre llamas la tierra en sangre roja,

libre a ti porque matas, porque gimes;

buscas la libertad entre cenizas,

y libre tú a ti mismo te esclavizas.

Que no, no ha visto el sol desde que ufano

los anchos horizontes pinta y dora,

un pueblo de sí mismo soberano,

aunque afecte potencia engañadora.

No bien se ajusta a la inexperta mano

arduo timón de corpulenta prora,

fantástico poder tal vez le engríe

y ensalza a un Sila que le oprime y ríe.

El Sila anunciado por nuestro poeta fue Napoleón.

La intolerancia oficial, que había atajado la voz del P. Ceballos, borró del canto de La paz las octavas en que se aludía a la infiel sofistería y prohibió la representación de una comedia de Forner intitulada El Ateísta.

Quizá esta misma intolerancia fue causa de que no pasaran del cuarto tomo, con pérdida grande para nuestra ciencia, los Desengaños filosóficos (2515) y (2516), del Dr. D. Vicente Fernández Valcarce [607] (así se firma él, por más que la forma ordinaria del apellido sea Valcárcel), canónigo y luego deán de la santa iglesia de Palencia; aunque el autor, temiendo tal fracaso, había procurado escudarse con la protección de Floridablanca, dedicándole su libro, al modo que el P. Ceballos había dirigido el suyo a Campomanes, y Pereira su Theodicea al conde de Aranda. El doctor Valcárcel no era ciertamente hombre de tan varia y clásica erudición como Forner, pero se había nutrido con la medula de león de la filosofía escolástica, y, aunque escribía mal, pensaba con aplomo y firmeza, y en la disección de las opiniones contrarias era penetrante y sagacísimo. En alguna parte he leído que Valcárcel confundió a los antiescolásticos con los incrédulos. No hay tal confusión, sino que Valcárcel se remontó a la fuente y al escondido manantial de las turbias aguas del enciclopedismo, y empezó por llamar a juicio y residencia a Descartes, y después de él a Malebranche, a Locke y a Leibnitz. La originalidad de su libro estriba precisamente en la impugnación de los principios cartesianos, donde descubre los opuestos gérmenes del idealismo y del materialismo. No ha ido más lejos ni ha profundizado más ninguno de los restauradores modernos de la escolástica. Descartes, al decir del Dr. Valcárcel, sembró los gérmenes de toda duda con la suya metódica, abandonó el estudio de las causas finales, al mismo paso que con su ocasionalismo llenó el mundo de milagros; partió en dos el ser humano, y tuvo que recurrir a un prodigio continuo para explicar la armonía operaciones del compuesto; con la doctrina de la subjetividad de las cualidades sensibles, que atribuimos a la materia, abrió la puerta al idealismo de Berkeley, y tuvo que recurrir a la certeza del testimonio divino para probar la existencia de los cuerpos; con negar el alma de las bestias y con hacer dependientes del mecanismo todas las acciones vitales, dio argumentos a los materialistas. El entimema claudica por su base o es una petición de principio. Descartes confundió el ser con el conocer y el pensamiento con la esencia del alma, y esta confusión ha trascendido a toda su filosofía, dentro de la cual nadie probará con evidentes razones que el pensamiento y la materia extensa sean términos antitéticos, teniendo en esto Locke razón contra los cartesianos. Y no le pasma poco a Valcárcel que ensalzasen tanto el nombre de Descartes, como apóstol de nueva filosofía, los que no habían dejado en pie ni una sola palabra de su física y de su metafísica; contradicción que aún dura, y que hace de la. gloria de Descartes una gloria negativa, fundada principalmente en el espíritu racionalista que informa lo que apenas puede llamarse su doctrina. [608]

Pensador no menos agudo y sutil se muestra el deán de Palencia en la crítica del ontologismo iluminado de Malebranche, que él gradúa de hermano gemelo del espinosismo, y en la del sensualismo lockiano, que llama superficial y vulgar filosofía, la cual ronda el castillo de la metafísica y nunca llega a penetrar en él, porque ve sólo una partecilla del entendimiento humano y no se atreve a levantar los ojos de la tierra. El resto de los Desengaños filosóficos se compone de disertaciones sueltas, ya sobre la tolerancia religiosa, ya sobre la distinción que pretenden establecer los nuevos filósofos, a modo de precaución oratoria, entre la verdad teológica y la filosófica; ya sobre milagros y revelaciones, agüeros, profecías, artes divinatorias, éxtasis y raptos, posesión demoníaca y aparecidos, pluralidad de mundos, martirio voluntario, institutos monásticos, vida eremítica y solitaria, salvación del alma del emperador Trajano e historia de los siete durmientes, todo ello muy a la larga, con hartas puerilidades, nimia credulidad y desorden inaudito, pero con chispazos de talento en medio de tan incongruente fárrago. El autor tenía pésimo gusto; era de los que, para asentar verdades como el puño, ponen en escuadrón tres o cuatro testimonios de Marco Tulio, de Séneca o de San Pablo, y además se había propuesto hacer entrar a viva fuerza en su libro todo lo que sabía, siquiera fuese arrastrado por las greñas. Triste cosa es que tan a menudo anden divorciados el saber filosófico y la amenidad literaria; de donde resulta ser los filósofos hoscos e intratables, y los literatos, insípidos y ayunos de ideas y de sustancia. Como quiera, haría muy señalado servicio el que quitase a los Desengaños filosóficos esa corteza pedantesca y reimprimiese, limpios de repeticiones y en orden menos anárquico, los discursos puramente críticos y los que se refieren a la moral y al derecho de gentes, especialmente la impugnación del sistema de Puffendorf. ¡Lástima que no llegase a publicar la disertación sobre el Método, que tantas veces anuncia, y que hubiera sido una nueva impugnación del cartesianismo y una nueva apología de la escolástica!

Suple en parte su falta, y aun no deja grandes deseos de leer otra, la que en seis gruesos volúmenes trabajó, por los años de 1792, el franciscano Fr. Joseph de San Pedro de Alcántara Castro (2517), lector de Teología y Padre grave en su Orden, como que llegó a provincial y definidor general de ella. Su libro es uno de esos libros excelentes y llenos de sólida doctrina y de especies útiles, pero que es imposible leer seguidos sin un poderosísimo y aun heroico esfuerzo de voluntad. Eso sí, deja [609] apurada la materia, pero su estilo mazorral, inculto y erizado de cardos, más que de un teólogo condecorado, parece de un zafio sayagués, criado entre villanos de hacha y capellina. Quien lea con paciencia encontrará, como yo he encontrado, perlas en aquel fango, y frutos en aquel zarzal espesísimo, que recuerda los peores tiempos de la escolástica, no sólo por la barbarie continua y el desaseo inaudito del estilo, sino por el menosprecio que el autor afecta de las letras humanas, de la filología oriental, de la física moderna y de todo estudio que salga fuera de los lindes del Peripato. Llevar la defensa a tales extremos era perniciosísimo, era dar la razón a todos los impugnadores de la escolástica y atrasar o más bien hacer imposible la legítima reforma del método. El P. Castro probó, y probó muy bien y con erudición extraordinaria, que muchos escolásticos, así antiguos como modernos, habían sido peritísimos en las lenguas griega y hebrea. Pues si eso sabía, ¿por qué puso tanto conato en retraer de él a los teólogos de su tiempo, como cosa de mero lujo y no necesaria para la cabal inteligencia de las Escrituras? ¿Por qué, reproduciendo añejas aprensiones del hipocondríaco León de Castro, mil veces refutadas por los hebraizantes, se obstinó en defender como probable que los judíos habían alterado los códices hebreos de la Escritura en odio a Cristo, cuando precisamente la conservación y trasmisión inmaculada del Antiguo Testamento en la sinagoga vierte, por altísimos juicios de Dios, a corroborar la autoridad de los sagrados textos, convirtiendo a los judíos por tantas y tantas edades en bibliotecarios nuestros? ¿A qué traer a cuenta los puntos vocales de los Masoretas, como si implicasen corrupción o mudanza en el texto? Y si los escolásticos, aun en los tiempos más ásperos e incultos, leyeron con cuidadosa diligencia los Padres latinos y lo que alcanzaban de los griegos para certificarse de la tradición dogmática, ¿para qué apartar directa o indirectamente de tan saludables y copiosos manantiales a los teólogos del siglo XVIII, que precisamente por las nuevas exigencias de la patrística, de la exegesis y de la controversia debían revolver con diurna y nocturna mano tales libros? Semejantes trabajos anacrónicos dañan más que aprovechan, y duele ver comprometida tan buena causa como la que emprendió defender el P. Castro, y afeada tan enorme erudición como la que rebosa en su ingente alegato con tales resabios de goticismo y de rudeza. Así, escribiendo tan mal, aunque se supiese tanto, despreciando a carga cerrada los experimentos, la historia y las lenguas, y llamando, v. gr., cosillas de modernos al descubrimiento de la circulación de la sangre, se atrasó hasta nuestros días la reivindicación de la escolástica, se dejó cargarse de aparente razón a todos los que hablaban del estiércol y de la hediondez del Peripato, prevaleció el vulgar error de que los teólogos eran gente sin Escritura, sin Padres y sin concilios, y por fin y postre de todo, la admirable y única ontología de los escolásticos, su cosmología, su lógica, su moral, toda aquella ciencia [610] tan de veras, pero tan mal expuesta y tan mal defendida por apologistas como el P. Castro, se vio menospreciada y desierta, mientras que la juventud iba miserablemente a llenarse de vanidad y de ligereza sensualista en los compendios de Condillac y Desttut-Tracy o a aprender en Voltaire truhanerías y bufonadas. De esta manera vinieron a ser contraproducentes muchos libros, o nacieron muertos, entre ellos la misma Apología, de que voy hablando, victoriosa, sin embargo, y contundente en casi todo lo que es filosofía pura y monumento de inmenso saber y de labor hercúlea (2518).

Entre estos atletas de la escolástica decadente ha de contarse, en primer término, a par de Valcárcel y del P. Castro, al insigne tomista sevillano Fr. Francisco Alvarado, de la Orden de Santo Domingo, que años adelante alcanzó en la controversia política alto y no disputado renombre, llamándose en sus peleas con los constitucionales de Cádiz el Filósofo Rancio. Pero ya en su juventud, hacia 1787, había dado hermosa muestra de su ciencia filosófica y del gracejo de su estilo en las Cartas de Aristóteles (2519), donde molió y trituró como cibera a los débiles partidarios que en Sevilla comenzaba a tener la nueva filosofía ecléctico-sensualista del Genovesi y de [611] Verney. Los nombres de estos adversarios del P. Alvarado no constan en sus cartas, y, a la verdad, poco se pierde, pues debían de ser hombres ignorantísimos, a juzgar por los enormes lapsus, no ya de filosofía, sino de latinidad elemental, en que los coge el Filósofo Rancio. ¡También era donosa idea la de los tales filósofos: clamar contra la barbarie de la escuela en un latín atestado de solecismos! Puede, con todo eso, rastrearse por algunos indicios que uno de sus novadores, el más conspicuo de ellos, era el P. Manuel Gil, de los Clérigos Menores, famoso predicador, a quien llamaban Pico de Oro; fraile inquieto y revolvedor, que años después aparece complicado en la conspiración del marino Malaspina y de la marquesa de Matallana contra el Príncipe de la Paz.

Pero séanse los tales Barbadiñistas quienes fueren, lo cierto es que en cabeza suya asestó el P. Alvarado golpes certeros y terribles al llamado eclecticismo, que venía a ser un sensualismo vergonzante; puso de manifiesto la inanidad de juicio propio y el ningún plan ni propósito con que no ecléctica, sino sincréticamente, se habían barajado en las lógicas de Genovesi y de Verney mil especies contradictorias, producto de vagas y no bien asimiladas lecturas, y cuán inútil empeño era querer sustituir ese confuso miscuglio de ideas cartesianas, baconistas, leibnitcianas, malebranchianas y lockistas, hija cada cual de su padre y siempre mal avenidas al fuerte y vividero organismo de la lógica de Aristóteles. El P. Alvarado escogió admirablemente los puntos de ataque, redujo al silencio a sus émulos desde las primeras cartas, volvió al redil tomista a mucha oveja descarriada y se hizo leer hasta de los indiferentes con chistes, cuentos y ocurrencias, en que, a su modo, solía ser felicísimo. Nadie le negará donaire, aunque no sea gracia ática y de la mejor ley, sino donaire entre frailuno y andaluz, algo chocarrero y no muy culto, desmesurado sobre todo, hasta rayar en prolijidad y fastidio. Echar a puñados la sal nunca da buena sazón a los manjares. Así y todo, en estas Cartas aristotélicas hay menos desentonos chabacanos y menos groserías de dicción que en las cartas políticas, y a veces la ironía es fina y de buen temple.

Por poco escolástico que uno sea, llega a dar involuntariamente la razón al P. Alvarado, en medio de su exclusivismo tomista, y aun al P. Castro, con su herrumbre escotista y todo, cuando se repara en la mísera inopia de doctrina y de seso que caracteriza a los que por entonces se dieron a reformar la filosofía y los planes de enseñanza. Ejemplo señaladísimo de ello es el Ensayo de educación claustral (2520), que en 1778 hizo salir de las prensas de Sancha un benedictino italiano llamado don Cesáreo Pozzi, abad de la Congregación de Monte Oliveto, el cual se hacía llamar profesor de matemáticas en la Sapienza de Roma, examinador de obispos, bibliotecario de la Biblioteca Imperial y correspondiente de las más célebres academias de Europa. Recibímosle muy bien, por esa confianza y generosa propensión que tenemos los españoles de honrar a todo extranjero que llega a nuestro país con fama de letras, y él nos pagó el hospedaje declamando largamente contra la barbarie de nuestros monjes y trazando programas para reformarla. Afortunadamente, le atajó los pasos el cosmógrafo mayor de Indias y elegantísimo historiador de ellas, D. Juan Bautista Muñoz (2521), filósofo valenciano de la escuela de Piquer y consumado latinista, mostrando que el Ensayo sobre la educación claustral era un centón zurcido de remiendos de Bielfeld, D'Aguesseau, Maupertuis, Helvetius, Rousseau, Warburton, Locke y de varios anónimos franceses que habían escrito de antropología y pedagogía con sentido materialista y fatalista, por donde, sin quererlo ni saberlo el buen [612] examinador de obispos, sino sólo por empeño de parecer varón leído y muy de su siglo, había llenado su libro de proposiciones heréticas, epicúreas y utilitarias. El efecto del Juicio, de Muñoz, fue admirable, tanto, que el P. Pozzi, corrido y avergonzado, huyó de España (2522), y la Inquisición prohibió inmediatamente su libro.

No es de olvidar la parte que en este movimiento de resistencia tomaron algunos de los jesuitas deportados a Italia, aunque, por no haber escrito generalmente en lengua castellana, sus obras fueron menos conocidas aquí. El más infatigable de estos controversistas fue el P. Francisco Gustá, barcelonés, que tradujo al italiano el opúsculo de Muñoz contra Pozzi (2523) y un opúsculo francés rotulado El testamento político de Voltaire (2524), con muchas adiciones y escolios de su cosecha, y escribió además originalmente muchas obras, ya contra los filósofos ya contra los jansenistas, v. gr., las Memorias de la revolución francesa (2525), la Influencia de los jansenistas en la revolución de Francia (2526), los Errores de Pedro Tamburini en sus prelecciones de ética cristiana (2527), el Espíritu del Siglo XVIII (2528), la Respuesta a una cuestión sobre el juramento del clero francés (2529), el Antiguo proyecto de Bourg-Fontaine realizado por los modernos jansenistas (2530), la Respuesta de un párroco católico a las reflexiones democráticas del Dr. Juan Tumiati (2531), la Vida del marqués de Pombal (2532), el Ensayo crítico teológico sobre los catecismos modernos (2533) y otras muchas, en que fustiga valientemente a los [613] enemigos de la Compañía, mostrando la oculta conjuración de regalistas, port-royalistas e incrédulos contra la Iglesia, fenómeno histórico de que hoy nadie duda, aunque también sea cierto que muchos de los que a él contribuyeron lo hacían sin plena conciencia de la causa y de los resultados.

El mismo espíritu predomina en las Causas de la revolución francesa, de Hervás y Panduro, encaminadas a demostrar que el menoscabo de la religión en Francia, comenzado por los sectarios de Port-Royal y coronado por los enciclopedistas, y manifiesto en hechos como el de la expulsión de los jesuitas, había traído por consecuencia forzosa la ruina de aquella monarquía, porque nunca subsisten los imperios cuando flaquea o queda vacilante el fundamento de la fe religiosa y cuando penetra toda carne la lepra social del escepticismo.

También el abate Masdéu, aunque claudicaba en el punto de regalías, fue antirrevolucionario fervoroso; así lo prueban su Discurso al género humano contra la libertad e igualdad de la república francesa y sus Cartas a un republicano de Roma sobre el juramento de odio a la Monarquía (2534).

En las obras de estos Padres de la Compañía (2535), escritas en presencia de la inmensa hoguera que abrasa a Francia, amenazando devorar el resto de Europa, la controversia desciende ya del terreno especulativo al de lo que llaman política palpitante, no de otra suerte que los apologistas anteriores habían ido pasando, conforme lo pedían los tiempos, de las cuestiones metafísicas y cosmogónicas a las cuestiones de ética y de derecho natural, y de éstas a las postreras aplicaciones del derecho de gentes, reflejando fielmente en sus escritos todas las modificaciones y tormentas de la época. Así, v. gr., predomina el elemento político y antieconómico en el tratado de La monarquía (2536), que publicó en 1793 el arcediano de Segovia D. Clemente Peñalosa y Zúñiga con pretensiones de imitar el Espíritu de las leyes en la disposición y en el modo, aunque el criterio sea muy distinto y, a decir verdad, algo abigarrado y confuso, siendo de aplaudir en el autor, más que otra cosa, su buen deseo de apuntalar el antiguo edificio. Dice un laborioso historiador de la economía política que La Monarquía de Peñalosa no estaría muy poblada de economistas. Pequeño mal por cierto, si éstos [614] habían de ser como los que por antonomasia llamamos así en España (2537).

Aunque los tratados apologéticos hasta aquí citados son los más notables bajo el aspecto científico y los más dignos de leerse, no fueron, con todo eso, los más populares y leídos por nuestros padres. Cupo tal honor a otros dos libros que podemos llamar de vulgarización amena, y que hoy mismo rara vez faltan en ninguna casa cristiana del antiguo régimen. Es el primero la Armonía de la razón y de la religión (2538) o diálogos sobre la teología natural, compuestos en lengua portuguesa por el P. Teodoro de Almeida, del Oratorio de San Felipe Neri, de Lisboa, a quien no sin hipérbole han llamado el Feijoo portugués, escritor fecundísimo, fiel a la divisa de instruir deleitando, cuyas Recreaciones filosóficas contribuyeron, juntamente con el Teatro crítico y con el Espectáculo de la naturaleza, del abate Pluche, y con las Reglexiones filosóficas, de Sturm, a difundir entre los jóvenes y las mujeres y el vulgo no erudito de la Península una noticia mas o menos superficial, más o menos razonada, de los fenómenos naturales y de los adelantos de la física experimental. Por tal manera, el P. Almeida, hombre cándido, modesto y virtuosísimo, vino a lograr extraordinaria fama, multiplicándose enormemente las ediciones de sus obras, que le dan derecho a figurar entre los más beneméritos propagadores de la general cultura, si bien nunca pasa de exponer con elegante perspicuidad observaciones y noticias muy comunes. Era tal el prestigio de su nombre, que hasta una especie de novela que compuso, intitulada El hombre feliz independiente del mundo y de la naturaleza, alcanzó, por dos o tres generaciones sucesivas, innumerables lectores (de fijo más que los que tenía Cervantes), y eso que, a pesar de su moralidad acrisolada, es obra tan soñolienta, lánguida y sin gracia, que sólo, atendida la penuria de novelas españolas en el siglo XVIII y primera mitad del XIX, llega uno a comprender cómo pudieron hincarle el diente ni las mismas contemporáneas de Richardson, habituadas a [615] los innumerables volúmenes de la Clarisa Harlowe y de la Pamela.

