miércoles, 16 de junio de 2010

Historia de los heterodoxos españoles (Libro 6º)-1

Marcelino Menéndez y Pelayo

Índice
 Discurso preliminar


 Capítulo I

Bajo Felipe V y Fernando VI

 - I -

Consecuencias del advenimiento de la dinastía francesa bajo el aspecto religioso. -Guerra de sucesión. -Pérdida de Mahón y Gibraltar. -Desafueros de los aliados ingleses y alemanes contra cosas y personas eclesiásticas. -Reformas económicas de Orry hostiles al clero

 - II -

El regalismo. -Ojeada retrospectiva sobre sus antecedentes en tiempo de la dinastía austríaca

 - III -

Disidencias con Roma. -Proyectos de Macanaz. -Su caída, proceso y posteriores vicisitudes

 - IV -

Gobierno de Alberoni. -Nuevas disensiones con Roma. -Antirregalismo del cardenal Belluga. -La bula « Apostoli Ministerii ». -Concordato de 1737

 - V -

Otras tentativas de concordato, hasta el de 1756

 - VI -

Novedades filosóficas. -Cartesianismo y gassendismo. -Polémicas entre los escolásticos y los innovadores. -E. P. Feijoo. -Vindicación de su ortodoxia. -Feijoo como apologista católico

 - VII -

Carta de Feijoo sobre la francmasonería. -Primeras noticias de sociedades secretas en España. -Exposición del P. Rábano a Fernando VI

 - VIII -

La Inquisición en tiempo de Felipe V y Fernando VI. Procesos de alumbrados. Las monjas de Corella

 - IX -

Protestantes españoles fuera de España. -Félix Antonio de Alvarado. -Gavín. -D. Sebastián de la Encina. El caballero de Oliveira

 - X -

Judaizantes. -Pineda. -El sordomudista Pereira. -Antonio José de Silva

 Capítulo II

El jansenismo regalista en el siglo XVIII

 - I -

El jansenismo en Portugal. -Obras cismáticas de Pereira. -Política heterodoxa de Pombal. -Proceso del P. Malagrida. -Expulsión de los jesuitas. -Tribunal de censura. -Reacción contra Pombal en tiempo de doña María I la Piadosa

 - II -

Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. -Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. -Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. -El pase regio. -Libro de Campomanes sobre la «regalía de amortización»

 - III -

Expulsión de los jesuitas de España

 - IV -

Continúan las providencias contra los jesuitas. -Política heterodoxa de Aranda y Roda. -Expediente del obispo de Cuenca. -«Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma

 - V -

Embajada de Floridablanca a Roma. -Extinción de los jesuitas

 - VI -

Bienes de jesuitas. -Planes de enseñanza. -Introducción de libros jansenistas. -Prelados sospechosos. -Cesación de los concilios provinciales

 - VII -

Reinado de Carlos IV. -Proyectos cismáticos de Urquijo. -Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. -Tavira

 - VIII -

Aparente reacción contra los jansenistas. -Colegiata de San Isidro. -Procesos inquisitoriales. -Los hermanos Cuesta. -«El pájaro en la liga». -Dictamen de Amat sobre las «causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. -La Inquisición en manos de los jansenistas

 - IX -

Literatura jansenista, regalista e «hispanista» de los últimos años del siglo. -Villanueva, Martínez Marina Amat, Masdéu

 Capítulo III

El enciclopedismo en España durante el siglo XVIII

 - I -

El enciclopedismo en las regiones oficiales. -Sus primeras manifestaciones más o menos embozadas. -Relaciones de Aranda con Voltaire y los enciclopedistas

 - II -

Proceso de Olavide (1725-1804) y otros análogos

 - III -

El enciclopedismo en las sociedades económicas. -El Dr. Normante y Carcaviella. -Cartas de Cabarrús

 - IV -

Propagación y desarrollo de la filosofía sensualista. Sus principales expositores: Verney, Eximeno, Foronda, Campos, Alea, etc

 - V -

El enciclopedismo en las letras humanas. -Propagación de los libros franceses. -Procesos de algunos literatos: Iriarte, Samaniego. -Prensa enciclopedista. -Filosofismo poético de la escuela de Salamanca. -La tertulia de Quintana. -Vindicación de Jovellanos

 - VI -

El enciclopedismo en Portugal, y especialmente en las letras amenas. -Anastasio da Cunha. -Bocage. -Filinto

 - VII -

Literatura apologética. -Impugnadores españoles del enciclopedismo. -Pereira, Rodríguez, Forner, Ceballos, Valcárcel, Pérez y López, el P. Castro, Olavide, Jovellanos, Fr. Diego de Cádiz, etc., etc

 Capítulo IV

Tres heterodoxos españoles en la Francia revolucionaria. Otros heterodoxos extravagantes o que no han encontrado fácil cabida en la clasificación anterior

 - I -

El teósofo Martínez Pascual. -Su «Tratado de la reintegración de los seres». -La secta llamada de los «martinezistas»

 - II -

El theophilánthropo Andrés María Santa Cruz. -Su «Culto de la humanidad»

 - III -

El abate Marchena. -Sus primeros escritos: su traducción de Lucrecio. -Sus aventuras en Francia. -Vida literaria y política de Marchena hasta su muerte

 - IV -

Noticia de algunos «alumbrados»: la beata Clara, la beata Dolores, la beata Isabel, de Villar del Águila

 - V -

El cura de Esco

 Adición a este capítulo

¿Puede contarse entre los heterodoxos españoles al padre Lacunza?







Libro Sexto







Discurso preliminar

Uno de los caracteres que más poderosamente llaman la atención en la heterodoxia española de todos los tiempos es su falta de originalidad; y esta pobreza de espíritu propio sube de punto en nuestros contemporáneos y en sus inmediatos predecesores. Si alguna novedad, aunque relativa y sólo por lo que hace a la forma del sistema, lograron Servet y Miguel de Molinos, lo que es de nuestros disidentes del pasado y presente siglo, bien puede afirmarse, sin pecar de injusticia o preocupación, que se han reducido al modestísimo papel de traductores y expositores, en general malos y atrasados, de lo que fuera de aquí estaba en boga. Siendo, pues, la heterodoxia española ruin y tristísima secuela de doctrinas e impulsos extraños, necesario es dar idea de los orígenes de la impiedad moderna, de la misma suerte que expusimos los antecedentes de la Reforma antes de hablar de los protestantes españoles del siglo XVI. La negación de la divinidad de Cristo es la grande y la capital herejía de los tiempos modernos; aplicación lógica del libro examen, proclamado por algunos de los corifeos de la Reforma, aunque ninguno de ellos calculó su alcance ni sus consecuencias ni se arrojó a negar la autoridad de la revelación. Las herejías parciales, aisladas, sobre tal o cual punto del dogma, las sutilezas dialécticas, las controversias de escuela, no son fruto de nuestra era. El que en los primeros siglos cristianos se apartaba de la doctrina de la Iglesia en la materia de Trinidad, o en la de encarnación, o en la de justificación, no por eso contradecía en los demás puntos el sentir ortodoxo, ni mucho menos negaba el carácter divino de la misma Iglesia y de su Fundador. Por el contrario, la herejía moderna es radical y absoluta; herejía sólo en cuanto nace de la cristiandad; apostasía en cuanto sus sectarios reniegan de todos los dogmas cristianos, cuando no de los principios de la religión natural y de las verdades que por sí puede alcanzar el humano entendimiento. Esta es la impiedad moderna en sus diversos matices de ateísmo, deísmo, naturalismo, idealismo, etc.

La filiación de estas sectas se remonta mucho más allá del cristianismo, y al lado del cristianismo han vivido siempre más o menos oscurecidas, saliendo rara vez a la superficie antes del siglo XVII. Todos os yerros de la filosofía gentil, todas las [319] aberraciones y delirios de la mente humana entregada a sus propias fuerzas, entibiadas y enflaquecidas por la pasión y la concupiscencia, tuvieron algunos, si bien rarísimos, sectarios aun en los siglos más oscuros de la Edad Media. ¿Qué son sino indicios y como primeras vislumbres del positivismo o empirismo moderno las teorías de Roscelino y de otros nominalistas de la Edad Media, menos audaces que su maestro? ¿No apunta el racionalismo teológico en Abelardo? Y esto antes de a introducción de los textos orientales y antes del influjo de árabes y judíos, inspiradores del panteísmo de Amaury de Chartres y David de Dinant, los cuales redujeron la alta doctrina emanantista de la Fuente de la vida, de Avicebron, a fórmulas ontológicas brutales y precisas, sacando de ellas hasta consecuencias sociales y dando a su filosofía carácter popular, por donde vino a ser eficacísimo auxiliar de la rebelión albigense. Pero, entre todos los pensadores de raza semítica importados a las escuelas cristianas, ninguno influyó tanto ni tan desastrosamente como Averroes, no sólo por sus doctrinas propias del intelecto uno o de la razón impersonal y de la eternidad del mundo, sino por el apoyo que vino a prestar su nombre a la impiedad grosera y materialista de la corte de Federico II y de los últimos Hohenstaufen. La fórmula de esta escuela, primer vagido de la impiedad moderna, es el título de aquel fabuloso libro De tribus impostoribus, o el cuento de los tres anillos de Bachaco. Esta impiedad averroísta, que en España sólo tuvo un adepto, muy oscuro, y que de la Universidad de París fue desarraigada, juntamente con el averroísmo metafísico y serio, por los gloriosos esfuerzos de Santo Tomás y de toda la escuela dominicana, floreció libre y lozana en Italia, corroyendo las entrañas de aquella sociedad mucho más que el tan decantado paganismo del Renacimiento. El Petrarca, maestro de los humanistas, detestó y maldijo la barbarie de Averroes. Complaciéronse los artistas cristianos en pintarle oprimido y pisoteado por el Ángel de las Escuelas; pero, así y todo, el comentador imperó triunfante, no en las aulas de Florencia, iluminadas por la luz platónica que volvían a encender Maesilla Fotino y los comensales del magnífico Lorenzo, sino en Bolonia y en Padua, foco de los estudios jurídicos, y en la mercantil y algo positivista Venecia.

Al mismo tiempo que con la Reforma, tuvo que lidiar la Iglesia en el siglo XVI contra los esfuerzos, todavía desligados e impotentes, de estas más radicales heterodoxias, que, por serlo tanto, no lograban prestigio en el ánimo de las muchedumbres y eran alimento de muy pocos y solitarios pensadores, odiados igualmente por católicos y protestantes. Fuera del averroísmo, que en las Universidades ya citadas tuvo cátedras hasta ya mediados del siglo XVII, y en Venecia impresores a su devoción, a pesar de lo largo y farragoso de aquellos comentarlos y del menosprecio creciente en que iban cayendo el estilo [320] y las formas de la Edad Media, lo que es en cuanto a las demás impiedades no se descubre rastro de escuela ni tradición alguna. Negó Pomponazzi la inmortalidad del alma porque no la encontraba en Aristóteles según su modo de entenderlo, ni menos en su comentador Alejandro de Afrodisia; condenó sus ideas el concilio Lateranense de 1512; impugnáronlas Agustín Nifo y otros muchos, y realmente tuvieron poco séquito cayendo muy luego en olvido; hasta tal punto, que sólo muy tímidas y embozadas proposiciones materialistas y éstas en autores oscurísimos, pueden sacarse de la literatura italiana de los siglos XVI y XVII. Más dañosa fue la inmoralidad política de Maquiavelo, asada toda en el interés personal y en aquella inicua razón de Estado, sin Dios ni ley, que tantos desacuerdos y perfidias ha cubierto en el mundo. Los libros del secretario florentino fueron el catecismo de los políticos de aquella edad, y aunque sea cierto que Maquiavelo no ataca de frente y a cara descubierta el cristianismo, no lo es menos que en el fondo era, más que pagano, impío, no sólo por aquella falsa idea suya de que la fe había enflaquecido y enervado el valor de los antiguos romanos y dado al traste con su imperio y con la grandeza italiana, sino por su abierta incredulidad en cuanto al derecho natural y al fundamento metafísico de la justicia; por donde venía a ser partidario de aquellas doctrinas que hicieron arrojar de Roma a Carnéades y progenitor de tojas las escuelas utilitarias que desde Bentham, y antes de Bentham, han sido lógica consecuencia del abandono, de la negación o del extravío de la filosofía primera. Todo sistema sin metafísica está condenado a no tener moral. Vanas e infructuosas serán cuantas sutilezas se imaginen para fundar una ética y una política sin conceptos universales y necesarios de lo justo y de lo injusto, del derecho y del deber, ora lo intente Maquiavelo a fuerza de experiencia mundana y de observación de los hechos, ora pretenda sistematizarlo Littré en su grosera doctrina del egoísmo y del otroísmo.

Más alcance, más profundidad y vigor de fantasía demuestran las obras de Giordano Bruno, ingenio vivo y poético, enamorado del principio de la unidad y consubstancialidad de los seres, antiguo sueño de la escuela de Elea. Sino que el panteísmo de Giordano Bruno, predecesor del de Schelling, no es meramente idealista y dialéctico, como el de los elatas, antes cobra fuerza y brío de su contacto con la tierra y del poderoso elemento naturalista que le informa. Por eso no concibe la esencia abstracta e inerte, sino en continuo movimiento y desarrollo de su ser, y pone en la casualidad el fondo de la existencia, y ve a Dios expreso y encarnado en las criaturas (Deus in creaturis expressus), que constituyen una vida única, de inmensa e inagotable realidad. Bruno ya no es cristiano; es del todo racionalista; y lo mismo puede afirmarse de Vanini, napolitano como él, pero que no pasó de averroísta y ateo vulgar, más [321] célebre por la gracia de su estilo y por lo desastrado de su fin que por la novedad o trascendencia de sus ideas.

La misma Reforma contribuyó, aunque indirectamente a desarrollar estas semillas impías. Muy pronto, y por virtud de la lógica innata en los pueblos del Mediodía, los italianos y españoles que abrazaron el protestantismo rompieron las cadenas de la ortodoxia reformada, arrojándose a nuevas y audaces especulaciones, especialmente sobre el dogma de la Trinidad, ora resucitando las olvidadas herejías arrianas y macedonianas y las de Paulo de Samosata y Fotino, ora discurriendo nuevos caminos de errar, que paraban ya en el panteísmo o pancristianismo de Miguel Servet, ya en el deísmo frío y abstracto de los sociniano de Siena. Nacida en Italia la secta de los socinianos, y difundida en Polonia, Hungría y Transilvania, llegó a ser poderosísimo auxiliar de los progresos de la filosofía anticristiana. El mismo Voltaire y todos los deístas del siglo XVIII lo reconocen.

En Italia y en España, la poderosa reacción católica, sostenida por tribunales como nuestra Inquisición, por reyes y pontífices como Felipe II, Paulo IV, Sixto V y por el grande y admirable desarrollo de las ciencias eclesiásticas en la segunda mitad del siglo XVI, evitó que estos gérmenes llegasen a granazón y redujo sus efectos al carácter de aberración y accidente, pero no así en Francia, donde el tumulto de las guerras religiosas, y el contagio nacido de la vecindad de los países protestantes, y la duda y desaliento que por efecto de la misma lucha se apoderó de muchos espíritus, Y quizá malas tradiciones y resabios del esprit gaulois del siglo XIV, tocado de incurable ligereza y aun de menosprecio de las cosas santas, bastaron a engendrar cierta literatura escéptica, grosera y burlona, cuyo mas eximio representante es Rabel, y a la cual, más o menos, sirvieron Buenaventura Desperiers en el Cymbalum mundi, y hasta Enrique Estéfano, acusado y perseguido como ateo por los calvinistas de Ginebra, en su Apología de Herodoto. Con más seriedad, aunque no mucha, y con otra manera de escepticismo, no batalladora ni agresiva, sino plácida y epicúrea, como que cifraba su felicidad en dormir sobre la almohada de la duda, escribió Montagne sus famosos Ensayos, ricos de sentido práctico y de experiencia de las cosas de la vida, y donde hasta los lugares comunes de moral filosófica adquieren valor por la maliciosa ingenuidad y la gracia de estilo del autor, a quien siguió muy de cerca Charron en su libro De la sagesse. Ni uno ni otro eran tan escépticos como nuestro Sánchez; pero Sánchez era buen creyente, y dudaba sólo del valor de la ciencia humana, mientras que Montagne, en son de defender a Raimundo Sabunde, socava los fundamentos y pruebas de la religión revelada y hasta de la natural. ¡Donosa defensa de la teología natural de Sabunde decir que sus argumentos son débiles, pero [322] que no hay otros más fuertes y poderosos que demuestren las mismas verdades!

A los que en Francia seguían éste y otros modos análogos de pensar se los llamó en el siglo XVI lucianescas, por su semejanza con el satírico Luciano, mofador igualmente del paganismo y del cristianismo, y en el siglo XVII, libertinos, llegando a adquirir entre ellos cierta fama durante la menor edad de Luis XIII, el mediano poeta Teófilo de Viaud, sobre todo por las acres invectivas que contra él disparó el jesuita Garesse y por el duro castigo con que fueron reprimidas sus blasfemias. Otros nombres más ilustres han querido algunos afiliar a este partido, y entre ellos a La Motte Le Vayer, apologista de las virtudes de los paganos, y al bibliotecario Gabriel Naudé, impugnador de los sobrenaturales efectos de la magia.

El esplendor católico y monárquico del reinado de Luis XIV oscurece y borra la tibia claridad de toda esta literatura desmandada y aventurera. Cuando hablaban Fenelón y Bossuet, cuando Pascal esbozaba su Apología del cristianismo, reducida hoy a la forma fragmentaria de Pensamientos, donde es de sentir que el tradicionalismo o estetismo místico tenga tanta parte, ¿qué habían de importar las estériles protestas de algunos refugiados en Holanda hijos del calvinismo, y que del calvinismo habían pasado a la impiedad, ni qué papel había de hacer el epicureísmo mundano y galante que se albergaba en los salones de Ninot de Lencos? Tan grande y poderoso era el espíritu católico de la época, que atajó, por de pronto, hasta los efectos del cartesianismo y de la duda metódica y del psicologismo exclusivo que en él andaban envueltos. Y ni siquiera Espinosa, desarrollando por método geométrico el concepto cartesiano de la sustancia, en los dos modos de infinita extensión y pensamiento infinito, y formando el sistema panteísta más lógico y bien trabado de cuantos existen, bastó a abrir los ojos a tantos católicos como de buena fe cartesianizaban. Ni vieron que el hacer tabla rasa de cuanto se había especulado en el mundo y encerrarse en la estéril soledad de la propia conciencia, sin más puerta para pasar del orden, ideal al real que un sofisma de tránsito, era sentar las bases de toda doctrina racionalista y dejar en el aire los fundamentos de la certeza, y hacer la ontología imposible.

Con ser el cartesianismo filosofía tan mezquina, si es que el nombre de filosofía y no el de motín anárquico merece, aún encerraba demasiada dosis metafísica para que fuera grato al paladar de los pensadores del siglo XVIII. Ni pudo elevarse ninguno de ellos a la amplia concepción de la Ética de Espinosa, ni entendieron tal libro, ni le leyeron apenas, y, si hicieron sonar el nombre del judío de Amsterdam como nombre de batalla, fue porque le consideraban como ateo vulgar, semejante a ellos, y por el Tratado teológico-político, del cual sólo vieron [323] que impugnaba el profetismo y los milagros y la divina inspiración de los libros de la Escritura.

Mucho más que Espinosa les dio armas Pedro Bayle con su famoso Diccionario, enorme congéries de toda la erudición menuda amontonada por dos siglos de incesante labor filológica; repertorio de extrañas curiosidades, aguzadas por el ingenio cáustico, vagabundo y maleante del autor, enamorado no de la verdad, sino del trabajo que cuesta buscarla, y amigo de amontonar nubes, contradicciones, paradojas y semillas de duda sobre todo en materias históricas.

Diferente camino habían llevado las cosas en Inglaterra, reciamente trabajada por la discordia de las sectas protestantes. Allí había nacido una filosofía que con no ser indígena, porque, en su esencia, ninguna filosofía lo es, se ajustó maravillosamente al carácter práctico, positivo, experimental y antimetafísico de la raza que en el siglo XIV había producido un tan gran nominalista como Guillermo Occam. Esa filosofía empírica es la del canciller Bacon, despreciador de toda especulación acerca de los universales y de toda filosofía primera, y atento sólo a la clasificación de las ciencias y al método inductivo, cuyos cánones había formulado antes que él nuestro Vives, pero sin exagerar el procedimiento, ni hacerle exclusivo, ni soñar en que Aristóteles no le había conocido y practicado, ni reducir la ciencia a la filosofía natural, y ésta descabezada. Consecuencias lógicas de tal dirección y manera de filosofar son el materialismo fatalista de Hobbes, que con crudeza implacable lo aplicó a los hechos sociales, deduciendo de su contemplación empírica la apología del gobierno despótico y de la ley del más fuerte; el sensualismo de Locke, con aquella su hipócrita duda de si Dios pudo dar intelección a la materia por alguna propiedad desconocida; y los ataques, al principio embozados y luego directos, que contra el dogma cristiano empezaron a dirigir Toland, Collins, Shaftesbury, Bolingbroke y muchos otros deístas, naturalistas y optimistas, en cuyos libros se apacentó un joven francés educado en la corrupción intelectual y moral de la Regencia, riquísimo en gracias de estilo y hábil para asimilarse el saber ajeno y darle nueva y agradable forma. Hemos llegado a Voltaire.

De Voltaire trazó el más admirable retrato José de Maistre en dos elocuentísimas páginas de sus Noches de San Petersburgo. Nunca el genio de la diatriba y el poder áspero y desollador del estilo han llegado más allá. Sólo el vidente y puritano Carlyle, en cierto pasaje de su History of the french revolution, ha acertado a decir de Voltaire algo, si menos elocuente, aún más terrible y amargo.

Voltaire es más que un hombre; es una legión; y, a la larga, aunque sus obras, ya envejecidas, llegaron a caer en olvido, él seguiría viviendo en la memoria de las gentes como símbolo y encarnación del espíritu del mal en el mundo. Entendimiento [324] mediano, reñido con la metafísica y con toda abstración; incapaz de enlazar ideas o de tejer sistemas, ha dado su nombre, sin embargo, a cierta depravación y dolencia del espíritu, cien veces más dañosa a la verdad que la contradicción abierta. ¿Quién sabe a punto fijo lo que Voltaire pensaba en materias especulativas? Tómense aquellos libros suyos que más se parecen a la filosofía: el Tratado de metafísica, así llamado por irrisión; el opúsculo que se rotula Il faut prendre un parti, ou le principe d'action, y, a vueltas de la increíble ligereza con que están escritos, sólo se hallará en el fondo de todo cierto superficial y vulgarísimo deísmo.

Voltaire nunca fue ateo; quizá le libró de ello su admiración al Dios de Newton; pero ¡cuán pobre y mezquinamente razona esta creencia suya! ¡Por cuán triviales motivos se inclinaba a admitir la inmortalidad del alma! De sus obras no puede sacarse filosofía ni sistema alguno; habla de Descartes, de Leibnitz, de Malebranche, sin entender lo mismo que impugna, y rebaja y empequeñece el sensualismo de Locke al aceptarle. Voltaire no pesa ni vale en la historia sino por su diabólico poder de demolición y por la maravillosa gracia de su estilo, que, así y todo, y en medio de su limpieza, amenidad y tersura, carece en absoluto de seriedad y de verdadera elocuencia. Puso la historia en solfa, como vulgarmente se dice, considerándola como ciego mecanismo, en que de pequeñas causas nacen grandes efectos; materia de risa y de facecias inagotables, en que lo divino y lo humano quedan igualmente malparados. ¡Y qué exégesis bíblica la suya, digna no de Espinosa, ni de Eichornn, ni de la escuela de Tubinga, sino de cualquier lupanar, taberna o cuerpo de guardia! Ese hombre ignoraba el hebreo y el griego, y pretendía impugnar la autenticidad de los sagrados textos, tan cerrados para él como el libro de los siete sellos. Se creía poeta, y no percibía ni un átomo de la belleza de las Escrituras y tenía valor para enmascarar en ridículas y groseras parodias las sublimes visiones de Ezequiel, el libro de Job y los enamorados suspiros de la Sulamita. Parece como que Dios, en castigo, le hirió de radical impotencia para toda poesía noble y alta. Ni la comprendía, ni acertaba a producirla, ni sabía de más arte que del convencional, académico y de salón. ¡Tales tragedias frías y soporíferas hizo él! ¿Ni qué sentido hondo y verdadero de la hermosura había de tener el hombre para quien Isaías era fanático extravagante y Shakespeare salvaje beodo?

Dios había enriquecido, no obstante, aquella alma, con ciertas dotes soberanas, todas las cuales él torció y pervirtió. De su estilo ya queda indicado que es la transparencia misma, y debe añadirse que en manos suyas es como blanda cera, apta para recibir cualquiera forma. Escribió de todo, y con extraordinaria falta de ciencia y de sosiego, pero siempre con elegancia, facilidad y agrado. Dio extensión a la lengua francesa y le quitó [325] profundidad, aparte de haberla arrastrado por los suelos y prostituido indignamente. Tenía todas las malas cualidades de su nación y de su raza, y, sobre todas, el espíritu liviano y burlador que atropella por lo más sagrado a trueque de lograr un chiste. Así manchó de torpe lodo la figura más virginal e inmaculada de la historia de Francia.