En materias filosóficas, el P. Almeida, que comenzó a escribir en la primera mitad del siglo y que hasta cierto punto hereda el impulso del P. Tosca y de Feijoo, propende al cartesianismo y sigue a Descartes hasta en lo de negar el alma de los brutos. En los mismos diálogos de la Armonía, cuando trata de la distinción entre la materia y el espíritu y de sus constitutivos esenciales, descubre huellas evidentes de las Meditaciones cartesianas. Por lo demás, la Armonía es una teodicea popular, fácil, agradable y sencilla, en que se prueban con los argumentos más acomodados a la general comprensión la existencia de Dios, la ley natural, la espiritualidad e inmortalidad del alma, la necesidad de la revelación y del culto y los premios y castigos de la otra vida.

Todavía más famoso que el libro del P. Almeida fue el Evangelio en triunfo, de Olavide (2539), que hoy mismo conserva nombradía muy superior a su mérito por circunstancias no dependientes de éste. El autor era impío convertido, penitenciado por el Santo Oficio, espectador y víctima de la revolución francesa. Sus extrañas fortunas hacían que unos le mirasen con asombro, otros con recelo, achacando el extraordinario y súbito cambio de sus ideas, unos, a propio interés y móviles mundanos; otros, a la dura lección del desengaño. Acertaban estos últimos, como luego lo mostró la vida penitente y austera de Olavide y su muerte cristianísima. Dios había visitado terriblemente aquella alma, que no se hubiera levantado sin un poderoso impulso de la gracia divina. Cada páginas del Evangelio en triunfo, libro, por otra parte, medianísimo, porque el talento del autor no alcanzaba a más, respira convicción y fe. Fue, sin duda, obra grata a los ojos de Dios, expiación de anteriores extravíos y buen ejemplo, que, por lo ruidoso de quien le daba, hizo honda impresión en el ánimo de muchos y trajo a puerto de salvación a otros infelices como el autor. Así debe juzgarse el Evangelio en triunfo: más como acto piadoso que como libro. Es la abjuración, la retractación pública y brillante de un impío, la reparación solemne de un pecado de escándalo. Todo esto vale harto más y es de más trascendencia social que hacer un buen libro. Imagínese el poder de tal ejemplo a fines del siglo XVIII y cuán hondamente debió resonar en las almas esa voz que salía de las cárceles del Terror adorando y bendiciendo lo que toda su vida había trabajado por destruir. El éxito fue inmenso: en un solo año se hicieron tres ediciones de los cuatro voluminosos tomos del Evangelio en triunfo.

Con todo eso, la malicia de algunos espíritus suspicaces no dejó de cebarse en las intenciones del autor. Decían que exponía [616] con mucha fuerza los argumentos de los incrédulos contra la divinidad de Jesucristo y la autenticidad de los libros santos que se mostraba frío y débil en la refutación. Algo de verdad hay en esto, pero por una razón que fácilmente se alcanza: Olavide había vuelto sinceramente a la fe, pero con la fe no había adquirido la ciencia teológica ni el talento de escritor, que nunca tuvo. Su lectura predilecta y continua por la mayor parte de su vida habían sido los libros de Voltaire y de los enciclopedistas; aquello lo conocía bien, y estaba muy al tanto de todas las objeciones. Pero en teología católica y en filosofía claudicaba, porque jamás las había estudiado, como él mismo confiesa, ni leído apenas libro alguno que tratase de ellas. Así es que su instrucción dogmática, a pesar de las buenas lecturas en que se empeñó después de su conversión, no pasaba de un nivel vulgarísimo, bueno para el simple creyente, pero no para el apologista de la religión contra los incrédulos. Además, como su talento, aunque lúcido y despierto, no se alzaba mucho de la medianía, tampoco pudo suplir con él lo que de ciencia le faltaba, así que resultaron flojas algunas partes de su Apología, si bien, a fuerza de sinceridad y firmeza y de ser tan burda la crítica religiosa de los volterianos, fácilmente suele conseguir el triunfo.

Literariamente, el libro de Olavide vale poco y está escrito medio en francés (como era de recelar, dadas sus lecturas favoritas y su larga residencia en París), no sólo atestado de galicismos de frases y giros, sino de rasgos enfáticos y declamatorios de la peor escuela de entonces. El autor abusa de los recursos de sentimiento, cosa mala y ocasionada siempre, y más en una apología de la religión; así echó a perder Chateaubriand las suyas. Querer hacer cristianos por el sentimiento sólo, es el peor de todos los caminos. Es cosa demasiado movediza, inestable y femenil el sentimiento y suele andar mezclado con harta liga para que sobre él pueda fundarse una creencia robusta y estable. Cuando se dan por demostraciones dogmáticas lágrimas y sollozos, la conversión queda en el aire, si Dios no lo remedia. Debe el sentimiento concurrir con todas las facultades humanas a recibir la luz de la fe que le ilustre y purifique, pero no usurpar el puesto que se debe a otras potencias de orden más alto.

De este pecado, no infrecuente en los apologistas franceses, adolece mucho el libro de Olavide, donde la preparación y demostración evangélicas están ahogadas en una especie de novela lacrimatoria, que tiene cierto interés autobiográfico, pero que daña al valor absoluto y a la seriedad del libro. Olavide debió escoger entre escribir una defensa de la religión o escribir sus propias Confesiones. Prefirió mezclar ambas cosas, y resultó una producción híbrida, de muy dudoso valor y perteneciente a un género que pasó de moda.

¡Cuán fresca y hermosa juventud conserva, por el contrario, el Tratado teórico-práctico de enseñanza, que en las cárceles de [617] Bellver compuso Jovellanos (2540) para la Sociedad Económica Mallorquina! Monumento insigne de pedagogía cristiana se ha llamado y debe llamarse a este tratado, nunca mas oportuno que en el día de hoy, cuando una pedagogía pedantesca e intuitiva aspira a crear la escuela sin Dios para corromper desde la cuna a las generaciones futuras. Ya entonces apuntaba esa perversa tendencia, y Jovellanos acudió a neutralizarla, formando un plan en que el estudio de la religión y de la moral cristianas sigue y acompaña a los demás estudios en toda su duración y se enlaza y fortifica con todo género de ejercicios piadosos. Y al desarrollarle, si se quitan algunos resabios sensualistas sobre los signos y el lenguaje, o más bien tradicionalistas, con que forzosamente había de imprimir su sello aquella edad, nada se hallará en Jovellanos que desdiga de la más acendrada enseñanza católica, sino, antes bien, recias invectivas contra las novísimas teorías de ética y derecho natural, que suponen y reconocen derechos sin ley o norma que los establezca, y leyes sin legislador, sociedades sin jerarquía y perfecciones sociales inasequibles. Ni le satisfacen las secas enseñanzas y las fastuosas virtudes de la moral pagana ni puede resignarse a ver los preceptos éticos separados por un solo momento del catecismo. «Quisiéramos -dice que la enseñanza de las virtudes morales se perfeccionase con esta luz divina que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será constante, ninguna virtud verdadera y digna de un cristiano» (2541).

También la poesía contribuyó a esta obra de resistencia ortodoxa por boca del mismo Jovellanos, de Forner y de algunos otros. ¿Qué son las epístolas a Bermudo y a Posidonio sino elocuentes manifiestos contra la falsa filosofía y contra la embriaguez y vanagloria de la ciencia humana?

Con menos fortuna, porque su talento era exigido, pero con buen deseo, lidiaron en el mismo palanque varios poetas mediocres y justamente olvidados, incapaces de resistir el empuje de la musa heterodoxa de Quintana. Sólo por lo honrado de su propósito puede hacerse memoria del beneficiado de Carmona, D. Cándido María Trigueros, escritor laboriosísimo y que tuvo todas las ambiciones literarias, nunca o rara vez coronadas por el éxito, pero sí acerbamente vapuleadas por el irascible Forner. Trigueros es autor de El poeta filósofo o poesías filosóficas en verso pentámetro, cuyos asuntos son, entre otros, El hombre, [618] La desesperación, La falsa libertad o el libertinismo (2542). No puede darse cosa más abominable y prosaica; los llamados pentámetros son alejandrinos pareados a la francesa. ¡Gran progreso hacer retroceder nuestra métrica a la quaderna vía de Gonzalo de Berceo y al martilleo acompasado del mester de clerecía! Por entonces nadie siguió a Trigueros, pero como no hay extravagancia que no tenga eco, las parejas de alejandrinos han resucitado en nuestros días por torpe imitación francesa, sobre todo en Portugal, donde Antonio Feliciano del Castilho y su hijo y sus amigos los han vuelto a poner en moda.

Además de Trigueros, un D. José Calvo de Irizábal, capitán de navío, escribió cierto Poema en defensa de la religión, que se conserva manuscrito entre los papeles de Jovellanos (2543), y que, si no por el vigor poético, se distingue a lo menos por la violencia asperísima.

Más digna de recuerdo es La galiada o Francia revuelta (2544), que compuso el célebre sainetista gaditano D. Juan González del Castillo, rival en su género de D. Ramón de la Cruz y maestro de Böhl de Faber. En su tiempo pasaba por republicano, y sin duda para sincerarse escribió La galiada, que, así y todo, pareció a muchos un modo indirecto de esparcir las mismas doctrinas que fingía anatematizar. El héroe de La galiada es Mirabeau, a quien se le aparecen las furias por la noche, conforme a la maquinaria de la epopeya clásica. Bastarán los dos primeros versos para dar idea del increíble y chistoso prosaísmo con que está escrita:

Hay en Italia un sitio (según dicen)

que los griegos llamaban el averno

El autor era hombre de bien, y no se atreve a asegurar que haya tal sitio, sino sólo que lo dicen.

Y, sin embargo, Castillo era poeta no sólo cómico, sino lírico, aunque desigual e incorrectísimo, y buena prueba es de ello, así como de la sinceridad de sus sentimientos antirrevolucionarios, su valiente e inspirada, aunque algo declamatoria, Elegía a la injusta cuanto dolorosísima muerte de la constante heroína María Antonia de Lorena, reina de Francia, víctima inmolada en las aras de la impiedad, del fanatismo y de la anarquía. Hay algo allí que no es poesía de escuela, y que sale del alma y retrata fielmente la generosa indignación que se apoderó [619] de todos los ánimos nobles ante las iniquidades del tribunal revolucionario, afrenta del humano linaje:

Sí, porque de otro modo, ¿cómo hubieran

puesto esos monstruos sus nefarias manos

en su reina infeliz? ¿Cómo pudieran

marchitar, ¡oh gran Dios!, esos tiranos

aquella rosa, honor del galo suelo;

aquella estrella de su antiguo cielo?

almas crueles,

¿es esa a quien ceñisteis la corona?

¿A esos pies ofrecisteis los laureles?

¿Quién hizo a una gavilla de asesinos

árbitros de la ley, jueces del trono?

¿Quién creó un tribunal de libertinos

do vota la impiedad, dicta el encono?

En otros géneros de amena literatura se distinguieron, por la pureza del sentido moral, algunos escritores valencianos, especialmente el jesuita D. Juan Bautista Colomés, que escribió en lengua francesa un diálogo lucianesco, imitación de la Almoneda de vidas, del satírico de Samosata, con el título de Les philosophes al encant (Los filósofos en pública subasta) (2545), sátira más ingeniosa que amarga de los sistemas del siglo XVIII, y el franciscano Fr. Vicente Martínez Colomer, autor de varias novelas morales del género del P. Almeida y Montegón, entre las cuales recuerdo el Valdemaro y el Impío por vanidad. Y es digno de apuntarse aquí, por lo extraño del caso, que a este fraile tan católico se debió la primera traducción del René, de Chateaubriand, padre y dogmatizador de toda una literatura pesimista y malsana, de misántropos no comprendidos.

Cerremos este cuadro de la literatura católica y apologética del siglo XVIII, hoy sepultada en densas nieblas por el odio de los sectarios, como lo está la del XIX, trayendo a la memoria los nombres de algunos oradores sagrados, que difundieron por todos los ámbitos de la Península la luz de la cristiana enseñanza y acosaron sin tregua al renovado anticristianismo de Celso, de Porfirio y de Juliano. Pongamos ante todos a Fr. Diego de Cádiz, misionero capuchino (1743,1801) y varón verdaderamente apostólico, cuyo proceso de beatificación está muy adelantado. Él fue en un siglo incrédulo algo de lo que habían sido San Vicente Ferrer en el siglo XV y el Venerable Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, en el XVI. Desde entonces acá, palabra más elocuente y encendida no ha sonado en los ámbitos de España. Los sermones y pláticas suyas que hoy leemos son letra muerta y no dan idea del maravilloso efecto que, no bajo las [620] bóvedas de una iglesia, sino a la luz del mediodía, en una plaza pública o en un campo inmenso, ante 30.000 o más espectadores, porque las ciudades se despoblaban y corrían en turbas a recibir de sus labios la divina palabra, producía con estilo vulgar, con frase desaseada, pero radiante de interna luz y calentada de interno fuego, aquel varón extraordinario, en quien todo predicaba: su voz de trueno, el extraño resplandor de sus ojos, su barba, blanca como la nieve; su hábito y su cuerpo amojamado y seco. ¿Qué le importaban a tal hombre las retóricas del mundo, si nunca pensó en predicarse a sí mismo?

Para juzgar de los portentosos frutos de aquella elocuencia, que fueron tales como no los vio nunca el ágora de Atenas, ni el foro de Roma, ni el Parlamento inglés, basta acudir a la memoria y a la tradición de los ancianos. Ellos nos dirán que a la voz de Fr. Diego de Cádiz, a quien atribuyen hasta don de lenguas, se henchían los confesonarios, soltaba o devolvía el bandido su presa, rompía el adúltero los lazos de la carne, abominaba el blasfemo su prevaricación antigua y 10.000 oyentes rompían a un tiempo en lágrimas y sollozos. Quintana le oyó y quedó asombrado, y todavía en su vejez gustaba de recordar aquel asombro, según cuentan los que le conocieron. Y otro literato del mismo tiempo, académico ya difunto, hijo de Cádiz, como Fr. Diego, pero nada sospechoso de parcialidad, porque fue volteriano empedernido, traductor en sus mocedades del Ensayo, del barón de Holbach, sobre las preocupaciones, y hombre que en su edad madura no juraba ni por Roma ni por Ginebra, D. José Joaquín de Mora, en fin, ensalzaba en estos términos la elocuencia del nuevo apóstol de Andalucía:

Yo vi aquel fervoroso capuchino,

timbre de Cádiz, que con voz sonora,

al blasfemo, al ladrón, al asesino,

fulminaba sentencia aterradora.

Vi en sus miradas resplandor divino,

con que angustiaba el alma pecadora,

y diez mil compungidos penitentes

estallaron en lágrimas ardientes.

Le vi clamar perdón al trono augusto,

gritando humilde: «No lo merecemos»,

y temblaban, cual leve flor de arbusto,

ladrones, asesinos y blasfemos;

y no reinaban más que horror y susto

de la anchurosa plaza en los extremos,

y en la escena que fue de impuro gozo

sólo se oía un trémulo sollozo (2546). [621]


Orador más popular, en todos los sentidos de la palabra, nunca le hubo, y aun puede decirse que Fr. Diego de Cádiz era todo un hombre del pueblo, así en sus sermones como en sus versos, digno de haber nacido en el siglo XIII y de haber andado entre los primeros hermanos de San Francisco.

Con el P. Cádiz compartió la gloria de misionero y le excedió mucho como escritor, porque era hombre más culto y literato, el capuchino Fr. Miguel Suárez, honra de esta ciudad de Santander, donde tuvo su cuna y de la cual tomó el apellido de religión. Su fama no ha llegado a nosotros tan intacta como la del P. Cádiz. A Fr. Miguel de Santander, obispo auxiliar de Zaragoza, protegido del arzobispo Arce y afrancesado luego por flaqueza o por voluntad, le perjudicaron sobremanera las vicisitudes políticas de los tiempos, y con ser él hombre de vida irreprensible y austerísima, vióse objeto de tremendas acusaciones de traición, de las cuales se defendió muy mal (2547).

Juzgar al P. Santander como orador sagrado es empresa larga y no para este lugar. Quedan de él hasta once tomos de sermones, entre dogmáticos, morales y panegíricos, y ejercicios de sacerdotes y pláticas para religiosas, con otros opúsculos de menos cuenta, que por mucho tiempo han sido arsenal de los predicadores españoles. El primer tomo de este inmenso repertorio está destinado a probar, contra los incrédulos, la divinidad de la religión de Jesucristo, asunto nuevo en la oratoria sagrada española cuando el autor escribía y predicaba. Son materia de estos sermones, mucho más doctrinales que oratorios y semejantes a los que hoy se llaman en Francia conferencias, la existencia de Dios, la necesidad de la religión revelada, la divinidad de los Evangelios, la certidumbre de las profecías y de los milagros, la inmortalidad del alma, el pecado original y las causas y pretextos de la incredulidad. El tono es templado y de enseñanza, aunque no faltan felices movimientos oratorios (2548). El P. Santander [622] escribía punto por punto sus sermones antes de predicarlos; de aquí que se eche de menos en ellos el calor y la vida que sólo comunica la improvisación. Viven más como depósito de doctrina que como monumento de elocuencia.

También deben mencionarse, como protestas y gritos de alarma contra la creciente incredulidad, algunas pastorales de obispos, entre ellas las singularísimas del venerable prelado de Santander, D. Rafael Tomás Menéndez de Luarca, portento de caridad, padre de los pobres y bienhechor grande de la tierra montañesa, digno de buena memoria en todo menos en sus escritos, que son, así los prosaicos como los poéticos, absolutamente ilegibles. A tal punto llega lo estrafalario, macarrónico y gerundiano de su estilo, que yo mismo, con ser montañés y preciarme de impertérrito leyente, nunca he podido llegar al cabo ni puedo dar razón sino de algunas páginas salteadas. Los títulos mismos bastan para hacer retroceder al más arrojado. Remedio ígneo, fumigatorio, fulminante, se rotula una de estas pastorales. Años adelante, y creciendo en él con la vejez el mal gusto, escribió un enorme poema filosófico, que debió constar de siete volúmenes, pero que, afortunadamente, quedó reducido a dos (2549). Viene a ser una refutación de las teorías enciclopédicas, pero no se publicó hasta 1814, y, por consiguiente, no entra en el período que historiamos. La portada tiene cincuenta renglones; baste el principio: El recíproco sin y con de Dios y de los hombres, buscado por medio de aloquios al mismo Dios... y reconocido del propio modo en lo que son el Sumo Ser y los otros seres, especialmente el hombre..., con los mejores arbitrios de pasar desde nuestro Todo-nada (nada doble) al que hemos de ser Nada-Todo (2550). Cualquiera diría que este título y el poema entero habían salido de la pluma de Sanz del Río o de Nicolás Salmerón. [623]







Capítulo IV

Tres heterodoxos españoles en la Francia revolucionaria. Otros heterodoxos extravagantes o que no han encontrado fácil cabida en la clasificación anterior.

I. El teósofo Martínez Pascual. Su Tratado de la reintegración de los seres. La secta llamada de los «martinezistas». -II. El «theophilánthropo» Andrés María Santa Cruz. Su Culto de la humanidad. -III. El abate Marchena. Sus primeros escritos: su traducción de LUCRECIO. Sus aventuras en Francia. Vida literaria y política de Marchena hasta su muerte. -IV. Noticia de algunas «alumbrados»: la beata Clara, la beata Dolores, la beata Isabel, de Villar del Águila. -V. El cura de Esco. -Adición: ¿Puede contarse entre los heterodoxos españíoles al P. Lacunza?

- I -

El teósofo Martínez Pascual. -Su «Tratado de la reintegración de los seres». -La secta llamada de los «martinezistas».

No serán peregrinos, para quien quiera que haya estudiado con atención el movimiento filosófico de las primeras décadas de este siglo y la especie de reacción antisensualista que en Francia se produjo, para venir a engendrar, de una parte, el espiritualismo ecléctico, y de otra, el tradicionalismo católico, el nombre y los escritos del teósofo Claudio de Saint Martin comúnmente llamado el filósofo desconocido, en cuyos escritos, de nebuloso y aéreo misticismo, se hallan los gérmenes de ciertas ideas sobre la revolución francesa y su ley providencial, sobre la culpa y la expiación y sobre los sacrificios, que poco después fueron desarrolladas con elocuencia de fuego y difundidas de gente en gente por el regio espíritu de José de Maistre.

La celebridad de Saint Martin vive, aún más que en sus oscuros libros, en los estudios que han dedicado a rehabilitar su memoria críticos tan elegantes e ingeniosos como Caro y Sainte-Beuve, y sobre todo en los extensos libros que primero Matter, el historiador del gnosticismo, y lueyo Franck, el expositor de la cábala, han dedicado a su doctrina, a los precedentes de ella, a sus maestros y a sus discípulos (2551).

Saint Martin era algo más y algo menos que pensador y filósofo. No era cristiano, o lo era a su modo, y no afiliado en secta conocida; pero era místico, y con ser místico heterodoxo, [624] no llegaba a panteísta, y se quedaba en el deísmo de su tiempo. La lectura de los libros del zapatero alemán del siglo XVI Jacobo Boehme le hizo teósofo, pero tampoco se paró en la teosofía, sino que llegó a la teurgia, pretendiendo comunicaciones inmediatas y directas con los seres sobrenaturales y luces y revelaciones extraordinarias.

En vano se quiere extirpar del humano espíritu la raíz de lo maravilloso; ¿quién la arrancará de cuajo? Derechas o torcidas, sus ramas buscan siempre el cielo. Cuando la demolición escéptica deja vacía de fe y de consuelos un alma, refúgiase ésta, si no es totalmente ruda, grosera y apegada a la materia, en cierto misticismo vago, en nieblas espiritualistas, y con más frecuencia aún en las ciencias ocultas y en las artes mágicas y vedadas. Cuando el aquejado de tan grave dolencia de incredulidad es todo un siglo, brotan en él como por encanto los seudoprofetas, los fingidores de milagros, los prestidigitadores científicos, los magnetizadores y nigromantes, los evocadores de espíritus los aventureros de longevidad portentosa, los intérpretes de las escondidas y misteriosas propiedades de piedras y plantas, los fisionomistas dotados del poder de la adivinación, los transmutadores de metales, los inventores de panaceas..., toda la turbamulta de personajes estrafalarios y grotescos, ora soñadores e ilusos, ora truhanes y buscavidas, que iluminaron con tan extraña luz los últimos años del siglo XVIII: Cagliostro, Casanova, Lavater, Swedemborg, Saint-Germain, los filaletas, Mesmer y otros innumerables, de cuyas influencias no se libertó la juventud de Goethe.

Saint Martin procedía de estos singulares conciliábulos, santuarios místicos o logias, cuya red se extendía por toda Europa; pero su alma generosa, cándida e inclinada al bien fue apartándole poco a poco de aquellas tenebrosidades y llevándole a los espacios serenos de la pura filosofía, que llegó a entrever en sus últimos libros, donde la tendencia cristiana y providencialista es manifiesta. Pero antes de llegar a este término, el futuro autor del Ministerio del hombre-espíritu, el que deshizo y trituró, en su controversia con Garat, la doctrina condillaquista de la influencia de los signos en la abstracción, el precursor de De Maistre en las Consideraciones filosóficas y religiosas sobre la revolución francesa, había pasado por muchas y extraordinarias aventuras intelectuales, sometiéndose dócilmente al yugo de pietistas, reveladores y hierofantes muy inferiores a él, ora antiguos y olvidados, como Jacobo Boehme, ora contemporáneos suyos, como Martínez Pascual, a quien todos convienen en tener por su maestro. Saint Martin, militar joven, incrédulo ya a consecuencia de sus lecturas de Voltaire y Diderot, pero naturalmente inclinado a creer, ya fuese en Dios o en el demonio, y, por decirlo así, hambriento de lo maravilloso, se hallaba de guarnición en Burdeos cuando varios oficiales amigos suyos le ofrecieron iniciarle en una logia o conventículo dirigida por un judaizante [625] español de quien se contaban maravillas. Y Saint Martin se dejó llevar dócil a la escuela de los martinezistas.

El singular personaje que gobernaba aquella caverna debía ser, a no dudarlo, hombre de extraordinaria potencia intelectual y de fuerza de voluntad no menor, cual se requerían para fanatizar hasta el delirio a sus numerosos adeptos. A diferencia de otros taumaturgos, era desinteresado, lo cual contribuía a alejar toda sospecha y a acrecentar su crédito. Su biografía permanece envuelta en nieblas; unos le llaman español; otros, portugués; para nosotros, todo es uno, y además nadie fija el lugar de su nacimiento. El Tratado de ta reintegración de los seres denuncia escaso conocimiento de la lengua francesa y está atestado de frases bárbaras, que lo mismo pueden ser castellanismos que lusismos. Era de familia judía, pero había recibido el bautismo, como todos los de su ralea que andaban por España; luego emigró, y dejó de ser cristiano, pero no para volver al judaísmo, sino para crear una especie de secta, mezcla informe de cábala y tradiciones rabínicas, de gnosticismo y teosofía, de magnetismo animal y de espiritismo, complicado todo con el aparato funéreo y mistagógico de las sociedades secretas.

Para juzgar de esta doctrina tenemos dos fuentes diversas; primero, la obra capital del mismo Martínez, intitulada Tratado de la reintegración de los seres en sus primeras propiedades, virtudes y potencias espirituales y divinas; segunda, los libros y tradiciones de sus discípulos, que reproducen la enseñanza de Martínez, más o menos adulterada en puntos sustanciales.

El Tratado de la reintegración nunca se ha impreso entero, y quizá no llegue a imprimirse nunca, porque su forma es bárbara e indigesta; su lectura, cansadísima. Las copias manuscritas son muy raras, y Matter declara no conocer más que dos: una, que él poseía en Francia, y otra, en la Suiza francesa. De la copia de Matter se valió Franck para reproducir las 26 primeras hojas, o introducción, del manuscrito (2552), que bastan, juntamente con el análisis de Matter, para dar idea del plan y contenido de la obra, que, como se verá, es cábala pura.

«Desde la eternidad -dice Martínez Pascual- emanó Dios seres espirituales para su propia gloria en su inmensidad divina. Estos seres estaban obligados a un culto, que la divinidad les había prescrito con leyes, preceptos y mandamientos eternos. Eran libres y distintos del Criador y tenían propiedades o virtudes espirituales y personales. Antes de su emanación existían en el pensamiento de la divinidad, pero sin distinción de acción, pensamiento o entendimiento particular, porque en Dios hay innata una fuente irrestañable de seres, que Él emana cuando place a su libre voluntad. Los primeros espíritus que emanaron del seno de la divinidad se distinguían entre sí por sus virtudes, su poder y su nombre; ocupaban la inmensa circunferencia divina, llamada vulgarmente dominación, y con nombre más [626] misterioso círculo denario. Estos cuatro primeros principios espirituales atesoraban una parte de la dominación divina, un poder superior, mayor, inferior y menor (en esta gradación: 18, 10, 8, 4,) por el cual conocían todo lo que podía existir en los seres espirituales que no habían emanado aún del seno de la divinidad. Esta virtud innata en ellos la conservaron después de su prevaricación y caída porque es de saber que su pecado consistió en que, habiendo nacido para obrar como causas segundas, quisieron prevenir, condenar y limitar el pensamiento divino en sus operaciones de creación, así pasadas como presentes y futuras, o ser ellos mismos creadores de causas terceras y cuartas. He aquí la raíz del mal espiritual, y por eso los tales seres fueron desterrados a lugares de sujeción, privación y miseria impura, contraria a su naturaleza inmaterial.

¿Y cuáles fueron esos lugares? El universo físico, que, Dios creó expresamente para que los espíritus perversos ejercitasen su malicia. El hombre fue emanado y emancipado mucho más tarde, pero con virtudes y poderes iguales a los que tenían los primeros espíritus. El hombre primitivo era espíritu puro, y con esta forma gloriosa operaba sobre todas las formas corpóreas activas y pasivas, generales y particulares. Adán en su primer estado de gloria venía a ser el émulo del Creador, y leía como en libro abierto los pensamientos y operaciones divinas y mandaba en todo ser activo y pasivo de los que habitan la corteza terrestre y su centro, hasta el centro celeste, llamado cielo de Saturno. Gozaba de extraordinarias potencias taumatúrgicas, pero la soberbia le perdió, instigándole los ángeles malos a operar, en calidad de ser libre, ya sobre la divinidad, ya sobre toda la creación; en suma, a reformarla y hacer obra nueva.

A tal tentación, Adán se sintió extraordinariamente sobrecogido, y cayó en éxtasis espiritual animal, del cual se aprovechó el espíritu maligno para insinuarle su poder demoníaco, en oposición a la ciencia divina que el Creador le había enseñado para sostener todos los seres inferiores a él. Adán, apenas despertó, repitió las palabras y el ceremonial que habían usado los ángeles malos en su tentativa de creación. Colocado Adán, a quien simbólicamente se llama el menor, en la tierra levantada sobre todo sentido, se dejó seducir por las voces de los espíritus, que en coros le decían: «Adán, tienes innato el verbo de creación en todos géneros; eres poseedor de todos los valores, pesos y medidas; ¿por qué no operas con el poder de creación divina que hay en ti?» Adán, lleno de orgullo, trazó seis círculos a semejanza de los del Criador; es decir, operó seis actos de pensamientos espirituales, ejecutó físicamente y en presencia del espíritu seductor su criminal operación; pero ¡cuál sería su sorpresa cuando en vez de la forma gloriosa que esperaba, se encontró con una forma tenebrosa, material, pasiva, opuesta a la suya y sujeta a la privación y corrupción! No era realmente la suya, sino una semejante a la que debía recibir después de [627] su prevaricación. Así degradó su propia forma impasiva, de la cual hubieran emanado formas gloriosas como la suya, una posteridad de Dios sin límites ni fin, porque las dos voluntades de creación hubieran sido una en dos sustancias. Dios, en castigo de tan criminal operación, cambió la forma de Adán en una forma de materia impura, semejante a la que él había fraguado, y le arrojó a la tierra como los demás animales.» Entonces Adán conoció su crimen, se humilló y dirigió al Señor de los espíritus buenos y malos, Dios fuerte del Sábado, una plegaria, cuyo texto nos da al pie de la letra el autor ni más ni menos que si la hubiera oído.

Hasta aquí llega la parte impresa del tratado, faltando, por consiguiente, el principio de la reintegración o palingenesia, que consistirá, como en todos los sistemas gnósticos, en la vuelta de los eones a la sustancia divina de donde emanaron. Puede conjeturarse que como medios para acelerar esta reintegración, que no era del hombre sólo, sino de todas las criaturas, y hasta del demonio, aconsejaba Martínez Pascual la purificación moral y ciertas prácticas teúrgicas.

Cójase ahora cualquier exposicion del Zohar; recuérdese lo que en otras partes de esta Historia queda dicho de los sephirot y del Adam-Kadmon de los cabalistas, y se verá con poco trabajo cuál era el fondo de las especulaciones teológicas o teosóficas de Martínez, en que hasta la forma es oriental y anacrónica en el siglo XVIII; no de filósofo que razona, sino de vidente inspirado que revela a los mortales lo que descubrió en los divinos arcanos y cuenta con extraordinaria sencillez las conversaciones de los ángeles.Como falta la segunda parte de su tratado en los dos manuscritos que se conocen, no puede sacarse en claro lo que pensaba de la divinidad de Cristo, y, a decir verdad, sólo dos puntos capitales de su doctrina se conocen bien: la teoría de la emanación y la del pecado original.

Para todo lo demás es preciso acudir a sus discípulos, pero con algún escrúpulo y parsimonia, porque no todos le entendieron, y otros hicieron con él lo que Platón con Sócrates, poniendo en cabeza suya mil imaginaciones propias aún mas extrañas que la de la reintegración.

Los trabajos de iniciación de Martínez traían larga fecha: habían comenzado en 1754, extendiéndose con más o menos resultado a París, Burdeos y Lyón. Pero, entre tantos afiliados, ninguno llegó a poseer todo el secreto de la enseñanza esotérica. Al mismo Saint Martin no le hizo las comunicaciones supremas. Tampoco adelantaron mucho más el abate Fournie, el conde de Hauterive, la marquesa de Lacroix ni el mismo Cazotte. A cada uno comunicó solamente Martínez aquella parte de la doctrina que convenía a su disposición y alcance.

El abate Fournie era un visionario ignorante que quería conciliar el catolicismo con la teurgia. Refugiado en Londres durante la revolución, publicó allí en 1801 su apocalipsis con el extraño [628] título de Lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos, especie de parodia del tratado de La reintegración, lleno, como éste, de pormenores cabalísticos y de extrañas teorías neumatológicas sobre los ángeles y, lo que es más singular, empapado en las ideas cristológicas de Miguel Servet y de los más antiguos unitarios, con un sabor panteísta muy acentuado, de que, por el contrario, Saint Martin está inmune.

He aquí como explica Fournie la reintegración: «Y conforme recibamos el Espíritu de Dios, que insensiblemente se nos comunica, y lleguemos al conocimiento perfecto de su esencia, nos haremos uno, como Dios es uno, y seremos confundidos en la unidad eterna de Dios Padre, Hijo y Espíritu Eterno y anegados en el piélago de las celestiales y eternas delicias.»

Pero lo curioso para nosotros en el libro del abate Fournie no es esta especie de aniquilación o nirvana indostánico, sino los datos que nos comunica sobre los procedimientos de iniciación que en su logia usaba Martínez. «Después de haber pasado mi juventud -escribe su discípulo- de una manera tranquila y oscura, según el mundo, quiso Dios inspirarme ardiente deseo de que fuese realidad la vida futura y cuanto yo oía decir de Dios, de Jesucristo y de los apóstoles. Unos dieciocho meses pasé en la agitación que me causaban estos deseos, hasta que Dios me otorgó la merced de encontrar a un hombre que me dijo familiarmente: «Venid a verme; somos hombres de-bien. Abriréis un libro, miraréis la primera hoja, leyendo sólo algunas palabras por el centro y por el fin, y sabréis todo lo que el libro contiene. Mirad cuánta gente pasa por la calle: pues bien, ninguno de ellos sabe por qué camina, pero vos lo sabréis.» Este hombre que me hablaba de un modo tan extraordinario se llamaba Don Martinets de Pasquallis (sic). Al principio creí que era un hechicero o el mismo diablo en persona, pero a esta primera idea sucedió luego otra. «Si este hombre -me dije interiormente- es el diablo, es prueba de que realmente existe Dios, y como yo no deseo más que llegar a Dios, iré caminando siempre hacia él, aunque el diablo crea llevarme hacia sí.» Pensando esto, fui a casa de Martínez y me admitió en el número de los que le seguían. Sus instrucciones diarias eran que pensásemos siempre en Dios, que creciésemos en virtudes y que trabajásemos para el bien general... Muchas veces nos dejaba suspensos y dudando si era verdad o falsedad lo que veíamos; si era él bueno o malo, si era ángel de luz o demonio... De tiempo en tiempo recibía ya algunas luces y rayos de inteligencia, pero todo se me desaparecía como un relámpago. Otras veces, aunque raras, llegué a tener visiones, y creía yo que M. de Pasquallys tenía algún secreto para hacer pasar estas visiones por delante de mí y que para que todas a los pocos días se realizasen.»

Con el tiempo, el abate Fournie acabó de perder el seso, y tuvo apariciones, entre ellas la de su propio maestro, ya difunto. [629] «Un día que estaba arrodillado en mi cuarto pidiendo a Dios que me socorriese, oí de pronto (serían como las diez de la noche) la voz de Martínez, mi director, que había muerto corporalmente hacía más de dos años, y que hablaba con toda distinción fuera de mi cuarto, cuya puerta estaba cerrada, así como las ventanas. Miro del lado del jardín, de donde procedía la voz, y veo con mis ojos corporales, delante de mí, a M. de Pasqually, y con él a mi padre y a mi madre, que estaban asimismo corporalmente muertos. ¡Dios sabe qué noche tan terrible pasé! Entre otras cosas, sentí mi alma herida por una mano, que traspasó mi cuerpo, dejándome una impresión de dolor que lengua humana no puede expresar, y que me pareció dolor no del tiempo, sino de la eternidad... Veinticinco años han pasado, pero aquel golpe fue tan terrible, que daría de buen grado todo el universo, todos sus placeres y su gloria, por no volver a ser herido de aquella manera. Digo que vi en mi cuarto a M. de Pasquallys con mi padre y mi madre y que me hablaron y les hablé como los hombres hablan ordinariamente entre sí. También se me apareció una de mis hermanas, que estaba corporalmente muerta hacía veinte años, y, en fin, otro ser que no pertenece al género humano. Poco después vi pasar distintamente ante mí y cerca de mí a nuestro divino Maestro, Jesucristo, clavado en el árbol de la cruz.»

Prosigue refiriendo otras visiones, en que no interviene Martínez, y añade con acento de inquebrantable convicción: «Todo esto lo vi por mis ojos corporales hace más de veinticinco años, mucho antes que se supiera en Francia que existía Swedemburg ni se conociese el magnetismo animal.» Fournie se considera como un médium y da su libro por transcripción literal de sus inspiraciones. Vivía en continuo consorcio con los espíritus. «No sólo los he visto una vez, sino años enteros y constantemente, yendo y viniendo con ellos, en casa y fuera de ella, de día y de noche, solo y acompañado, hablándonos mutuamente y como los hombres se hablan entre sí.»

De la marquesa de Lacroix, discípula predilecta de Martínez en París, cuenta Saint Martin que tenía manifestaciones sensibles, es decir, que veía y oía a los espíritus, interrumpiendo a veces la conversación que sostenía con las entes que llenaban sus salones para dirigirse a los seres invisibles que se aparecían de repente a los ojos de su extraviada fantasía.

En Lyón había fundado Martínez la logia de la Beneficencia, de la cual era el alma el conde de Hauterive, con quien Saint Martin trabajó en las ciencias ocultas por los años de 1774, 1775 y 1776, sin que se sepa a punto fijo lo que consiguieron, porque la fraseología de los martinezistas es tan oscura, que nos deja a media miel cuando mayores cosas anuncia. Pero debían de ser ejercicios estupendos, puesto que querían llegar nada menos que «al conocimiento físico de la causa activa e inteligente», es decir, a la visión o intuición directa y sensible del Hijo de Dios. [630] Díjose que el conde de Hauterive tenía, como Hermótimo de Claromene, la facultad de abandonar el cuerpo cuando quería, pero Saint Martin redondamente lo niega.