Leído hoy Voltaire, no provoca la risa inagotable que en sus contemporáneos excitaba, ni tampoco el terror que en nuestros católicos abuelos producía su nombre. Mueve a indignación unas veces, otras a lástima. No eran mejores la mayor parte de los hombres del siglo XVIII, pero ninguno tenía el talento de escritor que él y ninguno hizo tanto daño. En aquella espantosa saturnal que se inicia con la Regencia y acaba con la revolución, su voz se levanta sobre todas, y se oye de un cabo a otro de Europa, contribuyendo a ello la universal difusión de la lengua francesa, lo rápido y animado de aquellos pamphlets anticristianos, la mezcla de burlas y veras y de reclamaciones contra verdaderos abusos sociales, jurídicos y económicos, la aparente claridad de un espíritu móvil e inquieto, que, con no llegar jamás al fondo de las cosas, halagaba la pereza intelectual y el desvío de la atención seria y fecunda, y, finalmente, todos los instintos carnales, groseros y materialistas, invocados por la nueva filosofía como auxiliares útiles y razones de peso. Así logró Voltaire su hegemonía, de que no hay otro ejemplo en el mundo. Así se jactó de haber echo en su siglo más que Lutero y Calvino. ¿Qué teatro de Europa hubo, desde Madrid a San Petersburgo, donde no se representasen sus tragedias, en que la monotonía y falsedad del género están avivadas por dardos más o menos directos contra el ministerio sacerdotal y el fanatismo, que él personifica en sacerdotes griegos, o en mandarines chinos, o en el falso profeta Mahoma, o en los conquistadores de América, no atreviéndose a herir de frente al objeto de sus perennes rencores? ¿Hubo apartada región adonde no llegasen el Diccionario filosófico y el Ensayo sobre las costumbres? ¿Qué dama elegante u hombre de mundo dejaron de leer sus malignos y saladísimos cuentos, el Cándido y el Micromegas (tan inferiores, con todo eso, en profundidad y amargura a las tristes y misantrópicas invenciones de Swift), obras que, en son de censurar el optimismo leibniciano y el antiguo sistema del mundo, destilan la más corrosiva, despiadada y sacrílega burla de la providencia, de la libertad humana y de todos los anhelos y grandezas del espíritu? No llamemos a Voltaire pesimista, ni hagamos a Leopardi, a Schopenhauer y a Hartmann la afrenta de compararlos con este simio de la filosofía, incapaz de sentir tan altos dolores, ni de elevarse a las metafísicas de la desesperación, de la muerte, del aniquilamiento o nirvana, y de la voluntad fatal e inconsciente. No cabían tales ideas en la cabeza de aquel epicúreo práctico, cortesano y parásito de reyes, de ministros y de favoritas reales. Su filosofía [326] era la que expuso en los versos del Mundano: Júpiter, al crearnos, hizo un chiste muy frío y sin gracia; pero ¿cómo remediarlo? Después de todo, ¡qué gran edad es esta de hierro! Lejos de pensar en revoluciones ni soñar con la libertad de los pueblos, el patriarca de Ferney se enriquecía con pensiones, donaciones y mercedes, viniesen de donde vinieran, y hasta con el tráfico de negros. El carácter bajo y ruin del hombre está al nivel de la sublimidad del pensador. Envidió a Montesquieu; persiguió y delató a Rousseau; destrozó indignamente la Merope, de Maffei, después de haberla plagiado; calumnió sin pudor a sus adversarios y a sus amigos; mintió sin cesar y a sabiendas; escribió de Federico el Grande horrores dignos de Suetonio después de haberse arrastrado como vil lacayo por las antesalas de Postdam; y, finalmente, para dar buen ejemplo a sus colonos, solía comulgar en la iglesia de Ferney. ¿Qué cosa humana o divina hubo que no manchase con su aliento?

Pero Voltaire, entregado a sus propias fuerzas no hubiera llegado al cabo de su empresa de anticristo sin el concurso voluntario o ciego de todas las fuerzas de su siglo, el más perverso y amotinado contra Dios que hay en la historia. Reyes, príncipes, magnates y nobles, como poseídos de aquella ceguera, présaga de ruina, que los dioses paganos mandaban sobre aquellos a quienes querían dementar, pusieron el hacha al pie del árbol y hasta dieron los primeros golpes. En Prusia, Federico II; en Rusia, Catalina; en Austria, José II; en Portugal, Pombal, en Castilla, los ministros de Carlos III, se convirtieron en heraldos o en despóticos ejecutores de la revolución impía y la llevaron a término a mano real y contra la voluntad de los pueblos. Las clases privilegiadas se contagiaron dondequiera de volterianismo, mezclado con cierta filantropía sensible y empalagosa, que venía de otras fuentes y que acaba de imprimir carácter al siglo.

En medio de aquella orgía intelectual, casi es mérito de Montesquieu haber dado a sus teorías políticas cierta moderación relativa, cierto sabor práctico e histórico a la inglesa, aunque resbaló en la teoría fatalista de los climas aplicada a la legislación y bien a las claras mostró su indiferencia religiosa en todo el proceso del libro.

Pero no fue éste el código de los políticos de la edad subsiguiente, sino la cerrada y sistemática utopía del Contrato social, que erigió en dogma la tiranía del Estado, muerte de todo individualismo, con ser el autor del Contrato muy individualista a su modo y aun apologista de la vida salvaje y denigrador de la civilizada. La vida de Rousseau, que él cuenta a la larga y con cínicas menudencias en sus Confesiones, es, de igual suerte que sus escritos, un tejido de antinomias. En filosofía era algo más espiritualista que lo que consentía la moda del tiempo, y en religión no se detenía tampoco en el deísmo abstracto, sino que llegaba a cierta manera de cristianismo antitrinitario, [327] laico y sociniano. Tal es, a lo menos, la doctrina que parece sacarse en limpio de su Confesión del vicario saboyano y de las Cartas de la montaña. En política era demócrata, y no por más altos motivos que por haber nacido en condición plebeya y humilde, que él llegó a realzar con el entendimiento, nunca con el carácter, y por mirar de reojo toda distinción y privilegio juzgarse humillado en aquella sociedad, que, sin embargo, le recibió con los brazos abiertos y no se cansó de aplaudir sus paradojas sobre la desigualdad de las condiciones y el influjo de las ciencias y de las artes en la corrupción de los pueblos. Dióse a moralizar el mundo en nombre de la sensibilidad, palabra de moda en el siglo XVIII, y que en su vaga y elástica significación cubría extraña mezcla de sofismas, de lugares comunes y de instintos carnales. Copiosas lágrimas vertieron las damas de aquella época con la lectura de Julia, o la nueva Eloísa, novela en cartas, que hoy nos hace dormitar despiertos, y no porque el estilo deje de tener extraordinaria riqueza de frases y calor y movimiento en ocasiones, sino porque casi todo es allí falso y convencional y más veces retórico que elocuente; de tal modo, que ni la pasión es pasión ni el mismo apetito se desata franco y descubierto, sino velado con mil cendales y repulgos de dicción o desleído en pedantescas disertaciones, con acompañamiento de moral práctica y hasta de higiene.

Defectos parecidos, y aun mayores, tiene su Emilio, especie de novela pedagógica, en que todo es ficticio y calculado, todo se reduce a mezquinas sorpresas y pueriles disfraces; lo más contrario que puede haber a una educación sana, generosa y amplia, en que armónicamente se desarrollan todas las facultades humanas, sin miedo al sol, a la luz ni a la vida. Pero ¡qué idea tenía de esto Rousseau, que no da noción alguna religiosa a su alumno hasta que pasa de los umbrales de la juventud! ¡Y qué ausencia de sentido estético y de delicadeza moral, qué grosería de dómine en la manera de contar y dirigir los amores de Emilio y Sofía!

No obstante, el libro entusiasmó sobre todo a las mujeres, que en gran parte labraron la reputación del filósofo de Ginebra. Muchas damas de alta prosapia se dieron a lactar ellas mismas a sus hijos sólo porque en el Emilio se recomendaba esta obligación natural. Las gentes que no querían pasar por materialistas y groseras entraron en la comunión del Vicario saboyano. Apareció el tipo del hombre sensible, amante de la soledad y de los campos. Menudearon los idilios pedagógicos, y todo fue panfilismo, todo deliquios de amor social. Y vino, como en todas las épocas de decadencia, una verdadera inundación de poesías descriptivas y de meditaciones morales; especie de reacción y contrapeso a la literatura obscena y soez que manchó y afrentó aquel siglo, desde los cuentos de Crebillon, hijo, y los Bijoux indiscrets,de Diderot hasta el Faublas, [328] de Louvet, o las Memorias de Casanova, obras las más ferozmente inmundas que ha abortado el demonio de la lujuria.

No hubo siglo que más tuviera: en boca el nombre de filosofía, ni otro más ayuno de ella. Desde los cartesianos hasta Condillac, el descenso es espantoso. Voltaire había traído de Inglaterra puesto en moda el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, en medio de su empirismo, aún parecía demasiado metafísico, y lo es ciertamente si se le compara con sus discípulos franceses. Para éstos fue axioma indiscutible que pensar es sentir. Condillac definió el pensamiento sensación transformada. Aún cabía descender más, y Helvecio, en sus indigestos libros de El hombre y de El espíritu, que entonces se leyeron mucho por haber sido prohibidos, los redujo todo a sensaciones físicas, y puso en el placer material el móvil y germen de todas las acciones heroicas y virtuosas. Destutt-Tracy, cuyos trabajos de gramática general conservan cierto valor, declaró que la ideología era parte de la zoología. El médico Cabanis que en sus Investigaciones sobre lo físico y lo moral del hombre esparció tantas curiosas y sagaces observaciones, no sólo físicas, sino psicológicas, opinó que «el cerebro segregaba el pensamiento como el hígado la bilis». Todo esto, repito, se llamaba filosofía, y también El hombre máquina, de La Mettrie, cuyo sólo título indica fatalismo o anulación de la ley moral, pero que, así y todo, no da idea de las increíbles extravagancias de aquel gárrulo cirujano, verbigracia, del poder que atribuye a la buena digestión en las obras de la virtud y del arte. Ni las bestias, si Dios les concediese por un momento la facultad de filosofar, habían de hacerlo tan rastreramente como los comensales de Federico II o del barón de Holbach. La tertulia de este prócer alemán establecido en París fue el primer club de ateísmo, y de allí salieron tan perversos engendros como el Sistema de la naturaleza, donde se enseña en estilo de cocina la creación del mundo por el concurso fortuito de los átomos; el Código de la naturaleza y la Moral universal, moral digna de tal consmología, y tantos otros catecismos de ramplona incredulidad, que en su tiempo fueron horror de las gentes piadosas y escándalo de los débiles, y que hoy yacen empolvados, como armas envejecidas y mohosas, en los montones de libros de lance.

No a todos, ni a los materialistas mismos, satisfacía tan bajo modo de considerar al hombre y la naturaleza. Y más que nadie se impacientaba con las explicaciones de Holbach y Helvecio el famoso Diderot, cuyo nombre están hoy resucitando y ponderando los evolucionistas y darwinistas, porque no hay duda que los precedió en la doctrina de la transformación de las especies, siguiéndole en esto el naturalista Lamarck. Era Diderot ingenio vivo, y de gran rapidez de comprensión y movilidad de impresiones, admirable y poderoso en la conversación, improvisador eterno, sin perfección ni sosiego en nada. [329]

Sembró los gérmenes de muchas cosas, casi todas malas (exceptuando sus doctrinas sobre el teatro, que él no supo desarrollar, aplicó de un modo prosaico y bourgeois, pero que luego fueron base de la Dramaturgia, de Lessing), pero no llevó a cumplido acabamiento cosa alguna. Sus mejores escritos, v. gr., el diálogo que tituló Le Neveu de Rameau, son un verdadero bric-à-brac, donde todas las ideas se mezclan y confunden como en el tumulto y agitación de las pláticas de sobremesa. Diderot fue en su siglo lo que hoy diríamos un periodista. De él viven más el nombre y la triste influencia que las obras. Unido con el eximio matemático D'Alembert, y poseídos uno y otro de la manía generalizadora propia de la época, emprendieron reducir a inventario y registro la suma de los conocimientos humanos en aquella famosa Enciclopedia, hoy de nadie consultada y memorable sólo a título de fecha histórica. Algunos artículos de arte o de crítica literaria aún pueden leerse con agrado, y es en su línea trozo notable el Discurso preliminar, de D'Alembert, que ordena y clasifica las ciencias conforme al método de Bacon, y hace breve historia de sus progresos con relativa templanza y aun timidez de juicio, con académica elegancia de frase y con infinitas omisiones y errores de detalle. Todo lo demás de la Enciclopedia yace en el olvido y no se levantará. Para su siglo fue máquina de guerra y legión anticristiana, en que todos sus enemigos, directos o solapados, se conjuraron y unieron sus fuerzas.

No sólo a Francia, no sólo a los países latinos, Italia y España, se extendió el contagio. La misma Inglaterra, que había dado el primer impulso, se convirtió en humilde discípula de la impiedad francesa, y le dio discípulos que valían más que los maestros. Así el escéptico David Hume, cuya filosofía tiene mucha semejanza con lo que llaman ahora neokantismo, y el historiador Gibbon, ejemplo raro de erudición en un siglo frívolo. ¡Lástima que quien tanto conoció los pormenores no penetrase nunca el alto y verdadero sentido de la historia y que, adorador ciego de la fuerza bruta y de la monstruosa opulencia y del inmenso organismo del imperio romano, sólo tuviera para el cristianismo palabras de desdén, sequedad y mofa!

En países británicos también, sobre todo en Escocia, había nacido y fructificado por el mismo tiempo cierto linaje de estudios, que Adam Smith apellidó Ciencia de la riqueza, y que los modernos, aprovechando nombres de la terminología aristotélica, han llamado ora crematística, ora economía política. Desarrollada en siglo incrédulo y sensualista, esta nueva disciplina salió contagiada de espíritu utilitario y bajamente práctico, como que aspiraba a ser ciencia independiente y no rama y consecuencia de la moral. En las naciones latinas fue además, muy desde sus comienzos, poderoso auxiliar de la revolución impía y ariete formidable contra la propiedad de la Iglesia. [330]

Filósofos por un lado, aunque los llamemos así por antífrasis, y fisiócratas y economistas por otro, fueron acumulando los combustibles del grande incendio, y como todo les favorecía, y como el estado social era deplorable, faltando fe y virtud en los grandes y, sosegada obediencia en los pequeños; como la fuerza y autoridad moral de la Iglesia, única que hubiera podido resistir al contagio, iban viniendo a menos por la creciente invasión escéptica y por el abandono y ceguedad de muchos católicos, y hasta príncipes de la Iglesia, que por diversos modos la favorecían y amparaban; como de la antigua monarquía francesa habían huido las grandes ideas y los nobles sentimientos, y sólo quedaban en pie los hechos tiránicos y abusivos; como la perversión moral había relajado todo carácter y marchitado la voluntad en los poderosos, infundiendo al mismo tiempo en las masas todo linaje de odios, envidias y feroces concupiscencias, la revolución tenía que venir, y vino tan fanática y demoledora como ninguna otra en memoria de hombres.

Cuando la fe se pierde, ¿qué es el mundo sino arena de insaciados rencores o presa vil de audaces y ambiciosos, en que viene a cumplirse la vieja sentencia: Homo homini lupus? En aquella revolución hubo de todo: ideas económicas y planes de reforma social al principio, cuando gobernaban Necker y Turgot; después, tentativas constitucionales a la inglesa; luego, utopías democráticas y planes de república espartana; y, a la postre, nivelación general, horrenda tiranía del Estado, o, más bien, de una gavilla de facinerosos que usurpaban ese nombre. Verdadera deshonra de la especie humana, que condujo, por término de todo, al despotismo militar, al cesarismo individualista y pagano, a la apoteosis de un hombre que movía masas de conscriptos como rebaños de esclavos. ¡Digno término de la libertad sin Dios ni ley, apuntalada con cadalsos y envuelta en nubes de gárrula retórica!

Entretanto, la Iglesia parecía haber vuelto a los días del imperio romano y de las catacumbas. Y, con todo, aquellas persecución franca, sanguinaria y brutal; la Constitución civil del clero; las proscripciones y degüellos en masa; el culto de la diosa Razón; la fiesta del Ser Supremo y la sensiblería rusoniana de Robespierre; el deísmo bucólico y humanitario de los teofilántropos..., todo esto era mejor y menos temible que la guerra hipócrita y solapada de los católicos y cristianísimos monarcas del siglo XVIII, y todo ello contribuía a inflamar de nuevo o a enardecer, cuando ya existía, el sentimiento religioso en muchas almas, produciendo maravillas de tan épico carácter como la resistencia de la Vendée. Bien conocía este poder de las ideas cristianas y tradicionales el mismo uomo fatale que vino a recoger y difundir la herencia de la revolución. Y por eso no se descuidó, en los primeros años de su mando, cuando [331] todavía no le desanimaban y dementaban la ambición y la soberbia, en traer cierta manera de restauración católica en Francia, dando así firmísimo fundamento a su improvisado dominio, que se deshizo como estatua de barro apenas el omnipotente césar rompió el valladar de lo humano y lo divino, y atribuló a la Iglesia en la persona de su venerando Pastor, y lanzó por el mundo sus feroces hordas a la cruzada atea, santificación del derecho materialista de la fuerza. Toda acción trae forzosamente la reacción contraria. Las guerras napoleónicas produjeron un desertar de todas las conciencias nacionales desde el seno gaditano hasta las selvas de Germania. Y, derribado el coloso, siguió la reacción antifrancesa su camino, extendiéndose a la religión y a la filosofía, pero no siempre con sentido católico, ni aun cristiano, sino limitándose a poner el espiritualismo contra el materialismo.

En Francia, el menoscabo y ruina de los estudios serios había sido tal, que los mismos apologistas se resintieron de él en gran manera; no sólo Chateaubriand, con un catolicismo estético y de buen tono, tan mezclado de liga sentimental y aun sensual, sino el mismo José de Maistre, escritor poderosísimo entre los más elocuentes de su siglo, impugnador vigoroso y contundente del error, pero débil en la exposición de su propia filosofía, como quien tiene tendencia o impulsos más bien que ideas claras y definidas; admirable cuando destroza a Bacon, a Locke y a Voltaire, y en ellos el espíritu del siglo XVIII, pero no tan admirable ni tan original en sus consideraciones sobre la revolución francesa o en las teorías de la expiación, calcadas sobre las del teósofo Saint-Martin. La escuela tradicionalista, que en su tiempo hizo buenos servicios a la Iglesia, y cuyo más eximio representante fue Bonald, nació con resabios de sensualismo, y erigió en dogma la impotencia de la razón y el propagarse mecánico de las ideas por medio de la palabra. La tradición divina o humana fue para Bonald el principio de los conocimientos. El consentimiento común fue para Lamennais el criterio de la verdad.

Con todo eso, el sensualismo iba perdiendo terreno aun entre los hijos y herederos de las doctrinas del siglo XVIII, que cada día eran modificadas y atenuadas en sentido espiritualista. Así el sentimentalismo de Laromigière sirvió de puente entre las antiguas escuelas empíricas y la experimentación psicológica al modo escocés, de que fue importador Royer-Collard, insigne entre los campeones del doctrinarismo político. Este cambio de las ideas es visible en Maine de Biran, pensador enérgico y solitario, que desde el materialismo de su primera memoria sobre el hábito llegó no sólo a la concepción espiritualista, sino al endiosamiento de la voluntad entre todas las facultades humanas; pero de la voluntad libre, individual y responsable no de la voluntad ciega, fatal e inconsciente que [332] invocan los pesimistas modernos. Al mismo tiempo, y no sin influjo del eclecticismo político desarrollado al calor de la primera restauración, eran juzgadas con mayor templanza y equidad, y no con la irreverente mofa de otros tiempos, las doctrinas religiosas, lo cual es de notar hasta en el pobrísimo libro de Benjamín Constant acerca de ellas. Hasta los utopistas sociales, v. gr., los sansimonianos, mostraban aspiraciones teológicas, y comenzaron a levantar la cabeza ciertas enseñanzas de cristianismo progresivo, social y humanitario, monstruosa confusión de lo terreno y lo divino. Así, y prescindiendo de Buchez, veíase sin sorpresa el neocartesiano y neoplatónico Bordas Demoulin introducir como elemento capital en su filosofía mucho más ontológica que la de Descartes, la doctrina del pecado original y de la encarnación. La misma filosofía oficial de Víctor Cousin y sus adeptas, aunque poco ortodoxa en la sustancia y empeñada en continuas peleas con los defensores católicos de la libertad de enseñanza, mostraba exteriormente mucho respeto al dogma y grande horror, junto con menosprecio, al grosero ateísmo de la Enciclopedia. Hasta los eclécticos que con más franqueza confesaban haber perdido la fe, v. gr., Jouffroy, se lamentaban amargamente de ellos, como de una enfermedad tristísima de su corazón y de su mente.

Había, pues, en la atmósfera intelectual de Francia muchos gérmenes le reacción cristiana; pero no cayeron en buena tierra ni en buena sazón, y los más de ellos se perdieron por culpa, en gran parte, de ese mismo eclecticismo incoherente y vago, cuando, no enfermizo, medio escocés y medio alemán, que no puso de suyo más que la retórica y la erudición, ahogando pocas y no bien aprendidas ideas en un mar de palabras elegantes y de discretas aproximaciones.

Eran tiempos en que el cetro intelectual había pasado a Alemania, teatro de extraordinaria revolución filosófica, y de allí venían en desaseada y mal compuesta vestidura escolástica los contradictorios sistemas que con brillantez francesa e imperfecta amalgama se difundían desde las cátedras de la Sorbona. ¿Para qué detenernos en tejer una historia que, a lo menos en sus líneas esenciales, nadie ignora? Cuando, a fines del siglo XVIII, la escuela wolfiana, mezquino residuo de la de Leibnitz, resistía a duras penas, desde los sitiales universitarios y académicos, el embate de los vientos sensualistas de Francia y del hondo escepticismo de David Hume, se levantó Manuel Kant a dar nueva dirección a la filosofía, sembrando los elementos de todas las construcciones que han lanzado después. Su originalidad es toda de pensador crítico, y estriba en el análisis de nuestras facultades de conocer, el cual análisis kantiano, reduciendo el conocimiento al fenómeno o apariencia sensible y declarando impenetrables los nóumenos, sirve de broquel a los positivistas, y, por otra parte, reduciendo las primeras [333] nociones a formas subjetivas, abre la puerta al más desenfrenado idealismo. Este vino primero, y el otro después, sin que los efectos de la Crítica de la razón pura pudiera atajarlos Kant con la Crítica de la razón práctica, ni con su imperativo categórico, fundamento que quiere dar a la ética; ni con sus postulados de existencia de Dios, inmortalidad. del alma y libertad moral, cosas inadmisibles todas en un sistema fenoménico y medio escéptico que no responde del valor objetivo y sustancial de nada, ni siquiera del carácter necesario y universal de las leyes del pensamiento. Quien admita que Kant, en la discusión del problema crítico, invalidó los antiguos fundamentos de la certeza y que son verdaderos paralogismos los que él dio por tales, ha de tener forzosamente por anticipaciones no razonadas el imperativo y los postulados de la razón práctica. El error, lo mismo que la verdad, tiene su lógica, y por eso queda en pie la primera parte de la obra de Kant aun después que idealistas y positivistas han consentido en prescindir de la segunda.

La crítica kantiana está en el fondo de la doctrina de la ciencia de Fichte, que no tuvo más que exagerar la teoría de las formas subjetivas para venir al más absoluto panteísmo egoísta o egolátrico; y yace también, como substratum, en el sistema de la identidad de Schelling, el más elegante y artista, o quizá el único artista entre los filósofos germánicos, cuya originalidad consiste, sobre todo, en la importancia que dio a la naturaleza como una de las manifestaciones de lo absoluto; sistema que viene a ser una viva y poética teosofía.

Hoy Schelling está olvidado y es moda tratarle como a un retórico; y el racionalismo, que con tanta facilidad ensalza ídolos como los abate, está condenando a igual desdeñoso olvido la ciencia de Hegel, entendimiento de los más altos y vigorosos que desde Aristóteles acá han pasado sobre la tierra. Pero, si de Hegel no vive la doctrina fundamental, viven todas las consecuencias, y los que más reniegan de su abolengo son tributarios suyos en filosofía natural, en estética, en filosofía de la historia y en derecho. No hay parte del saber humano donde Hegel no imprimiera su garra de león. Todo lo que ha venido después es raquítico y miserable comparado con aquella arquitectura ciclópea. ¿Qué hacen hoy evolucionistas y transformistas, Herbert Spencer pongo por caso, sino materializar el proceso dialéctico? Parece imposible que en menos de treinta años se hayan disipado aquellas grandezas intelectuales; la soberana abstracción del ser y el conocer, la lógica y la metafísica, lo racional y lo real, se reducían a suprema unidad, desarrollándose luego en áurea cadena y variedad fecundísima, siempre por modo trilógico, sin que un solo anillo de la naturaleza ni del espíritu quedase fuera de la red. ¡Ejemplo singular y maravillosa enseñanza, que muestra cuán rápidamente mueren o [334] se suicidan los errores, y tanto más en breve cuanto más orgullosa y titánica es su contradicción con ese modesto criterio de verdad que llaman common sense los psicólogos escoceses!

¡Cuán triste es hoy el estado de la filosofía disidente! El ciclo abierto por Kant se cierra ahora, como en tiempo de los enciclopedistas se cerró el ciclo abierto por Descartes. Grande es la analogía entre uno y otro, y bien puede decirse que la rueda está hoy en el mismo punto que en 1789. ¡Tanto afanar para caer tan bajo! ¡Tanta descarriada peregrinación por el mundo del espíritu, tanto fabricar ciudades ideales, tanto endiosamente del yo humano, tantas epopeyas de la idea, tanta orgía ontológica y psicológica, para volver, por corona de todo, al sistema de la naturaleza y al hombre máquina! ¡Qué amargo desengaño!

Lo que en los primeros cincuenta años del siglo XIX parecía manjar plebeyo y tabernario, reservado a los ínfimos servidores de la ciencia experimental, es hoy la última palabra del entendimiento humano. Una oleada positivista, materialista y utilitaria lo invade todo, y el cetro de la filosofía no está ya en Alemania ni en Francia, sino que ha pasado a la raza práctica y experimental por excelencia, a los ingleses, y de ellos pasará, y está pasando ya, a sus hijos los yankees, que harán la ciencia aún más carnal, grosera y mecánica que sus padres.

El progreso estupendo de las ciencias naturales y de la industria, ciega y ensoberbece a muchos de sus cultivadores, que, ayunos de toda teología y metafísica, quieren destruir estas ciencias o niegan en redondo hasta la posibilidad de su existencia. Muchos naturalistas, los enfants terribles de la escuela, v. gr., Moleschott y Büchner, profesan un materialismo vulgar y a la antigua, al modo de Cabanis y de La Mettrie, sin mezcla ni liga metafísica de ningún género. Darwin es también simple naturalista, pero sus doctrinas de la selección natural y del origen de las especies sirven de base a un sistema de filosofía natural en la Antropogenia, de Haeckel, y a una biología y sociología en Herbert Spencer. Ciertos positivistas ingleses, especialmente de los que escribieron hace algunos años, son del todo ajenos a estas especulaciones, y se reducen al papel de lógicos prudentes, de moralistas utilitarios y de observadores sagaces de los fenómenos; así Stuart Mill, y antes que él su padre, los cuales, en general, no admitían otro nombre que el de filósofos de la asociación de ideas y de la inducción. Del positivismo francés, cuya primera fase está representada por Augusto Compte, queda la parte negativa y el método experimental como único; pero Littré y los demás discípulos serios de Compte han rechazado unánimemente los sueños teológicos y sociales del maestro y su catecismo, ceremonias y ritos de una religión sin Dios. Casi tan risible como este culto son las tentativas de metafísica positivista que cada día vemos aparecer, [335] como si el positivismo no implicase, a la vez la negación de lo sobrenatural y de lo absoluto, que llaman incognoscible, la de toda filosofía y de cuantas especulaciones no se concreten al hecho o fenómeno. Esa pretendida metafísica comienza a llamarse monismo.