De todos los discípulos de Martínez, él y Cazotte, célebre por su profecía supuesta de la revolución francesa, eran los que menos se avenían con el aparato y la maquinaria taumatúrgica que usaba el español para las iniciaciones. «¿Cómo, maestro, son necesarias todas estas cosas para ver a Dios?», le preguntó un día, y Martínez contestó sin dejar su tono de inspirado: «Es preciso contentarnos con lo que tenemos», es decir, entendemos con las potencias inferiores a falta de comunicación directa con la causa suma. Saint Martin nos refiere que en la escuela de Martínez las comunicaciones sensibles y físicas eran numerosas y frecuentes, y que en ellas se comprendían todos los signos indicativos del Reparador, esto es, si la interpretación de Franck no parece errada, Cristo crucificado, Cristo resucitado, Cristo en gloria y majestad. Pero esto era sólo para los principiantes, entre quienes se contaba Saint Martin, porque otros llegaban a la grande obra interior, habiendo hombre que durante los equinoccios, y mediante una especie de descomposición, veía su propio cuerpo sin movimiento, como separado de su alma.

Como Martínez Pascual pasó su vida en trabajos subterráneos, apenas quedan datos positivos de él, no obstante su extraordinaria influencia, ni es fácil siquiera determinar las fechas. Saint Martin debió conocerle y ponerse bajo su dirección entre los años de 1766 y 1771. Consta que en 1779 murió Martínez en Puerto-Príncipe de Santo Domingo.

Pero no murió con él la secta; lo que hizo fue dividirse. De ella nacieron otras dos: la de los grandes profesores y la de los philaletas. Estos últimos, cuyo centro residía en Versalles, buscaban la piedra filosofal, por lo cual Saint Martin se apartó de ellos con enojo, teniéndolos por gente grosera, codiciosa e iniciada sólo en la parte formal de la teurgia. Deben ser los mismos que José de Maistre llama los cohen, y que formaban una jerarquía especial y superior entre los iluminados. En Alemania se propagó extraordinariamente una rama de los martinezistas, con el nombre de Escuela del Norte, y en ella se alistaron personajes de cuenta como el príncipe de Hesse, el conde de Bernstorf, la condesa de Reventlow... Poco después Swedemborg oscureció y destronó a Martínez Pascual, y su nombre y la tradición de su enseñanza se perdieron en la turbia corriente del sonambulismo y del espiritismo moderno. Hay, con todo, una diferencia radical entre los espiritistas y Martínez Pascual: los unos limitan por lo general sus invocaciones a las almas de los muertos, al paso que Martínez, dotado de virtudes más activas, ofrecía por término de su enseñanza la intuición sensible de Dios. Yo también he tenido algo de lo físico, decía Saint Martin, y la frase es digna de registrarse, porque Saint Martin era un espíritu elegante y delicado, nacido para el idealismo. Necesaria [631] era toda la espantosa anarquía y desorganización intelectual del siglo XVIII, en que el materialismo había borrado todos los linderos del mundo inmaterial y del terrestre, sin calmar por eso la ardiente e innata aspiración a lo suprasensible que hierve en el fondo del alma humana, para que un dogmatismo como el de Martínez Pascual, parodia inepta del Antiguo y Nuevo Testamento, mezclada con los sueños de vieja de los antiguos rabinos y con escamoteos y prestidigitaciones de charlatán de callejuela, lograra ese dominio y esa resonancia y arrastrase detrás de sí tan claros entendimientos como el del autor de L'homme de désir, en quien había muchas de las cualidades nativas de un egregio filósofo cristiano (2553).







- II -

El theophilánthropo Andrés María Santa Cruz. -Su «Culto de la humanidad».

Cuando cejó un tanto el furor ateo de los primeros tiempos revolucionarios y cayó desprestigiado por su mismo exceso de ferocidad el culto de la diosa Razón, comenzó a notarse cierta reación espiritualista y deísta, que tomó al principio las formas más grotescas. Declaróse oficialmente la existencia del Ser Supremo, y Robespierre organizó fiestas, himnos y procesiones en honor suyo. Los convencionales habían determinado perdonar la vida al Ser Supremo, visto que un pueblo no podía vivir sin religión. El inventar una coartada a su talle y medida e imponerla por ley con su correspondiente y revolucionaria sanción penal, les parecía cosa hacedera y sencillísima. Además, muchos de ellos no eran ateos, sino deístas o algo más, y juraban sobre la Confesión del vicario saboyano, que les servía de Evangelio.

Tales cultos duraron menos que sus mismos autores. El de Robespierre cayó con él en 9 de thermidor. Pero no fue bastante este fracaso para impedir nuevas tentativas de este género, entre las cuales logró cierta nombradía, en tiempo del Directorio, la secta de los theophilánthropos.

Atribúyese su fundación al director La Revéillère Lepeaux, pero él lo niega rotundamente en sus Memorias (2554): «No tomé ninguna parte en la institución del culto de los theophilánthropos, que creó Valentín Haüy, hermano del célebre mineralogista e inventor de procedimientos de educación para los ciegos. Se había asociado con otros ciudadanos que yo tampoco conocía.»

Estos ciudadanos vinieron a buscar a La Revéillère, que, desde luego, les prometió su apoyo oficial, aunque ni él ni su mujer quisieron nunca asistir a las ceremonias teofilantrópicas, y sólo una vez consintieron que su hija fuese. El Directorio [632] dio órdenes al ministro de Policía, Sotin, para que protegiese a los fundadores de la nueva institución y les suministrase los módicos recursos que exigía un culto tan sencillo y poco dispendioso, como que se reducía a recomendar, en interminables pláticas, el amor a Dios y a los hombres, la fraternidad universal y la ley de la naturaleza, el panfilismo y las virtudes filosóficas a lo Sócrates, a lo Epicteto o a lo Marco Aurelio. Mucha túnica blanca, mucho coro de niños y de doncellas, mucha reminiscencia de las candideces del Telémaco, mucho discurso soporífero, nada de misterios, teologías ni símbolos.

El Gobierno protegió mucho aquel culto flamante, que traía la pretensión de extinguir los odios religiosos y hermanar a los mortales con vínculos de amor indisoluble. Se imprimieron y repartieron con profusión catecismos y manuales, que juntos forman hoy una colección bastante rara; se publicó para uso de los afiliados una pequeña biblioteca de moralistas antiguos, desde Zoroastro y Confucio hasta los estoicos; se recomendó a los padres de familia que enviasen sus hijos a aquellos templos y escuelas de la humanidad, que habían de educar una generación más fuerte y viril que la de España; y dieron al nuevo culto el apoyo de su nombre algunos literatos de fama, entre ellos el ingenioso y delicado autor de Pablo y Virginia, Bernardino de Saint-Pierre, que fue toda su vida fervoroso idólatra de la naturaleza, aunque debió a reminiscencias y dejos del sentimiento cristiano la mejor parte de su gloria.

Figuraba en primera línea entre los theophilánthropos un español llamado Andrés María Santa Cruz, de quien restan muy pocas y oscuras noticias (2555). Natural de Guadalajara y sujeto de no vulgar instrucción, lo estrafalario de su carácter y sus ideas le habían tenido casi siempre en la miseria, que él arrastró por todas las capitales de Europa. Un príncipe alemán le encontró en Tours, y, compadecido de su desastroso estado, le hizo ayo de sus hijos. Al tiempo de estallar la revolución francesa se hallaba en Londres y, entusiasmado con los principios cuyo triunfo alboreaba, abandonó a sus discípulos, y a fines de 1790 estaba ya en París, trabajando por su cuenta en la emancipación universal y perorando en las sociedades patrióticas. Entonces se hizo amigo de La Revéillère Lepeaux, cuyos peligros, fugas y ocultaciones compartió después de la prisión de los girondinos y en la época del Terror.

Fuera de esto, Santa Cruz parece haber sido personaje muy oscuro e ignorado, y ninguno de los historiadores de la revolución francesa le menciona. Quizá con las Memorias de La Revéillère Lepeaux, que sólo conocemos en extracto, puesto que impresas en 1873, aún no han pasado al dominio público y duermen en un subterráneo de Angers, puedan ampliarse o corregirse algo [633] estas noticias. En los trozos publicados, el famosorevolucionario guarda alto silencio acerca del pobre Santa Cruz.

Poco medró éste con el advenimiento de sus amigos al Poder, pero se consoló arrojándose en cuerpo y alma en la secta de los theophilánthropos, de la cual fue uno de los primeros sacerdotes, y cuyos dogmas expuso en un folleto titulado Le culte de l'humanité, que se imprimió en París el año V de la república. Dicen los que le han visto que es una especie de código de la tolerancia, en que se enaltece pomposamente la moral y se afirma la existencia de Dios y la caridad universal, sin otro dogma ninguno. Todos mis esfuerzos para haber a las manos este opúsculo han sido infructuosos hasta ahora. En vano recorrí las bibliotecas de París y escribí a varios eruditos de allá. Como Bermúdez de Castro, único biógrafo que asegura haber leído el Culto de la humanidad, da las señas tan imperfectamente, ha sido imposible hallarle. Quizá se publicó anónimo o seudónimo; quizá habrá perecido, como tantos otros cuadernos de pocas páginas. La pérdida no es muy de sentir, porque los diez o doce librejos que he visto de los teofilántropos son el colmo de la insulsez soñolienta. Con todo eso, yo me alegraría de añadir a mi colección, a título de curiosidad bibliográfica, un ejemplar del Culto de la humanidad.

A pesar de la protección oficial, la teofilantropía no llegó a madurar y murió en flor. Sólo en París y en algunos departamentos del Norte logró secuaces; ni uno solo en el mediodía. El público los silbó, y al poco tiempo nadie se acordaba de ellos. Santa Cruz, más desalentado y más miserable cada día, pero republicano siempre y aborrecedor del régimen bonapartista, determinó volver a España, donde nadie se acordaba de él, y acabar en paz sus trabajosos días. Cubierto de harapos llegó a una posada de Burgos en 1803, y allí le asaltó agudísima fiebre, de la cual a pocos días murió, sin haber querido descubir su nombre a persona alguna. Abierta su maleta, aparecieron muchos papeles y varios ejemplares del Culto de la humanidad.







- III -

El abate Marchena. -Sus primeros escritos: su traducción de Lucrecio. -Sus aventuras en Francia. -Vida literaria y política de Marchena hasta su muerte.

Como propagador de la sofistería del siglo XVIII en España; como representante de las tendencias políticas y antirreligiosas de aquella edad en su mayor grado de exaltación; como único heredero, en medio de la monotonía ceremoniosa del siglo XVIII, del espíritu temerario, indisciplinado y de aventura que lanzó a los españoles de otras edades a la conquista del mundo intelectual y a la del mundo físico; como ejemplo lastimoso de talentos malogrados y de condiciones geniales potentísimas, aunque el viento de la época las hizo eficaces para el mal, merece el abate Marchena que su biografía se escriba con la posible [634] claridad y distinción, juntando los datos esparcidos y añadiendo bastantes cosas nuevas que resultan de los papeles suyos que poseemos (2556) y (2557).

Don José Marchena Ruiz de Cueto, generalmente conocido por el abate Marchena, nació en Utrera el 18 de noviembre de 1768. Sus padres eran labradores de mediana fortuna.

Comenzó en Sevilla los estudios eclesiásticos, pero sin pasar de las órdenes menores; aprendió maravillosamente la lengua latina, y luego se dedicó al francés, leyendo la mayor parte de los libros impíos que en tan gran número abortó aquel siglo, y que circulaban en gran copia entre los estudiantes de la metrópoli andaluza, aun entre los teólogos. Quién le inició en tales misterios, no se sabe; sólo consta que antes de cumplir veinte años hacía ya profesión de materialista e incrédulo y era escándalo de la Universidad. No eran mejores que él casi todos sus condiscípulos, los poetas de la flamante escuela sevillana, pero disimulaban mejor y se avenían fácilmente con las exterioridades del régimen tradicional, mientras que Marchena, ardiente e impetuoso, impaciente de toda traba, aborrecedor de los términos medios y de las restricciones mentales, indócil a todo yugo, proclamaba en alta voz lo que sentía, con toda la imprevisión y abandono de sus pocos años y con todo el ardor y vehemencia de su condición inquieta y mal regida. Decidan otros cuál es más funesta: la impiedad mansa, hipócrita y cautelosa o la antojadiza y desembozada; yo sólo diré que siento mucha menos antipatía por Marchena revolucionario y jacobino, que por aquellos doctos clérigos sevillanos afrancesados primero, luego fautores del despotismo ilustrado, y a la postre, moralistas utilitarios, sin patria y sin ley, educadores de dos o tres generaciones doctrinarias.

El primer escrito de Marchena fue una carta contra el celibato eclesiástico, dirigida a un profesor suyo que había calificado sus máximas de perversas y opuestas al espíritu del Evangelio. Marchena quiere defenderse y pasar todavía por católico; pero con la defensa empeora su causa. El Sr. Cueto ha tenido a la vista el original de esta carta entre los papeles de Forner, y dice de ella «que es obra de un mozo inexperto y desalumbrado, que no ve más razones que las que halagan sus instintos y sus errores», y que en ella andan mezclados «sofismas disolventes, pero sinceros, citas históricas sin juicio y sin exactitud..., sentimentalismo filosófico a la francesa, arranques de poesía novelesca» (2558). [635]

Más importante es otra obra suya del mismo tiempo, que poseo yo, y que parece haberse ocultado a la diligencia de los anteriores biógrafos. Es una traducción completa del poema de Lucrecio De rerum natura, en versos sueltos, la única que existe en castellano. No parece original, sino copia de amanuense descuidado, aunque no del todo imperito.No tiene el nombre del traductor, pero sí sus cuatro iniciales, J. M. R. C., y al fin la fecha, 1791, sin prólogo, advertencia ni nota alguna. La versificación, dura y desigual, como en todas las poesías de Marchena, abunda en asonancias, cacofonías, prosaísmo y asperezas de todo género; denuncia dondequiera la labor y la fatiga; pero en los trozos de mayor empeño se levanta el traductor con inspiración verdadera, y su fanatismo materialista le sostiene. En los trozos didácticos decae; a los pasajes mejor interpretados siguen otros casi intolerables por lo desaliñado del estilo y lo escabroso de la metrificación. Marchena era consumado latinista, y por lo general entiende el texto a las mil maravillas; pero su gusto literario, siempre caprichoso e inseguro, lo parece mucho más en este primer ensayo. Así es que, entre versos armoniosos y bien construidos, no titubea en intercalar otros que hieren y lastiman el oído más indulgente; repite hasta la saciedad determinadas palabras, en especial la de naturaleza; abusa de los adverbios en mente, antipoéticos por su índole misma, y atiende siempre más a la fidelidad que a la elegancia. Véanse algunos trozos para muestra así de los aciertos como de las caídas del traductor. Sea el primero la famosa invocación a Venus: Aeneadum genitrix divum hominumque voluptas:

Engendradora del romano pueblo,

placer de hombres y dioses, alma Venus,

que bajo la bóveda del cielo,

por do giran los astros resbalando,

pueblas el mar que surca nao velera

y las tierras fructíferas fecundas;

por ti todo animal respira y vive;

de ti, diosa, de ti los vientos huyen;

ahuyentas con tu vista los nublados,

te ofrece suaves flores varia tierra,

las llanuras del mar contigo ríen

y brilla en nueva luz el claro cielo.

Al punto que galana primavera

la faz descubre y su fecundo aliento

recobra ya Favonio desatado,

primero las ligeras aves cantan

tu bienvenida, ¡oh diosa!, porque al punto

con el amor sus pechos traspasaste;

en el momento por alegres prados

retozan los ganados encendidos

y atraviesan la férvida corriente. [636]

Prendidos del hechizo de tus gracias

mueren todos los seres por seguirte

hacia do quieras, diosa, conducirlos,

y en las sierras adustas, y en los mares,

en medio de los ríos caudalosos,

y en medio de los campos que florecen,

con blando amor tocando todo pecho,

haces que las especies se propaguen.

Tampoco carece de frases y accidentes graciosos esta traducción de un lozanísimo pasaje del mismolibro primero:

¿Tal vez perecen las copiosas lluvias,

cuando las precipita el padre Eter

en el regazo de la madre Tierra?

No, pues hermosos frutos se levantan,

las ramas de los árboles verdean,

crecen y se desgajan con el fruto,

sustentan a los hombres y alimañas,

de alegres niños pueblan las ciudades...

Y dondequiera, en los frondosos bosques

se oyen los cantos de las aves nuevas;

tienden las vacas de pacer cansadas

su ingente cuerpo por la verde alfombra

y sale de sus ubres atestadas

copiosa y blanda leche; sus hijuelos,

de pocas fuerzas, por la tierna hierba

lascivos juguetean, conmovidos

del placer de mamar la pura leche.

Ni falta vigor y robustez en esta descripción de la tormenta:

La fuerza enfurecida de los vientos

revuelve el mar, y las soberbias naves

sumerge, y desbarata los nublados;

con torbellino rápido corriendo

los campos a la vez, saca de cuajo

los corpulentos árboles; sacude

con soplo destructor los altos montes,

el Ponto se enfurece con bramidos

y con murmullo aterrador se ensaña.

Pues son los vientos cuerpos invisibles

que barren tierra, mar y el alto cielo

y esparcen por el aire los destrozos;

no de otro modo corren y arrebatan

que cuando un río de tranquilas aguas

de improviso sus márgenes extiende,

enriquecido de copiosas lluvias

que de los montes a torrentes bajan,

amontonando troncos y malezas;

ni los robustos puentes la avenida

resisten de las aguas impetuosas;

en larga lluvia rebosando el río,

con ímpetu estrellándose en los diques,

con horroroso estruendo los arranca

y revuelve en sus ondas los peñascos... [637]

Quizá en ninguno de sus trabajos poéticos mostró Marchena tanto desembarazo de dicción como traduciendo al gran poeta epicúreo y naturalista. Parece como que se sentía en su casa y en terreno propio al reproducir las blasfemias del poeta gentil contra los dioses y los elogios de aquel varón griego,

De cuya boca la verdad salía

y de cuyas divinas invenciones

se asombra el universo, y cuya gloria,

triunfando de la muerte, se levanta

a lo más encumbrado de los cielos.

(Canto 6.º)

¡Oh tú, ornamento de la griega gente,

que encendiste el primero entre tinieblas

la luz de la verdad!...

Yo voy en pos de ti, y estampo ahora

mis huellas en las tuyas, ni codicio

ser tanto tu rival como imitarte

ansío enamorado. ¿Por ventura

entrará en desafío con los cisnes

la golondrina, o los temblantes chotos

volarán con el potro en la carrera?

Tú eres el padre del saber eterno,

y del modo que liban las abejas

en los bosques floríferos las mieles,

así también nosotros de tus libros

bebemos las verdades inmortales...

(Canto 3.º)

No era Marchena bastante poeta para hacer una traducción clásica de Lucrecio, pero estaba identificado con su pensamiento; era apasionadísimo del autor y casi fanático de impiedad; y, traduciendo a su poeta, le da este fanatismo un calor insólito y una pompa y rotundidad que contrasta con la descolorida y lánguida elegancia de Marchetti y de Lagrange. Los buenos trozos de esta versión son muy superiores a todo lo que después hizo, si es que la vanidad de poseedor no me engaña.

Los sitios retirados del Pierio

recorro, por ninguna planta hollados;

me es gustoso llegar a íntegras fuentes

y agotarlas del todo, y me deleita,

cortando nuevas flores, coronarme

las sienes con guirnalda brilladora,

con que no hayan ceñido la cabeza

de vate alguno las perennes musas,

primero porque enseño cosas grandes

y trato de romper los fuertes nudos

de la superstición agobiadora,

y hablo en verso tan dulce, a la manera

que cuando intenta el médico a los niños

dar el ajenjo ingrato, se prepara [638]

untándoles los bordes de la copa

con dulce y pura miel... (2559)


Marchena saludó con júbilo la sangrienta aurora de la revolución francesa, y, si hemos de fiarnos de oscuras tradiciones, quiso romper a viva fuerza los lazos de la superstición agobiadora, y entró con otros mozalbetes intonsos y con algún extranjero de baja ralea en una descabellada tentativa de conspiración republicana, que abortó por de contado, dispersándose los modernos Brutos, y cayendo uno de ellos, llamado Picornell, en las garras de la Policía. Marchena, que era de los más comprometidos en aquella absurda intentona y que además tenía cuentas pendientes con la Inquisición, se refugió en Gibraltar y desde allí pasó a Francia.