Entre el estrépito y clamoreo que hoy sale de los laboratorios y anfiteatros, negándolo todo, hasta la idea de causa, apenas se deja oír la voz de otros escritores heterodoxos más elegantes y cultos y de mejor tono, v. gr., Taine, Vacherot, Renán..., los que en Francia llaman pensadores críticos. Verdad es que ni ellos mismos dicen a punto fijo lo que piensan, y en ellos, como antes en los eclécticos, la lúcida facilidad de la exposición oculta lo inseguro y vacilante de la idea. Taine es casi positivista, y sólo se aparta de Struart Mill y de los lógicos ingleses en la importancia que da a la abstracción. Vacherot y Renán reducen a Dios a la categoría de lo ideal; pero Renán, notable orientalista y escritor elegante y deleitoso, aunque algo relamido, tipo y dechado de retórica y de estilo académico, lleno de timideces y salvedades, no debe su triste fama a la filosofía, sino a haber sido intérprete y vulgarizador en Francia, y por Francia en todos los países latinos, de la moderna exégesis racionalista sepultada en los indigestos volúmenes de la escuela de Tubinga. Pocos han tenido valor para leer la Vida de Jesús, de Strauss; en cambio, todos han leído los Orígenes del cristianismo, logrando el autor fama extraordinaria y nada envidiable de anticristo, a despecho de la fingida moderación y del hipócrita misticismo en que envuelve sus blasfemias.

La falsa ciencia anda hoy casi tan insurrecta contra Dios como en el siglo XVIII. No hay descubrimiento, teoría ni hipótesis de las ciencias geológicas y antropológicas, tanto más audaces cuanto más problemáticas, v. gr., la llamada prehistoria, que no se invoque contra la narración mosaica. Por todas partes se rebuscan soñados conflictos entre la ciencia y la religión. Apenas las ciencias históricas, y, sobre todo, los estudios acerca del Extremo Oriente, que hoy tanto prosperan, descubren un hecho nuevo, se apodera de él la crítica impía para torcerle y adulterarle y convertirle en máquina de guerra. Y en vano son las apologías y refutaciones serias, porque pocos las leen, y muchos menos estudian la ciencia por la ciencia, sino por apañar piedras que arrojar al santuario. Lo hipotético se da por averiguado; se confunde lo que es dogma con las oposiciones de tal o cual Padre de la Iglesia o comentador, que no tenía obligación de saber cosmología ni física, tal como hoy las entendemos; se fingen y fantasean persecuciones contra el saber, mintiendo audazmente contra la historia, se construyen sistemas exegéticos de pura fantasía, acabando por creelos o por aparentar que los cree el mismo que los ha fabricado. ¡Cuánto partido se ha sacado de la disputa de Antioquía para levantar [336] sobre tal fundamento el deleznante edificio del petrismo y del paulinismo! ¡Dos cristianismos primitivos! Exégetas alemanes hay que dicen con mucha seriedad (y Renán dista poco de darles la razón) que Simón Mago es un mito de San Pedro, a quien inicuadamente quisieron maltratar, bajo ese seudónimo, San Lucas y otros discípulos de San Pablo que escribieron las Actas de los Apóstoles.

Mientras por tales derrumbaderos andan los científicos, el arte sin Dios, ni ley, ni luz de ideas superiores, todas las cuales arrastra y envuelve el positivismo en la ruina de la metafísica, se ha arrojado en brazos de un realismo o naturalismo casi siempre vulgar y hediondo, alimento digno de paladares estragados por tales filosofías. Después de todo, ninguna sociedad alcanza nunca más alta filosofía ni más peregrino arte que el que ella se merece y de su propia sustancia produce. Ni podía esperarse más vistosa flor ni más sabroso fruto de este moderno paganismo, no culto y maravillosamente artístico, religioso a su modo y en ocasiones heroico, como el de Grecia, sino torpe y bestial, como el de la extrema decadencia del imperio Romano. ¿No está herida de muerte una sociedad en que puede nacer y desarrollarse, no a modo de aberración particular o desahogo humorístico, sino con seriedad dialéctica, la doctrina pesimista, que por boca de Schopenhauer recomienda no sólo la aniquilación, como los budistas, sino el suicidio individual, y aspira, con Hartmann, a cierta especie de suicidio colectivo? ¡Cuán horrendo retroceso no sólo respecto del cristianismo, sino respecto de la civilización greco-latina arguyen esas tentativas de budismo y de religión del porvenir!

Sólo la Iglesia, columna de la verdad, permanece firme y entera en medio del general naufragio. Quizá está próximo el día en que el mismo exceso del mal vuelva a traer a los hombres a su seno. En vano dirige contra ella todos sus esfuerzos el infierno conjurado y mueve en contra suya a las potestades de la tierra, que ora expulsan y aun asesinan a sus ministros, ora la oprimen con leyes y reglamentos, aspirando a convertirla en una función, organismo u oficina del Estado. No ven en su ceguedad, que todo ataque a la Iglesia hace temblar y cuartearse el edificio político y que, cuando la revolución social llega y lo arrasa todo, las monarquías, y las repúblicas, y los imperios suelen hundirse para no volver a levantarse; pero la Esposa mística de Jesucristo sigue resplandeciendo tan hermosa como el primer día. [337]







Capítulo I

Bajo Felipe V y Fernando VI.

I. Consecuencias del advenimiento de la dinastía francesa bajo el aspecto religioso. Guerra de Sucesión. Pérdida de Mahón y Gibraltar. Desafueros de los aliados ingleses y alemanes contra cosas y personas eclesiásticas. Reformas económicas de Orry hostiles al clero. -II. El regalismo. Ojeada retrospectiva sobre sus antecedentes en tiempo de la dinastía austríaca. -III. Disidencias con Roma. Proyectos de Macanaz. Su caída, proceso y posteriores vicisitudes. -IV. Gobierno de Alberoni. Nuevas disidencias con Roma. Antirregalismo del cardenal Belluga. La bula «Apostolici Ministerii». Concordato de 1737. -V. Otras tentativas de concordato hasta el de 1756. -VI. Novedades filosóficas. Cartesianismo y gassendismo. Polémicas entre los escolásticos y los innovadores. El P. Feijoo. Vindicación de su ortodoxia. Feijoo como apologista católico. -VII. Carta de Feijoo sobre la francmasonería. Primeras noticias de sociedades secretas en España. Exposición del P. Rábago a Fernando VI. -VIII. -La Inquisición en tiempo de Felipe V y Fernando VI. Procesos de alumbrados. Las monjas de Corella. -IX. Protestantes españoles fuera de España. Félix Antonio de Alvarado. Gavin. D. Sebastián de la Encina. El caballero de Oliveira. -X. Judaizantes. Pineda. El sordomudista Pereira.







- I -

Consecuencias del advenimiento de la dinastía francesa bajo el aspecto religioso. -Guerra de sucesión. -Pérdida de Mahón y Gibraltar. -Desafueros de los aliados ingleses y alemanes contra cosas y personas eclesiásticas. -Reformas económicas de Orry hostiles al clero.

Como no escribo la historia de los hechos políticos o militares, sino de las revoluciones religiosas, fácilmente puedo pasar en silencio la guerra de Sucesión de España. Y en verdad que me huelgo de ello; pues no es ciertamente agradable ocupación, para quienquiera que tenga sangre española en las venas, penetrar en el oscuro y tenebroso laberinto de los intrigas que se agitaron en torno al lecho de muerte de Carlos II y ver a nuestra nación, sin armas, sin tesoros ni grandeza, codiciada y vilipendiada a un tiempo mismo por los extraños; repartida de antemano, y como país de conquista, en tratados de alianza, violación abominable del derecho de gentes, y luego sometida a vergonzosa tutela, satélite humilde de la Francia, para servir siempre vencedora o vencida, y perder sus mejores posesiones de Europa por el tratado de Utrecht, en que inicuamente se la sacrificó a los intereses de sus aliados, y perder hasta los últimos restos de sus sagradas libertades provinciales y municipales sepultadas bajo los escombros humeantes de la heroica Barcelona. Siempre será digna de alabanza la generosa devoción y el fervor desinteresado con que los pueblos castellanos [338] defendieron la nueva dinastía, y por ella derramaron, no sin gloria, su sangre en Almansa, en Villaviciosa y en Brihuega. Pero, por tristes que hubiesen sido los últimos tiempos de Carlos II, casi estoy por decir que hubieron de tener razón para echarlos de menos los que en el primer reinado de Felipe V vieron a nuestros ejércitos desalojar, uno tras otro, los presidios y fortalezas de Milán, de Nápoles, de Sicilia y de los Países Bajos, y vieron sobre todo, con lágrimas de indignación y de vergüenza, flotar en Menorca y en Gibraltar el pabellón de Inglaterra. ¡Jamás vinieron sobre nuestra raza mayores afrentas! Generales extranjeros guiaban siempre nuestros ejércitos, y una plaga de aventureros, arbitristas, abates, cortesanas y lacayos franceses, irlandeses e italianos caían sobre España, como nube de langosta, para acabarnos de saquear y empobrecer en son de reformar nuestra Hacienda y de civilizarnos. A cambio de un poco de bienestar material, que sólo se alcanzó después de tres reinados, ¡cuánto padecieron con la nueva dinastía el carácter y la dignidad nacionales! ¡Cuánto la lengua! ¡Cuánto la genuina cultura española, la tradición del saber de nuestros padres! ¡Cuánto su vieja libertad cristiana, ahogada por la centralización administrativa! ¡Cuánto la misma Iglesia, herida de soslayo, pero a mansalva, por un rastrero galicanismo y por el regalismo de serviles leguleyos que, en nombre del rey, iban despejando los caminos de la revolución.

Ha sospechado alguien que las tropas aliadas, inglesas, alemanas y holandesas, que infestaron la Península durante la guerra de Sucesión pudieron dejar aquí semillas de protestantismo. Pero el hecho no es probable, así porque los resultados no lo confirman como por haber sido corto el tiempo de la guerra para que una soldadesca brutal y odiada hasta por los partidarios del archiduque pudiera influir poco ni mucho en daño de la arraigada piedad del pueblo español. Al contrario: uno de los motivos que más decidieron a los castellanos en pro de Felipe V fue la virtuosa indignación que en sus ánimos produjeron los atropellos y profanaciones cometidas por los herejes del Norte contra las personas y cosas eclesiásticas. Nada contribuyó a levantar tantos brazos contra los aliados como el saqueo de las iglesias, el robo de las imágenes y vasos sagrados y las violaciones de monjas cometidas en el Puerto de Santa María por las gentes del príncipe de Darmstadt, de sir Jorge Rooke y del almirante Allemond en 1702.

Tan poderoso era aún el espíritu católico en nuestro pueblo, que aquellos inauditos desmanes bastaron para levantar en armas a los pueblos de Andalucía; con tal unanimidad de entusiasmo, que hizo reembarcarse precipitadamente a los aliados (2135). No fue, sin embargo, bastante medicina este escarmiento, y en libros y papeles del tiempo vive la memoria de otros sacrilegios [339] cometidos por tropas inglesas en los obispados de Sigüenza, Cuenca, Osma y Toledo durante la campaña de 1706. Así se comprende que legiones enteras de clérigos lidiasen contra las huestes del pretendiente y que, entre los más fervorosos partidarios de Felipe V y entre los que le ofrecieron mayores auxilios, tanto de armas como de dinero, figurasen los obispos de Córdoba, Murcia y Tarazona.

Con todo eso, también la Iglesia fue atropellada en sus inmunidades por los servidores del duque de Anjou. Ya en las instrucciones de Luis XIV a su embajador el conde de Marsin, instrucciones dadas como para un país conquistado, y que no se pueden recordar sin vergüenza, decíase que «las iglesias de España poseían inmensas riquezas en oro y plata labrada, y que estas riquezas se acrecentaban cada día por la devoción del pueblo y el buen crédito de los religiosos; por lo cual, en la actual penuria de moneda, debía obligarse al clero a vender sus metales labrado» (2136). No fue sordo a tales insinuaciones el hacendista Orry, hechura de la princesa de los Ursinos, hombre despejado y mañoso, pero tan adulador de los grandes como insolente y despósito con los pequeños, y además ignorante, de todo en todo, de las costumbres del país que pretendía reformar. El clamoreo contra los proyectos económicos de Orry fue espantoso y suficiente para anularlos en lo relativo a bienes eclesiásticos. Ni ha de creerse nacida tal oposición de sórdido interés, pues prelados hubo entre los que más enérgicamente protestaron contra aquellos conatos de desamortización que se apresuraron al mismo tiempo a levantar, equipar y sostener regimientos a su costa, y otros que, como el arzobispo de Sevilla, D. Manuel Arias, hicieron acuñar su propia vajilla y la entregaron al rey para las necesidades de la guerra.

Mejor que sus deslumbrados consejeros entendió alguna vez Felipe V, con ser príncipe joven, valentudinario y de cortos alcances, la grandeza y el espíritu del pueblo que iba a regir. En circunstancias solemnes y desesperadas, el año 1709, cuando las armas de Francia y España iban en todas partes de vencida y el mismo Luis XIV pensaba en abandonar a su nieto, dio éste un generoso manifiesto, en que se confiaba a la lealtad de los españoles y ofrecía derramar por ellos hasta la última gota de su sangre, «unido de corazón con sus pueblos por los lazos de caridad cristiana, sincera y recíproca, invocando fervorosa y continuamente a Dios y a la Santísima Virgen María, abogada y patrona especial de estos reinos, para abatir el orgullo impío de los temerarios que se apropian el derecho de dividir los imperios contra las leyes de la justicia» (2137).

Dios consintió, sin embargo, que el Imperio se dividiese y que hasta territorios de la Península, como Gibraltar, quedasen perdidos para España y para el catolicismo. Dice el marqués de [340] San Felipe que ésta fue la primera piedra que cayó de la española monarquía, «chica, pero no de poca consecuencia», y nosotros podemos añadir que fue la primera tierra ibera en que libremente imperó la herejía, ofreciendo fácil refugio a todos los disidentes de la Península en los siglos XVIII y XIX y centro estratégico a todas las operaciones de la propaganda anglo-protestante.

Sólo muy tarde, en 1782, recobramos definitivamente el otro jirón arrebatado por los ingleses en aquella guerra: la isla de Menorca. Por el artículo II del tratado de Utrecht, en que, haciendo de la necesidad virtud, reconocimos aquella afrentosa pérdida, se estipulaba que «a todos los habitantes de aquella isla, así eclesiásticos como seglares, se les permitía el libre ejercicio del culto católico, y que para la conservación de éste en aquella isla se emplearían todos los medios que no pareciesen enteramente contrarios a las leyes inglesas» (2138). Lo mismo prometió, en nombre de la reina Ana, a los jurados de Menorca el duque de Argyle, que llevó en 1712 plenos poderes para arreglar la administración de la isla. Con todo, estas promesas no se cumplieron; y no sólo se atropelló el fuero eclesiástico, persiguiendo y encarcelando a los clérigos que se mantenían fieles a la obediencia del obispo de Mallorca, sino que se trató por todas maneras de suprimir el culto católico e implantar el anglicano; todo para asegurar la más quieta posesión de la isla. Sobre todo desde 1748 (2139), durante el gobierno de Blakeney en Mahón, se trató de enviar ministros y predicadores, de fundar escuelas catequísticas, de repartir biblias y de hacer prosélitos «por medio de algunas caridades a familias necesitadas». En ciertas instrucciones impresas que por entonces circularon, se recomienda «el convidar y rogar de tiempo en tiempo a los menorquines, sobre todo a los que supiesen inglés, que fueran a oír las exhortaciones de los pastores anglicanos», así como el hacer rigurosa inquisición de las costumbres de los sacerdotes católicos y mermar sus rentas, si es que no se les podía atraer con donaciones y mercedes. No faltaron protestantes fanáticos que, con mengua del derecho de gentes, propusieran educar a los niños menorquines fuera de su isla. Y hubo entre los generales, gobernadores de la isla, un M. Kane, que con militar despotismo, y saltando por leyes y tratados, expulsó, en virtud de una ordenanza de 22 artículos, a los sacerdotes extranjeros, suprimió la jurisdicción del obispo de Menorca y hasta prohibió la toma de órdenes y los estudios de seminario, arreglando como pontífice máximo la iglesia en aquella isla. Con tan desaforados procedimientos, no es maravilla que aquellos buenos insulares aborreciesen de muerte el nombre inglés y acogieran locos de entusiasmo las dos expediciones libertadoras del mariscal de Richelieu y del duque de Crillón. [341] Las tropas francesas del primero dejaron también en su breve ocupación, si hemos de creer al Dr. Pons, gérmenes de lujo y vanidad, y aun de ideas enciclopedistas, que por entonces ya levantaban la cabeza.







- II -

El regalismo. -Ojeada retrospectiva sobre sus antecedentes en tiempo de la dinastía austríaca.

Palabra es la de regalismo asaz vaga y elástica y que puede prestarse a varios y contradictorios sentidos. Tomámosla aquí en su acepción peor y más general, siquiera no sea técnicamente la más exacta, y designamos con ella, como otros con la voz cesarismo, toda intrusión ilegítima del poder civil en negocios eclesiásticos. Afortunadamente, las cosas están hoy claras y ha pasado el tiempo de las sutilezas jurídicas. Amigos y enemigos reconocen ahora que el regalismo del siglo pasado no fue sino guerra hipócrita, solapada y mañera contra los derechos, inmunidades y propiedades de la Iglesia, ariete contra Roma, disfraz que adoptaron los jansenistas primero y luego los enciclopedistas y volterianos para el más fácil logro de sus intentos, ensalzando el poder real para abatir el del sumo pontífice, y, finalmente, capa de verdaderas tentativas cismáticas. A la sombra del regalismo se expulsó a los jesuitas, se inició la desamortización, se secularizó la enseñanza y hasta se intentó la creación, de una iglesia nacional y autónoma; todo desfigurando y torciendo y barajando antiguas y veneradas tradiciones españolas. El regalismo es propiamente la herejía administrativa, la más odiosa y antipática de todas.

No de todos los regalistas del siglo pasado puede decirse que fueran radicalmente herejes o impíos, aunque de los ministros y consejeros de Carlos III y de su hijo, nada tiene de temerario el afirmarlo. En tiempo de Felipe V, las ideas francesas aun no habían hecho tanto camino, y quizá en el mismo Macanaz sea posibles disculpar las intenciones. Así y todo, entre él y los regalistas del siglo XVIII hay un abismo.

Las regalías son derechos que el Estado tiene o se arroga de intervenir en cosas eclesiásticas. El nombre es relativamente moderno, puesto que las regalías de que hablan las Partidas no son más que los derechos mayestáticos; v. gr., el de acuñar moneda y el de comandar los ejércitos. Las regalías de que ahora hablamos, concernientes sólo a negocios eclesiásticos, son unas veces concesiones y privilegios pontificios; otras, verdaderas usurpaciones y desmanes de los reyes, que jamás han podido constituir derecho. El origen de las regalías se remonta a los últimos años del siglo XV.

Concedidas las regalías a tan católicos monarcas, como los que por excelencia recibieron este nombre, no fueron ni podían ser en aquella primera edad arma contra la Iglesia ni ocasión [342] de disturbios. Por otra parte, los abusos que, como dejos y heces del gran trastorno producido por el cisma de Occidente, se habían hecho sentir en el siglo XV, especialmente la multiplicación de encomiendas y mandatos De providendo, las falsificaciones de bulas y aun las intrusiones recíprocas de ambas jurisdicciones eclesiástica y temporal, decretando irregularmente prisiones y embargos; la extensión desmesurada que habían logrado los privilegios de exención e inmunidad, todo esto exigía pronto y eficaz remedio, contribuyendo a ello la tendencia unitaria que entonces dominaba en todas las grandes monarquías europeas, empeñados los reyes en la obra de concentrar el poder y de abatir las tiranías señoriales.

Antítesis de las reservas fueron las regalías, siendo el primero y más importante de los derechos que los Reyes Católicos recabaron el de la presentación de los obispos; triste y ocasionado privilegio, pero consecuencia forzosa de las continuas quejas, así de los cabildos como del reino junto en cortes, contra la falta de residencia de los obispos forasteros y la corrupción y venalidad de los curiales. A punto llegaron las cosas de tener que apoderarse el Rey Católico en 1479 de los castillos del obispado de Cuenca para impedir que tomara posesión el cardenal Galeoto Riario, nepote del papa, y de poner éste en prisiones, en el castillo de Santángelo, al obispo de Osma por otra discordia sobre provisión del obispado de Tarazona. Más brava aún estalló la contienda con motivo del obispado de Sigüenza, cuya posesión se disputaban D. Pedro González de Mendoza, apoyado por el rey, y el cardenal Mella, favorecido por el papa. Por entonces se vino a un acuerdo; el papa revocó pro formula algunos de sus nombramientos, entre ellos el del nepote Riario; y los Reyes Católicos, como agradeciéndole el haber renunciado a su derecho, presentaron para el mismo obispado al mismo sobrino, que jamás llegó a venir a España. Como quiera, la presentación quedó triunfante, aunque más de hecho que de derecho. Defendióla, por encargo de los Reyes Católicos, el insigne jurisconsulto de las leyes de Toro, Dr. Palacios Rubios.

En cambio, los expolios, o séase la ocupación de las rentas de las sedes vacantes por los nuncios y colectores apostólicos, introdujéronse en España, según testimonio de jerónimo Zurita (2140), en el pontificado de Inocencio VIII (1484 a 1492), siendo legado el cardenal de Santa Cruz, Benardino Carvajal, de tumultuosa y cismática memoria. Los reyes lo resistieron mucho; pero quedaron los expolios bajo el falso supuesto de costumbre antigua y mediante concordias de los nuncios y colectores con muchos cabildos, aprobadas por Clemente VIII en la bula Pastoralis Oficii, de 1599. Y, rodando luego por su curso natural las cosas, esta reserva vino a trocarse, como todas, en regalía, y los expolios, que de cabildos habían pasado a la Cámara Apostólica, [343] entraron en el fisco real, todo para mayor empobrecimiento de la Iglesia y lucro y regocijo de asentistas y luguleyos.

Peor regalía, y la más detestable de todas en sus efectos fue la del placet, regium exequatur, pase regio o retención de bulas, que comenzó abusivamente en tiempo del cisma de Aviñón. Las primeras retenciones son de los tiempos de don Juan II de Castilla y de D. Alfonso V de Aragón, que en 1423 pretendió legalizar esa medida dictatorial y transitoria, tolerable quizá en tiempos tan conturbados como los del cautiverio babilónico, pero inicua y desastrosa en tiempo de paz. Ni hay legislación antigua en que se funde el tal exequatur, arma predilecta de todos los gobiernos hipócritamente impíos, que mediante ella quieren arrogarse el derecho de mutilar las palabras y enseñanzas pontificias y aun el de impedirlas llegar a oídos de los fieles. La bula de Alejandro VI de 26 de junio de 1493 sólo concede un derecho de revisión no más que para averiguar si las bulas De indulgencias eran auténticas o falsificadas. Y aun esta revisión habían de hacerla el capellán mayor de los reyes o el ordinario de la diócesis, asistidos del nuncio de Su Santidad (2141). Sobre tan liviano fundamento se ha querido levantar este monstruoso y anticanónico privilegio, del cual ya uso y abusó, en 1508, Fernando el Católico, si realmente es suya la insolentísima carta al virrey de Nápoles, conde de Ribagorza y Castellán de Amposta, la cual corre manuscrita de letra del siglo XVII, con anotaciones atribuidas a Quevedo. A mí, hasta por el afectado arcaísmo del lenguaje, me parece una fabricación del tiempo de los falsos cronicones. En ella, Fernando el Católico increpa duramente al virrey por no haber ahorcado al cursor de Roma, que le presentó ciertas letras apostólicas depresivas de las preeminencias reales. Raya en lo inverosímil y revela mano muy inexperta en el falsario que un tan sagaz e impenetrable político como el hijo de D.ª Juana Henríquez se dejara arrebatar de la ira hasta el extremo de amenazar con quitar la obediencia a Su Santidad en los reinos de Castilla y Aragón si el breve no se revocaba; terminando con aquella frase que ha quedado en proverbio: «E digan e hagan en Roma cuanto quisieren, e ellos al Papa e vos a la capa» (2142).

Como la espuma iban creciendo los derechos reales con la incorporación de los maestrazgos de las órdenes militares, con la abolición de los señoríos temporales de la mayor parte de las [344] iglesias y con las mil restricciones impuestas al derecho de asilo (especialmente por las Cortes de Monzón en 1512) al fuero eclesiástico y a todo linaje de inmunidades. Por la ley hecha en las Cortes de Madrigal de 1476, todo entrometimiento de los jueces eclesiásticos en la jurisdicción real o contra legos en causas profanas era castigado con pérdida de todos los maravedises que por juro de heredad poseyesen; y además, con bárbaro y draconiano rigor, tildábase no menos que con pena de infamia y destierro por diez años y pérdida de la mitad de sus bienes al laico que en tales juicios fuese testigo contra laicos (tít. 1, 1.2 de la Novísima recopilación). Algo por el estilo pidieron y obtuvieron las Cortes de Navarra, convocadas en Sangüesa, en 1503, fundándose en por tales pleitos muchos legos morían descomulgados.

No fueron menor semillero de controversias las décimas, redécimas y diezmos que así el papa como el rey querían, en tiempos difíciles, imponer a las iglesias. De aquí resistencia de España a Roma y de los cabildos a los exactores; todo ello con lastimoso juro de excomuniones y entredichos. Si en 1473 consintieron las iglesias de Castilla en pagar 30.000 florines a Sixto IV para la guerra contra el turco, en cambio, los aragoneses se resistieron tenazmente a contribuir al subsidio que Julio II pidió en el concilio V de Letrán (2143), y siguieron su ejemplo los castellanos, autorizados por el mismo regente Cisneros, quien para mostrar que no se movían por sórdida codicia, sino por el celo del derecho, ofreció al papa, por medio de su agente en Roma, hasta la plata de las iglesias, pero sólo en caso de necesidad extrema y guerra empeñada con el turco.

A su vez, los reyes solicitaron y obtuvieron de Roma ciertas imposiciones y décimas, v. gr., la que León X concedió al emperador en 1512, y a la cual contestaron muchas iglesias castellanas, sobre todo la de Córdoba, con entredicho y cesación a divinis.

Un paso más dieron las regalías en tiempo de Carlos V merced a la buena voluntad de su ayo el papa Adriano, que en 1523 concedió a los reyes de España, como patronos de todas las iglesias de su corona, el derecho universal de presentación de obispos. Aún no habían pasado tres años, cuando el arzobispo de Guadix, D. Gaspar de Ávalos, en pleito con el arzobispo de Toledo sobre la colegiata de Baza, daba el mal ejemplo de acudir al emperador en demanda de despojo de jurisdicción y diezmos. Y entonces, por primera vez, dióse, aunque con protesta del de Toledo, el exorbitante caso de intervenir la jurisdicción laica de la Chancillería de Granada en un litigio eclesiástico, y de tal naturaleza, que no admitía interdicto.

Pecó Carlos V de sobrado regalista, y entre los cargos que Clemente VII formuló contra él por la pluma de Sadoleto figura [345] la retención de bulas y su examen por el Consejo, aunque sea cierto que las más veces sólo había tenido por objeto impedir los ruines efectos de amañadas obrepciones y subrepciones o la provisión de beneficios en extranjeros, contraria a todas las leyes de España y funesta para la Iglesia, aunque interesadamente defendieran lo contrario los italianos. La suerte de las armas fue favorable al emperador, y Clemente VII, después del saco de Roma, confirmó (en 1529) el derecho de la presentación y fundó el Tribunal de Nunciatura, para que se decidieran aquí, y ante un auditor y seis protonotarios españoles, la mayor parte de las apelaciones que antes iban a Roma. Para colmo de gracias, Paulo III estableció en 1534la Comisaría de Cruzada, con facultad en el emperador para nombrar a quien cobrase y administrase aquella pingüe renta, que, formada de los diezmos, de los beneficios, de las medias anatas, de las vacantes, maestrazgos y encomiendas y de los expolios, venían disfrutando, con más o menos protesta, los reyes, por sucesivas concesiones apostólicas, desde mediados del siglo XV. En tiempos de Carlos V comenzaron también las enajenaciones y ventas de lugares, rentas y vasallos de la Iglesia, que Roma autorizó para ayuda de la guerra contra turcos y herejes a pesar del dictamen contrario de insignes teólogos y canonistas nuestros, como Melchor Cano, que opinaban que ni el rey podía pedir tal concesión ni el papa otorgarla. Hubo en algunas de tales ventas lesiones enormísimas y quejas y resistencias y entredichos; pero muy fuera del camino van los que en tales concesiones graciosas que la Iglesia, como madre amorosísima, otorgó a monarcas católicos de veras, que eran brazo y espada suya en todos los campos de batalla de Europa, quieren encontrar precedentes y justificaciones de desamortización.

Ni es menos error tomar por doctrina esencialmente regalista la que se expuso en algunos pareceres dados a Felipe II con motivo de sus desavenencias con Paulo IV. No se trataba allí de regalías ni de límites de las dos potestades, ni de cosas espirituales o espiritualizadas, sino de cuestiones internacionales con el papa considerado como soberano temporal, del cual dijo Domingo del Soto: «Cuando se viste el arnés, parece desnudarse la casulla, y cuando se pone el yelmo, encubre la tiara.» Y lo mismo los juristas que los teólogos, así Gregorio López como los Mtros. Mancio y Córdoba y el mismo Soto cuando declaraban lícita la guerra así defensiva como ofensiva, bien claro dan a entender que no ha de ir encaminada contra el Pontífice, sino contra el rey de Roma. No puede negarse, sin embargo, que en el Memorial de agravios presentado por Felipe II a la Junta de Valladolid, y redactado, según es fama, por el Dr. Navarro de Azpilcueta, hay cosas durísimas y hasta provocaciones al cisma, que sólo pueden explicarse teniendo en cuenta la indignación y el furor que en los primeros momentos se apoderó del rey y de sus consejeros al saber que había sido preso en Roma, [346] contra todo derecho de gentes, el embajador Garcilaso y que se había dado un trato de cuerda al correo mayor Juan Antonio Tassis. Así y todo, suena mal en boca de tan católico monarca al poner sospecha en la elección canónica de Paulo IV, suponiéndole intruso por coacción, y el amenazar no sólo con ocupación de expolios y vacantes y con mandar salir a los españoles de Roma, sino con un concilio nacional.

Y con esto llegamos al famoso parecer de Melchor Cano, de que tanto caudal han hecho todos los enemigos de la Iglesia, del cual, juzgando benignamente y con toda la reverencia debida a tan gran varón, bien puede decirse, como el mismo Cano al fin de la consulta reconoce, «que tiene palabras y sentencias que no parecen muy conformes a su hábito y teología». No porque sean heréticas ni cismáticas, sino porque son ásperas, y alguna vez irreverentes y desmandadas, como lo era la condición de su autor. Bien dijo él mismo, con claro entendimiento que pocas veces le abandona, que aquel negocio más requería prudencia que ciencia. Y hubiera acertado en atemperarse a este consejo y medir con la prudencia sus palabras. Así no hubiera escrito para escándalo de los débiles, aunque sin intención siniestra, aquello de «mal conoce a Roma el que pretende sanarla»: Curavimus Babylonem et non est sanata; ni menos hubiera dicho con tan cruda generalidad y sin atenuaciones «que malos ministros habían convertido la administración eclesiástica en negociación temporal y mercadería y trato prohibido por todas las leyes divinas, humanas y naturales».

¡Pluguiera a Dios, sin embargo, que los que tanto cacarean aquel parecer que Melchor Cano dio muy contra su voluntad (2144), y suplicando al rey por amor de Dios que después de leído y aprovechado le arrojase al fuego, hubieran leído despacio la grande obra del restaurador de nuestra teología, su obra De locis, en que tan fervoroso papista se muestra! ¡Pluguiera a Dios que hubiesen meditado el parecer mismo, que puede tacharse de acritud en la forma, pero no, a lo que entiendo, de mala doctrina canónica! ¿Por qué no pararon a atención en aquellas tan discretas prevenciones del principio, cuando advierte que siempre es cosa arriesgada el tocar en la persona del papa, «a quien debemos más respeto y reverencia que: al propio padre que nos engendró», y que en la Sagrada Escritura «está reprobado y maldito el descubrir las vergüenzas de los padres», siendo, además, cosa muy difícil «apartar el vicario de Cristo de la persona en quien está la vicaría», por donde toda afrenta que se hace al papa «redunda en mengua y deshonor de Dios». Y si este es peligroso siempre, ¿cuánto más había de serlo en tiempos de herejía y de revuelta, cuando estaba tan cercano el ejemplo de los alemanes, que también comenzaron «so color de [347] reformación y de quitar abusos y remediar agravios..., porque el estrago de la religión jamás viene sino en máscara de religión»? «No parece consejo de prudentes, añade el sabio dominico, comenzar en nuestra nación alborotos contra nuestro superior, por más compuestos y ordenados que los comencemos... Y con los herejes no hemos de convenir en hechos, ni en dichos, ni en apariencias, y como entre los cristianos hay tanta gente simple y flaca, sólo esta sombra de la religión les dará escándalo, a que ningún cristiano debe dar causa por ser daño de almas, que con ningún bien de la tierra se recompensa». ¡Oh si hubiesen meditado estas profundas palabras los primeros regalistas, artífices inconscientes de la revolución, aunque en el fondo fuesen católicos!

Y después de todo, ¿qué dice en sustancia el Parecer? Que todo rey está obligado a defender las tierras de su mando de todo el que quiera hacerles fuerza y agravio injusto; que esta defensa ha de ser moderada e inculpada; que en el papa hay que distinguir «dos personas: una, la del prelado de la Iglesia universal; otra, la de príncipe temporal de sus tierras»; que, como a príncipe temporal, se le puede resistir con dinero, con armas y con soldados; que Paulo IV no hace la guerra como vicario de Cristo, sino como príncipe de Italia, confederándose con el rey de Francia y entrando en tierras de los coloneses; que conviene atajar estos desmanes y aun atar las manos al papa, pero con mucho miramiento y quitanclo el bonete, y que como medios extraordinarios durante la guerra debe prohibirse que salga dinero español para Roma y que viajen allá los naturales de estos reinos, disponiéndose, además, la ocupación de las temporalidades de los obispos que sin causa bastante residían in curia. Para cuando se ajustase la paz, y como ventajas que podían sacarse de ella, aconseja al rey que solicite que todos los beneficios sean patrimoniales; es decir, que se supriman los mandatos y reservas, que las causas ordinarias se sentencien en España, que quedan aquí los expolios y vacantes y que el nuncio despache los negocios gratis o, a lo menos, con un asesor español.

Sólo una proposición, que en otra pluma sería sospechosa tal como está formulada, hemos notado en el Parecer, y ella ha sido el motivo casi único de las admiraciones de jansenistas y episcopalistas: lo de poder los obispos, en casos extremos y en que el acceso a Roma no es seguro, disponer todo lo necesario para la buena gobernación eclesiástica aun en aquellos casos que por derecho se entiende estar reservados al sumo pontífice. Pero adviértanse bien los términos; en casos de necesidad extrema, y no por un derecho anterior que se recobra entonces, como Pereira y los de su escuela sostenían.

Y basta ya del Parecer, que, más por el nombre de su autor que por la importancia que en sí tiene, está sirviendo todos los días de piedra de escándalo, olvidando, o afectando olvidar, los que le citan como piedra angular de la escuela regalista española [348] que no es una obra sosegadamente escrita, sino un borrón confidencial de un hombre violento y entonces personalmente agriado con los curiales de Roma. Pero con todo eso, ¿qué hubieran dicho los leguleyos del siglo XVIII, que tan desenfadadamente contaban a Cano entre los suyos, si hubieran llegado a leer otro dictamen suyo y de Domingo de Soto (2145), en que sin ambages ni rodeos dicen al rey y a su Consejo que «sólo haciendo manifiesta fuerza e incurriendo en las censuras de la bula In Coena Domini», podían impedir la publicación de las letras y mandamientos apostólicos? ¡La bula In Coena Domini: el coco de los regalistas!

En el crecer de esta escuela bajo su primera fase, es decir, durante la monarquía austríaca, influyeron diferentes causas, todas ellas muy ajenas de ningún propósito heterodoxo. Tales fueron el entusiasmo cesarista de los jurisconsultos amamantados con las tradiciones del Imperio romano y grandes sostenedores de lo que llamaban ley regia y derechos mayestáticos; el interés de todos los bien avenidos con las exenciones y mal humorados con la jurisdicción ordinaria y con las reformas disciplinares del concilio de Trento; la austera indignación de muchos prelados y teólogos contra verdaderos abusos y desmanes de la íntima, y aun de la superior, grey de los curiales romanos. Como de ordinario sucede, la resistencia degeneró en tumulto; el entusiasmo por el principio regio, en servilismo; se confundió el abuso con el derecho, y católicos muy firmes de doctrina dejaron prevenidas armas y recursos que habían de ser de terrible efecto en manos de sucesores suyos menos piadosos y bien intencionados.

La bula In Coena Domini, que no sólo excomulga a los usurpadores de la jurisdicción eclesiástica, sino también a los reyes inventores de nuevos tributos y comedores de pueblos (2146), tuvo muy varia fortuna en España. El papa Adriano la publicó en Zaragoza; pero años adelante, en 1551, el virrey de Aragón, y con él la Audiencia, castigaron al impresor que en aquella misma ciudad osó estamparla, y en 1572 Felipe II suplicó a Roma contra ella y prohibió de todas maneras su publicación, y hasta llegó a expulsar al nuncio por querer hacerla.

Tremendo sostenedor de las regalías fue aquel católico monarca, y no menos algunos embajadores suyos, como el cenobítico Vargas Mexía; pero tampoco hemos de ocultar que este primer regalismo y este aferrarse a las antiguas concesiones y solicitar otras nuevas no solía tener causa más honda que la extremada penuria del erario. Y bueno será recordar, para desengaño de los que tanto claman contra la opulencia de la Iglesia y los bienes amortizados, que Roma concedió a nuestros gobiernos católicos cuanto humanamente podía conceder, puesto que a los antiguos recursos de Cruzada, subsidios, quinquenios, etc., todavía añadió San Pío V en 1567 la renta del excusado, que [349] según otro breve de 1572, podía cobrar el rey de la primera casa diezmera. Gracias a este y a otros arbitrios, sólo un 3 por 100 de la renta decimal llegaba al clero, aun en tiempos en que, faltando todos los motivos de la concesión, ni se armaban galeras ni se hacían guerras contra turcos y herejes.

Los recursos de fuerza se multiplicaron en el siglo XVII, y hubo cabildos, como el de Córdoba en 1627, que reclamaron con insistencia el real auxilio en sus controversias con los obispos (2147). Nuestros más famosos regalistas prácticos, o de la primera escuela, corresponden al reinado de Felipe IV. Dióles pretexto y alas la desavenencia de aquel monarca con el papa Urbano VIII (Barberini), muy italiano y muy inclinado a la alianza de Francia, y enemigo, por ende, del predominio de los españoles en Italia. Llegó el conflicto a términos de cerrar Felipe IV en 1639 la Nunciatura y retener las bulas del nuncio, monseñor Fachenetti, contribuyendo a ello las quejas de muchos litigantes españoles contra la rapacidad y mala fe e los oficiales de la Nunciatura y las reclamaciones de los obispos contra la mala costumbre de llevar todo género de causas, en primera instancia, al Tribunal del Nuncio, haciendo ilusoria la jurisdicción ordinaria. Al fin vino a transigirse todo por la concordia de 9 de octubre de 1640, en que se comprometió el nuncio a no conmutar disposiciones testamentarias sino con arreglo a los cánones de Trento y a no dispensar de residencias, ni de beneficios incompatibles, ni extra tempora, ni de amonestaciones, ni de oratorio; a no dar indultos ni admitir permutas o resignaciones in favorem de beneficios o de rentas eclesiásticas y a no dar licencias de confesar y predicar, ni relajar a los regulares del rigor de su regla y constituciones, con otras promesas al mismo tenor, y un arancel fijo de derechos. (Ley 2, tít. 4, 1.3 de la Novísima recopilación.) Todo lo cual vino a remediar en parte el daño y a devolver a los obispos alguna parte de su jurisdicción, no poco menoscabada por los recursos omisso medio.

Fruto de estas contiendas fueron los ásperos libros del licenciado Jerónimo de Ceballos sobre recursos de fuerza en causas y personas eclesiásticas (2148); del consejero D. Pedro González de Salcedo, sobre «la natural ejecución y obligación de la ley política lo mismo entre legos que entre eclesiásticos» (2149), con otras menos famosas de Solórzano Pereira, Vargas Machuca, Ramírez, Sessé y Larrea, a todos los cuales había precedido en la defensa de los recursos de fuerza el jesuita Enríquez en su tratado De clavibus Romani Pontificis, escrito a principios del mismo siglo.

Como el escribir en defensa de la jurisdicción real o ley regia era el camino más seguro de obtener togas y presidencias de cancillerías, multiplicáronse como la langosta estos farragosos [350] libros. Entre todos lograron el mayor aplauso, y realmente arguyen rica erudición legal, moderación relativa y agudo ingenio, las del Dr. D. Francisco Salgado de Somoza (2150), abogado gallego, que, en premio de sus buenos servicios a la causa de Felipe IV logró el oficio de juez de la monarquía de Sicilla, luego el de oidor de Valladolid y, finalmente, el de consejero de Castilla y la abadía de Alcalá la Real. En dos libros que fueron Alcorán de los regalistas defendió los recursos de fuerza y la retención de bulas, aunque fundándose más bien en la lenidad eclesiástica y en las concesiones de Roma que en principios de derecho natural. Por eso vacila en las conclusiones, y niega a los regulares el recurso, y confunde el derecho de protección con el de fuerza, eterno sofisma de aquella escuela (2151).

Roma prohibió tales libros. El de Enríquez fue recogido y quemado, el de Ceballos se vedó por decreto de 12 de diciembre de 1624, y, finalmente, se pusieron en el Índice los de Salgado. Como en represalias, nuestro Consejo mandó recoger las obras del cardenal Baronio y borrar lo que en ellas se decía de la [351] monarquía de Sicilia. Las prohibiciones de Roma no pasaron al Índice de nuestra Inquisición (2152).

El monumento más curioso de aquella lucha es el Memorial que de orden de Felipe IV presentaron a Urbano VIII, de la orden de Predicadores, en 1633, los dos comisionados regios, D. Fr. Domingo Pimentel, obispo de Córdoba, y D. Juan Chumacero y Carrillo, del Consejo y Cámara de Castilla, los cuales con el tiempo llegaron a ser cardenal-arzobispo de Sevilla el primero, presidente de Castilla el segundo. En este Memorial, muy traído y llevado, es más el ruido que la sustancia. No contiene grandes exageraciones regalistas, ni menos herejías. Todo se reduce a quejarse de expolios y vacantes, gravámenes de la Nunciatura, coadjutorías, pensiones sobre beneficios y rigor de los aranceles de la Dataría (2153).

Entre tanto crecía nuestra pobreza, y los reyes, sin duda por remediarla, mermaban lo que podían de las rentas eclesiásticas. A todas las antiguas gabelas habíase añadido el subsidio de millones, que fue prorrogándose por sexenios desde 1601, hasta provocar la declarada resistencia de las iglesias de Castilla y León que se juntaron en comunidad o congregación para defender la inmunidad eclesiástica o regularizar a lo menos el pago de tantas exacciones como pesaban sobre el estado eclesiástico: tercias, cruzadas, subsidio, excusado... ¿Quién las contará todas? Hasta 1650, los reyes habían solicitado siempre permiso de Roma para cobrar la de millones; pero en esa fecha, triunfante ya el regalismo en los Consejos, comenzó a atropellarse la inmunidad eclesiástica y a cobrarse sin autorización la sisa, a pesar de las enérgicas protestas del cardenal-arzobispo de Toledo, D. Cristóbal Moscoso y Sandoval (2154); de Palafox, obispo de Osina, y de Fr. Pedro Tapia, arzobispo de Sevilla, el último de los cuales llegó a excomulgar nominatim a todos los cobradores y a poner entredicho, que duró once meses. La Iglesia triunfó por entonces: se suspendió la cobranza y hubo que restituir lo cobrado.

En aquel primer hervor de espíritu regalista no faltaron voces que se alzasen hasta contra la Inquisición. El Consejo de Castilla, en consulta de 7 de octubre de 1620, 8 de octubre de 1631 y 30 de junio de 1639, proponía que se despojara de su parte de autoridad real a los inquisidores, «los cuales gozaban a preeminencia de afligir el alma con censuras, la vida con desconsuelos, y la honra con demostraciones. Las competencias de jurisdicción, las varias etiquetas y hasta las infinitas concordias, [352] tan pronto hechas como rotas, fueron un semillero de pleitos. La magistratura secular era generalmente enemiga de las inmunidades y exenciones del Santo Oficio, y bien claro lo demuestra la célebre consulta de 12 de mayo de 1639, dirigida a Carlos II por una junta magna de consejeros de Estado, Castilla, Aragón, Italia, Indias y Órdenes, que presidió el marqués de Mancena. Allí, después de quejarse largamente de que los inquisidores turben todas las jurisdicciones, queriendo anteponer la suya y que sus casas tengan la misma inmunidad que los templos, con menoscabo de la justicia ordinaria y de la autoridad de los jueces reales, proponen ciertas cortapisas en cuanto a censuras, invocan el recurso de fuerza y piden que se modere el privilegio del fuero en los ministros, familiares y dependientes.

Todo esto y lo antes referido se decía y disputaba libremente entre buenos y fervorosos católicos y por entonces no era ocasión a peligro alguno. Pero es lo cierto que el poder real a principios del siglo XVIII tenía a su alcance, recibidos como en herencia de los Reyes Católicos y de los austríacos, no sólo la pingüe regalía del patronato y el amplísimo derecho de presentación, sino el terrible poder del exequatur y el de los recursos de fuerza. Y para sostener toda esta máquina de privilegios y de usurpaciones tenía a su servicio la ciencia de los legistas, enamorados del gobierno absoluto, y para quienes era máxima aquello de que la ley es la voluntad del príncipe, siendo manera de sacrilegio el juzgar de su potestad. Las tradiciones del derecho imperial, por una parte, el interés, por otra, y, finalmente, el espíritu etiquetero y litigioso de corporación y de colegio, atentos más a la forma que a la sustancia, habían llenado los tribunales, especialmente el Consejo de Castilla, de gárrulos defensores de las regalías.

Pongamos ahora, en vez de la sociedad católica y española del siglo XVII, la sociedad galicana y enciclopedista del siglo XVIII, y sin más explicaciones comprenderá el más lego pará qué podían servir, en manos de los ministros de un rey absoluto como Carlos III, contagiados todos, cuál más, cuál menos, ya de jansenismo, ya de volterianismo, el pase regio, los recursos de fuerza, la regalía de amortización y el patronato. ¡Oh si hubieran podido levantar la cabeza Ceballos y Salgado! ¡Cómo se hubieran avergonzado de verse citados por Campomanes y por Llorente! Bien puede jurarse que, si tal hubieran podido adivinar, hubieran quemado ellos mismos sus libros y hasta se hubieran quemado la mano con que los escribieron (2155). [353]







- III -

Disidencias con Roma. -Proyectos de Macanaz. -Su caída, proceso y posteriores vicisitudes.

Varia como las alternativas de la guerra de Sucesión fue la conducta del papa Clemente XI (Albani) respecto de Felipe V. Pero en general se le mostró desfavorable, llegando a reconocer por rey de España al archiduque cuando los austríacos, dueños de Milán y de Nápoles, amenazaron con la ocupación de los Estados pontificios. En represalias, Felipe V, por decreto de 22 de abril de 1709, al cual precedió consulta con el P. Robinet, su confesor, y con otros teólogos, cerró el Tribunal de la Nunciatura, desterró de España al nuncio y cortó las relaciones con Roma (2156). Los regalistas vieron llegado el siglo de oro. Una junta de consejeros de Estado y de Castilla mandó escudriñar en los archivos cuantos papeles se hallasen favorables al regio patronato y contrarios a lo que se llamaba abusos de la curia romana. Contra ellos clamaron también las Cortes de 1713, célebres por el establecimiento de la ley Sálica. Al frente de los regalistas estaban el obispo de Córdoba y virrey de Aragón, D. Francisco de Solís, que resumió en un virulento Memorial (dado de orden del rey, transmitida por el marqués de Mejorada) las quejas de todos los restantes (2157), y el intendente de Aragón, D. Melchor Rafael de Macanaz, personaje famosísimo, y con quien ya es hora de que hagamos conocimiento.

Entre los leguleyos del siglo XVIII, pocos hay tan antipáticos como él, y vanos son cuantos esfuerzos se hacen para rehabilitar su memoria. No nos cegará la pasión hasta tenerle por hereje; [354] pero su nombre debe figurar en primera línea entre los serviles aduladores del poder real, entre los autores y fautores de la centralización a la francesa y entre los enemigos más encarnizados de todos los antiguos y venerados principios de la cultura española, desde la potestad eclesiástica hasta los fueros de Aragón. Era murciano, de la ciudad de Hellín, nacido en 1679, de familia no rica, pero antigua. En la gramática se aventajó poco; más en el derecho civil y canónico, que cursó en Salamanca. Su inteligencia era tardía y algo confusa: pero su laboriosidad en el estudio era incansable y férrea. Acabó por ser grande estudiante, opositor a cátedras, muy aventajado en ejercicios y conclusiones, y, a la postre, catedrático de instituta y de cánones, dándole reputación sus lecturas De solutionibus, De fideiommissis y De rescriptis. De su piedad entonces, a pesar del regalismo, no puede dudarse. Baste decir que sustituyó los antiguos y tumultuosos vítores de los estudiantes con un rosario que iban cantando por las calles en loor de la Santísima Virgen cuando ocurría elección de rector u otro suceso análogo. Algo amengua el mérito de esta disposición piadosa lo mucho que el mismo Macanaz la cacareó, así en su autobiografía como en un tomo en folio que escribió, arrebatado de su desastrosa fecundidad, con el rótulo de Vítores de Salamanca y de la Santa Virgen.

De las aulas pasó a la práctica forense, y en los tribunales de Madrid logró mucha fama en los últimos días de Carlos II, llegando a ser propuesto por el Consejo de Indias para una plaza de oidor en Santo Domingo. Mucho le dio la mano el cardenal Portocarrero, al cual acompañó, como promotor fiscal, en una visita eclesiástica girada al priorato de San Juan. Fogoso partidario de la causa francesa desde el comienzo de la guerra, asistió a Felipe V en la frontera de Portugal y en Cataluña y fue asesor del virrey de Aragón, conde de San Esteban de Gormaz, y muy protegido del embajador francés, Amelot. Aquilatada así su ciega fidelidad a la causa real, Macanaz fue el hombre escogido en 1707 para intendente de Valencia, con públicas y secretas instrucciones encaminadas a implantar allí un gobierno semejante al de Castilla y acabar del todo con los antiguos fueros y libertades.

Nadie más a propósito que Macanaz para ejecutor de las voluntades del hipocondríaco príncipe francés, que bárbaramente y a sangre fría había ordenado la destrucción de Játiva. En aquel país hasta las piedras se levantaban contra la Casa de Borbón, y no era el arzobispo D. Antonio Cardona el menos fogoso partidario de los derechos del archiduque Carlos. Macanaz, duro e inflexible en sus determinaciones, tropezó muy luego con él, atropelló la inmunidad eclesiástica, y fue excomulgado por el arzobispo, teniendo que defenderse en un largo Memorial, que, según su costumbre, llegó o dos tomos en folio.

De Valencia pasó a Intendente de Aragón, de cuyas antiguas libertades era acérrimo enemigo, como bien lo declaran [355] ciertos discursos jurídicos, históricos y políticos que contra ellas escribió; obra farragosa e ilegible, que, con muy mal acuerdo, ha sido sacada estos últimos años de la oscuridad en que yacía (2158). ¿Qué pensar del criterio histórico de un hombre que llamaba a los fueros de Aragón «injustas concesiones arrrancadas a los reyes a fuerza de levantamientos sediciosos»? ¡Y éste es uno de los patriarcas y progenitores del liberalismo español!

En Zaragoza gobernó como un visir, cargando con la odiosidad de aquella gente; pero su crédito con los palaciegos franceses y con su gran protectora la princesa de los Ursinos creció como la espuma conforme crecían los dineros que de su intendencia, y con diversos tributos y exacciones, iban recaudando.

Tales servicios y la reputación que tenía de canonista hicieron que la corte le prefiriese en 1713 para ir de plenipotenciario a París, donde (por mediación de Luis XIV, a quien Macanaz no se harta de llamar el grande, y cuya tutela pesaba vergonzosamente sobre su nieto y sobre España) debía tratarse del arreglo de las cuestiones pendientes con Roma. En nombre de la Santa Sede dirigía la negociación del nuncio, Aldobrandi. Mandóse entregar a Macanaz todos los papeles de la junta magna de 1709 y del Consejo y recopilar en un Memorial todos los agravios que el Gobierno español pretendía haber recibido de los Tribunales de Roma y de la Nunciatura.