La facilidad extraordinaria que poseía para hablar y escribir lenguas extrañas, el ardor de sus ideas políticas, que llegaban entonces a la demagogia más feroz; sus terribles condiciones de polemista acre y desgreñado y la exaltación de su cabeza le dieron muy pronto a conocer en las sociedades patrióticas, y especialmente en el club de los jacobinos. Marat se fijó en él y le asoció a la redacción de su furibundo periódico L'ami du peuple. Allí Marchena escribió horrores; pero, como en medio de todo conservaba cierta candidez política y cierto buen gusto y los crímenes a sangre fría le repugnaban extraordinariamente, comenzó a disgustarse del atroz personaje con quien su mala suerte le había enlazado y de la monstruosa y diaria sed de sangre que aquejaba a aquel energúmeno. Al poco tiempo le abandonó del todo, y, aconsejado por Brissot, se pasó al bando de los girondinos, cuyas vicisitudes, prisiones y destierros compartió con noble y estoica entereza.

Sobre este interesantísimo período de la vida de Marchena derraman mucha luz las Memorias de su amigo compañero de cautividad el marsellés Riouffe (2560). De ellas resulta que Marchena fue preso en Burdeos el mismo día que Riouffe, es a saber, el 4 de octubre de 1793; conducido con él a París y encerrado en los calabozos de la Conserjería. Riouffe le llama a secas el español; pero monsieur Thiers nos descubre su nombre al contarnos la figura de los girondinos por el mediodía de Francia: «Barbaroux, Pétion, Salles, Louvet (el autor del Faublas), Meilhan, Guadet, Kervelégan, Gorsas, Girey-Dupré, Marchena, joven español que había ido a buscar la libertad a Francia; Riouffe, joven que por entusiasmo se había unido a los girondinos, formaban este escuadrón de ilustres fugitivos perseguidos como traidores a la libertad» (2561). [639]

Después de la prisión, Riouffe es más explícito. «Me habían encarcelado -dice- juntamente con un español que había venido a buscar la libertad a Francia bajo la garantía de la fe nacional. Perseguido por la inquisición religiosa de su país, había caído en Francia en manos de la inquisición política de los comités revolucionarios. No he conocido un alma más verdadera y más enérgicamente enamorada de la libertad ni más digna de gozar de ella. Fue su destino ser perseguido por la causa de la república y amarla cada vez más. Contar mis desgracias es contar las suyas. Nuestra persecución tenía las mismas causas; los mismos hierros nos habían encadenado; en las mismas prisiones nos encerraron, y un mismo golpe debía acabar nuestras vidas...»

El calabozo donde fueron encerrados Riouffe, Marchena y otros girondinos tenía sobre la puerta el número 13. Allí escribían, discutían y se solazaban con farsas de pésima ley. Todos ellos eran ateos, muy crudos, muy verdes, y para inicua diversión suya vivía con ellos un pobre benedictino, santo y pacientísimo varón, a quien se complacían en atormentar de mil exquisitas maneras. Cuándo le robaban su breviario, cuándo le apagaban la luz, cuándo interrumpían sus devotas oraciones con el estribillo de alguna canción obscena. Todo lo llevaba con resignación el infeliz monje, ofreciendo a Dios aquellas tribulaciones, sin perder nunca la esperanza de convertir a alguno de aquellos desalmados. Ellos, para contestar a sus sermones y argumentos, imaginaron levantar altar contra altar, fundando un nuevo culto con himnos, fiestas y música. Al flamante e irrisorio dios le llamaron Ibrascha, y Riouffe redactó el símbolo de la nueva secta, que se parecía mucho al de los theophilánthropos. Y es lo más peregrino que llegó a tomarla casi por lo serio, y todavía, cuando muchos años después redactaba sus Memorias, no quiso privar a la posteridad del fruto de aquellas lucubraciones y las insertó a la larga, diciendo que «aquella religión (!) valía tanto como cualquiera otra y que sólo parecía pueril a espíritus superficiales».

Las ceremonias del nuevo culto comenzaron con grande estrépito: entonaban a media noche un coro los adoradores de Ibrascha, y el pobre monje quería superar su voz con el De profundis; pero, débil y achacoso él, fácilmente se sobreponía a sus cánticos el estruendo de aquella turba desaforada. A ratos quería derribar la puerta del improvisado santuario, y ellos le vociferaban: «¡Sacrílego, espíritu fuerte, incrédulo!»

En medio de esta impía mascarada adoleció gravemente Marchena; tanto, que en pocos días llegó a peligro de muerte. Apuraba el benedictino sus esfuerzos para convertirle; pero él a todas sus cristianas exhortaciones respondía con el grito de ¡Viva Ibrascha! Y, sin embargo, en la misma cárcel, teatro de estas pesadísimas bromas con la eternidad y con la muerte, leía asiduamente Marchena la Guía de pecadores, de Fr. Luis de Granada. [640] ¿Era todo entusiasmo por la belleza literaria? ¿Era alguna reliquia del espíritu tradicional de la vieja España? Algo había de todo, y quizá lo aclaren estas palabras del mismo Marchena al librero Faulí en Valencia el año 1813: «¿Ve usted este volumen, que por lo ajado muestra haber sido tan manoseado y leído como los breviarios viejos en que rezan diariamente nuestros clérigos? Pues está así orque hace veinte años que le llevo conmigo, sin que se pase día en que deje de leer en él alguna página. Él me acompañó en los tiempos del Terror en las cárceles de París; él me siguió en mi precipitada fuga con los girondinos; él vino conmigo a las orillas del Rhin, a las montañas de Suiza, a todas partes. Me pasa con este libro una cosa que apenas sé explicarme. Ni lo puedo leer ni lo puedo dejar de leer. No lo puedo leer, porque convence mi entendimiento y mueve mi voluntad de tal suerte, que, mientras lo estoy leyendo, me parece que soy tan cristiano como usted y como las monjas y como los misioneros que van a morir por la fe católica a la China o al Japón. No lo puedo dejar de leer, porque no conozco en nuestro idioma libro más admirable» (2562).

El hecho será todo lo extraño que se quiera, pero su explicación ha de buscarse en las eternas contradicciones y en los insondables abismos del alma humana y no en el pueril recurso de decir que el abate gustaba sólo en Fr. Luis de la pureza de lengua. No cabe en lo humano encariñarse hasta tal punto con un escritor cuyas ideas totalmente se rechazan. No hay materia sin alma que la informe; ni nadie, a no estar loco, se enamora de palabras vacías, sin parar mientes en el contenido.

Pero tornemos a Marchena y a sus compañeros de prisión. Todos fueron subiendo, uno después de otro, al cadalso: sólo Marchena salió incólume de la general proscripción de los girondinos, y eso que, sintiéndose ofendido por el perdón, había escrito a Robespierre aquellas extraordinarias provocaciones, algo teatrales a la verdad, aunque el valor moral del autor las explique y defienda. «Tirano, me has olvidado.» «O mátame o dame de comer, tirano.» Hay en todos estos apotegmas y frases sentenciosas del tiempo de la revolución algo de laconismo y de estoicismo de colegio, un infantil empeño de remedar a Leónidas y al rey Agis, a Trasíbulo, y a Timoleón y Tráseas, que echa a perder toda la gracia hasta en las situaciones más solemnes. Plagiar, al tiempo de morir, palabras de Bruto es lo más desdichado y antiestético que puede entrar en cabeza de retórico, y nadie contendrá la risa aunque la autora del plagio sea la mismísima Mad. Roland. Yo no llamaré, como Latour, sublimes insolencias a las de Marchena, porque toda afectación, aun la de valor, es mala y viciosa. La muerte se afronta y se sufre honradamente cuando viene: no se provoca con carteles de [641] desafío ni con botaratadas de estudiante. Así murieron los grandes antiguos, aunque no mueran así los antiguos del teatro.

Pero los tiempos eran de retórica, y a Robespierre le encantó la audacia de Marchena. Es más: quiso atraer y comprar su pluma, a lo cual Marchena se negó con altivez nobilísima, siguiendo en la Conserjería, siempre bajo el amago de la cuchilla revolucionaria, hasta que vino a restituirle la libertad la caída y muerte de Robespierre en 9 de thermidor (27 de julio de 1794).

La fortuna pareció sonreírle entonces. Le dieron un puesto en el Comité de Salvación Pública, y empezó a redactar con Poulthièr un periódico, que llamó El amigo de las Leyes. Pero los thermidorianos vencedores se dividieron al poco tiempo, y Marchena, cuyo perpetuo destino fue afiliarse a toda causa perdida, se declaró furibundo enemigo de Tallien, Legendre y Fréron; escribió contra ellos venenosos folletos, perdió su empleo, se vio otra vez perseguido y obligado a ocultarse, sentó, como en sus mocedades, plaza de conspirador, y fue denunciado y proscripto en 1795 como uno de los agitadores de las secciones del pueblo de París en la jornada de 5 de octubre con Convención (2563).

Pasó aquella borrasca, pero no se aquietó el ánimo de Marchena; al contrario, en 1797 le vemos haciendo crudísima oposición al Directorio, que para deshacerse de él no halló medio mejor que aplicarle la ley de 21 de floreal contra los extranjeros sospechosos y arrojarle del territorio de la república. Conducido por gente armada hasta la frontera de Suiza, fue su primer pensamiento refugiarse en la casa de campo que tenía en Coppet su antigua amiga Mad. de Staël, cuyos salones, o los de su madre, Mad. Necker, había frecuentado él en París. Corina no quería comprometerse con el Directorio o no gustaba de la insufrible mordacidad y cinismo nada culto de Marchena, a quien Chateaubriand, que le conoció en aquella casa, en sus Memorias con dos rasgos indelebles: «sabio inmundo aborto lleno de talento». Lo cierto es que la castellana de Copet dio hospitalidad a Marchena, pero con escasas muestras de cordialidad, y que a los pocos días riñeron del todo, vengándose Marchena de Corina con espantosas murmuraciones.

Decidido a volver a Francia, entabló reclamación ante el Consejo de los Quinientos para que se le reconocieran los derechos de ciudadano francés, y, mudándose los tiempos según la vertiginosa rapidez que entonces llevaban las cosas, logró no sólo lo que pedía, sino un nombramiento de oficial del Estado Mayor en el ejército del Rhin, que mandaba entonces el general Moreau, famoso por su valor y por sus rigores disciplinarios.

Agregado Marchena a la oficina de contribuciones de ejército en 1801, mostró desde luego aventajadísimas dotes de administrador [642] militar, laborioso e íntegro, porque su entendimiento rápido y flexible le daba recursos y habilidad para todo. Quiso Moreau en una ocasión tener la estadística de una región no muy conocida de Alemania, y Marchena aprendió en poco tiempo el alemán, leyó cuanto se había escrito sobre aquella comarca y redactó la estadística que el general pedía con el mismo aplomo que hubiera podido hacerlo un geógrafo del país.

Pero no bastaban la topografía ni la geodesia a llenar aquel espíritu curioso, ávido de novedades y esencialmente literario; por eso en los cuarteles de invierno del ejército del Rhin volvía, sin querer, los ojos a aquellos dulces estudios clásicos que habían sido encanto de las serenas horas de su juventud en Sevilla. Entonces forjó su célebre fragmento de Petronio, fraude ingenioso, y cuya fama dura aún entre muchos que jamás le han leído. Los biógrafos de Marchena han tenido muy oscuras e inexactas noticias de él. Unos han supuesto que estaba en verso; otros han referido la vulgar anécdota de que, habiendo compuesto Marchena una canción harto alegre en lengua francesa y reprendiéndole por ella su general Moreau, se disculpó con decir que era traducción de un fragmento inédito de Petronio, cuyo texto latino inventó aquella misma noche, y se le presentó al día siguiente, cayendo todos en el lazo.

Pero todo esto es inexacto y hasta imposible, porque el fragmento no está en verso, ni tiene nada de lírico, ni ha podido ser nunca materia de una canción, sino que es un trozo narrativo, compuesto ad hoc para llenar una de las lagunas del Satyricón; de tal suerte, que apenas se comprendería si le desligásemos del cuadro de la novela en que entra. Sabido es que la extraña novela de Petronio, auctor purissimae impuritatis, monumento precioso para la historia de las costumbres del primer siglo del imperio, ha llegado a nosotros en un estado deplorable, llena de vacíos y truncamientos, en que quizá haya desaparecido lo más precioso, aunque haya quedado lo más obsceno. El deseo de completar tan curiosa leyenda ha provocado supercherías y errores de todo género, entre ellos aquel que con tanta gracia refiere Voltaire en su Diccionario filosófico. Leyó un humanista alemán en un libro de otro italiano no menos sabio: Habemus hic Petronium integrum, quem saepe meis oculis vidi, non sine admiratione. El alemán no entendió sino ponerse inmediatamente en camino para Bolonia, donde se decía que estaba el Petronio entero. ¡Cuál sería su asombro cuando se encontró en la iglesia mayor con el cuerpo íntegro de San Petronio, patrono de aquella religiosa ciudad!

Lo cierto es que la bibliografía petroniana es una serie de fraudes honestos. Cuando en 1662 apareció en Trau de Dalmacia el insigne fragmento de la cena de Trimalción, que casi duplicaba el volumen del libro, no faltó un falsario llamado Nodot que, aprovechándose del ruido producido en la Europa literaria por aquel hallazgo, fingiese haber encontrado en Belgrado (Alba-Graeca), [643] el año 1688, un nuevo ejemplar de Petronio en que todas las lagunas estaban colmadas. A nadie engañó tan mal hilada invención, porque los fragmentos de Nodot están en muy mediano latín y abundan de groseros galicismos, como lo pusieron de manifiesto Lebnitz, Crammer, Perizonio, Ricardo Bentley y otros muchos cultivadores de la antigüedad; pero como quiera que los suplementos de Nodot, a falta de otro mérito, tienen el de dar claridad y orden al mutilado relato de Petronio, siguen admitiéndose tradicionalmente en las mejores ediciones.

Marchena fue más afortunado, por lo mismo que su fragmento es muy breve y que puso en él los cinco sentidos, bebiendo los alientos al autor con aquella portentosa facilidad que él tenía para remedar estilos ajenos. Toda la malicia discreta y la elegancia un poco relamida de Petronio, atildadísimo cuentista de decadencia, han pasado a este trozo, que debe incorporarse en la descripción de la monstruosa zambra nocturna de que son actores Giton, Quartilla, Pannychis y Embasicóetas. Claro que un trozo de esta especie, en que el autor no ha emulado sólo la pura latinidad de Petronio, sino también su desvergüenza inaudita, no puede trasladarse en parte alguna, ni menos en obra de asunto tan grave como la presente, con todo eso, y a título de curiosidad filológica, pongo en nota algunas líneas que no tienen peligro, y que bastan a dar idea de la manera del abate andaluz en este singular ensayo (2564). [644]

El éxito de esta facecia fue completísimo. Marchena la publicó con una dedicatoria jocosa al ejército del Rhin y con cinco notas de erudición picaresca, que pasan, lo mismo que el texto, los límites de todo razonable desenfado. Así y todo, muchos sabios cayeron en el lazo; un profesor alemán demostró en la Gaceta Literaria Universal de Jena la autenticidad de aquel fragmento; el Gobierno de la Confederación Helvética mandó practicar investigaciones oficiales en busca del códice del monasterio de San Gall, donde Marchena declaraba haber hecho el descubrimiento. ¡Cuál sería la sorpresa y el desencanto de todos cuando Marchena declaró en los papeles periódicos ser el único autor de aquel bromazo literario! Y cuentan que hubo sabio del Norte que ni aun consintió en desengañarse.

En las notas quiso alardear Marchena de poeta francés, como en el texto se había mostrado ingenioso prosista latino. Su traducción de la famosa oda o fragmento segundo de Safo, tan mal traducida y tan desfigurada por Boileau, no es ciertamente un modelo de gusto y adolece de la palabrería a que inevitablemente arrastran los alejandrinos franceses; pero tiene rasgos vehementísimos y frases ardorosas y enérgicas, que se acercan al original griego o a lo menos a la traducción de Catulo, más que la tibia elegancia de Boileau, de Philips o de Luzán:

A peine je te vois, à peine je t'entends.

Immobile, sans voix, accablé de langueur,

d'un tintement soudain mon oreille est frappée,

et d'un nuage obscur ma vue enveloppée:

un feu vif et subtil se glisse dans mon coeur.

El tintinnant aures nunca se ha traducido mejor.

Perdónense estos detalles literarios; no es fácil resistir a una inclinación arraigada, y, además, ¡cuánto sirven para templar la aridez de la historia y para completar el retrato moral de los personajes! Consuélese el lector con que nuestros heterodoxos de este siglo suelen ser gente de poca y mala y nada clásica literatura y que han de entretenemos poco con su latín ni con su griego.

Animado Marchena con el buen éxito de sus embustes, quiso repetirlos, pero esta vez con poca fortuna, por aquello de non bis in idem. Escribió, pues, cuarenta hexámetros a nombre de Catulo, y como si fueran un trozo perdido del canto de las Parcas en el bellísimo epitalamio de Tetis y Peleo, y los publicó en París el año 1800 (2565), en casa de Fermín Didot, con un prefacio [645] de burlas en que zahería poco caritativamente la pasada inocencia de los sesudos filólogos alemanes: «Si yo hubiera estudiado latinidad -decía- en el mismo colegio que el célebre doctor en Teología Lallemand, editor de un fragmento de Petronio cuya autenticidad se demostró en la Gaceta de Jena, yo probaría, comparando este trozo con todo lo demás que nos queda de Catulo, que no podía ser sino suyo; pero confieso mi incapacidad, y dejó este cuidado a plumas más doctas que la mía.»

Pero esta vez el supuesto papiro herculanense no engañó a nadie, ni quizá Marchena se había propuesto engañar. La insolencia del prefacio era demasiado clara; los versos estaban henchidos de alusiones a la revolución francesa, y a los triunfos de Napoleón, y además se le habían deslizado al hábil latinista algunos lapsus de prosodia y ciertos arcaísmos afectados, que Eichstaedt, profesor de Jena, notó burlescamente como variantes.

El aliento lírico del supuesto fragmento de Catulo es muy superior al que en todos sus versos castellanos mostró Marchena. ¡Fenómeno singular! Así él, como su contemporáneo Sánchez Barbero, eran mucho más poetas usando la lengua sabia que la lengua propia. Véase una muestra de esta segunda falsificación:

Virtutem herois non finiet Hellespontus.

Victor lustrabit mundum, qua maxumus arva

aethiopum ditat Nilus, qua frigidus Ister

germanum campos ambit, qua Thybridis unda

laeta fluentisona gaudet Saturnia tellus.

Currite, ducentes subtemina, currite, fusi:

Hunc durus Scytha, Germanus Dacusque pavebunt;

nam flammae similis, quom ardentia fulmina caelo

Iuppiter iratus contorsit turbine mista,

si incidit in paleasque leves, stipulasque sonantes,

tunc Eurus rapidus miscens incendia victor

saevit, et exultans arva et silvas populatur:

hostes haud aliter prosternens alter Achilles

corporum acervis ad mare iter fluviis praecludet.

Currite, ducentes subtemina, currite, fusi.

At non saevus erit, cum iam victoria laeta

lauro per populos spectandum ducat ovantem,

vincere non tantum norit, sed parcere victis.

Además de estos trabajos, publicó Marchena en Francia muchos opúsculos políticos e irreligiosos, de que he logrado escasa noticia, y algunas traducciones. Entre los primeros figuran un ensayo de teología (2566), que fue refutado por el Dr. Haeckel en la cuestión de los clérigos juramentados, no sin que Marchena aprovechase tal ocasión para declararse espinosista; algunas reflexiones sobre los fugitivos franceses, escritas en 1795, y El Espectador Francés, periódico de literatura y costumbres, que [646] empezó a publicar en 1796 en colaboración con Valmalette, y que no pasó del primer tomo, reducido a pocos números.