Macanaz recibió los papeles de manos del cardenal Giudice, inquisidor general, y los extractó en cuatro tomos en folio, que le servieron de aparato y de pruebas para su famoso Memorial, comúnmente llamado el de los 55 puntos, presentado como informe fiscal al Consejo de Castilla en 19 de diciembre de 1713 (2159).

Aunque su doctrina es de fondo cismático, comienza por declarar, a modo de precaución oratoria, que en materias de fe y religión se debe seguir a ciegas la doctrina de la Iglesia y los cánones y concilios que la explican. Pero, en materias de gobierno temporal, todo príncipe es señor de sus estados, y puede hacer e impedir cuanto favorezca o contradiga al bien de ellos. Los principales capítulos son:

1.º Que sean gratuitas las provisiones de la Santa Sede.

2.º Que no se consientan las reservas, so pena de extrañamiento del reino y ocupación de frutos del beneficio vacante y de todo género de temporalidades.

3.0 Anulación de las pensiones sobre dignidades y beneficios eclesiásticos, especialmente de las llamadas in testa ferrea, [356] por ser en defraudación de los patronos y contra las piadosas disposiciones de los fundadores.

4.º Que nadie vaya a Roma a pretender beneficios, sino que se entienda con el agente de preces, y éste con el fiscal general del Consejo, todo bajo las mismas penas de extrañamiento y ocupación de temporalidades.

5.º Que no se toleren las coadjutorías con futura sucesión, los regresos, accesos e ingresos en beneficios o prebendas, seculares o regulares, con cura de almas o sin ellas.

6.º Que nadie (bajo las bárbaras penas de seis años de presidio y mil ducados de multa, si es noble, y de seis años de galeras al remo, si es plebeyo) ose solicitar de Roma dispensas matrimoniales sin presentar antes los despachos al fiscal general, y éste al Consejo y el Consejo al rey.

7.º Que no vayan a parar a la Cámara apostólica los expolios y vacantes.

8.º «Que absolutamente se cierre la puerta a admitir nuncio con jurisdicción» y que a nadie sea lícito apelar a tribunal alguno de fuera de estos reinos, sino que todos los pleitos y censuras eclesiásticas vayan de los ordinarios al metropolitano, y de éste al primado.

9.º Que se cumpla el real arancel de derechos en los tribunales eclesiásticos.

10.º Que se multipliquen los interdictos posesorios y los recursos de fuerza, regularizándose su ejecución, lo mismo que el conocimiento de las causas civiles y criminales de los exentos, arrancando a los tribunales eclesiásticos la jurisdicción mere temporal que tienen usurpada.

11.º Que se ataje la amortización de bienes raíces y vuelvan a estar en vigor las pragmáticas de D. Juan II (1422, 1431, 1462), que mandaron suspender los Reyes Católicos.

12.º Que se castigue severamente a los clérigos defraudadores de las rentas reales, contrabandistas y guerrilleros en la pasada guerra de Sucesión. Macanaz lleva su celo realista hasta traer a colación antiguas leyes, que mandan herrarles la cara con hierro candente.

13.º Que se restrinja el derecho de asilo, o sea, la inmunidad local, lo mismo que la frecuencia y el rigor de las censuras, a tenor de lo dispuesto por el concilio de Trento.

14.º Que nadie sea osado a alegar la autoridad de la bula In Coena Domini sino en los capítulos admitidos de antiguo en España; y que así ella como la bula Unam Sanctam, de Bonifacio VIII, y otras al mismo tenor sólo se observen y guarden en cosas de la fe y religión y no en las que tocan al gobierno temporal de los pueblos.

15.º Que el rey provea por sí, conforme a las leyes de estos reinos, los obispados vacantes, ya que el papa no quería aprobar las presentaciones de Felipe V y sí las del archiduque. [357]

16.º Que, a pesar de todas las excepciones, puede el rey, sin impetrar breve ni rescripto de Roma, incluir al estado eclesiástico, así secular como regular, en los repartimientos y contribuciones de guerra y aun hacer uso de la plata de las iglesias.

17.º Que se guarde lo prevenido en el concilio de Trento sobre unión de parroquias y beneficios...

20.º Que se reformen las religiones como las dejó el cardenal Cisneros y que los productos de esta reforma se apliquen a hospitales, casas de niños huérfanos, casas de corrección de mujeres, escuelas, etc., sin que por caso alguno se tolere que haya en cada pueblo más de un convento de religiosos y otro de religiosas de la misma orden ni más de un convento de cualquiera especie en pueblo que no pase de mil vecinos.

De los fundamentos jurídicos e históricos de este papel no hay que hablar. Júzguese cuál sería la erudición canónica o la buena fe de un hombre que supone concedida por autoridad de los reyes la elección de los obispos por el clero y el pueblo,tradicional y veneranda disciplina de la Iglesia desde los primeros siglos. A tal punto le ciega su monarquismo, confundiendo y barajando cánones y tiempos. Hay en su papel extraña mezcla de verdades útiles y de denuncias de verdaderos abusos con proposiciones gravemente sediciosas y atentatorias de los derechos de la Iglesia. Prohibir toda apelación a Roma, sustituir la presentación con el nombramiento regio, someter al visto bueno del Consejo todo linaje de preces, incomunicar a los católicos con la Santa Sede, hacer de una manera laica y cesarista la reforma del estado eclesiástico, era de hecho quitar en España toda jurisdicción al papa, oprimir de todas maneras la conciencia de los católicos y constituir una especie de iglesia cismática, cuyos pontífices fuesen los fiscales del Consejo.

Ya para entonces se había desistido de enviar a Macanaz a París. En lugar suyo fue D. José Rodrigo Villalpando, antiguo fiscal real y patrimonial de la Audiencia de Aragón, hechura de nuestro fiscal, que le designó para el cargo y le dio sus instrucciones, mientras él quedaba en Madrid asesorando a Orry y dirigiendo los hilos de la trama.

Pero había ido demasiado lejos en el Memorial de los 55 párrafos, que aun a sus amigos pareció temerario y duro en los términos. Tenía, por otra parte, poderosísimos adversarios, y más que ninguno, el cardenal inquisidor general, D. Francisco Giudice, resentido con el fiscal desde que éste se había opuesto a su pretensión de ser arzobispo de Toledo alegando las leyes recopiladas, que prohibían dar prelacías a extranjeros. A este primer disgusto se añadió en el ánimo del cardenal el de no haber sido nombrado para ajustar el concordato, aunque Felipe V, como para desagraviarle, le envió a París con una misión extraordinaria.

Hallábase en aquella corte a tiempo que un consejero llamado D. Luis Curiel, que luego reemplazó a Macanaz en la [358] fiscalía del Consejo de Castilla, delató a la Inquisición el pedimento de Macanaz, faltando al secreto que había jurado observar. Examinado por varios teólogos, los pareceres se dividieron, siendo de los más favorables el del P. Polanco, célebre impugnador del gassendismo. Pero la mayoría le calificó de sedicioso, ofensivo de los oídos piadosos y aun de herético y cismático, extremándose en la censura el P. Polanco, de la Orden de Santo Domingo, porque él era de los teólogos que habían aconsejado a Felipe V, años antes, la expulsión del nuncio y la clausura de su tribunal.

En vista de los dictámenes, el inquisidor general, por edicto fechado en Marly el 30 de julio de 1714, condenó el informe fiscal, juntamente con ciertos libros de M. Barclay y M. Talón, en defensa de las regalías de Francia. Y tres consejeros de la Inquisición hicieron publicar el edicto en todas las iglesias de Madrid el 15 de agosto de 1714. Bien puede decirse que a él fue el último acto de energía del Santo Tribunal. Entablóse un duelo a brazo partido entre la Inquisición y el poder real; pero la Inquisición triunfó, aunque por última vez.

El rey mandó a los tres consejeros revocar el edicto sin tardanza, y ellos contestaron que le habían recibido del inquisidor general. Con esto, se mandó llamar al cardenal Giudice, muy odiado en la corte de Versalles, y en Bayona se le intimó la orden de revocar el edicto, de dimitir su cargo de inquisidor general y de volverse a Italia. Sustituyóle el obispo Gil de Taboada, y con él fueron nombrados otros cuatro consejeros, a los cuales no quisieron dar posesión los antiguos.

En tal conflicto, se pensó hacer una reforma del Tribunal de la Fe, y el marqués de Grimaldo comisionó a Macanaz y al fiscal del Consejo de Indias, D. Martín de Miraval, para que examinasen los archivos de ambos Consejos y, en vista de los antecedentes, diesen por escrito su dictamen, lo cual hicieron en consulta de 3 de noviembre de 1714.

Pero las bulas de Gil de Taboada no acababan de llegar de Roma, y, en cambio, Giudice contaba con el valioso y decidido apoyo del abate Julio Alberoni, negociador de la boda de Felipe V con Isabel Farnesio y señor absoluto de la voluntad de los reyes después de la caída de la princesa de los Ursinos. Alberoni, aprovechándose de una breve ausencia de Macanaz en Francia, volvió a llamar a Giudice, le restituyó su cargo, y dio, en cambio, a Taboada, el arzobispado de Sevilla.

Desde entonces, el cambio de política fue notable, y la perdición de Macanaz segura, porque la condición de Felipe V era tan débil y pueril, que jamás acertó a defender ni aun a sus más fieles amigos y servidores. Alberoni comenzó por anular los proyectos de Orry sobre la plata de las iglesias, y en sus primeros decretos acusó a los ministros anteriores de enemigos de la Iglesia y usurpadores de su potestad por haber separado [359] de su cargo a un inquisidor general, que sólo podía ser desposeído por el papa. Macanaz protestó desde Pau de Bearne, donde se hallaba; pero, faltándole a poco su gran protector el marqués de Grimaldo, quedó expuesto sin defensa a la venganza de sus enemigos. El cardenal Giudice publicó nuevo edicto, citándole a comparecer en el término de noventa días para responder a los cargos que pesaban sobre él de herejía, apostasía y fuga. Se embargaron sus bienes, libros y correspondencias, se tomó declaración a cuantos tenían cartas suyas y hasta se redujo a prisión a un hermano suyo, fraile dominico, que luego resultó sin culpa.

Macanaz escribió enormemente en defensa propia y ofensa de Giudice aunque guardándose bien de volver a España, como decía en conciencia. Todo el nervio de su argumentación estribaba en el falso supuesto de ser la Inquisición un tribunal de jurisdicción real, en que no tenían derecho a mezclarse la Santa Sede ni los obispos.

Vista la rebeldía y no comparecencia de Macanaz, un tercer edicto le declaró excomulgado y sospechoso en la fe, sin que ninguno de los inquisidores generales que vinieron después de Giudice se atrevieran a revocarlo.

Macanaz. vivió desde entonces fuera de España, pero en correspondencia secreta con el rey, con su confesor el P. Daubenton, con el marqués de Grimaldo y con otros personajes y ocupado en altas misiones diplomáticas, v. gr., la de enviado extraoficial, aunque él se dice plenipotenciario, en el Congreso de Cambray.

A despecho de Alberoni, primero, y de Riperdá, después, nunca dejó desde Bruselas, desde Lieja o desde París de asistir al rey con sus informes y consejos ni antes ni después de 1730, en que ya su influencia política, pública o secreta, iba decayendo.

Algo pareció volver a levantarse, después de treinta y dos años de destierro, cuando contaba ochenta de edad, en 1746, con el advenimiento de Fernando VI, cuyos ministros Carvajal y Ensenada le enviaron de plenipotenciario al Congreso de Breda. Pero pronto incurrió en su enojo por haberse mostrado partidario de la alianza con Inglaterra, y en 1748 se le intimó la orden de volver a España. Llegó a Vitoria el 3 de mayo, y aquel mismo día fue conducido por un piquete de dragones a la ciudadela de Pamplona, de donde pasó al castillo de San Antón, de La Coruña.

Doce años permaneció en aquellas durísimas prisiones militares, hasta que vino a restituirle la libertad el advenimiento de Carlos III, y con él el triunfo de la mayor parte de sus ideas. Pero no le alcanzó la vida para disfrutar de él. Murió en Hellín el 2 de noviembre de 1760, a los noventa y un años cumplidos de su edad, meses después de haber salido de las cárceles. Bueno [360] será advertir que en esta última persecución suya no tuvo la Inquisicion ni arte ni parte alguna (2160).

Las obras de Macanaz son en gran número; pero no hay para qué formar catálogo de ellas, cuando ya lo hizo con toda diligencia y esmero un descendiente suyo. Además, la mayor parte de ellas nada tienen que ver con el propósito de esta historia. Escritor tan prolífico como desaliñado, nada escrupuloso en achaques de estilo, jamás se le ocurrió perseguir bellezas literarias. Escribió como fiscal que informa, y su literatura es cancilleresca, curial y de oficina. Ahógale una erudición indigesta, muchas veces inútil y parásita. Sus escritos, a juzgar por los pocos que han llegado a imprimirse, deben de ser un fárrago de repeticiones sin arte. Dejó acopiados curiosos materiales para la historia de España y de sus conquistas americanas; notas a la España Sagrada, a Mariana y al Teatro crítico, de Feijoo; once tomos de memorias sobre la guerra de Sucesión y el establecimiento de la Casa de Borbón en España; notas al Derecho real de España y muchos tomos de documentos con apostillas y observaciones suyas al pie y por las márgenes. Lo que sabemos de estas obras, todavía inéditas y de propiedad privada, completa la fisonomía intelectual de Macanaz, y es por sí prueba suficiente para declarar apócrifos otros papeles que se le atribuyeron manuscritos, algunos de los cuales llegaron a estamparse en el Semanario erudito. Macanaz no era jansenista ni partidario de ninguna de las proposiciones reprobadas en la bula Unigenitus; y bien lo prueba su voluminosa Historia del cisma janseniano, manuscrita en ocho tomos, parte de los cuales están en la Academia de la Historia. Macanaz no prevaricó en las cuestiones de la gracia, ni era bastante teólogo para eso. Fue sólo acérrimo regalista con puntas cismáticas. Tampoco fue enemigo sistemático del Santo Oficio ni antes ni después de su persecución. Antes había escrito una Defensa de ella (2161) contra M. Dellon, médico francés, y después una Historia dogmática, no hartándose en una ni en otra de llamar santo y admirable al Tribunal de la Fe. Mal conocían a éste y mal conocían a Macanaz los que han supuesto que tuvo intención de destruirle o aniquilarle. La Inquisición le encantaba; pero en manos del rey y con inquisidores nombrados por él y sin facultades para proceder contra los ministros, es decir, una Inquisición regalista y medio laica, una especie de oficina del Consejo. A la fin y a la postre, esto vino a ser en los últimos y tristísimos años del siglo XVIII. Quien sepa las buenas relaciones [361] de Macanaz con el P. Daubenton y con los jesuitas de Pau, tampoco tendrá por suyos ciertos Auxilios para bien gobernar una monarquía católica (2162) cuando vea que el décimo de los Auxilios que el autor propone es la expulsión de los jesuitas, a quienes llama enemigos tenaces de la dignidad episcopal y del Estado, motivo suficiente para creer que los tales Auxilios se forjaron, con poco temor de Dios, en el tiempo feliz del Sr. D. Carlos III, en que vulgares arbitristas y papelistas curiosos especularon en grande con el nombre y la fama algo misteriosa de Macanaz. Harto tiene éste con el Memorial de los 55 puntos, cuya paternidad nadie le niega, para que su nombre sea de mal recuerdo entre los católicos españoles.







- IV -

Gobierno de Alberoni. -Nuevas disensiones con Roma. -Antirregalismo del cardenal Belluga. -La bula «Apostoli Ministerii». -Concordato de 1737.

Con la caída de Macanaz parecieron allanados los obstáculos que se oponían a la celebración del concordato. Alberoni comenzó por llamar a Giudice, robustecer la autoridad del Santo Oficio y anular cuanto Orry había proyectado contra los bienes de las iglesias. Los tratos entre el nuncio Aldobrandi y D. José Rodrigo Villalpando, después marqués de la Compuesta, en tratos se quedaron, y es dudoso que ningún convenio, ni siquiera provisional, llegara a firmarse. Desavenidos al poco tiempo el omnipotente ministro y el testarudo inquisidor general, tuvo éste que renunciar su cargo y retirarse a Italia, mientras que a Alberoni le valía el capelo cierto convenio, no concordato en rigor jurídico, mediante el cual volvió a abrise el Tribunal de la Nunciatura (1717).

Pero vino a dar al traste con todo la codicia simoníaca de Alberoni, el cual, no satisfecho con el obispado de Málaga, que contra toda ley del reino había alcanzado, y con las rentas del arzobispado de Tarragona, que malamente detentaba, quiso y obtuvo de Felipe V que le presentase para la mitra de Sevilla. La negativa de Roma puso fuera de sí al cardenal, quien echando por los mismos atajos que Macanaz, víctima suya, expulsó de estos reinos al nuncio, cerrando su Tribunal; mandó salir de Roma a los españoles, cobró, sin solicitar bulas ni concesiones pontificias, el subsidio eclesiástico y pidió informe a una junta magna sobre los consabidos abusos de la curia romana en materia de reservas, expolios y vacantes, apelaciones, dispensas, cédulas bancarias, presentación de obispos, etc. [362]

Tales violencias duraron poco; no tardó en caer Alberoni, odiado igualmente por España y por Roma, a cuyos intereses había servido de una manera vacilante y desigual, siempre con más talento que fortuna y con más fortuna que conciencia. Pocos de los nuestros le agradecieron sus altos pensamientos de reconquistar Italia y lo que hizo por nuestra marina y el buen lugar que dio a España entre las potencias de Europa, aunque el éxito no coronase de todo en todo sus planes.

Cada vez más embrollados los puntos de disidencia con Roma, era urgente venir a un acuerdo, sobre todo para hacer con autoridad apostólica la reforma que dentro de casa necesitábamos, y que pedían a gritos los prelados más austeros y menos sospechosos de regalismo, llevando entre ellos la voz el insigne obispo de Cartagena, D. Luis Belluga, cardenal desde 1720, prelado batallador al modo de los de la Edad Media, gran partidario de la Casa de Borbón, hasta el extremo de haber levantado a su costa 4.000 hombres en la guerra de Sucesión, declarándola guerra santa, y presentándose en persona en el campo de batalla de Almansa para decidir la victoria; virrey y capitán general de Valencia en nombre de Felipe V, pero enemigo acérrimo de la camarilla francesa, de Orry y de Macanaz y de la princesa de los Ursinos, a la vez que ultramontano rígido y azote de las pretensiones regalistas de los fiscales del Consejo, como lo pruela su famoso Memorial de 1709 protestando de la expulsión del nuncio y de la clausura de su Tribunal y combatiendo ásperamente el pase regio y los recursos de fuerza.

En cuanto a la reforma del estado eclesiástico, los pareceres se dividieron. Unos, como el ejemplar y venerable arzobispo de Toledo, P. Francisco Valero y Cora, se inclinaban a reanudar los concilios provinciales, malamente interrumpidos desde fines del siglo XVI con pretextos de etiqueta (v. gr., la cuestión del marqués de Velada), que ocultaban males más hondos. Y realmente, Felipe V, por cédula fecha en 30 de marzo de 1721 (2163), recomendó a los prelados la pronta celebración de estos sínodos provinciales y diocesanos, conforme a las disposiciones de los sagrados cánones y del concilio de Trento y balo la real protección, sin atender a usos, estilos ni costumbres contrarias.

El cardenal Belluga, o porque temiera ver desarrollarse algún germen cismático en estos concilios provinciales o por no querer asistir como sufragáneo al sínodo de Toledo, él que era cardenal y obispo de la antigua metrópoli cartaginense, de la cual en los cinco primeros siglos dependió Toledo, opinó que la reforma debía impetrarse de la Santa Sede, y él por su parte la solicitó, autorizado por el rey y apoyándole varios prelados. Tal fue el origen de la famosa bula Apostolici Ministerii, dada por Inocencio XIII en mayo de 1723.Todo lo que en ella se [363] dispone, o más bien se recuerda, dispuesto estaba en el concilio de Trento: condiciones con que ha de admitirse a la prima tonsura; precisa adscripción de los ordenados a alguna iglesia y asistencia en ella: supresión de beneficios y capellanías que no tengan rédito fijo y reducción de los incongruos; predicación obligatoria de los párracos o sus coadjutores; autoridad y preeminencia de los obispos en coro, capítulo y actos públicos a pesar de todo privilegio, costumbre inmemorial y concordias de cabildos. Item, que no se admita en ningún monasterio ni convento mayor número de frailes y monjas que los que puedan mantenerse de los bienes del mismo convento o de las limosnas acostumbradas; que sólo el diocesano pueda dar órdenes y letras dimisionarias y licencias de confesar a los regulares; que los obispos remedien todos los abusos introducidos en las iglesias contra las prescripciones del ceremonial de obispos, o del ritual romano, o de las rúbricas del misal y del breviario, sin admitir en contra ninguna apelación suspensiva; que se cumplan los decretos de Clemente XI sobre celebración de misas en oratorios privados y altares gestatorios. Y, finalmente, se dictan algunas reglas sobre apelaciones e inhibiciones y jueces conservadores, recomendándose en todo lo demás la observancia de los cánones de Trento, sin que valga a detenerla ningún privilegio anterior, ni costumbre, ni prescripción centenaria o inmemorial (2164).

Seculares y regulares pusieron el grito en el cielo ante esta bula de verdadera reformación, que, con no traer nada nuevo, venía a cortar inveterados abusos y a restituir a los obispos lo que nunca debieron haber perdido. El clamor de los cabildos, que se creían atacados en sus exenciones, y el de muchos frailes, que veían menoscabados sus privilegios, se juntó con el de los regalistas, que de las exenciones gustaban, y en cuanto a la reforma, si es que en ella pensaron, querían hacerla dentro de España y por mano real. Infinitos memoriales llovieron a nombre de las catedrales de Castilla y León. Con todo eso, la bula se cumplió, a lo menos en parte, y conservó su autoridad legal en todo, siendo no pequeña gloria para el cardenal Belluga haberla obtenido primero y defendido después gallardamente (2165).

Con breves intervalos de quietud, todo el reinado de Felipe V, en sus dos períodos, fue de hostilidad más o menos descubierta contra Roma. El nieto de Luis XIV no podía perdonar al papa sus simpatías por los austríacos sobre todo en las cuestiones de Italia. De aquí nuevas expulsiones del nuncio y clausura de su tribunal y prohibiciones de enviar dinero a Roma, y hasta una invasión de los Estados pontificios por el infante D. Carlos, ya rey de Nápoles en 1736. A la sombra de tales violencias se logró el capelo para el infante D. Luis, [364] administrador de los arzobispados de Toledo y de Sevilla a los diez años, y se ajustó el concordato de 1737 (26 de septiembre), confirmado por breve de 14 de noviembre del mismo año. En él se restringe la inmunidad local; se trata, de poner remedio a los fraudes y ficciones de ventas y contratos hechos a nombre de eclesiásticos para lograr exenciones de impuestos; se prohíben los beneficios por tiempo limitado; se concede al rey un subsidio de 150.000 ducados por cinco años, se sujetan a contribución, desde la fecha de la concordia, los bienes que de nuevo pasasen a manos muertas; se previene a los ordinarios moderación y cautela en las censuras; se anuncia una visita de regulares hecha por los metropolitanos; se reserva Roma las causas de apelación más importante (matrimoniales, decimales, jurisdicciones, etc.), confiando a jueces in partibus las inferiores; se mandan formar un estado de los réditos ciertos e inciertos de todas las prebendas y beneficios gala tasar y regular las imposiciones y medidas anatas. Quedaban en suspenso, aplazadas más o menos indefinidamente, las cuestiones más importantes y escabrosas: el regio patronato, las reservas, los expolios y vacantes y las coadjutorías (2166).

Semejante concordato no satisfizo a nadie. A los regalistas pareció poco, y a los ultramontanos, demasiado. Hacíase ahínco, sobre todo, en lo del patronato regio, en defensa del cual había publicado poco antes el ministro Patiño un abultado infolio, que llamó, conforme al gusto del tiempo, Propugnáculo histórico, canónico, político y legal (2167).

La verdad es que, al fin de la jornada, bien poco lograron aquellos ministros que en son de guerra habían invadido las tierras del papa, y recogido a mano real los breves de Roma, y estorbado el curso de las preces. Todo consistió en que Patiño había muerto al tiempo de cerrarse el concordato y que no le ultimó él, sino su sucesor D. Sebastián de la Cuadra (2168).

El concordato fue letra muerta excepto en lo relativo al derecho de asilo. Los abusos siguieron en pie, y Mayáns llegó a decir que aquella concordia no era válida de hecho ni de derecho. Pero ni del derecho ni del hecho puede dudarse, ya que ambas partes lo aceptaron y dieron disposiciones para hacerle cumplir.

Pero todo estaba en el aire mientras no se resolviera la cuestión del patronato. Y no porque aflojaran un punto los ministros de Felipe V en reunir documentos para sacarle a salvo [365] y enviar colecciones de ellos a Roma. Sabemos por Mayáns (en sus Observaciones) que el marqués de los Llanos, D. Gabriel de la Olmeda, fiscal de la Real Cámara, recopiló en un papel los fundamentos de hecho y de derecho que confirmaban el patronato, y que este papel pasó a Roma y mereció una refutación en forma de Benedicto XIV, que, como doctísimo canonista que era, no quiso pasar por las simples copias de bulas que el cardenal Aquaviva le presentó y puso reparos críticos a la cronología de muchas de ellas.

Entre tanto, el espíritu antirregalista había provocado cierta reacción en España. Víctima de ella fue el franciscano Fr. Nicolás de Jesús BELANDO, autor de la Historia civil de España, donde largamente refirió todos los acontecimientos del reinado donde de Felipe V hasta el año de 1735. Contaba entre ellos el caso de Macanaz en tono de apología de aquel ministro, y en las disensiones de Roma daba siempre la razón al rey, y trataba po poco agriamente al P. Daubenton, confesor del rey, y a los jesuitas, acusándolos hasta de revelar secretos de confesión, v. gr., el pensamiento que Felipe V tuvo de abdicar en Luis I (2169). En 6 de diciembre de 1746 se mandó recoger el tomo 3.º de la Historia de BELANDO, «por contener proposiciones temerarias, escandalosas, injuriosas, denigrativas de personas constituidas en dignidad, depresivas de la autoridad y jurisdicción del Santo Oficio, próximas a la herejía y, respectivamente, heréticas».

El autor reclamó, invocó en favor suyo las aprobaciones de su libro, el hecho de haber aceptado Felipe V la dedicatoria y el dictamen que en favor suyo había dado D. José Quirón, abogado de los Reales Consejos. Todo fue en vano; BELANDO y Quirón fueron encarcelados, y el primero, recluso en un convento de su Orden en Valencia, con prohibición de escribir en adelante y severas penitencias. El tercer tomo de la obra de BELANDO, que abarca los sucesos ocurridos desde 1713 a 1733, es raro y buscado por los bibliófilos. Macanaz escribió de él unas anotaciones apologéticas que andan manuscritas (2170).







- V -

Otras tentativas de concordato, hasta el de 1756.

No hay parte de nuestra historia, desde el siglo XVI acá, más oscura que el reinado de Fernando VI. Todavía está por hacer el cuadro de aquel período de modesta prosperidad y reposada economía, en que todo fue mediano y nada pasó [366] de lo ordinario ni rayó en lo heroico, siendo el mayor elogio de tiempos como aquéllos decir que no tienen historia. Pero mientras la honradez, la justicia, la cordura y el buen seso, el amor a la paz, el respeto a la tradición, el desinterés político y la prudencia en las reformas sean prendas dignas de loor en hombres de gobierno, vivirá honrada y querida la memoria de aquel buen rey, que, si no recibió de Dios grande entendimiento, tuvo, a los menos, sanísimas intenciones e instinto de lo bueno y de lo recto, guía más segura e infalible que todos los tortuosos rodeos de la política de Maquiavelo. Aquel reinado no fue grande, pero fue dichoso. De Fernando VI y de Ensenada y del P. Rábano puede decirse con una sola frase que gobernaron honrada y cristianamente, no como quien gobierna un grande imperio, sino como el padre de familia que rige discretamente su casa y acrece por medios lícitos el caudal heredado. ¡Dichosos aquellos tiempos; en que todavía era posible gobernar así!

Pero dichosos, no, porque el germen mortífero del espíritu del siglo XVIII vivía o se inoculaba en España, aunque con más lentitud que en otras partes. Y en ese mismo reinado de Fernando VI, que fue ciertamente intervalo de paz, aunque breve, daba alguna señal de su existencia ya en arranques regalistas, ya en alguna leve punta volteriana que asoma en los escritos de los que más de cerca seguían el movimiento literario de Francia, ya en la primera aparición de las sociedades secretas.

Como quiera, las cuestiones pendientes con Roma se allanaron entonces merced a un nuevo y definitivo concordato. Afírmase repetidamente, y con error, que el de 1737 no llegó a ser ley del reino ni fue aceptado por el Consejo; pero convencen de lo contrario las reales cédulas impresas en 1741 mandándole cumplir y ejecutar en todas sus partes (2171). El mal estuvo en la inobservancia y, sobre todo, en lo incompleto de la concordia, que era y parecía provisional. Sobre todo era urgente resolver la discordia del patronato. Mucho hincapié hacía la Dataría romana en no reconocerle, alegando ser poquísimas las iglesias fundadas por nuestros reyes, pues no los había en los primeros siglos cristianos, a lo cual se juntaba el haber sido nombre jamás oído en la Iglesia hasta el siglo XI el de patronato de legos. Contestaban los regalistas alegando el título de dotación, el de conquista, los indultos apostólicos y la costumbre. El mismo P. Rábano, si es suyo el papel que con su nombre se ha impreso sobre esta materia (2172), llama al patronato «el bien de los bienes y el remedio universal de todos los perjuicios que sufre la disciplina eclesiástica en España... desde el día que se introdujeron las reservas apostólicas» Al mismo tiempo, el P. Burriel, comisionado por el ministro Carvajal, recorría nuestros [367] archivos eclesiásticos y escudriñaba sobre todo el de Toledo en busca de documentos que confirmasen la pretensión de patronato. Se pidió parecer a los jurisconsultos de más fama en materias canónicas: al marqués de los Llanos, a Mayáns y Siscar, a D. Blas Jover y Alcázar, al abad de la Trinidad de Orense.

El resultado de todos estos trabajos y consultas se envió a Roma al cardenal Portocarrero, agente de España, en forma de instrucciones, que redactó D. Jacinto La torre, canónigo de Zaragoza. Como sucede siempre en tales casos, ambas partes comenzaron por pedir demasiado, para quedar luego en un término razonable. El gran Benedicto XIV se propuso conceder cuanto buenamente podía, y, si al principio desoyó las exigencias harto duras del ministro Carvajal y Lancáster, no tuvo reparo en dar benigno oído a D. Manuel Ventura Figueroa, agente secreto del marqués de la Ensenada y del P. Rábano. El concordato de 1753, el más ventajoso que nunca había logrado España, es todo él obra de aquel sabio pontífice hasta en sus términos literales. Subscríbanse Figueroa y el cardenal Valentía Gonzaga. Mediante una indemnización de 1.143.333 escudos romanos al 3 por 100, para los empleados, de la Dataría, fue definitivamente reconocido el derecho universal de patronato en todo lo que no contradijese a los patronatos particulares y suprimidos los expolios y vacantes, las cédulas bancarias, las coadjutorías y pensiones (2173), reservándose el papa cincuenta y dos dignidades, canonicatos, prebendas y beneficios para su libre provisión. El rey de España se comprometía a dar 5.000 escudos anuales de moneda romana para el mantenimiento del nuncio en Madrid.

Bueno será decir que, aun después de este convenio, en que Roma renunció a todos sus antiguos emolumentos mediante una indemnización levísima, hubo quien siguiera clamando contra los abusos de la curia romana.

Las negociaciones preliminares del concordato dieron lugar a una porción de escritos más o menos eruditos, pero todos de exaltado regalismo. Nadie fue tan lejos en este camino como el insigne valenciano D. Gregorio Mayáns y Siscar, a quien llamó Voltaire el Néstor de los literatos de España, aludiendo a su longevidad, que fue no menor que la suya. Ni los sospechosos elogios y la amistad del patriarca de Forno, ni sus audacias y pirronismos históricos, ni sus extremidades regalistas deben ser parte a que tengamos por sospechoso en la fe a aquel varón, a quien podemos llamar grande, no tanto por el ingenio cuanto por la sana crítica y la indomada y fecunda laboriosidad. Era en todo un español de la antigua cepa, amantísimo de las glorias de su tierra, incansable en sacar a luz o reproducir de nuevo por la estampa las obras de nuestros teólogos y filósofos, jurisconsultos, humanistas, historiadores y poetas. ¡Cuán pocos [368] son los que han dado más luz que él a nuestra historia científica y literaria! A él debemos magníficas ediciones de Luis Vives, del Brocense, de Antonio Agustín, de Fr. Luis de León, del marqués de Mondéjar, de Ramos de Manzano, de Retes, de Puga, ilustradas con biografías de los autores y notas copiosísimas. Él aspiró a reanudar en todo la tradición y la cadena de la ciencia patria, siendo sus esfuerzos en pro de nuestra cultura todavía más simpáticos que los del P. Feijoo, porque son más castizos. Incansable en purgar nuestra historia de fábulas y ficciones, no sólo dio a luz la Censura de historias fabulosas, de Nicolás Antonio, sino que hizo por su cuenta guerra sin cuartel a los falsos cronicones y a toda la faramalla de historiadores locales. Quizá le llevó demasiado lejos el espíritu crítico, mezclado con cierta aspereza y terquedad de carácter y con una vanidad literaria superior a todo lo creíble. Así se comprende que diera en paradojas como la Defensa del rey Witiza o que se obstinara en caprichos como el de la Era española.

Pero ¿cómo no perdonárselo, todo, cuando se recuerda que él penetró de los primeros, con la antorcha de Valdés y de Aldrete, en el misterio de los orígenes de la lengua castellana, en tiempos en que la filología romance andaba en mantillas; que él en su severísima Retórica tuvo a gala no citar más ejemplos modernos que de autores españoles, todavía en mayor número que los de griegos y latinos, que él por primera vez escribió la vida de Miguel de Cervantes, y levantó la fama de Saavedra Fajardo, y resucitó el olvidado nombre de Pedro Juan Núñez, y, finalmente, que él dio luz al caos de nuestra historia jurídica en su Carta al doctor Berni sobre el origen y progresos del derecho español, años antes de que el P. Burriel escribiese la admirable Carta a D. Juan de Amaya, tesoro de erudición y de sagradísimas conjeturas? Bien puede perdonarse a quien tan grandes cosas hizo el que con vanidad un poco pueril no tuviera reparo en llamarse ingenio egregio adolescens, iudicioque admirabili, iuris et antiquitatis peritissimus. Válgale por disculpa el no haber titubeado el doctísimo Huánuco en apellidarle a boca llena Vir celeberrimus, laudatissimus, elegantissimus, como si todo superlativo le pareciera pequeño para su alabanza.

Del cargo de regalista no puede defenderse a Mayáns, si realmente son suyas, como afirma Sempere y Guarinos (2174), todas las obras publicadas acerca del patronato a nombre del fiscal del Consejo de Castilla, D. Blas Jover y Alcázar. Tales son el Informe en el pleito con el prior y cabildo de la real iglesia del Santo Sepulcro, de Calatayud, para que se declare ser de presentación real todas las prebendas de dicha iglesia sin límite [369] ni restricción alguna (1745), volumen en folio destinado a probar la nulidad del testamento de Alfonso el Batallador en pro de las órdenes militares; la Respuesta al oficio del reverendo arzobispo de Nacianzo, nuncio apostólico en estos reynos, contra la demanda puesta en la Cámara, de orden de Su Majestad, probando ser de real patronato la iglesia de Mondoñedo, por derechos de fundación, edificación, dotación y conquista (1745), el Informe canónico-legal sobre la -representación que hizo al rey el nuncio, arzobispo de Nacianzo (1746); sobre coadjutorías y letras testimoniales; el Examen del concordato de 26 de septiembre de 1737 (1747), dirigido a prevenir a Fernando VI, a su advenimiento al trono, contra las reclamaciones del nuncio pidiendo que se cumpliera el pasado concordato, y, finalmente, las Observaciones sobre el concordato de 1753, que después de andar largos años manuscritas llegaron a imprimirse en el Semanario erudito, de Valladares, con noticia de su verdadero autor, a quien el mismo D. Manuel de Roda, empedernido, si bien vergonzante, volteriano, había negado licencia para la impresión en otros tiempos, considerándola más escandalosa que útil y aun de efecto contraproducente, por lo mismo que en ella se maltrata reciamente a Roma en puntos en que Roma había cedido (2175).

Pero ¿quién se libró entonces de aquel desdichado vértigo cismontano, si hasta se dejaron arrebatar de él alguna vez la índole cándida y el hermosísimo entendimiento del jesuita Andrés Marcos Burriel, a quien el ministro Carvajal y Lancáster envió a Toledo en busca de papeles que de un modo o de otro favoreciesen las pretensiones cesaristas, que se querían fundar en la historia? Ya queda dicho en otro lugar le esta obra nuestra que el P. Burriel dejó inédita una carta queriendo sacar a salvo, y extremando quizá, el sentir del Tostado acerca de la potestad pontificia, de cuya opinión viene a decir que «es como una ciudadela de reserva para lance perdido en negociaciones con Roma, o como una arma secreta, que, manejada por debajo de capa, sin escandalizar al público, obligará al ministerio [370] de Roma a tomar cualquier partido». «La opinión del Abulense -añade-, no sólo tiene firmes apoyos en lo general de la Iglesia, sino en lo particular de España. Tiene apoyos en España: en el tiempo primitivo de los romanos, en el tiempo de los godos, en el tiempo de la cautividad de los moros, en el tiempo de la restauración, aun después de introducido el decreto de Graciano...» Y así prosigue el P. Burriel, apoyándose, con lamentable error canónico, no sólo en las tumultuosas sesiones de Constanza y Basilea, sino hasta en el conciliábulo de Pisa y hasta en el testimonio de herejes como Pedro de Osma, a quien se contenta con llamar atrevido; todo queriendo demostrar que el papa es sólo caput ministeriale Ecclesiae, que, independientemente del concilio ecuménico, no tiene infalibilidad en el dogma (2176).

Cegaba al P. Burriel, y quiero decirlo siquiera por el entrañable amor que profeso a su buena memoria de erudito, que con los despojos de su labor enriqueció a tantos, sin cosechar él ningún fruto; cegábale, digo, aquella íntima devoción suya, aquel, mejor diré, entusiasmo y fanatismo por todas las cosas españolas, y, sobre todo, por nuestra antigua liturgia, por nuestros concilios y colecciones canónicas y por las tradiciones de nuestra Iglesia. De continuo vivía con las sombras de los Isidras, Barullos y Jilvanes, y había llegado a fantasear cierta especie de Iglesia visigoda, que, sin ser cismática, conservara sus himnos, sus ritos y sus cánones y pudiera llamarse española. Hispanismo lamentable, o más bien engañoso espejismo, propio de quien vive entre libros y papeles viejos y se absorbe todo en la ilusión de lo antiguo; ilusión de que sacaron largo partido los gobernantes del tiempo de Carlos III, indiferentes en el fondo a tales investigaciones arqueológicas, pero interesados en mover guerra al papa bajo cualquier pretexto. ¡Si hubiera comprendido el P. Burriel cuán peligroso es jugar con fuego y cuán triste cosa poner la erudición seria y razonada y la contemplación serena de las instituciones de otros siglos al servicio de los fugitivos intereses de tal o cual bandería, o de ministros o hacendistas que sólo tiran a saltar el barranco de hoy con ayuda de erudiciones y teorías que para esto inventan!

Musas colimus severiores hubiera debido decir el que con indecible y heroica diligencia, y en solos cuatro años, revisó más de 2.000 documentos. y copió cuanto había que copiar en Toledo, de misales y breviarios, de los llamados góticos y mozárabes; de actas y vidas de santos; de martirologios y leccionarios; de obras de San Isidro y de los Padres toledanos; de códigos y monumentos legales; de diplomas y escrituras, dejando preparado en una forma o en otra cuanto después, con más o menos fortuna, sacaron a luz Arévalo, La Serna Santander, el cardenal Lorenzana, González, Aso y Manuel y tantos [371] otros, pues hoy es el día en que aún estamos viviendo, confesándolo unos y otros sin confesarlo, de aquella inestimable riqueza que la tiranía oficinesca arrancó de manos del P. Burriel cuando todavía no había comenzado a dar forma y orden a sus apuntamientos (2177). Y no sólo a la historia eclesiástica se limitaban sus esfuerzos, antes tuvo pensamientos más altos y universales que los del mismo Mayáns, como lo testifican sus inéditos y desconocidos Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las letras, escritos hacia 1750. Allí se propone reanudar en todo el hilo de la vieja cultura española, y, en vez de pedir, como tantos otros de su tiempo, inspiraciones a Francia, quiere buscar el agua en las primordiales fuentes de nuestro saber castizo, y proyecta, sin que la inmensidad de la empresa le arredre, una colección de Santos Padres y otra de teólogos y místicos, todos españoles, y asimismo bibliotecas históricas completísimas de todos los antiguos que trataron de cosas de España, de cronicones latinos; de crónicas castellanas; de historiadores particulares y de Indias; de biografías; de historias de reinos, ciudades y pueblos; un cuerpo diplomático; una colección de monumentos de lenguas de Indias; enmiendas y adiciones a Nicolás Antonio; bibliografías particulares, ediciones de todos nuestros humanistas, desde Alonso de Palencia y Nebrina y el Comendador Griego hasta Vicente Marinar, y de todos nuestros filósofos, desde Vives hasta Suárez, y de nuestros arqueólogos y juristas; y como, si todo esto no fuera bastante, una Historia cristiano (aún no había comenzado a escribir el P. Flórez), un Martirologio en que se enmendasen las fábulas del de Tamayo de Salazar, una historia natural de España y otra de América, un Corpus Potérium hispanorum y colecciones de gramáticos, de oradores, de críticos, etc.

¡Qué manera tan grandiosa y nueva de concebir la historia de España! ¡Qué atención a todo y qué poner las cosas en su lugar! Y no se diga por todo elogio que in magnas volviese sat est, porque al P. Burriel, que todas estas maravillas había concebido, no le faltó el saber, ni los materiales, ni el buen juicio, ni el delicado gusto, ni siquiera el tiempo para aprovecharlos. Sólo le dañó el ser jesuita y el haberle faltado la sombra del P. Rábano cuando más falta le hacía y cuando comenzaba a desatarse la tormenta contra la Compañía. No le alcanzó a Burriel la expulsión, pero sufrió el martirio más cruel que puede sufrir un hombre de letras: el de verse arrebatar en un [372] día, de real orden, subscrita por el ministro Walk, el fruto de todas sus investigaciones y el tesoro de todas sus esperanzas. Aquel acto de absurdo despotismo le costó la vida. Hora es ya de vengar su memoria, oscurecida por tanta corneja como se atavió con sus plumas.







- VI -

Novedades filosóficas. -Cartesianismo y gassendismo. -Polémicas entre los escolásticos y los innovadores. -E. P. Feijoo. -Vindicación de su ortodoxia. -Feijoo como apologista católico.

Quizá parezca extemporáneo no poco de lo dicho en el párrafo anterior; pero, aparte del regalismo, siempre es útil traer a cuento los respetables nombres de Mayáns y Burriel, los dos españoles más españoles del siglo pasado, cuando se va a hablar de la ola de ideas extranjeras que inundó nuestra tierra desde los primeros años del siglo XVIII y a detenernos un momento ante la figura del P. Feijoo, a quien tienen muchos por el pensador más benemérito de nuestra cultura en aquella centuria.

Pero ni Feijoo está solo, ni los resultados de su crítica son tan hondos como suele creerse, ni estaba España, cuando él apareció, en el misérrimo estado de ignorancia, barbarie y fanatismo que tanto se pondera. Hora es ya de que las leyendas cedan el paso a las historia y que llegue a los siglos XVII y XVIII algún rayo de la vivísima luz que ha ilustrado y hecho patentes épocas mucho más remotas y de más difícil acceso.

Alguna culpa quizá no leve, tenga en esto el mismo padre Feijoo, que de modesto no pecó nunca (2178) y parece que puso desmedido empeño en que resaltase la inferioridad del nivel intelectual de los españoles respecto del suyo. Hay en sus escritos, por mucha indulgencia que queramos tener, ligerezas francesas imperdonables, que van mucho más allá del pensamiento del autor, y que denuncian no ciertamente desdén ni menosprecio ni odio, pero sí olvido y desconocimiento de nuestras cosas, hasta de las más cercanas a su tiempo; como que para hablar de ellas solía inspirarse en enciclopedias y diccionarios franceses.

Lejos de nosotros palabra alguna dura e injuriosa para tan gran varón. No somos de aquellos que, exagerando su mérito relativo, le disputan todo mérito absoluto, hasta desear ver quemados sus libros, por inútiles, al pie de su estatua. Yo afirmo, al contrario, que esos escritos me han enseñado mucho y deleitado no poco y que largo tiempo ha de pasar antes que envejezcan.

Lo que me parece mal es el estudiar a Feijoo solo, y mirarle como excepción de un pueblo de salvajes, o como una perla [373] caída en un muladar, o como el civilizador de una raza sumida hasta entonces en las nieblas del mal gusto y de la extrema insipiencia.

Cierto que las amenas letras agonizaban cuando él comenzó a escribir. En tiempo de Carlos II se habían apagado el astro de Calderón y el de Solís, únicos supervivientes de la poética corte de Felipe IV. Con ellos se habían llevado a la tumba el genio dramático y el estilo histórico. El teatro vivía de las migajas de la mesa de Calderón, recogidas afanosamente por Bances Candamo, Zamora y Cañizares. De la poesía lírica apenas quedaba sombra, ni merecen tan sagrado nombre los retruécanos, conceptibles, equívocos y paloteo de frases con que se ufanaban Montoro, el primer Benegasi, Tafalla y Negrete, y hasta Gerardo Lobo, con tener este último muy espontáneo y desenfadado ingenio. Sólo cruzaban de vez en cuando, como ráfagas hermosas, aquel anubladísimo cielo algunas inspiraciones místicas de almas virginales retraídas en el claustro o tal cual valiente y filosófico arranque del tétrico y asceta D. Gabriel Álvarez de Toledo. En lo demás, alto silencio. Imitando de lejos a Quevedo, escribía con sal mordicante y con abundancia desaliñada de lengua el Dr. D. Diego de Torres, confundiendo a la continua la pintura de costumbres con las caricaturas y bambochadas.

Pero la cultura de un país no se reduce a versos y novelas, y justo es decir, como ya lo notó el Sr. Cánovas del Castillo, con la discreción y novedad que suele poner en sus juicios históricos (2179), que aquellos días de Carlos II y del primer reinado de Felipe V, tristísimos para las letras, no lo fueron tanto, ni con mucho, para los estudios serios; no siendo culpa de la historia el que esta vez, como tantas otras, contradiga las vanísimas imaginaciones de los que quieren amoldarla a sus ideas y sistemas.

Será desgracia de los que así pensamos; pero, por mucho que nos empeñemos en admirar las grandezas y esplendores de la edad presente, en vano buscan los ojos en esta España, tan redimida ya de imposiciones y tiranías científicas, un matemático como Hugo de Omerique, cuya Analysis geometrica, sive nova et vera methodus resolvendi tam problemanda geometrica quam arithmeticas quaestiones, que por lo ingeniosa y aguda mereció los elogios de Newton, fue impresa en Cádiz en 1698, en tiempos en que el análisis matemático andaba en mantillas o gemía en la cuna. Lo cual no fue obstáculo, sin embargo, para que, pocos años adelante, el P. Feijoo y el humorístico doctor Torres, que quizá no habían visto tal libro ni sabían bastantes matemáticas para entenderle, afirmasen, cada cual por su lado, que las ciencias exactas eran planta exótica en España. Seraneo en Oviedo o en Salamanca, donde ellos, casi profanos, escribían; pero en España estaba Cádiz, patria de Omerique, y Valencia, [374] donde escribía y enseñaba el doctísimo P. Tosca. Y los aficionados a estudios históricos, sólidos y macizos, de crítica y de investigación, ¿cómo no han de tener por edad dichosa aquella en que convivieron, y aunaron sus esfuerzos contra el monstruo de la fábula, y barrieron hasta el polvo de los falsos cronicones, y exterminaron una a una las cabezas de aquella hidra más mortífera que la de Lerna, y limpiaron el establo de Aguas de nuestra historia eclesiástica y civil tan doctos varones como D. Juan Lucas Cortés, Nicolás Antonio, Mondéjar y el cardenal Aguirre, a quien se puede agregar a tan ilustre compañía, perdonándole su debilidad, de que entonces participaban muchos, por las decretadas ante-sicilianas? Ingratos y necios seríamos si negásemos que a la época de Carlos II debimos nuestra máxima colección de concilios, nuestra bibliografía antigua y nueva, superior hoy mismo a la que cualquiera nación tiene; los primeros trabajos encaminados a dar luz a la historia de nuestras leyes, de los cuales fue brillante muestra la Themis hispanica, que como suya publicó Franckenau; y, finalmente, las Disertaciones eclesiásticas y los infinitos trabajos de Mondéjar, los del P. Pérez, benedictino, y la Censura de historias fabulosas, luminosos faros que nos guiaron al puerto de la España Sagrada. ¡Edad de ignorancia, de superstición y de nieblas aquella en que, al impulso y a la voz de nuestros críticos, cayeron por tierra supuestas cátedras apostólicas y episcopales, borrase de los martirologios a innumerables santos cuyos nombres y reliquias honraba la engañada devoción del vulgo y ni cartularios de monasterios ni obras tenidas por de Santos Padres se libraron de la inquisidora mirada de la crítica! ¿No arguye mayor valor el que creyentes hagan esto en una sociedad católica que el atacar baja y cobardemente al cristianismo en una sociedad impía?

Dónde, si no en esa escuela de noble y racional y cristiana libertad histórica, aprendieron los Berlangas, Burriel, Mayáns y Flórez, lumbreras de la primera mitad del siglo XVIII, pero educados con los libros y tradiciones del siglo anterior libres casi de todo contagio extranjero, porque hasta el regalismo y lo que pudiéramos llamar hispanismo de algunos de ellos tiene sabor castizo, y más que de Bossuet viene de Salgado?

¡Y ésta es la nación que nos pintan oprimida y fanatizada hasta que el benedictino gallego vino a redimirla con el fruto de sus estudios en las Memorias de Trévoux, en el Diccionario de Morera, en el Journal des Savants, en las Curiosidades de la naturaleza y del arte o en la Historia de la Academia Real de Ciencias! No saben de España, ni entienden a Feijoo, ni aciertan siquiera a alabarle los que tal dicen. Feijoo, en primer lugar, si levantara la cabeza, podría contestarles que en su infancia había alcanzado a aquellos grandes jurisconsultos Ramos del Manzano y Retes, de cuyos tratados De posesión ha afirmado en nuestros días el gran Savigny que, «juntamente con los comentarios de Domellas, son las obras más serias y profundas sobre esta importantísima [375] parte del Derecho romano». Les diría que, antes de venir él al mundo, habían expuesto el obispo Cañamiel y el judaizante Caldoso las filosofías de Gassendi y de Descartes, adaptándolas unos y combatiéndolas otros, como el P. Polanco, obispo de Jaén, en su Dialogus physico-theologicus contra philosophiae novatores, al cual no se desdeñó de contestar el padre Saguens, maignanista francés, en su Atomismos demonstratus; prueba clarísima de que las lucubraciones de los nuestros no eran tan despreciadas ultrapuertos. Les confesaría que tampoco fue él el revelador del método experimental en España, puesto que en 1679 se había fundado en Sevilla la Sociedad regia de medicina y demás ciencias, cuyo único objeto era combatir el llamado galenismo y propagar el método de observación. Y tampoco tendría reparo en confesarles que, si su mala suerte le hizo tropezar muchas veces con bárbaros sangradores y metafísicos, curanderos, semejantes al inventor del agua de vida, también le concedió su fortuna ser contemporáneo de Solano de Luque, que con el Lydius Lapis Apollinis tan honda revolución produjo en la semeyótica, o doctrina del pulso; y ser amigo del insigne anatómico, y médico, y filósofo escéptico Martín Martínez, ninguno de los cuales había aprendido seguramente en su escuela, aunque el segundo tomase puesto a su lado.

No exageremos la decadencia de España para realzar el mérito de Feijoo. Aun sin tales

ponderaciones, es bien grande y más grande nos parecerá si no nos empeñamos en verle aislado, sin maestros ni discípulos, en medio de una Beocia inculta hasta enemiga fanática del saber. Pues qué, ¿si en el ambiente hubiera vivido, cree de buena fe ninguno de sus admiradores que Feijoo tuviera fuerza inicial bastante para levantarse como se levantó y remover tantas ideas y dejar tales rastros de luz?