Después de la desgracia de Moreau, Marchena se hizo bonapartista y fogoso partidario del imperio, que consideraba como a última etapa de la revolución y primera de lo que él llamaba libertad de los pueblos,es decir, el entronizamiento de las ideas de Voltaire, difundidas por la poderosa voz de los cañones del césar corso. No entendía de otra libertad ni otro patriotismo Marchena, aunque entonces pasase por moderado y estuvieron ya lejos aquellos días de la Convención en que él escribía sobre la puerta de su casa: Ici l'on enseigne l'atheisme par principes.

La verdad es que no tuvo reparos en admitir el cargo de secretario de Murat cuando en 1808 fue enviado por Napoleón a España. Acción es ésta que basta para deshonrar a Marchena cuando recordamos que ni siquiera la sangre de mayo bastó a separarle del infame verdugo del Prado y de la Moncloa. ¡Cuán verdad es que, perdida la fe religiosa, no tiene el patriotismo en España raíz ni consistencia, tú apenas cabe en lo humano que quien reniega del agua del bautismo y escarnece todo lo que sus padres adoraron y lo que por tantos siglos fue sombra tutelar de su raza, y educó su espíritu, y forma su grandeza, y se mezcló como grano de sal en todos los portentos de su historia, pueda sentir por su gente amor que no sea retórica hueca y baladí, como es siempre el que se dirige al ente de razón que dicen Estado! Después de un siglo de Enciclopedia y de filosofía sensualista y utilitaria y sin más moral ni más norte que la conveniencia de cada ciudadano, es lógica la conducta de Marchena, como es lógico el examen de los delitos de infidelidad de Reinoso, que otros han llamado defensa de la traición a la patria.Uno de los más abominables efectos del fanatismo político por libertades y reformas abstractas es amortiguar o cegar del todo en muchas almas el desinteresado amor de la patria. Viniera de donde viniese el destructor de la Inquisición y de los frailes, le aceptaban los afrancesados, y de buen grado le servía Marchena.

Por aquellos días que antecedieron a la jornada de Bailén solía asistir a la tertulia de Quintana. Allí le conoció Capmany, que nos dejó en cuatro palabras su negra semblanza entre las de los demás tertulios: «Allí conocí al impío apóstata Marchena, renegando de su Dios, de su patria y de su ley, fautor y cómplice de los franceses que entraron en Madrid con Murat.»

Ya antes de este tiempo andaba Marchena en relaciones con Quintana y los suyos. Ciertas alusiones de los versos del abate nos inducen a creer que en sus mocedades cursó algún tiempo las aulas salmantinas. Lo cierto es que fue desde 1804 colaborador de las Variedades de ciencias, literatura y artes, no con su propio nombre, sino con las iniciales J. M., presentándole los editores como «un español ausente de su patria más de doce años había y que en medio de las vicisitudes de su fortuna no había dejado [647] de cultivar las musas castellanas». Allí se anunció que proyectaba una nueva traducción de los poemas ossiánicos más perfecta e íntegra que las de Ortiz y Montengón, y se pusieron para muestra varios trozos. A Marchena, falsario por vocación, le agradaban todas las supercherías, aun las ajenas, y traduciendo los pastiches de Macpherson, anduvo mucho más poeta que en sus versos originales, de tal suerte que es de lamentar la pérdida de la versión entera. Como las Variedades (2567) son tan raras, yo nunca he visto ejemplar completo, ni lo es el que tengo, y como, por otra parte, la poesía ossiánica, no obstante su notoria falsedad, conserva cierta importancia histórica, como primer albor del romanticismo nebuloso y melancólico y como primera tentativa de poesía artificialmente nacional y autónoma, quizá no desagrade a los lectores ver estampado aquí, tal como lo interpretó Marchena, el famoso apóstrofe Al sol con que termina el poema de Cárton, original del Himno al sol, de Espronceda:

¡Oh, tú, que luminoso vas rodando

por la celeste esfera

como de mis abuelos el bruñido

redondo escudo! ¡Oh, sol! ¿De dó manando

en tu inmortal carrera

va, di, tu eterno resplandor lúcido?

Radiante en tu belleza,

majestuoso te muestras, y, corridas

las estrellas, esconden su cabeza

en las nubes; las ondas de occidente,

las luces de la luna oscurecidas,

sepultan en su seno; reluciente

tú en tanto vas midiendo el amplio cielo.

¿Y quién podrá seguir tu inmenso vuelo?

Los robles empinados

del monte caen; el alto monte mismo

los siglos precipitan al abismo;

los mares irritados

ya menguan y ya crecen,

ora se calman y ora se embravecen.

La blanca luna en la celeste esfera

se pierde; más tú, ¡oh sol!, en tu carrera,

de eterna luz brillante,

ostentas tu alma faz siempre radiante.

Cuando el mundo oscurece

la tormenta horrorosa y cruje el trueno,

tú, riendo sereno,

muestras tu frente hermosa

en las nubes y el cielo se esclarece.

¡Ay!, que tus puros fuegos

en balde lucen, que los ojos ciegos

de Ossian no los ven más, ya tus cabellos

dorados vaguen bellos

en las bermejas nubes de occidente,

ya en las puertas se muevan de oriente. [648]

Pero también un día su carrera

acaso tendrá fin como la mía;

y, sepultado en sueño, en tu sombría

noche, no escucharás la lisonjera

voz de la roja aurora;

sol, en tu juventud gózate ahora.

Escasa es la edad yerta,

como la claridad de luna incierta

que brilla entre vapores nebulosos

y entre rotos nublados...

Estos versos jugosos y entonados, aunque pobres de rima, son muestra clarísima de que sus largas ausencias y destierros, no habían sido parte a que Marchena olvidara la dicción poética española, sin que para abrillantarla ni remozarla necesitara recurrir entonces a los extraños giros, inversiones y latinismos con que en sus últimos años afeó, prosa o verso, cuanto compuso (2568).

A los pocos días de haber llegado Marchena a Madrid, imperando todavía pro formula el antiguo régimen, se creyó obligado el tolerantísimo y latitudinario inquisidor general, don Ramón José de Arce, a mandar prender al famoso girondino, cuya estrepitosa notoriedad de ateo había llegado hasta España. Se le prendió y se mandó recoger sus papeles (algunos de los cuales tengo yo a la vista); pero Murat envió una compañía de granaderos, que le sacó a viva fuerza de las cárceles del Santo Tribunal. Con esta ocasión compuso Marchena cuatro versos insulsos, que llamó epigrama, y que, han tenido menos suerte que su chanza contra Urquijo.

El rey José hizo a Marchena director de la Gaceta y archivero del Ministerio del Interior (hoy de Gobernación), le dio la cruz del Pentágono y le ayudó con una subvención para que tradujera el teatro de Molière, secundando a Moratín, que acababa de trasladar a la escena española con habilidad nunca igualada La escuela de los maridos. Marchena puso en castellano las comedias restantes (2569); pero sólo llegaron a representarse e imprimirse El avaro, El hipócrita (Tartuffe) y La escuela de las mujeres, recibidas con mucho aplauso en los teatros de la Cruz y del Príncipe. Estas traducciones, ya bastante raras, disfrutan de fama tradicional, en gran parte merecida. Con todo eso, Marchena no tenía verdadero ingenio cómico, y sus versos, ásperos como guijarros y casi siempre mal cortados, nada conservan de la fluidez y soltura necesarias al diálogo de la escena. Pero el hombre de talento dondequiera lo muestra, aun en las cosas más ajenas de su índole, y por eso las traducciones de Marchena se levantan entre el vulgo de los arreglos dramáticos del siglo [649] XVIII quantum lenta solent inter viburna cupressi. Hubiera acertado en hacerlas todas en prosa. Los romances de su Tartuffe (2570) son tan pedestres y de tan vulgar asonancia como los de El barón y La mojigata. Además de las comedias de Molière, tradujo y dio a los actores Marchena otras piezas francesas de menos cuenta: Los dos yernos y Filinto o el egoísta, célebre comedia de Fabre de L'Eglantine, que quiso hacer con ella una especie de contre-partie o de tesis contradictoria de la del Misántropo.

Marchena no hizo gran fortuna ni siquiera con los afrancesados (2571), gracias a su malísima lengua, tan afilada y cortante como un hacha, y a lo áspero, violento y desigual de su carácter, cuyas rarezas, agriadas por su vida aventurera y miserable, ni a sus mejores amigos perdonaban. Acompañó al rey José en su viaje a Andalucía en 1810, y, hospedado en Córdoba, en casa del penitenciario Ariona, escribió, de concierto con él, una oda laudatoria de aquel monarca, muy mala, como obra de dos ingenios y hecha de compromiso pero no escasa de tristes adulaciones, hasta llamar al intruso rey delicias de España y sol benigno que venía a dorar de luces pías las márgenes del Betis:

Así el Betis te admira cuando goza

a tu influjo el descanso lisonjero,

al tiempo que de Marte el impío acero

aun al rebelde catalán destroza (2572).


Los versos son malos, pero aún es peor y más vergonzosa la idea. ¡Y no temían estos hombres que turbasen sus sueños las sombras de las inultas víctimas de Tarragona! No hay gloria literaria que alcance a cohonestar tales infamias, ni toda el agua del olvido bastará a borrar aquella oda en que Moratín llamó digno trasunto del héroe de Vivar al mariscal Suchet, tirano de Barcelona y de Valencia.

Siguió Marchena en 1813 la retirada del ejército francés a Valencia. Allí solía concurrir de tertulia a la librería de D. Salvador Fauli, que había convertido en cátedra de sus opiniones antirreligiosas. Los mismos afrancesados solían escandalizarse, a fuer de varones graves y moderados, y le impugnaban, aunque con tibieza, distinguiéndose en esto Meléndez y Moratín. El librero temió por la inocencia de sus hijos, que oían con la boca abierta aquel atajo de doctas blasfemias, y fue a pedir cuentas a Marchena, a quien encontró leyendo la Guía de pecadores. El asombro que tal lectura le produjo acrecentóse con las palabras del abate, que ya en otro lugar quedan referidas.

Ganada por los ejércitos aliados la batalla de Vitoria, Marchena volvió a emigrar a Francia, estableciéndose primero en [650] Nimes y luego en Montpellier y Burdeos, cada vez más pobre y hambriento y cada vez más arrogante y descomedido. En 28 de septiembre de 1817 escribe Moratín (2573) al abate Melon: «Marchena, preso en Nimes por una de aquellas prontitudes de que adolece; dícese que le juzgará un consejo de guerra a causa de que insultó y desafió a todo un cuerpo de guardia. Yo no desafío a nadie y nadie se mete conmigo.» Y en posdata añade: «Parece que ya no arcabucean a Marchena, y todo se ha compuesto con una áspera reprimenda espolvoreada de adjetivos.»

Como recurso de su miseria, a la vez que medio de propaganda, emprendió Marchena para editores franceses la traducción de varios libros de los que por antonomasia se llamaban prohibidos, piedras angulares de la escuela enciclopédica. Vulgarizó, pues, las Cartas persianas, de Montesquieu (2574); el Emilio y la Nueva Eloísa, de Rousseau; los Cuentos y novelas de Voltaire (Cándido, Micromegas, Zadig, El ingenuo, etc.); el Manual de los inquisidores, del abate Morellet (extracto infiel del Directorium, de Eymerich), el Compendio del origen de todos los cultos, de Dupuis; el Tratado de la libertad religiosa, de Bénoit, y alguna obra histórica, como la titulada Europa después del Congreso de Aquisgrán, por el abate De Pradt. En un prospecto que repartió en 1819 anunciaba, además, que en breve publicaría el Essai sur les moeurs y el siglo de Luis XIV, y quizá alguna otra que no haya llegado a mis manos, porque Marchena inundó literalmente a España de engendros volterianos. Muchas de estas traducciones son de pane lucrando, hechas para salir del día, con rapidez de menesteroso y sin propósito literario. De aquí enormes desigualdades de estilo, según el humor del intérprete y la mayor o menor largueza del librero. Apenas puede creerse que salieran de la misma pluma la deplorable traducción de las Cartas persianas, tan llena de galicismos, que parece obra de principiantes; la extravagantísima del Emilio, atestada de arcaísmos, inversiones desabridas y giros inarmónicos, y la fácil y donairosa de Cándido y de El ingenuo, que casi compiten en gracia y primor de estilo con los cuentos originales. [651]

Del inglés tradujo Marchena a lengua francesa la Ojeada, del Dr. Clarke, sobre la fuerza, opulencia y población de la Gran Bretaña, y del italiano, el Viaje a las Indias Orientales, del padre Paulino de San Bartolomé. Publicó por primera vez la correspondencia inédita de David Hume y del Dr. Tucker y en los Anales de viajes insertó una descripción de las provincias vascongadas.

Pero su trabajo más meritorio por aquellos días fue la colección de trozos selectos de nuestros clásicos, intitulada Lecciones de filosofía moral y elocuencia (2575), no por la colección en sí, que parece pobrísima y mal ordenada si se compara con otras antologías del mismo tiempo o anteriores, como Teatro crítico de la elocuencia española, de Capmany, o la de Poesías selectas de Quintana, sino por un largo discurso preliminar y un exordio, en que Marchena teje a su modo la historia literaria de España, y nos da, en breve y sustancioso resumen, sus opiniones críticas, e históricas y hasta morales y religiosas. La resonancia de tal discurso fue grandísima, sobre todo en la escuela hispalense, y aún no dista mucho de nosotros el tiempo en que los estudiantes sevillanos solían recibir de sus maestros, a modo de préstamo clandestino, los dos volúmenes de Marchena, como si contuvieran la última ratio de la humana sabiduría y el misterio esotérico, sólo revelable a los iniciados. ¿Quién no ha conocido famosos demócratas andaluces que se habían plantado en el abate Marchena, y por su nombre juraban, resolviendo de plano con el criterio del magistir dixit, más o menos disimulado, toda cuestión de estética y aun de teología?

Usando de una expresión vulgarísima, pero muy enérgica, tengo que decir que el alma se cae a los pies cuando, engolosinado uno con tales ponderaciones, acomete la lectura del célebre discurso y quiere apurar los quilates de la ciencia crítica de Marchena. Hoy, que el libro ha perdido aquella misteriosa aureola que le daban de consumo la prohibición y el correr a sombra de tejado, pasma tanto estruendo por cosa tan mediana y baladí. La decantada perfección lingüística de Marchena estriba en usar monótona y afectadamente el hipérbaton latino con el verbo al fin de la cláusula, venga o no a cuento y aunque desgarre los oídos; en embutir dondequiera las frases muy más, cabe, so capa y eso más que, aunque esta última, que se le antojó castiza, no sé por cual razón le arrastre a singulares anacolutos; en encrespar toda la oración con vocablos altisonantes al lado de otros de bajísima ralea; en llenar la prosa de fastidiosísimos versos endecasílabos y en torcer y descoyuntar de mil modos la frase, dándose siempre tal maña, que escoge la combinación de palabras o de sílabas más áspera y chillona para rematar el período. ¡Menguado estudio de los clásicos había hecho Marchena, si no [652] le habían enseñado lo primero que debe aprenderse de ellos: la naturalidad! Estilo más enfático y pedantesco que el de este discurso, yo no lo conozco en castellano, digo, entre las cosas castellana que merecen leerse.

Porque lo merece, sin duda, siquiera esté lleno de gravísimos errores de hecho y de derecho y escrito con rencorosa saña de sectario, que transpira desde las primeras líneas. La erudición de Marchena en cosas españolas era cortísima; hombre de inmensa lectura latina y francesa, había saludado muy pocos libros españoles, aunque éstos los sabía de memoria. Garcilaso, el bachiller La Torre, Cervantes, ambos Luises, Mariana, Hurtado de Mendoza, Herrera y Rioja, Quevedo y Solís, Meléndez y Moratín constituían para él nuestro tesoro literario. De ellos y poco más formó su colección; de ellos casi solos trata en el Discurso preliminar. La poesía de la Edad Media es para él letra muerta aun después de las publicaciones de Sánchez; de los romances, tampoco sabe nada, o lo confunde todo, y ni uno solo de los históricos, cuanto más de los viejos, admite en su colección. Los juicios sobre autores del siglo XVI suelen ser de una necedad intolerable; llama a las obras de Santa Teresa adefesios que excitan la indignación y el desprecio, y no copia una sola línea de ellas. Tampoco del Venerable Juan de Ávila ni de otro alguno de los predicadores españoles, porque son títeres espirituales. Los ascéticos, con excepción de Fr. Luis de Granada, le parecen mezquinos y risibles; las obras místicas y de devoción, cáfila de desatinos y extravagancias, disparatadas paparruchas. Los Nombres de Cristo, de Fr. Luis de León, le agradan por el estilo. ¡Lástima que el argumento sea de tan poca importancia, como que nada vale! De obras filosóficas no se hable, porque tales ciencias (basta que lo diga Marchena bajo su palabra) nunca se han cultivado ni podídose cultivar en España, donde el abominable Tribunal de la Inquisición aherrojó los entendimientos, privándolos de la libertad de pensar. ¿Ni qué luz ha de esperarse de los historiadores, esclavos del estúpido fanatismo y llenos de milagros y patrañas? Borrémoslos, pues, sin detenernos en más averiguaciones y deslindes.

Por este sistema de exclusión prosigue Marchena hasta quedarse con Cervantes y con media docena de poetas. Tan extremado en la alabanza como antes lo fue en el vituperio, no sólo afirma que nuestros poetas líricos vencen con mucho a los demás de Europa, porque resulta, según su cálculo y teorías, que el fanatismo, calentando la imaginación, despierta y aviva el estro poético, sino que se arroja a decir que la canción A las ruinas de Itálica vale más que todas las odas de Píndaro y de Horacio; tremenda andaluzada, que ni siquiera en un hijo de Utrera, paisano de Rodrigo Caro, puede tolerarse. Bella es la canción de las Ruinas, y tuvo en su tiempo la novedad de la inspiración arqueológica; pero, cuántas odas la vencen, aun dentro de nuestro Parnaso! Marchena, amontonando yerro sobre [653] yerro, atribuye, como D. Luis José Velázquez, los versos del bachiller La Torre a Quevedo; cita como prueba de la originalidad de éste una traducción de Horacio, que es del Brocense, y, finalmente, decreta el principado de las letras a los andaluces, poniéndose él mismo en el coro y al lado del divino Herrera, no sin anunciar que ya vendrá día en que la posteridad la levante una estatua, vengándole de sus inicuos opresores.

Por el mismo estilo anda todo, con leves diferencias. De vez en cuando centellean algunas intuiciones felices, algunos rasgos críticos de primer orden; tal es el juicio del Quijote, tal alguna que otra consideración sobre el teatro español, perdida entre mucho desvarío, que quiere ser pintura de nuestro estado social en el siglo XVIII tan desconocido para Marchena como el XIV; tal la distinción entre la verdad poética y la filosófica; tal lo que dice del platonismo erótico; tal el hermoso paralelo entre fray Luis de León y Fr. Luis de Granada, que es el mejor trozo que escribió Marchena, por mucho que le perjudique la forma, siempre retórica, de la simetría y de la antítesis, tal el buen gusto con que en pocos y chistosísimos rasgos tilda el castellano de Cienfuegos y de Quintana, en quien le agradaban las ideas, pero le repugnaba el neologismo. Pero repito que todos estos brillantes destellos lucen en medio de un lobreguez caliginosa, donde a cada paso va el lector tropezando, ya con afirmaciones gratuitas, ya con juicios radicalmente falsos, ya con ignorancias de detalle, ya con alardes intempestivos de ateísmo y despreocupación, ya con brutales y sañudas injurias contra España, ya con vilísimos rasgos de mala fe. En literatura, su criterio es el de Boileau, y, aunque parezca inverosímil, un hombre que en materias religiosas, sociales y políticas llevaba hasta la temeridad su ansia de novedades y sólo vivía del escándalo y por el escándalo, en literatura es, como su maestro Voltaire, el más sumiso a los cánones de los preceptistas del siglo de Luis XIV, el más conservador y retrógrado y el más rabioso enemigo de los modernos estudios y teorías sobre la belleza y el arte, «esa nueva oscurísima escolástica con nombre de estética que califica de romántico o novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda». Marchena, como todos los volterianos rezagados, es falsamente clásico, a la manera de La Harpe, y para él, Racine y Molière son las columnas de Hércules del arte. A Shakespeare le llama lodazal de la más repugnante barbarie; a Byron, ni aun le nombra; de Goethe no conoce o no quiere conocer más que el Werther.