Feijoo vale no sólo por sí mismo y por lo que había aprendido en sus lecturas francesas, sino por lo mucho que recibió de la tradición española, a pesar de sus frecuentes ingratitudes. Confieso que nunca he podido leer sin indignación lo que escribió de Raimundo Lulio. Juzgar y despreciar a tan gran filósofo sin conocerle, ¿qué digo?, sin haberle tomado nunca en las manos, es uno de los rasgos más memorables de ligereza que pueden hallarse en el siglo XVIII. Si Feijoo hubiera escrito así siempre, bien le cuadraría el epíteto de Voltaire español, no por lo impío, sino por lo superficial y vano. Ni siquiera después que recia y sesudamente le impugnaron los PP. Tronchón y Torreblanca, Pascual y Fornés, se le ocurrió pasar los ojos por las obras de Lulio, que de cierto no faltarían, a lo menos algunas, en la biblioteca de su convento. Dijo que no gustaba de malbaratar el tiempo, y que se daba por satisfecho con haber visto una idea del sistema de Lulio en el Syntagma, de Gassendi, donde apenas ocupa dos páginas. Así escribía el P. Feijoo cuando escribía a la francesa.

Repito que no le acabo de perdonar nunca estos pecados [376] contra la ciencia española. Porque es de saber que Feijoo llegó a ser un oráculo, y lo es todavía para muchas gentes, y lo era, sobre todo, en aquellos últimos días del siglo XVIII y primeros del XIX, en que pareció que íbamos a olvidar hasta la lengua. Antes de Feijoo, el desierto; así razonaban muchos. Y, sin embargo, la mayor gloria de Feijoo se cifra en haber trabajado por la reforma de los estudios, traduciendo a veces casi literalmente, aplicando otras veces a su tiempo las lecciones que Luis Vives había dado en el Renacimiento sobre la corrupción de las disciplinas y el modo de volverlas al recto sendero (2180). Siguiendo a aquel grande y sesudo pensador, antorcha inmortal de nuestra ciencia, no se ató supersticiosamente a ningún sistema; filósofo con libertad y fue de todas veras, como él mismo dice con voz felicísima, ciudadano libre de la república de las letras. Peregrinó incansable por todos los campos de la humana mente, pasó sin esfuerzo de lo más encumbrado a lo más humilde y, firme en los principios fundamentales, especuló ingeniosa y vagamente de muchas cosas, divulgó verdades peregrinas, impugnó errores del vulgo y errores de los sabios, y fue, más que filósofo, pensador, más que pensador, escritor de revistas o de ensayos a la inglesa. No quiero hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos, sobre todo por el abandono del estilo y la copia de galicismos.

En filosofía presenció la lid entre los escolásticos recalcitrantes y los importadores de nuevos sistemas, sin decidirse resueltamente por unos ni por otros, aunque no ocultaba sus simpatías por los segundos. Si de algo se le puede calificar, es de baconiano, o más bien de vivista. Era un espíritu ecléctico y curioso, con tendencias al experimentalismo. En filosofía natural le enamoraron los Principios, de Newton, cuando llegó a conocerlos, y tuvo siempre aficiones atomísticas muy marcadas, aunque por falta de resolución o por templanza de espíritu, o por no querer pensar en ello, si hizo guerra a las cualidades ocultas de la escuela, no rechazó nunca las formas sustanciales, ni se pasó a los reales de la física corpuscular, como hicieron otros contemporáneos suyos, v. gr., el P. Tosca y su discípulo Berni; el padre Juan de Nájera, autor del Maignanus redivivus; el Pero Guzmán, que lo fue del Diamantino escudo atomístico, y el insigne médico murciano Dr. Zapata, que en son de triunfo escribió El ocaso de las formas aristotélicas. Gassendi, más que Descartes, era el maestro de todos ellos. En contra lidiaban, con otros de menos nombre, el doctor Lesaca, de quien es el Colirio filosófico-aristotélico, y otro libro, no de mejor gusto, en que pretende impugnar las opiniones del Dr. Zapata ilustrando las formas aristotélicas a la luz de la razón; y el Dr. López de [377] Araújo y Azcárraga, que puso vigilante en frente de Feijoo y Martín Martínez su Centinela médico-aristotélica contra escépticos. Obsérvese que, por lo general, eran médicos, y no teólogos los que descendían arena en pro de lo antiguo. Los escolásticos se contentaban con hacer íntegros Cursos de filosofía, al modo que lo ejecutaron, entre otros muchos descubiertos o la infatigable diligencia de nuestro amigo Laverde (2181), los padres Aguilera y Bidma, Fr. Juan de la Trinidad y Fr. Juan de la Natividad, el franciscano González de la Peña, el trinitario descalzo Fr. José del Espíritu Santo y el elegante y sazonadísimo jesuita Luis de Losada, a quien más bien puede llamarse ecléctico, sobre todo en las materias de física, puesto que aceptó de los nuevos sistemas cuanto buenamente podía aceptar sin menoscabo de la concepción cosmológica que vulgarmente se llama aristotélico-escolástica.

Es moda confundir en montón a los antagonistas del padre Feijoo y tenerlos a todos por esclavos de rancias preocupaciones, y, sin embargo, algunos de ellos eran más innovadores que él y más resueltos. No hablemos de los lulianos, que, si hubieran alcanzado a Hegel, alguna parte habrían reclamado en aquella lógica que-es metafísica. No digamos nada de aquel singular eclecticismo o sincretismo del P. Luis de Flandes en su extraño libro El académico antiguo contra el escéptico moderno, donde, renovando, por decirlo así, algo del espíritu armónico de Fox Morcillo, quiso conciliar, bajo las universales máximas, las opuestas inferiores, es decir, las formas aristotélicas con el realismo de Platón, y hasta con el de Lulio, remontándose en física hasta los pitagóricos, de quien el cantor del Time recibió inspiraciones. Pero aún los más vulgares impugnadores del Teatro crítico, el mismo D. Salvador José Mañer, diarista famélico, sobre quien agotaron Feijoo y el P. Sarmiento el vocabulario de los dicterios y de las afrentas, y a quien Jorge Pitillas llamó alimaña, no era un trasañejo peripatético, envuelto en el estiércol de la escuela, sino un gacetillero y erudito a la violeta, ávido de novedades y gran lector de diccionarios franceses, a quien de mano maestra retrató el implacable satírico del Diario de los Literatos:

Voy a la biblioteca; allí procuro

pedir libros que tengan mucho tomo,

con otros chicos, de lenguaje oscuro.

Apunto en un papel que pesa el plomo,

que Dioscórides fue grande herbolario,

según refiere Wanderlack el Romo.

Y allego de noticias un armario

que pudiera muy bien, según su casta,

aumentar el Mercurio literario. [378]

Este era Mañer y ésta su erudición. Hombre de flaquísimo magín, no tenía reparo en defender con absurdos testimonios las mortíferas propiedades del basilisco o el inquieto poder de los duendes; pero al mismo paso negaba su ascenso a la fórmula del anfibio de Liérganes, que Feijoo admitió sin reparo. Y por lo que hace a las novedades filosóficas, era campeón acérrimo de ellas y enemigo jurado de la escolástica. Así le vemos defender con extraño tesón aquella singularísima sentencia de D. Gabriel Álvarez de Toledo, precursor en esto de modernísimos sistemas, del infinito y sempiterno desarrollo de una sola semilla criada, que cada planta busca, según su especie, en la nueva producción, resplandeciendo así la sabiduría del Altísimo en bosquejar con sólo un rasgo de su poder toda la serie de vegetales (2182). De igual suerte, defendió la duda cartesiana en el concepto de provisional e hipotética.

No es ocasión de exponer aquí punto por punto las polémicas del P. Feijoo; buena parte de la historia intelectual de España en los primeros años del siglo XVIII se compendia en ellas. Su escepticismo médico (2183), eco del que antes había defendido el Dr. Gazola, veronés, provocó las ásperas y por lo general desatentadas y pedestres impugnaciones de los Dres. Aquenza, Suárez de Rivera, Araújo, García Ros y Bonamich y las amigables advertencias de Martín Martínez. En puntos históricos le combatió con pésimo y gerundiano estilo, pero no sin razón a veces, el franciscano Soto-Marne, insigne en los anales del mal gusto por su colección de sermones, llamada Florilegio; Feijoo no se quedó corto en la respuesta, pero como en sus admiradores el entusiasmo rayaba en fanatismo, recurrieron a uno de aquellos alardes de arbitrariedad, siempre tan simpáticos en España, e hicieron que Fernando VI dijese, de real orden a su Consejo, que nadie fuera osado a impugnar las obras de Feijoo, ni menos a imprimir las refutaciones, por la razón poderosísima de que los escritos del P. Feijoo eran del real agrado. El P. Soto-Marne puso el grito en el cielo contra aquella tiranía ministerial, y en tres Memoriales no tan mal escritos como el Florilegio, y, sobre todo, muy racionales en el fondo, reclamó aquella libertad que la Inquisición había dejado y dejaba siempre en materias opinables. «Esto es cautivar los ingenios -decía el P. Soto-Marne-, es manifiesto agravio de la verdad, ofensa de la justicia y detrimento de la común enseñanza... ¿Por qué el Mtro. Feijoo ha de pretender un privilegio que no ha gozado otro escritor hasta ahora? ¿Por ventura está canonizada su doctrina? ¿No se han sujetado siempre a examen crítico, impugnación y censura las obras de Santos Padres, de pontífices... y de los más ilustres escritores que venera el orbe literario?» [379]

Vox clamantis in deserto. Los gobernantes del siglo XVIII se habían propuesto civilizarnos more turquesco y con procedimientos de déspota. Así se proclamaba solemnemente y se imponía como ley del reino la infalibilidad de un escritor polígrafo que trató de todas materias, en algunas de las cuales no pasaba de dilettante.

Y, sin embargo, la gloria de Feijoo está muy alta. No es, ciertamente, escritor clásico, pero si ameno y fácil. ¡Lástima que afeen su estilo tantos y tantos vocablos galicanos, algunos de ellos tan inauditos, como tabla por mesa, ancianas opiniones en vez de antiguas y ponerse en la plaza de Mr. de Fontenelle por ponerse en su lugar! ¡Lástima mayor que él hiciera perder el primero a nuestra sintaxis la libertad y el brío, atándola a la construcción directa de los franceses, en términos de que muchas veces parece literalmente escritor de ultrapuertos hasta cuando más discurre por cuenta propia! Pero, aparte de estos lunares, perdonables en trabajos hechos a vuela pluma, y que tienen siempre el mérito grandísimo de la claridad y el de dejarse leer sin fatiga, ¡cuánta y cuán varia y selecta lectura, aunque por lo general de segunda mano; cuánta agudeza, originalidad e ingenio en lo que especuló de suyo! ¡Qué vigor en la polémica y que brío en el ataque! ¡Qué recto juicio en casi todo y qué adivinaciones y vislumbres de futuros adelantos!

No nos acordemos de los gigantes del siglo XVI; pongámosle en cotejo con los hombres de su tiempo, y entonces brillará lo que debe.

Lo que pierde en profundidad, lo gana en extensión. Como filósofo, ¿es pequeño loor suyo el no haber jurado nunca in verba magistri, ni haberse dejado subyugar jamás ni por el imperio de la rutina ni por los halagos de la novedad, hechicera más terrible que las Alcinas y Morganas? En mal hora se ha llamado a Feijoo el Voltaire español; ni vale nuestro benedicto lo que como escritor vale el autor de Cándido y del Diccionario filosófico, ni es pequeña injuria para Feijoo, filósofo sin duda, aunque no de la generosa madera de Santo Tomás, de Suárez o de Leibnitz, sino con esa filosofía sincrética y errabunda, a cuyos devotos se llama hoy pensadores, el de verse asimilado a aquel bel esprit, que tuvo entre sus dones el de la sátira cáustica y acerada como ningún otro de los hijos de Adán, pero que fue en toda materia racional y discursiva el más inepto y torpe de cuantos han empleado su pluma para corromper el género humano. ¿quién no ha leído a Voltaire? Y aunque se confiese con sonrojo, ¿quién no le ha leído dos veces? Pero esto es ventaja del estilo, no de la doctrina, y, si alguna relativa ventaja de ciencia lleva a Feijoo, no se atribuya al autor, sino al tiempo y a la nación y, sobre todo, a su viaje a Inglaterra. La mayor audacia de Voltaire en filosofía natural, la adopción de los principios newtonianos, es de 1738, y él mismo dice en la segunda edición de 1745 que todos los físicos franceses eran, [380] cuando él escribió, cartesianos, y rechazaban, ¿quién sabe si por vanidad nacional?, la luz que les venía de Inglaterra. Pues bien, de 1750 y 1753 datan los tomos 3.º y 4.º de las Cartas eruditas, en que el autor se hace cargo de dicho sistema, y, a pesar de ciertos reparos, le propugna. Había en su mente gérmenes positivistas, si esta palabra no se toma in malam partem, o empíricos, si queremos buscar algo menos mal sonante. Enamorábale el Gran magisterio de la experiencia. La demostración ha de buscarse en la naturaleza... Por ninguna doctrina filosófica es dado llegar al conocimiento, no ya de lo suprasensible, sino de la verdadera e íntima naturaleza de lo sensible... La investigación de los principios es inaccesible al ingenio humano... Todas estas proposiciones tan discutibles, y la última falsa en sus términos literales, como que es la negación de la metafísica, no impiden a Feijoo ser tan idealista como el que más cuando llega el caso. Dígalo su ensueño Sobre la posibilidad de un sexto sentido; su disertación cartesiana Que no ven los ojos, sino el alma; su opinión Sobre la racionalidad de los brutos, que supone un medio entre espíritu y materia; su Persuasión del amor de Dios, fundada en un principio de la más sublime y metafísica, es decir, en la aspiración al bien infinito. Y bueno será recordar a los que no quieren ver en Feijoo más que un pedisecuo de la inducción baconiana que, lejos de fiarse de la experiencia precaria y falaz, como único y seguro criterio, mostró resuelta adhesión al escepticismo físico (así le llamaban sus partidarios, aunque mejor debiera llamarse criticismo), de que hacía alarde el doctor Martínez, haciendo propias aquellas palabras de Vallés en la Philosophia sacra: Non solum autem non est hactenus comparata scientia physicarum assertionum, sed ne comparari quidem potest, quia physicus non abstrahit a materia: materialium vero noticia, cum pertineat ad sensus, non potes ultra opinionem procedere. Scientia enim est universalium et intelligibilium. ¿Han meditado estas platónicas palabras los que a secas y sin atenuaciones quieren hacer a Feijoo positivista católico? (2184)

Lo cierto es que Feijoo nunca fundó escuela ni sistema y que, comparado con el P. Tosca o con Diego Mateo Zapata puede pasar hasta por conservador y retrógrado. «Yo estoy bien hallado con las formas aristotélicas y a ninguno de los que las impugnan sigo», dice en el discurso de las Guerras Philosophicas. Pero siempre será de alabar la firmeza con que defendió de la nota de heterodoxia, que algunos escolásticos las imputaban, a las filosofías cartesiana y gasendista en lo relativo a los accidentes de la consagración. Ya había respondido a esto el padre Saguens, distinguiendo el valor de la palabra accidentes en el sistema peripatético y el que tiene entre los atomistas, es decir, de apariencias o representaciones pasivas, con lo cual queda a [381] salvo la definición del concilio de Constanza, que definió contra los wiclefista la permanencia de los accidentes, voz sustituida en el Tridentino por la menos anfibológica de especies sacramentales. Y es lo cierto que la objeción, si objeción era, cogía de Plano a muchos suaristas, negadores de varios accidentes sustanciales, como lo fue el P. Oviedo de la figura y Rodrigo de Arraiga de la gravedad y de la humedad, que ellos no tuvieron por distintas de la cosa figurada, húmeda o grave.

Otros más graves tropiezos de la escuela cartesiana no se le ocultaron a Feijoo; por eso no abrazó nunca la duda metódica, ni, con ser benedictino, dio por bueno el argumento de San Anselmo, ni aceptó ninguno de los tránsitos del pensar al ser, que son el pecado capital de todos los psicologismos, así como vio muy claras las consecuencias materiales que por lógica inflexible se deducían de la negación del alma de los brutos. Por eso él la admite como forma material, esto es, dependiente de la materia en el hacerse, en el ser y en el conservarse.

La bizarría y agudeza del entendimiento de Feijoo luce hasta en aquellas materias más ajenas de sus estudios habituales; en crítica estética por ejemplo. Prescindamos de lo que escribió del drama español y de la música de los templos; pero ¿será lícito olvidar que, mientras Voltaire no acertaba a separarse un punto de las rígidas leyes penales de la poética de Boileau, osaba nuestro monje proclamar en El no se qué y en la Razón del gusto que la hermosura no está sujeta a una combinación sola, ni a un cierto número de combinaciones y que hay en la mente del artista una regla superior a todas las reglas que la escuela enseña? «Las reglas son luces estériles que alumbran y no influyen», decía en otra parte. Por eso creyó firmemente que la elocuencia es naturaleza y no arte y que el genio puede lo que es imposible al estudio. Tales audacias bien merece que le perdonemos el haber confundido la declamación con la poesía, prefiriendo Lucano a Virgilio, y hasta aquella lastimosa carta disuadiendo a un amigo suyo del estudio de la lengua griega y aconsejándole el de la francesa. ¡Con lágrimas de sangre habría llorado Feijoo el haberla escrito si hubiera podido ver el estrago que tales opiniones llegaron a hacer, y siguen haciendo, en nuestros estudios!

Los últimos retoños del siglo XVIII fueron bien injustos con el P. Feijoo. Les agradaba como debelador de preocupaciones, pero les repugnaba como cristiano viejo. Hoy mismo persiste esta antinomia. El abate Marchena, al mismo tiempo que se pasaba de indulgente llamándole escritor puro y correcto (2185), acusaba de haber tributado acatamiento a cuanto la Inquisición y el despotismo abroquelaban con su impenetrable escudo, y tenía los errores que combatió por tan extravagantes y ridículos, que no merecen acometimiento serio. ¡Y eso que entre ellos estaba el de La Voz del Pueblo, que a Marchena, demagogo y [382] convencional, debía parecerle de perlas! Lista divulgó entre sus infinitos discípulos el chiste de la estatua, no acorde en esto con su condiscípulo Blanco White, que declara en las Letters from Spain (2186) haber aprendido de Feijoo «a raciocinar, a examinar, a dudar», penetrando por medio de sus obras en un mundo nuevo de libertad y de análisis cual si tuviera en la mano la misteriosa lámpara de Aladino. ¿Cuál es peor, el desdén o el elogio?

Para muchas gentes, Feijoo no es más que impugnador de supersticiones, brujerías y hechizos. De aquí se ha deducido, con harta ligereza, cuál sería el estado intelectual del pueblo que tales cosas creía. Recórranse, con todo eso, los discursos de Feijoo, y se verá que muchas de esas supersticiones por él impugnadas eran exóticas entre nosotros, y él sólo las conocía eruditamente y por libros de otras partes. Así la astrología judiciaria y los almanaques; materia de bien poco interés en España, donde no corrían otros pronósticos que los de Torres y el Lunario, de Cortés, y donde nadie pensaba en horóscopos ni en temas genetlíacos; así lo escribió de las artes divinativas, confesando él mismo que de la vara descubridora de tesoros sólo sabía por un libro del P. Lebrón, del Oratorio, y por el Diccionario de Baile; así El purgatorio de San Patricio; y La virtud curativa de los lamparones, atribuida a los reyes de Francia; y Las fortunas del astrólogo Juan Marín; y la leyenda de El judío errante; y las Transformaciones mágicas, y la misma Cueva de Toledo, para la cual tuvo que exhumar el manuscrito de Virgilio Cordobés, confesando él mismo que la tal especie había desaparecido enteramente del vulgo y que el mamotreto de Virgilio era el único monumento de la enseñanza de las artes mágicas en España. ¿Y entonces a qué impugnar lo que nadie creía ni sabía, como no fuera a título de curiosidad? ¿Será aventurado decir que de gran parte de las patrañas impugnadas por Feijoo tuvimos aquí la primera noticia por sus escritos? ¿No tiene algo de cándido el prevenir a los españoles que tengan por fábula las metamorfosis de El asno de Apuleyo?

Bueno era, con todo, el preservativo, porque siempre es buena la verdad oportuno et importune, aunque los discursos de Feijoo hicieran a la larga el mal efecto de persuadir a los extranjeros, y a muchos de los de casa, de que estaba infestado de supersticiones el país menos supersticioso de Europa entonces como ahora y de que él había sido una especie de Hércules o de Teseo exterminador de la barbarie. Digamos más bien que el espíritu del P. Feijoo, curioso y algo escéptico, se deleitaba en lo maravilloso y extraordinario aunque fuese para impugnarlo. Gustable leer y discutir casos raros y opiniones fuera del común sentir, y a veces tomaba partido por ellas defendiendo, v. gr., la pluralidad de mundos o la habitación acuática del peje Nacela y de mi paisano Francisco de la Vega. ¿Quién había oído en [383] España hablar de vampiros y de brucolacos hasta que al P. Feijoo se le ocurrió extractar las disertaciones del P. Calme sobre esos entes de la mitología alemana? ¿Quién pensaba en las virtudes de la piedra filosofal sino aquel trapacero aragonés traductor del Philaleta?

Más gloria mereció el P. Feijoo en la impugnación de milagrerías y embustes so capa de religión. Tenía derecho a hacerlo, puesto que era creyente de veras, y juzgaba extremos igualmente viciosos la nimia credulidad y la incredulidad proterva. Así y todo, en el discurso de los Milagros supuestos tuvo que pedir ejemplos a las Memorias de Trévoux, y de España y de su tiempo sólo acertó a referir el caso de un corregidor de Agrada que mandó dar trescientos azotes a una vieja empeñada en hacer sudar a un crucifijo Más adelante impugnó la vieja relación de la campana de Velilla, que la Inquisición había mandado borrar, cincuenta años hacía, de los Anales de D. Martín Carrillo; el culto supersticioso del toro de San Marcos en algunos pueblos de Extremadura (2187); las flores de San Luis del Monte, que no eran sino huevecillos blancos de cierta oruga, que los suspendía en aquel santuario al alentar la primavera. Esta última impugnación sublevó a los cronistas de la religión seráfica y dio margen a acerbas polémicas y a una información judicial, en que Feijoo acabó por tener razón y convencer a los más tercos.

La tarea del P. Feijoo, así en estos discursos como en el de la campana y crucifijo de Lugo, y otros menos notables, no pudo ser más generosa y bien encaminada. Escribía para un siglo que comenzaba a malearse con el virus de la incredulidad. Empezaban a correr de mano en mano los libros de Francia, y era urgente, dejando a salvo el arca santa, barrer las escorias que impedían el acceso a ella y hacían tropezar a los incrédulos. Un falso milagro, nada prueba; pero tales condiciones subjetivas pueden darse, que haga claudicar en la fe a algún ignorante. ¡Y ay de aquel por quien viene el escándalo! «La sagrada virtud de la religión -dice el P. Feijoo- navega entre dos escollos opuestos: uno, el de la impiedad; otro, el de la superstición» (2188). «Depurar la hermosura de la religión de vanas credulidades» es el propósito confesado por él, y no hay motivo racional de sospechar de su ortodoxia.

Al contrario; parece que en los últimos tomos de sus Cartas eruditas crece la atención a las cuestiones éticas, sociales y religiosas, al revés del Teatro crítico, donde la filosofía natural predomina.

Llegaba a él un sordo mugido de las olas que en Francia [384] comenzaban a levantarse; había leído algo de Voltaire, a quien llama escritor delicado, con ocasión de la Vida de Carlos XII, obra la más inocente del patriarca de Forno (2189); conocía la paradoja de Rousseau sobre el influjo de las ciencias y de las letras en la corrupción de los pueblos, y ella y el tema de la Academia de Dijon le dieron pretexto para escribir una larga carta sobre las ventajas del saber, «impugnando a un temerario que pretendió probar ser más favorable a la virtud la ignorancia que la ciencia». No hallaba en Rousseau más que «un estilo declamatorio y visiblemente afectado; una continua sofistería, basada, sobre todo, en el paralogismo non causa pro causa, y una inversión y uso siniestro de las noticias históricas. Realmente, el tema de la Academia de Dijon era una impertinencia de aquellas a que sólo puede contestarse con una paradoja o con un lugar común. «Tomad la contraria y os dará gran fama», dijo Diderot a Rousseau, y Rousseau optó por la contraria.

La réplica de Feijoo merece leerse (2190). No le entusiasma la virtud espartana, que tan pomposamente encarecía Rousseau; al contrario, tiene la por suprema y asquerosa barbarie, sobre todo puesta en cotejo con la cultura ateniense. No concede de ligero que los romanos de la decadencia valiesen menos moralmente que los de los primeros tiempos de la república, porque no en un solo vicio consiste la nequicia, ni en una sola virtud la santidad; y, sobre todo, niega rotundamente que entre los hombres de ciencia sean más los viciosos que los virtuosos, porque, antes al contrario, la continua aplicación al estudio desvía la atención de todo lo que puede perturbar la serenidad del ánimo o excitar el apetito. Respírase en todas las cláusulas de este discurso el más simpático amor al cultivo de la inteligencia; truena el P. Feijoo contra quien osa buscar ejemplos de perfección en el siglo X, siglo de tinieblas, y se indigna [385] contra los que establecen parentesco entre la herejía de Lutero y el renacimiento de las letras humanas. Sólo se equívoca en creer que Rousseau buscaba únicamente notoriedad de ingenioso con su sofística paradoja, sin reparar, por falta de noticias del autor, que aquella perorata de escolar era el primer grito de guerra lanzado contra la sociedad y la filosofía del tiempo por un ingenio solitario, misantrópico, vanidoso y enfermizo, en cuya cabeza maduraban ya los gérmenes del Discurso sobre la desigualdad de las condiciones, del Contrato social y del Emilio.

Si más pruebas necesitáramos del recto sentir y de la acendrada ortodoxia de Feijoo, bastaría recordar que entre sus Cartas eruditas hay un escrito contra los judíos, intitulado Reconvenciones caritativas a los profesores de la ley de Moisés (2191); otra contra los filósofos materialistas (2192) y una especie de preservativo contra los errores protestantes, destinado a los españoles que viajan por país extranjero. Era devotísimo de Nuestra Señora, y en su amoroso patrocinio fundaba la esperanza de la eterna felicidad, como él con frase ternísima dice en otra carta (2193). En su comunidad vivió ejemplarmente y murió como un santo.