Juzgadas con este criterio nuestras letras, todo en ellas ha de parecer excepcional y monstruoso. Restringido arbitrariamente el principio de imitación, entendida con espíritu mezquino la antigüedad (¿qué ha de esperarse de quien dice que Esquilo violó las reglas del drama, es decir, las reglas del abate D'Aubignac?), convertidos en pauta, ejemplar, y dechado único los artificiales productos de una civilización refinadísima, flores por [654] la mayor parte de invernadero, sólo el buen gusto y el instinto de lo bello podían salvar al crítico en los pormenores y en la aplicación de sus reglas, y de hecho salvan más de una vez a Marchena. Pero es tan inseguro y contradictorio su juicio, son tan caprichosos sus amores y sus odios y tan podrida está la raíz de su criterio histórico, que los mismos esfuerzos que hace para dar a su crítica carácter trascendental y enlazar la historia literaria con las vicisitudes de la historia externa sólo sirven para despeñarle. Bien puede decirse que todo autor español le desagrada en el hecho de ser español y católico. No concibe literatura grande y floreciente sin espíritu irreligioso, y, cegado por tal manía, ora se empeña en demostrar que los españoles de la Edad Media eran muy tolerantes y hasta indiferentes, como si no protestaran de lo contrario las hogueras de San Fernando, las matanzas de judíos y la Inquisición catalana y todos nuestros cuerpos legales; ora se atreve a poner lengua, caso raro un español, en la veneranda figura de Isabel la Católica, «implacable en sus venganzas y sin fe en la conducta pública) y; ora colocar al libelista Fr. Paolo Sarpi sobre todos nuestros historiadores por el solo hecho de haber sido protestante, aunque solapado; ora llama bárbara cáfila de expresiones escolásticas a la ciencia de Santo Tomás o de Suárez; ora niega porque sí, y por quitar una gloria más a su patria, la realidad del mapa geodésico del maestro Esquivel, de que dan fe Ambrosio de Morales y otros testigos irrecusables por contemporáneos; ora explica la sabiduría de Luis Vives por haberse educado fuera de la Península; ora califica de patraña un hecho tan judicialmente comprobado como el asesinato del Niño de la Guardia; ora imagina, desbarrando, que los monopantos de Quevedo son los jesuitas; ora calumnia feamente a la Inquisición, atribuyéndola el desarrollo del molinosismo, que ella castigó sin paz y sin tregua; ora nos enseña como profundo descubrimiento filosófico que los inmundos trágicos de la Epístola moral «son nuestros frailes, los más torpes y disolutos de los mortales, encenegados en los más hediondos vicios, escoria del linaje humano»; ora (risum teneatis!) excluye casi de su colección a Fr. Luis de Granada por inmoral. Y ciertamente que su moral era todo lo contrario de la extraña moral de Marchena, que en otra parte de este abigarrado discurso truena con frases tan estrambóticas, como grande es la aberración de las ideas, contra la moral ascética, enemiga de los deleites sensuales, en que la reproducción del humano linaje se vincula, tras de los cuales corren ambos sexos a porfía. Él profesa la moral de la naturaleza, «la de Trasíbulo y Timoleón), y, en cuanto a dogma, no nos dice claro si por aquella fecha era ateo o panteísta, puesto caso que del deísmo de Voltaire había ya pasado y todo lo tenía por cierto y opinable.

Qui habitat in caelis irridebit eos, y en verdad que parece ironía de la Providencia que la nombradía literaria de aquel desalmado jacobino, que en París abrió cátedra de ateísmo, ande [655] vinculada, ¿quién había de decirlo?, a una oda de asunto religioso, la oda A Cristo crucificado. De esta feliz inspiración quedó el autor tan satisfecho que con su habitual e inverosímil franqueza no sólo la pone por modelo en su colección de clásicos, sino que la elogia cándidamente en el preámbulo, y, comparándose con Chateubriand, cuya fama de poeta cristiano le sacaba de quicio (2576), exclama: «Entre el poema de Los mártires y la oda A Cristo crucificado media esta diferencia: que Chateaubriand no sabe lo que cree y cree lo que no sabe, y el autor de la oda sabe lo que no cree y no cree lo que sabe.»

La inmodestia del autor, por una parte, y los elogios de su escuela, por otra, contribuyen a que la oda no haga en todos los lectores el efecto que por su robusta entonación debiera. El autor la admiró por todos, se decretó por ella una estatua y nada nos dejó que admirar. Así y todo, es composición notable, algo artificial y pomposa, algo herreriana con imitaciones directas, desigual en la versificación, desproporcionada en sus miembros, pequeña para tan gran plan, que quiere ser la exposición de toda la economía del cristianismo, y, por último, fría y poco fervorosa, como era de temer del autor aunque muchos hayan querido descubrir en ella verdadero espíritu religioso. Si Marchena se propuso demostrar que sin fe pueden tratarse magistralmente los asuntos sagrados, la erró de medio a medio, y su oda es la mejor prueba contra su tesis. Fácil es a un hombre de talento calcar frases de los Libros santos y frases de León y de Herrera y zurcirlas en una oda, que no será mejor ni peor que todas las odas de escuela; pero de esto al brotar espontáneo de la inspiración religiosa, ¡cuánto camino! Júzguese por las primeras estancias de la oda de Marchena, que, si bien fabricadas de taracea, tienen ciertamente rotundidad y número, y vienen a ser las mejores de esta composición, en que todo es cabeza, como si el autor, fatigado de su valiente arranque, se hubiese dormido al medio de la jornada:

Canto al Verbo divino,

no cuando inmenso, en piélagos de gloria,

más allá de mil mundos resplandece,

y los celestes coros de contino

Dios le aclamen, y el Padre se embebece

en la perfecta forma no creada,

ni cuando de victoria

la sien ceñida, el rayo fulminaba,

y de Luzbel la altiva frente hollaba,

lanzando al hondo averno,

entre humo pestilente y fuego eterno,

la hueste contra el Padre levantada.

No le canto tremendo,

en nube envuelto horrísono-tonante, [656]

de Faraón el pecho endureciendo,

sus fuertes en las olas sepultando

que en los abismos de la mar se hundieron,

porque en brazo pujante

tú, Señor, los tocaste, y al momento,

cual humo que disipa el raudo viento,

no fueron; la mar vino,

tragólos en inmenso remolino,

y Amón y Canaán se estremecieron.

Muy inferiores a ésta son las demás poesías de Marchena, que él, con igual falta de escrúpulos, va poniendo por modelo en los géneros respectivos. Fragmentos de un poema político, titulado La Patria, a Ballesteros;una elegía amatoria, fría como un carámbano, A Licoris; un fragmento de Tibulo, menos que medianamente traducido; algunos retazos de la tragedia Polixena, que nunca llegó a representarse por falta de actores, si hemos de creer al poeta, y una Epístola al geómetra Lanz, uno de los creadores de la cinemática industrial, sobre la libertad política.

En general, todo ello está pésimamente versificado, lleno de asonancias ilícitas, de sinéresis violentas y de prosaicas cuñas, muestra patente de que el autor sudaba tinta en cada verso, empeñado en ser poeta contra la voluntad de las hijas de la Memoria. En la Epístola noto algunos tercetos felices:

Tal la revolución francesa ha sido

cual tormenta que inunda las campiñas,

los frutos arrancando del ejido;

empero, el despotismo las entrañas

deseca de la tierra donde habita,

cual el volcán que hierve en las montañas

Y con perpetuo movimiento agita

el suelo que su lava esteriliza.

Así en Milton los monstruos del abismo

devoran con rabioso ávido diente

de quien les diera el ser el seno mismo.

Con cuya imagen quiere mostrar el autor que todos los excesos revolucionarios son consecuencia del despotismo y que él nutre y educa la revolución a sus pechos.

Tampoco carece de cierta originalidad Marchena como primer cantor español de la duda y precursor de Núñez de Arce y otros modernos:

¡Dulce esperanza, ven a consolarme!

¿Quién sabe si es la muerte mejor vida?

Quien me dio el ser, ¿no puede conservarme

más allá de la tumba? ¿Está ceñida

a este bajo planeta su potencia?

¿El inmenso poder hay quien le mida? [657]

¿Qué es el alma? ¿Conozco yo su esencia?

Yo existo. ¿Dónde iré? ¿De dó he venido?

¿Por qué el crimen repugna a mi conciencia?

Bien dijo Marchena que tal poesía era nueva en castellano, pero también ha de confesarse que la nueva cuerda no produce en sus manos más que sonidos discordes, ingratos y confusos.

No todos sus versos están en las Lecciones de filosofía moral. Algunos de los más populares se imprimieron sueltos; otros, en gran número, existen manuscritos fuera de España. ¿Quién no conoce la famosa Heroida de Eloísa a Abelardo, del inglés Pope, que Colardeau imitó en francés (y que Santibáñez, Marchena, Maury y muchos otros pusieron con mediano acierto en castellano, para nocivo solaz de mancebos y doncellas, que veían allí canonizados los impulsos eróticos, reprobadas las austeridades monacales y enaltecido sobre el matrimonio el amor desinteresado y libre? Ciertamente que esta Eloísa nada tiene que ver con la escolástica y apasionadísima amante de Abelardo, ni con la ejemplar abadesa del Paracleto, sino que está trocada, por obra y gracia de la elegante musa de Pope, en una miss inglesa sentimental, bien educada, vaporosa e inaguantable. ¿Dónde encontrar aquellas tan deliciosas pedanterías de la Eloísa antigua, aquellas citas de Macrobio y de las Epístolas de Séneca, del Pastoral, de San Gregorio, y de la regla de San Benito; aquellos juegos de palabras oh inclementem clementiam! oh infortunatum fortunam!, mezclados con palabras de fuego sentidas y no pensadas: Non matrimonii foedera; non dotes aliquas expectavi, non denique meas voluptates aut voluntates, sed tuas, sicut ipse nosti, adimplere studui... Quae regina vel praepotens femina gaudiis meis non invidebat vel thalamis?... Et si uxoris nomen sanctius ac validius videtur, dulcius mihi semper extitit amicae vocabulum, aut (si non indigneris) concubinae vel scorti, ut quo me videlicet pro te amplius humiliarem, ampliorem apud te consequerer gratiam, et sic excellentiae tuae gloriam minus laederem... Quae cum ingemiscere debeam de commissis, suspiro potius de amissis.

Después de leídas tales cartas, es humanamente imposible leer la Heroida,de Pope, donde ha desaparecido todo ese encanto de franqueza y barbarie, de ardor vehementísimo y sincero. Con todo eso, en el siglo pasado, esta ingeniosa falsificación de los sentimientos del siglo XII tuvo portentoso éxito y engendró una porción de imitaciones, que, con el nombre de heroidas, dado ya por Ovidio a otras composiciones suyas de parecido linaje, no menos infieles al carácter de los tiempos heroicos que lo eran las de sus imitadores al espíritu de la Edad Media, formaron uno de los más afectados, monótonos y fastidiosísimos géneros que por aquellos días estuvieron en boga.

Pero ¿cuál de las traducciones de la Heroida, de Pope, que [658] andan en castellano (2577) es la de Marchena? Hoc opus, hic labor est. El señor marqués de Valmar, doctísimo colector de nuestros poetas del siglo XVIII, se inclina a atribuirle la más popular de todas, la que se imprimió en Salamanca, por Francisco de Toxar, en 1796, con título de Cartas de Abelardo y Eloísa, en verso castellano, y fue prohibida por un edicto de la Inquisición de 6 de abril de 1799. El señor Bergnes de las Casas, que imprimió en Barcelona en 1839, juntamente con el texto latino de las cartas de Abelardo y el inglés de la epístola de Pope, todas las imitaciones castellanas que pudo hallar de una y otra, atribuye a D. Vicente María Santibáñez, catedrático de Humanidades en Vergara, la susodicha famosa traducción, que comienza:

En este silencioso y triste albergue,

de la inocencia venerable asilo...;

y da como anónima la respuesta, que parece obra original del traductor de la primera, si bien muy inferior a ella en condiciones literarias, como que el original de Pope o de Colardeau no sostenía la flaca vena del autor:

Quién pudiera pensar que en tantos años

de penitente y retirada vida...

Sólo podría resolver esta cuestión el manuscrito de poesías de Marchena recientemente descubierto en Francia; pero, a juzgar por el índice que tenemos a la vista, las Epístolas de Eloísa y Abelardo son en él muy diversas de las que se imprimieron en Salamanca, puesto que empieza la primera:

Sepulturas horribles, tumbas frías...

y la segunda:

¡Oh vida, oh vanidad, oh error, oh nada...

Las restantes poesías de Marchena contenidas en este manuscrito, cuya tabla reproduzco al pie de esta página, todavía aguardan editor. Un profesor francés trata de sacarlas a luz, precedidas de un estudio biográfico acerca de Marchena, y no es razón desflorar aquí su trabajo. Sírvale este silencio mío de nuevo estímulo para terminarle (2578). Los títulos de algunas de estas [659] composiciones las anuncian útiles para la biografía de Marchena. Será curioso ver cómo la revolución francesa, y todavía más curioso cotejar su oda a Carlota Corday con la hermosísima de Andrés Chenier al mismo asunto. Veremos nuevas muestras de su extraña inclinación a la poesía devota; un romance, v. gr., a la profesión de una monja. Le conoceremos como poeta amatorio y descriptivo, y gozaremos nuevas traducciones suyas de Tibulo, de Horacio y el pseudo-Ossian. Aun las poesías conocidas pueden tener variantes que quizá las mejoren.

Cuando la revolución de 1820 abrió las puertas de España a los afrancesados, Marchena volvió a Madrid, muy esperanzado, sin duda, de ver premiados sus antiguos servicios a la causa de la libertad. Pero nada logró, porque la tacha de traidor [660] a la patria le cerraba todo camino en tiempo en que las heridas del año 1808 manaban sangre todavía, y los mismos afrancesados, que aun no habían comenzado su laboriosa tarea para rehabilitarse en la opinión, huían de Marchena, clérigo apóstata, cuyo radicalismo político y religioso, todavía raro en España, bastaba para comprometer cualquier partido a que se afiliara. Así es que le dejaron morir en el abandono y la miseria a principios de 1821, acordándose de él sólo después de muerto para hacerle pomposas funerales y pronunciar en su entierro algunos discursos, introduciéndose entonces por primera vez en España esta pagana y escandalosa costumbre, que por entonces arraigó poco, y que más adelante sirvió para profanar los entierros de Larra, de Espronceda y de Quintana, sin contar otros más recientes y en su línea no menos famosos. Oraciones y sufragios, que no pedantescas exhibiciones de la vanidad de los vivos, quieren los difuntos, a quien poco aprovecha semejante garrulería cuando se cumple en ellos la terrible sentencia: Laudantur ubi non sunt, cruciantur ubi sunt.

El último trabajo literario de Marchena debió de ser una traducción de la Vida de Teseo, según el texto griego de Plutarco, cuyas Vidas paralelas se había propuesto traducir, según conjeturamos, en competencia con la versión de Ranz Romanillos. La suya, sólo de esa vida, se imprimió en Madrid el año 1821, con sus iniciales J. M. Otras muchas obras suyas debieron perderse, entre ellas la versión completa de Molière y una historia del teatro español, que anuncia próximas a publicarse, en el Discurso preliminar de las Lecciones. Otras andan dispersas por España y Francia, aun no hace muchos años que el manuscrito de su biografía de Meléndez Valdés se conservaba en poder de M. Pierquin, médico de Montpellier y rector de la Academia de Grenoble (2579).

Tal fue Marchena, sabio inmundo y aborto lleno de talento, propagandista de impiedad con celo de misionero y de apóstol, corruptor de una gran parte de la juventud española por medio siglo largo, sectario intransigente y fanático, estético tímido y crítico arrojado, medianísimo poeta, acerado polemista político, prosador desigual, aunque firme y de bríos; nombre de negaciones absolutas, en las cuales adoraba tanto como otros en las afirmaciones, enamoradísimo de sí propio, henchido de vanagloria y de soberbia, que le daban sus muchas letras, las lenguas [661] muertas y vivas que manejaba como maestro, la prodigiosa variedad de conocimientos con que había nutrido su espíritu y la facilidad con que alternativamente remedaba a Espinosa, al divino Herrera o a Petrenio. El viento de la incredulidad, lo descabellado de su vida, la intemperancia de su carácter, agostaron en él toda inspiración fecunda, y hoy sólo nos queda de tanta brillantez, que pasó como fuego fatuo (semejante, ¡ay!, a tantas otras brillanteces meridionales), algunas traducciones, algunos versos, el recuerdo de la novela de su vida y el recuerdo mucho más triste de su influencia diabólica y de su talento abortado por la impiedad y el desenfreno. Para completar el retrato de este singular personaje, diremos que, según relación de sus contemporáneos, era pequeñísimo de estatura, muy moreno, y aun casi bronceado de tez, y horriblemente feo, en términos que, más que persona humana, parecía sátiro de las selvas.

Cínico hasta un punto increíble en palabras y en acciones, vivía como Diógenes y hablaba como Antístenes. De continuo llevaba en su compañía un jabalí que había domesticado, le hacía dormir a los pies de su cama, y cuando, por descuido de una criada, el animal se rompió las patas, Marchena, muy condolido, le compuso una elegía en dísticos latinos, convidó a sus amigos a un banquete, les dio a comer la carne del jabalí y a los postres les leyó el epicedio. A pesar de su fealdad y de su ateísmo, de su mala lengua y de su pobreza, se creía amado de todas las mujeres, lo cual le expuso a lances chistosísimos, aunque impropios de la gravedad de esta historia. Todas estas y otras infinitas extravagancias que se omiten prueban que Marchena fue toda su vida un estudiante medio loco, con mucha ciencia y mucha gracia, pero sin seriedad ni reposo en nada. Así y todo, cuantos le conocieron, desde Chateaubriand y madama de Staël, desde Fontanes, Destutt-Tracy y Barante hasta Moratín, Maury, Miñano y Lista, vieron en aquel buscarruidos intelectual algo que no era vulgar, y que le hacía de la raza de los grandes emprendedores y de los grandes polígrafos, una aptitud sin límites para todos los ramos del humano saber y una vena sarcástica inagotable y originalísima. En el siglo XVII hubiera emulado quizá las glorias de Quevedo. En el siglo XVIII, sin fe, sin patria y hasta sin lengua, no pudo dejar más nombre que el siempre turbio y contestable que se adquiere con falsificaciones literarias o en el estruendo de las saturnales políticas (2580). [662]







- IV -

Noticia de algunos «alumbrados»: la beata Clara, la beata Dolores, la beata Isabel, de Villar del Águila.

Quizá las únicas muestras de vigor que la Inquisición daba en los últimos años del siglo XVIII recaían en los escasos restos de las tenebrosas sectas iluminadas, que en otras edades habían infestado la Península. Abundaron en toda aquella centuria los procesos de confesores solicitantes; pero poca o ninguna sustancia se saca de ellos para esta historia, ya que la mayor parte de los casos eran cuestión de lujuria y no de dogmatismo o secta, por mucho que alarguemos el vocablo. Ni hemos de imaginar tampoco que fuese caso frecuente y ordinario la horrenda profanación de los solicitantes, pues Llorente, menos sospechoso que nadie, afirma sin reparó que de cien confesores denunciados, no llegaban a diez los reos de verdadera solicitación, por ser materia ésta en que fácilmente da campo a las denuncias lo exaltado y ligero de las imaginaciones femeniles (2581). No aconteció así en el caso de un fraile capuchino, cuyo nombre oculta Llorente por justas causas, natural del reino de Valencia y residente por muchos años en Cartagena de Indias, donde fue misionero apostólico, provincial y varias veces guardián. Su crimen había sido solicitar y pervertir a una entera congregación de beatas, que le miraban como oráculo, y a quienes imbuyó en la doctrina molinosista de la licitud de los actos carnales ejecutados in charitatis nomine, como medio de domeñar la sensualidad satisfaciéndola y de adelantar en la vida espiritual. Tras esto fingía revelaciones, que decía haber recibido del Señor en el acto de la consagración. Así pasaron largos años de escándalo, hasta que por trece declaraciones conformes fue descubierta la perversidad del confesor y se le formó proceso. Las monjas fueron reclusas en varios conventos de Nueva Granada y del reo se hizo cargo la Suprema, haciéndole venir a España, bajo partida de registro. Mostróse en las primeras audiencias tenacísimo en negar; luego defendió con singular y descabellada osadía la certeza de su revelación, merced a la cual se consideraba dispensado de cumplir el sexto mandamiento de la ley de Dios. Habló de la unión mística de las almas, trajo a colación textos de la Escritura, diabólicamente pervertidos, y pareció dispuesto a dejarse condenar y relajar como hereje contumaz e impenitente. Al cabo, las instancias del inquisidor Rubín de Ceballos y del secretario Llorente, deseosos de salvarle a todo trance, lograron de él, primero, que confesase la vanidad de sus revelaciones, y luego, que lisa y llanamente declarase que sólo su desenfrenada concupiscencia y no error alguno teológico le habían llevado a tal despeñadero. Abjuró de levi, fue recluso por cinco años en un convento de Valencia, privado perpetuamente de licencias, sujeto a muchas penitencias, ayunos y mortificaciones [663] y a una tanda de azotes, que le administraron los capuchinos de la Paciencia.

Casos de iluminismo propiamente dicho fueron los ruidosos procesos de tres beatas, no separados entre sí por largo intervalo de tiempo y semejantísimos en todo. Es el primero el de Isabel María Herráiz, comúnmente llamada la Beata de Cuenca, y también la de Villar del Águila., por ser natural de este pueblo y casada con un labrador de él. Llevóla su necedad y delirio hasta propalar que el cuerpo de ella se había convertido en el verdadero cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Clérigos y frailes hubo que lo creyeron o fingieron creerlo, otros lo impugnaron en forma silogística, y llegó el delirio de la muchedumbre hasta tributar a aquella infeliz mujer culto de latría, llevándola procesionalmente por las calles entre cirios encendidos y humo de incienso.

Delatados a la Inquisición la beata y sus cómplices, ella murió en las cárceles secretas, y su estatua, montada en un burro, salió a un auto de fe para ser reducida a cenizas. En el mismo auto abjuraron descalzos y con sogas al cuello, como patronos y fautores de aquel embuste, el cura deVillar del Águila y dos frailes, a quienes se condenó a reclusión en Filipinas; el cura de la aldea de Casasimarro, que fue suspenso por seis años; una criada de la beata, castigada con diez años de encierro en las Recogidas, y dos hombres del pueblo que se habían extremado en la adoración, que por ello fueron castigados con doscientos azotes y presidio perpetuo (2582).

Aún fue mayor la notoriedad de la madrileña beata Clara, que aconsejada por su madre y su confesor, fingióse muchos años tullida, y, so color de espíritu profético y don de santidad y milagros, atrajo a su casa la flor de las señoras de la corte, que asiduamente la consultaban y se encomendaban a sus oraciones en casos de esterilidad, enfermedades, desavenencias matrimoniales y cualesquier otros graves incidentes de la vida, a todo lo cual daba ella fácil resolución en estilo grave y enfático, como de vidente o inspirada. De tal modo embaucaba a muchos con la fama de su santidad, que logró de Roma un breve de dispensación para hacer los tres votos de monja de Santa Clara, sin que la obligasen a clausura o vida común por no tolerarlo las dolencias que ella pretextaba (2583). Púsose altar delante de su cama, y todos los días comulgaba, fingiendo (como la beata de Piedrahita en el siglo XVI y tantas otras de su ralea) mantenerse sin otro alimento que el pan eucarístico. No le bastó tan mal urdida maraña para no ser castigada con pena de reclusión por el Santo Oficio, juntamente con sus dos principales cómplices, en 1802. Ni hubo en esta milagrería otro misterio [664] que una estafa a lo divino, en que el confesor y la madre recaudaban crecidísimas limosnas para la beata. El cebo de la ganancia hizo surgir imitadoras, como lo fue en 1803 otra beata epiléptica, María Bermejo, de quien Llorente hace mención (2584), añadiendo que así María como sus dos cómplices, que, al parecer, lo eran en más de un sentido, el vicerrector y el capellán del Hospital General de Madrid, fueron penitenciados por el Santo Oficio (2585).

Más singular y no menos ruidoso caso fue el de la beata Dolores, relajada en un auto de fe de Sevilla en 24 de agosto de 1781, y de quien el vulgo afirma que fue condenada por bruja, arrojándose algunos viajeros de extrañas tierras a forjar novelescas historias, hasta suponerla joven y hermosa (2586). Todos estos accidentes no están mal calculados para excitar la conmiseración; lástima que sean todos falsos, ya que la beata Dolores no era bruja, sino mujer iluminada, secuaz teórica y práctica del molinosismo, bestialmente desordenada en costumbres so capa de santidad, y eso que por su belleza no podía excitar grandes pasiones, puesto que, además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares del Coloquio de los perros. Latour ha referido muy bien y con muchos detalles su proceso (2587); yo extractaré lo que él dijo, confirmado en todo por la tradición oral de los sevillanos.

Aunque nacida de cristianos y honrados padres, María de los Dolores López mostró, muy desde niña, genio indómito y perversísimas inclinaciones. A los doce años huyó de la casa paterna para vivir amancebada con su confesor, que cuatro años después, a la hora de la muerte, asediado por los terrores de su conciencia, pedía por misericordia que quitasen de su lado a la cieguecita. [665]

Su misma ceguera, unida a un entendimiento muy despierto, aunque, hábil sólo para el mal, le daba cierto prestigio fantástico entre la muchedumbre, que no acertaba a comprender cómo Dolores veía y adivinaba muchas cosas sin el auxilio de los ojos.

Arrojada del convento de Carmelitas de Nuestra Señora de Belén, en el cual pretendió entrar de organista, pasó a Marchena, donde tomó el hábito de beata, que conservó toda su vida. Desde entonces fue en aumento la fama de su santidad y de los especiales favores divinos que había recibido; llamaba al Niño Jesús el tiñosito, tenía largas conversaciones con su ángel custodio y acabó por pervertir en Lucena a otro de sus confesores, como había pervertido al primero.

Encarcelado el confesor y recluido luego en un monasterio lejano y de rígida observancia, volvió a Sevilla la beata, perseverando por doce años en la misma escandalosa vida, hasta que uno de sus confesores la delató y se delató a sí mismo en julio de 1779, viniendo a confirmar sus acusaciones el testimonio de muchos vecinos de la fingida santa.

El proceso duró dos años, porque la beata estuvo pertinacísima en no confesarse culpable, sosteniendo, por el contrario, que había sido favorecida desde los cuatro años con singularísimos dones espirituales, aprendiendo a leer y escribir sin que nadie la enseñase, manteniendo continuo y familiar trato con Nuestra Señora, libertando millones de almas del purgatorio y habiéndose desposado en el cielo con el Niño Jesús, siendo testigo San José y San Agustín. Todo en premio de las flagelaciones y martirios corporales que voluntariamente se imponía.

En vano se la sorprendía en las más groseras contradicciones; en vano agotaron sus esfuerzos por convertirla los más sabios teólogos y misioneros del tiempo, entre ellos el mismo Fr. Diego de Cádiz, que la predicó sin intermisión durante dos meses, retirándose al cabo convencido de que aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista. Ni el temor de los castigos inminentes y aun de la hoguera, ni el desconsuelo y la deshonra de su familia bastaron a torcerla ni a conseguir que dudase un momento. Dijo que moriría mártir, pero que a los tres días mostraría Dios su inocencia y la verdad de sus revelaciones y la sabiduría de sus discursos, como así se lo había anunciado el mismo Dios en visión real.

Algunos la juzgaban poseída y frenética, y ella procuró hacer actos de verdadera energúmena para salvarse por tal medio; pero así y todo, fue relajada al brazo seglar en 22 de agosto. Oyó la sentencia sin conmoción ni asombro ni muestras de pesar, temor o arrepentimiento. En los tres días que pasó en la capilla continuaron visitándola y exhortándola los teólogos y el mismo gobernador eclesiástico de la diócesis; pero ni aun tuvieron persuasión bastante para hacer que se confesase.

La beata salió al auto con escapulario blanco y coroza de llamas y diablos pintados, que aumentaban el horror de su extraña [666] figura. Un fraile mínimo que iba cerca de ella, el P. Francisco Javier González, exhortaba a los circunstantes a que pidiesen a Dios por la conversión de aquella endurecida pecadora. Por todas partes sonaron oraciones y lamentos; sólo la beata permanecía impasible, contribuyendo su ceguera a lo inmutable de su fisonomía.

Acabada la lectura del proceso, subió al púlpito el P. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio, famoso en Sevilla por su piedad y ejercicios espirituales, e hizo breve plática al pueblo, mostrando la clemencia del Santo Oficio e implorando de nuevo las oraciones de los asistentes para que Dios se apiadase de aquella desventurada, moviendo su endurecido corazón a penitencia.

Hubo que amordazar a la beata para que no blasfemase y el P. Vega llegó a amenazarla con el crucifijo. Y no parece sino que esta sublime cólera labró de improviso en aquel árido espíritu, porque vióse a la beata prorrumpir súbitamente en lágrimas y, apenas llegada a la plaza de San Francisco, pedir confesión en altas voces, lo cual mitigó el rigor de la pena y dilató algunas horas el suplicio. Murió con muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y después entregado su cadáver a las llamas. El pueblo la tenía por hechicera y afirmaba que ponía huevos mediante pacto diagólico y extraños brebages.







- V -

El cura de Esco.

También fue extraño caso de inquisición, y tal que hay que separarle de los restantes, el de D. Miguel Solano, cura de Esco, fallecido en 1805 en los calabozos de la Inquisición de Zaragoza. Natural de un pueblo de la diócesis de Jaca, sus únicos estudios habían sido la moral y algo de teología escolástica; pero, dotado de genio inventivo y aficionado a las labores agrícolas, inventó o perfeccionó varios aparejos de labranza, que le dieron fama en las sociedades económicas. Luego se enfrascó en la lectura de la Biblia, y dio en mil extrañas imaginaciones, hasta formarse un sistema religioso propio, basado en la individual interpretación de las Escrituras al modo protestante. Rechazaba, pues, y tenía por falso cuanto no veía expreso en el sagrado texto, literalísimamente entendido, negaba el purgatorio y el primado del papa y solía predicar contra los diezmos. De todo hizo un tratado, que envió al obispo de Zaragoza y a varios teólogos, con lo cual la Inquisición no pudo menos de procesarle. Su primera intención fue huir a Francia; pero tal fanatismo tenía y tan persuadido andaba de la justicia de su causa, que desde Olerón vino él mismo a ponerse en manos de los inquisidores. Después de muchas discusiones teológicas, en que él se mantuvo firme en tener por única regla de fe la Escritura y la inspiración privada, rechazando la autoridad de papas, doctores [667] y concilios, fue relajado por dos veces al brazo seglar. Pero tal era la mansedumbre de la Inquisición entonces, que la Suprema se propuso a todo trance salvarle, haciéndole declarar loco por el médico de su pueblo. En esto adoleció gravemente Solano; pero ni aun así quiso dar oídos a las exhortaciones evangélicas del P. Santander, obispo auxiliar de Zaragoza. Murió Solano en las cárceles; no se le concedió sepultura eclesiástica, y fue enterrado secretamente dentro del mismo edificio de la Inquisición, por la parte del Ebro. Separándose los inquisidores de la costumbre, ni procedieron contra su memoria como hereje contumaz ni le quemaron en efigie (2588).







Adición a este capítulo

¿Puede contarse entre los heterodoxos españoles al padre Lacunza?

Tradición antigua y venerable así de los hebreos como de los cristianos, aceptada y confirmada por algunos de los Padres apostólicos y por el apologista San Justino, afirmaba que el estado presente del mundo perecerá dentro del sexto millar. Para ellos los seis días del Génesis eran, a la vez que relato de lo pasado, anuncio y profecía de lo futuro. En seis días había sido hecha la fábrica del mundo y seis mil años había de durar en su estado actual, imperando luego justicia y bondad sobre la tierra y siendo desterrada toda prevaricación e iniquidad. Este séptimo millar de años llámase comúnmente el reino de los milenaristas o chiliastas. San Jerónimo (sobre el c. 20 de Jeremías) no se atrevió a seguirla ni tampoco a condenarla, ya que la habían adoptado los santos y mártires cristianos, por lo que opina que a cada cual es lícito seguir su opinión, reservándolo todo al juicio de Dios. Lo que desde luego fue anatematizado es la sentencia de los milenarios carnales, que suponían que esos mil años habían de pasarse en continuos convites, francachelas y deleites sensuales.

El parecer de los milenarios puros o espirituales tuvo en el siglo XVIII un defensor fervorosísimo en el jesuita chileno padre Lacunza, uno de los desterrados, varón tan espiritual y de tanta oración, que de él dice su mismo impugnador, el P. Bestard, que «todos los días perseveraba inmoble en oración por cinco horas largas, cosido su rostro con la tierra». Ahogóse en uno de los lagos del Alta Italia muy a principios de este siglo, y no parece sino que aquellas aguas ahogaron también toda noticia de su persona, aunque esta oscuridad, que no han conseguido disipar los mismos bibliógrafos de su Orden, no alcanza a su doctrina, que tuvo larga resonancia y provocó muchas polémicas, ni a su obra capital, La venida del Mesías en gloria y [668] majestad. Compúsola en lengua castellana; pero otro jesuita americano la tradujo al latín, y así corrió manuscrita por Europa. Del original hay por lo menos tres ediciones (2589) y algunos manuscritos, todos discordes en puntos muy sustanciales. La obra, desde 1824, fue incluida en el Índice de Roma, razón bastante para que quedara con nota y sospecha de error. Pero no todo libro prohibido es herético; y, al ver que notables y ortodoxísimos teólogos ponen sobre su cabeza el libro del P. Lacunza, como sagaz y penetrante expositor de las Escrituras, por más que no consideren útil su lección a todo linaje de gentes, ocúrrese desde luego esta pregunta: ¿Fue condenada La venida del Mesías por su doctrina milenarista o por alguna otra cuestión secundaria?

Cierto que un teólogo mallorquín, Fr. Juan Buenaventura Bestard, comisario general de la Orden de San Francisco en Indias, combatió con acritud el sistema. entero del P. Lacunza en unas Observaciones, impresas, a seguida de la prohibición de Roma, en 1824 y 1825. Pero todos sabemos que la cuestión del milenarismo (del espiritual se entiende) es opinable, y, aunque la opinión del reino temporal de Jesucristo en la tierra tenga contra sí a casi todos los padres, teólogos y expositores desde fines del siglo V en adelante, comenzando por San Agustín y San Jerónimo, también es verdad que otros Padres más antiguos la profesaron y que la Iglesia nada ha definido, pudiendo tacharse, a lo sumo, de inusitada y peregrina la tesis que con grande aparato de erudición bíblica y con no poca sutileza de ingenio quiere sacar a salvo el P. Lacunza. Ni ha de tenerse por herejía el afirmar, como él lo hace, que Jesucristo ha de venir en gloria y majestad, no sólo a juzgar a los hombres, [669] sino a reinar por mil años sobre sus justos en el mundo renovado y purificado, que será un como traslado de la celestial Sión.

Otras debieron ser, pues, las causas de la prohibición del libro del supuesto Ben-Ezra, y, a mi entender, pueden reducirse a las siguientes:

1.ª La demasiada ligereza y temeridad con que suele apartarse del común sentir de los expositores del Apocalipsis, aun de los más sabios, santos y venerados, tachándolos desde el discurso preliminar de su obra de haber enderezado todo su conato a acomodar las profecías a la primera venida del Mesías..., «sin dejar nada o casi nada para la segunda, como si sólo se tratase de dar materia para discursos predicables o de ordenar algún oficio para el tiempo de Adviento».

2.ª Algunas sentencias raras y personales suyas, de que apenas se encuentra vestigio en ningún otro escriturario antiguo ni moderno, v. gr., la de que el anticristo no ha de ser una persona particular, sino un cuerpo moral, y la de la total prevaricación del estado eclesiástico en los días del anticristo.

3.ª Las durísimas y poco reverentes insinuaciones que hace acerca de Clemente XIV, autor del breve de extinción de la Compañía.

4.ª El peligro que hay siempre en tratar de tan altas cosas, de misterios y profecías, en lengua vulgar, por ser ocasión de que muchos ignorantes, descarriados por el fanatismo, se arrojen a dar nuevos y descabellados sentidos a las palabras apocalípticas, como vemos que cada día sucede.

Por todas estas razones, y sin ser hereje, fue condenado el P. Lacunza, y por todas ellas debe hacerse aquí memoria de él, salvando sus intenciones y su catolicismo, y no mezclándole en modo alguno con la demás gente nonsancta de que se habla en este libro.

La publicación de La venida del Mesías dio ocasión a varios escritos apologéticos y a nuevas explicaciones y censuras. Por entonces compuso el célebre párroco de San Andrés, de Sevilla, D. José María Roldán, uno de los poetas de la pléyade sevillana de fines del siglo XVIII, un libro que rotuló El ángel del Apocalipsis, manuscrito hoy en la Biblioteca Colombina. Roldán en algunas cosas da la razón al P. Lacunza; en otras muchas difiere, defendiendo, sobre todo, que el anticristo ha de ser persona humana y no cuerpo político y que el reino de Jesucristo durante el milenio ha de ser espiritual en las almas de los justos y no temporal y visible. Al mismo parecer, que pudiéramos llamar milenarismo mitigado, se acostó D. José Luyando, director del Observatorio Astronómico de San Fernando, que envió a Roma un comentario manuscrito sobre el Apocalipsis, sin lograr licencia para la impresión, aunque se alabó su piedad y buen deseo. [670]

Ni fueron estas solas las semillas que dejó el libro de Josafat-Ben-Ezra. Todavía en estos últimos años reapareció lo sustancial de su enseñanza, aumentado con otras nuevas y peregrinas invenciones, en un libro del arcipreste de Tortosa, señor Sanz y Sanz, intitulado Daniel o la proximidad del fin del siglo, obra que fue inmediatamente prohibida en Roma por las mismas causas que la del P. Lacunza y además por querer fijar fechas a los futuros contingentes, anunciando, entre otras cosas, el fin del mundo para 1895 y dando grandes pormenores sobre el reino de los milenarios, hasta decir que «en él será restituida al hombre en toda su pureza la imagen de Dios con que fue criado y que llegará a ser perfecto y hermoso, como lo era Adán al salir de las manos e Dios» (2590).