No obstante, alguna vez, durante su larga vida, ochenta y siete años, honrada como a porfía por reyes y pontífices sabios, se desató contra él la calumnia, tildándole de sospechoso en la fe. No surgieron en España tales rumores, tan pronto ahogados como nacidos. El mismo Feijoo lo refiere en el discurso sobre las Fábulas gacetable (2194), que hoy diríamos periodísticas. En la Gaceta de Londres de 27 de noviembre e 1736 se estampó cierta carta de un teólogo español a un amigo suyo de Inglaterra, en que se hablaba de conatos de reforma doctrinal en España, patrocinados por el Doctor del Fejo, que había presentado con tal fin un Memorial al Consejo de Castilla. Del Doctor del Fejo débanse tales señas, que era preciso identificarle con el autor del Teatro crítico, donde hallaba el gacetero una libertad de pensar hasta entonces no conocida en España. Mezclando reminiscencias del informe de Macanaz y otras hablillas que circularon antes de la publicación de la bula Apostolici Ministerii, atribuías a nuestro benedictino el proyecto de un concilio nacional y de una iglesia autónoma. Dijere que mucha parte de los teólogos españoles habían apadrinado el Memorial del doctor y que la mayoría del Consejo le había aprobado. Esta carta fue reproducida por la Gaceta de Utrecht de 7 de diciembre del mismo año, luego por la de Berna, y así corrió en todo país protestante, y aun católico, hasta llegar a la celda de San Vicente de Oviedo, «En puntos de fe, no sólo no he tocado en los principios, más ni aun en las más remotas consecuencias», respondió Feijoo; y quien conozca sus obras tendrá por superflua cualquier otra defensa (2195).

Ni tampoco hay para qué romper lanzas por la pureza de doctrina de los demás pensadores de entonces, que, con ser [386] católicos a machamartillo, tomaron el nombre de escépticos reformados, puesto que su corifeo, el Dr. Martínez, reconoce como criterios de verdad la revelación en los dogmas de fe, la experiencia en las cosas naturales y los primeros principios de la razón en las consideraciones metafísicas. (Diálogo 1.ºde la Philosophia sceptica.) Verdad es que este escepticismo tiene algo de eclecticismo incoherente sobre todo cuando el autor de la Philosophia sceptica establece aquella sutilísima distinción entre los estudios teológicos, para los cuales prefiere la filosofía aristotélica (por las viejas relaciones que tiene con la reina de los saberes); y los de ciencias naturales y medicina, para los cuales prefiere la filosofía corpuscular o atomística por estar basada en principios geométricos y sensibles y no en abstractas nociones, como la física de Aristóteles. Pero, siendo contrarias, o más bien contradictorias, ambas cosmologías, claro que es vicio radical del sistema o sobrado afán de conciliaciones querer legitimar, según los casos, la una o la otra. ¡Como si pudiera haber dos filosofías igualmente verdaderas, una para la especulación y otra para la práctica! En esto le impugnó victoriosamente el Dr. Lesaca, que, como otros aristotélicos, tenía el mérito de llevar a la pelea un sistema bien trabado y consecuente en todas sus partes.

Escepticismo mitigado o escepticismo racional llamaba al suyo el Dr. Martínez. Positivismo le llamaríamos hoy, si no infamase el nombre y si, por otra parte, el autor no protestase tantas veces de su respeto a los fundamentos metafísicos de la certeza. «Creía los fenómenos que la observación y la experiencia persuaden -dice el P. Feijoo hablando de su amigo-, pero dudaba de sus íntimas causas, y tal vez las juzgaba impenetrables, por lo menos con aquel conocimiento que puede engendrar verdadera demostración» (2196) (Obras apologéticas, p. 219).

Más resuelto el P. Tosca, por quien en los reinos de Valencia y Aragón se perdió el miedo al nombre de Aristóteles, en la cuestión de principiis rerum naturalium se acostó al parecer de Gassendi, aunque en otras cosas especuló libremente como hombre que era de larga experiencia y contemplación, de indecible amor a la verdad y franqueza en profesarla: altísimo elogio que le tributó no menor autoridad que la de Mayáns. Y, aunque parezca que la doctrina de los átomos trae consigo no sé qué sabor materialista, más que por culpa suya, por culpa de los que en otro tiempo la profesaron y por el recuerdo de Demócrata [387] y Leucipo, de Picuro y de Lucrecia, lo cierto es que esta opinión, corregida y mitigada, con sólo la causa primera, que creó los átomos y les dio el impulso inicial para moverse y combinarse, ha sido profesada, desde el Renacimiento acá, por excelentes católicos, desde Gómez Pereira hasta el P. Sacho, y es opinión que la Iglesia deja libre, como todas las que recaen sobre aquellas cosas que Dios entregó a las disputas de los hombres. Y así como hay y ha habido siempre atomistas católicos, fácil es tropezar con ateos y materialistas que rechazan como hipotética, vacía y falsa la concepción atómica, y quizá tengan razón, sin que en esto se interese el dogma, que ni la aceptó por verdadera ni por herética la reprueba.

VII -

Carta de Feijoo sobre la francmasonería. -Primeras noticias de sociedades secretas en España. -Exposición del P. Rábano a Fernando VI.

Por los días de Fernando VI empezó a hablarse con terror y misterio de cierta congregación tenebrosa, a la cual de aquí en adelante vamos a encontrar mezclada en casi todos los desórdenes antirreligiosos y políticos que han dividido y ensangrentado a España. Tiene algo de pueril el exagerar su influencia, mayor en otros días que ahora, cuando la han destronado y dejado a la sombra, como institución atrasada, pedantesca y añeja, otras sociedades más radicales, menos ceremoniosas y más paladinamente agitadoras; pero rayaría en lo ridículo, además de ser escepticismo pernicioso, el negar no ya su existencia, comprobada por mil documentos y testimonios personales, sino su insólito y misterioso poder y sus hondas ramificaciones.

Hablo de la francmasonería, que pudiéramos llamar la flor de las sociedades secretas. De sus orígenes hablaremos poco. En materia tan ocasionada a fábulas y consejas es preciso ir con tiento y no afirmar sino lo que está documentalmente comprobado con toda la nimia severidad que la historia exige en sus partidas y quitanzas. Si de lo que pasa a nuestros ojos y en actos oficiales consta, no tenemos a veces toda la seguridad apetecible. ¿Cómo hemos de saber con seguridad lo que medrosamente se oculta en las tinieblas? Las sociedades secretas son muy viejas en el mundo. Todo el que obra mal y con dañados fines se esconde, desde el bandido y el monedero falso y el revolvedor de pueblos hasta el hierofante y el sacerdote de falsas divinidades, que quiere, por el prestigio del terror y de los ritos nefandos y de las iniciaciones arcanas, iludir a la muchedumbre y fanatizar a los adeptos. De aquí que lo que llamamos logías y llamaban nuestros mayores cofradías y monipodios existan en el mundo desde que hay malvados y charlatanes; es decir, desde los tiempos prehistóricos. La credulidad humana y el desordenado afán de lo maravilloso es tal, que nunca faltará quien la [388] explote y convierta a la mitad de nuestro linaje en mísero rebaño, privándola del propio querer y del propio entender.

Pero la francmasonería no es más que una rama del árbol, y deben relegarse a la novela fantástica sus conexiones con los sacerdotes egipcios y los misterios eleusinos, y las cavernas de Adonirám, y la inulta y truculenta muerte del arquitecto fenicio que levantó el templo de Salomón. Y asimismo debe librarse de toda complicidad en tales farándulas a los pobres alquimistas de la Edad Media, que al fin eran codiciosos, pero no herejes, y con mucha mas razón a los arquitectos, aparejadores y albañiles de las catedrales góticas, en cuyas piedras ha visto alguien signos masónicos donde los profanos vemos sólo símbolos de gremio o bien un modo abreviado y gráfico de llevar las cuentas de la obra, muy natural en artífices que apenas sabían leer; de igual suerte que las representaciones satíricas no denuncian hostilidad a las creencias en cuyo honor se edifica el templo, sino las más veces intención alegórica, en ocasiones cristiana y hasta edificante, y, cuando más, desenfado festivo, en que la mano ha ido más lejos que el propósito del artista, harto descuidado de que sus ojos impíos habían de contemplar, sus creaciones y calumniar sus pensamientos.

Queda dicho en el curso de esta historia que los priscilianistas, los albigenses, los alumbrados y muchas otras sectas de las que en varios tiempos han trabajado nuestro suelo se congregaban secretamente y con fórmulas y ceremonias de mucho pavor. Pero todo esto había desaparecido en el siglo XVIII y la francmasonería, de que vamos a hablar, es una importación extranjera (2197). Bien claro lo dicen las primeras circunstancias de su aparición y lo poco y confuso que sabían de ellas sus impugnadores (2198).

Del fárrago de libros estrafalarios que en son de historiar la masonería han escrito Clavel, Razón y muchos más, sólo sacamos en limpio los profanos que el culto del grande arquitecto del universo (G. A. D. U.), culto que quieren emparentar con los sueños matemáticos de la escuela de Pitágoras y con la cábala judaica, y hasta con la relajación de los Templarios, se difundió desde Inglaterra, sin que esto sea afirmar que naciese allí en los primeros años del siglo XVIII. Al principio era un deísmo vago, indiferentista y teofilantrópico, con mucho de comedia y algo de sociedad de socorros mutuos. Llevaron la a Francia algunos jacobitas o partidarios de la causa de los destronados Enturados; ¡raro origen legitimista para una sociedad revolucionaria! Tuvo en su nacer carácter muy aristocrático; el regente de Francia la protegió mucho; hexosa cuestión de moda, y la [389] juventud de los salones acudió presurosa en 1725 a matricularse en la primera logia, que dirigían lord Derwemwaster y el caballero Masculina. A ellos sucedió lord Arnouster, y a éste, el duque de Anti, el príncipe de Conté, el duque de Carares; siempre altísimos personajes, a veces príncipes de la sangre. El propagandista y catequizador incansable era un visionario escocés llamado Ramsay, convertido por Fenelón al catolicismo y autor de una soporífera imitación de Telémaco, intitulada Nueva carapato o viajes de Ciro. Ramsay tomó el título de gran canciller de la orden y quiso imponer a los socios una contribución para que le imprimiesen cierto diccionario de artes liberales que traía entre manos, tan farragoso como su novela. Otros se valían de la sociedad para conspirar a favor de los Enturados; y en cuanto a la dorada juventud francesa, echábamos todo a pasatiempo y risa o se deleitaba en pasar por los 33 grados de iniciación. Gárrulas reclamaciones sobre la igualdad natural de los hombres, sobre la mutua beneficencia y sobre el exterminio de los odios de raza de religión y muchas bocanadas de pomposa retórica contra el monstruo del fanatismo llenaban las sesiones, y poco a poco allí encontró su respiradero el enciclopedismo. Dicen que Voltaire perteneció a una logia, y parece creíble, aunque allá para sus adentros, ¡cuánto se reiría del pésimo gusto y de la sandia retórica de los hermanos, aunque le pareciesen bien como instrumentos!

Algunos franceses oscuros propagaron la masonería en Italia y en España. Nadie cree, ni hay para qué traer a cuento en una historia seria, la ridícula acta de cierta reunión masónica, que se supone celebrada en Colonia en 1535, con asistencia de los jefes de las principales logias de Europa, entre los cuales figura, en duodécimo lugar, un Dr. Ignavias de la Torre, director de la logia de Madrid. Esta superchería burda y desatinada, hermana gemela de muchas otras ideadas por la francmasonería para dar antigüedad a sus conciliábulos, pasa por obra de un afiliado holandés, que la forjó hacia 1819, suponiéndola descubierta en una logia de La Haya. Los mismos hermanos no creen en tal embeleco, y hacen bien (2199).

Díñese, sin ninguna prueba, que en 1726 se estableció la primera logia en Gibraltar, y en 1727 otra en Madrid, cuyo taller estaba en la calle Ancha de San Bernardo.

Ya en abril de 1738 había condenado Clemente XII, por la bula In Eminencia, las congregaciones masónicas, y, arreciando el peligro, renovó la condenación Benedicto XIV en 18 de mayo de 1751. Afirma Llorente que en 1740 dio Felipe V severísima pragmática contra ellos, a consecuencia de la cual fueron muchos [390] condenados a galeras; pero de tal pragmática no hay rastro, ni alude a ella la de 1751, primer documento legal y auténtico en la materia.

El P. Rábano, confesor de Fernando VI, fue de los primeros que fijaron la atención en ella, y expuso sus temores en un Memorial dirigido al rey (2200). «Este negocio de los francmasones -decía- no es cosa de burla o bagatela, sino de gratíssima importancia... Casi todas las herejías han comenzado por juntas y conventículos secretos.» Y aconsejaba al rey que publicase un edicto vedando, so graves penas, tales reuniones y destituyendo de sus empleos a todo militar o marino que en ellas se hubiese alistado y tratándolos como reos de la fe, por vía inquisitorial. «Lo bueno y honesto no se esconde entre sombras, y sólo las malas obras huyen de la luz.» Y terminaba diciendo que, aunque no llegasen a cuatro millones los francmasones esparcidos por Europa, como la voz pública aseveraba, por lo menos serían medio millón, la mayor parte gente noble, muchos de ellos militares, deístas casi todos, hombres sin más religión que su interés y libertinaje, por lo cual era de temer, en concepto del jesuita montañés, que aspirasen nada menos que a la conquista de Europa, acaudillados por el rey Federico de Prusia. «Debajo de esas apariencias ridículas se oculta tanto fuego que puede, cuando reviente, abrasar a Europa y trastornar la religión y el Estado.»

Al rey le hicieron fuerza estas razones, y en 2 de julio de 1751 expidió, desde Aranjuez, un decreto contra la invención de los francmasones..., prohibida por la Santa Sede debajo de excomunión, encargando especial vigilancia a los capitanes generales, gobernadores de plazas, jefes militares e intendentes de Ejército y Armada (2201).

El único español que por entonces parece haber tenido cabal noticia de las tramas masónicas es un franciscano llamado fray José Torraba, cronista general de su Orden, no porque se hubiera hecho iniciar en una logia, como han fantaseado algunos de los adeptos (2202), sino porque había viajado mucho por Francia e Italia y leído los dos o tres rituales hasta entonces impresos de la secta. Ciento veintinueve son las logias que supone derramadas por Europa, pero de España dice expresamente que había pocas, y que el mayor peligro estaba en nuestras colonias, especialmente en las del Asia, por el trato de ingleses y holandeses.

Como quiera, el P. Torraba juzgó conveniente difundir, a manera de, antídoto, un libro rotulado Centinela contra francmasones. Discursos sobre su origen, instituto, secreto y juramento. Descúbrese la cifra con que se escriben y las acciones, señas y palabras con que se conocen. Para impugnarlos transcribe [391] literalmente, traducida por él del italiano al castellano, una pastoral de Mons. Justician, obispo de Vintimilla (2203).

También el P. Feijoo, en la carta 16, tomo 3 de las Cartas eruditas, habló de los francmasones, y, a la verdad, no con tanto aplomo y conocimiento de causa como el P. Torraba. Todas sus consideraciones son hipotéticas y hasta da por extinguida la sociedad a consecuencia de la bula de Benedicto XIV. Parécenle contradictorios y extremados los cargos que se hacen a los maratones, como él dice, italianizando el nombre, y se resiste a creer que «tengan por buenas todas las sectas y religiones, que desprecien las leyes de la Iglesia, que se dejen morir sin sacramentos y que se liguen con juramentos execrables». Estas dudas del P. Feijoo bastaron para que el abate Marchena, aventurero estrafalario y masón muy conocido en todas las logias de Europa, imprimiese malignamente, en sus Lacones de filosofía moral y elocuencia, un pedazo del discurso de Feijoo, como si fuera defensa de las sociedades secretas, de la misma manera que reprodujo, mutilados, desfigurados y sacados de su lugar, otros pedazos del Teatro crítico, nada notables por el estilo ni dignos de figurar en una colección clásica, sólo para arrearlos con los vistosos títulos de Fábula de las tradiciones populares acerca de la religión, Prueba de que el ateísmo no es opuesto a la hombría de bien, Odio engendrado por la diversidad de religiones, etc., dándose a veces el caso de ser enteramente distinta la materia del discurso de lo que el rótulo anuncia.

Cuenta Hervás y Panduro en su libro de las Causas de la revolución francesa que el año 1748 se descubrió en una logia de Viena, sorprendida por los agentes de aquel Gobierno, un manuscrito titulado Antorcha resplandeciente, donde había un registro de las sociedades extranjeras, entre ellas la de Cádiz, con 800 afiliados; de todo lo cual dio nuestro embajador cuenta a Fernando VI.

Los procesos por tal motivo son rarísimos. En Llorente (2204) puede leerse el de un francés llamado M. Tournon, fabricante de hebillas, que en 1757 quiso catequizar a tres operarios de su fábrica en nombre del Grande Oriente de París. Ellos se asombraron de ver aquellos triángulos y escuadras, lo tuvieron por cosa de brujería, les pareció mal el juramento y las terribles imprecaciones que le acompañaban y lo delataron todo a la Inquisición. Llorente transcribe muy a la larga y con visible fruición el interrogatorio forjado quizá por el mismo historiador, de quien sospechamos vehementemente que pertenecía a la cofradía. Tournon declara que ha sido francmasón en París, pero que ignora si en España hay logias; que es católico apostólico romano y que nunca oyó en ellas cosa contra la religión; que [392] la masonería tiene sólo un objeto benéfico; que no proclama el indiferentismo religioso, aunque admita indiferentemente a los católicos y a los que no lo son; y, por último, que las representaciones del sol, de la luna y de las estrellas en los círculos masónicos son meras alegorías del poder del Grande Arquitecto y no símbolos idolátricos. Todo su afán es persuadir que la masonería nada tiene que hacer con el dogma ni contra el dogma; añagaza de Llorente para atraer prosélitos.

Tournon abjuró de levi, como sospechoso de indifentismo, naturalista y supersticioso, y fue condenado a un año de prisión, con ciertos rezos y ejercicios espirituales, y luego a extrañamiento perpetuo de estos reinos, siendo conducido hasta la frontera por los ministros del Santo Oficio (2205).







- VIII -

La Inquisición en tiempo de Felipe V y Fernando VI. Procesos de alumbrados. Las monjas de Corella.

Diez inquisidores generales se sucedieron durante los dos reinados de Felipe V. De ellos, D. Vidal Marín, obispo de Ceuta, y D. Francisco Pérez de Prado Cuesta tienen alguna notoriedad por haber suscrito los Índices expurgatorios de 1700 y 1748. Otro, el cardenal Giudice, tuvo el valor de condenar a Macanaz y la fortuna de que su condenación prevaleciera. De aquí el gran poder del Santo Oficio en el segundo reinado de Felipe V, a lo cual contribuyó la protección de Isabel Farnesio, fervorosísima católica. Dicen que Felipe V no quiso asistir a un auto de fe en 1701; pero es lo cierto que la Inquisición le prestó grandes servicios muy fuera de su instituto, como lo prueba, verbigracia, el edicto de D. Vidal Marín en 1707 obligando bajo pena de excomunión a denunciar a todo el que hubiera dicho que era lícito violar el juramento de fidelidad prestado a Felipe V, encargando a los confesores la más estricta vigilancia en este punto. Esta disposición se cumplió mal; las causas de perjurio se multiplicaron, pero sin resultado, sobre todo en la Corona de Aragón, donde muchos frailes, grandes partidarios del austríaco, sostenían que no obligaba el juramento de fidelidad hecho a la casa de Borbón y que era lícita y hasta meritoria y santa la revuelta contra el usurpador en defensa de los antiguos fueros y libertades de la tierra.

Llorente (2206), cuyas estadísticas merecen tan poca fe, puesto que ha sido convencido de mentira en todas aquellas cuyos comprobantes pueden hallarse, da por sentado que en el reinado de Felipe V se celebraron 54 autos de fe, en que fueron quemados [393] 79 individuos en persona, 63 en efigie, y penitenciados, 829; total, 981.

Por más que me he desojado buscando relaciones de autos de fe de ese tiempo y tengo a la vista más de cuarenta, no encuentro nada que se acerque ni con mucho a ese terrorífico número de víctimas. Será desgracia mía, como lo fue de Llorente el no hallar más que 54 autos, siendo así que tuvo a la vista los archivos de la Inquisición, cuando, según cuenta, debieron de ser más de 782, aun sin contar los de América y los de Sicilia y Cerdeña. Credat Iudeaus Apella. No es cierto que cada tribunal hiciera anualmente un auto de fe (y ésta es la base de los cálculos de Llorente); la mayor parte no hicieron ninguno, ni había por qué; así como otros, v. gr., el de Sevilla y el de Granada, los multiplicaron, hasta tener dos o tres en el mismo año. Y véase cómo crecen y se desfiguran las noticias de unos en otros. William Coxe, a su traductor D. Andrés Buriel o el adicionador castellano de uno y otro, puesto que no es fácil distinguir en aquel libro lo que pertenece a unos y a otros, afirma (2207) que fueron ¡mil quinientas sesenta y cuatro personas! las quemadas personalmente en varios lugares de la Península. De igual manera ajusta las restantes cuentas, y viene a sacar en todo catorce mil setenta y seis víctimas, con las cuales habría bastante para armar un ejército. ¡Así se escribe la historia! Y lo peor es que esta historia vive y se repite y se comenta, enriqueciéndose siempre con nuevos desatinos.

La mayor parte de los condenados son judaizantes, y cuando no, blasfemos, bígamos, supersticiosos y hechiceros. Así en el auto particular de Madrid (mayo de 1721), siendo inquisidor general D. Juan de Camargo, hallamos el nombre de Leonor de Ledesma y Aguilar (alias la Legañosa), embustera sortílega, la cual salió con sambenito y coroza de llamas. En el mismo auto se penitenció con abjuración de levé a la alemana María Josefa, natural de Breslau, en Silesia, de oficio lavandera, por haberse querido rebautizar. Otras tres oscurísimas mujeres de la hez del pueblo figuran en el mismo auto castigadas con pena de azotes por sortílegas.

Moriscos no quedaban; sólo algún soldado desertor y fugitivo de los presidios de África renegaba y se hacía mahometano. Así Miguel de Godoy, alpujarreño, castigado en el auto de Granada de 1721. En el de Sevilla de 1722 abjuró de vehemencia y fue absuelta ad cartela una moza de Jerez sospechosa de pacto con el demonio, y en el auto de Toledo de 25 de octubre de 1722 una gitana convicta de sortilegio. En el auto de Coimbra de 14 de marzo de 1723 pénase con dos años de destierro a Grimaldo Enríquez, labrador, por culpas de hechicería y presunción de tener pacto con el demonio; a Gil Simón Fonseca, por curar a las bestias con ensalmos y acciones supersticiosas; a Domingo Martínez Bledo, por buscar, con intervención del [394] demonio, tesoros ocultos; al P. Manuel Farreara, sacerdote, natural de la feligresía de San Millar, por invocar al demonio para que le trazas dinero; al pintor Antonio Viera, por haberse empeñado en que se le apareciera un espíritu familiar; a Rosa de Corto, mujer de un marinero portense, por usar de supersticiones para ajustar casamientos, abusando para este fin de la imagen de Cristo, y a otras doce mujeres, por análogos delitos de maleficio.

Algo más abundaron los seudoprofetas y fingidores de milagros, sobre todo en Portugal. Por falsas revelaciones se condenó a una mujer en el auto de Lisboa de 1723, y a otras dos, Catalina Amarilla y María Daraptí, por simular visiones y decir horrendísimas y heréticas blasfemias y hacer desprecio y desacato a imágenes sagradas. En el de 24 de septiembre de 1747, a Francisca Antonia, hija del cirujano de la villa de Olidos, «por fingir revelaciones, éxtasis y otros favores sobrenaturales y que había estado desterrada de esta vida diez años, resucitando después», y a María Rosa, hija de un trabajador de Esparza término de Torres Novas, «por fingir milagros y que hablaban con ella las almas de ciertas personas, con otros embustes de que se valía para ser tenida por santa».

De pacto diabólico regístrase un caso extraño en la relación del auto de Córdoba de 1724; en él abjuró de levé y fue penado con seis años de destierro Bartolomé Boniatos, arriero, de la villa de Alcahacemos, «por haber entregado su alma al diablo en carta que le hizo para que le diese cinco mil doblones de a ocho».

El molinosismo existía, más o menos encubierto, pero casi siempre tenía más de lujuria que herejía. Afirma Llorente (2208) que se dejó contagiar de la mala enseñanza de la Guía espiritual el obispo de Oviedo, D. José Fernández de Toro, que por ello fue conducido a Roma y encerrado en el castillo de Santángelo y depuesto en 1721.

En Navarra y en la Rioja hizo gran propaganda un prebendado de Tudela dicho D. Juan de Causadas, a quien Llorente llama el discípulo más íntimo de Molinos, no sé con qué fundamento, puesto que las fechas no concuerdan ni hay noticia de él en los documentos de Roma... Discípulo de Causadas fue su sobrino Fr. Juan de Longar, carmelita descalzo, que dogmatizó con triste fortuna, no sólo en su tierra natal, sino en Burgos y en Soria. Los inquisidores de Logroño le condenaron en 1729 a pena de doscientos azotes, diez años de galera, y tras ellos, prisión perpetua. Tales y tan nefandos habían sido sus crímenes en los conventos de monjas de Lerma y Corella.

Fue su principal discípula D.ª Águeda de Luna, que por más de veinte años logró pasar en opinión de santa en su convento de Lerma gracias a simulados éxtasis y visiones, que Fr. Juan de Longar y el prior y otros religiosos divulgaban y ponderaban. Abadesa de Corella más adelante, acudían a ella [395] de todos los pueblos de la redonda, solicitando misteriosas curaciones y el eficaz auxilio de sus rezos. Corroboraban esta opinión ciertas piedras bienolientes con la señal de la cruz y de la estrella, que se repartían como emanadas del cuerpo de la bienaventurada Madre.

Al cabo, el Santo Oficio, azote implacable de milagrerías, prendió a la Madre Águeda, la encerró en las cárceles de Logroño y obtuvo de ella confesión plena por medio de la tortura, de cuyas resultas murió. Su principal cómplice, Fr. Juan de la Vega, natural de Liérganes, en la montaña de Santander, y pariente quizá muy cercano del hombre-pez, salió en un autillo de fe celebrado en 30 de octubre de 1743. Había sido desde 1715 confesor de la Madre Águeda, viviendo en infame concubinato con ella, del cual resultaron cinco hijos. Había pervertido, además, a otras religiosas y difundido por España la fama de la santidad y milagros de su amiga, cuya vida escribió. Llamábanle los afiliados de la secta el Extático, y al pie de un retrato de la Madre Águeda, que hizo poner en el coro, había escrito estas palabras de doble sentido: «El fruto vendrá en sazón, porque el campo es bueno.» Negó haber hecho pacto con el demonio, ni renegado de la fe, y se le envió recluso al solitario convento de Doral, donde al poco tiempo murió.

A otros frailes de la misma Orden que estuvieron negativos se los recluyó a diversos monasterios de Mallorca, Bilbao, Valladolid y Osuna. Así la Madre Águeda, como su sobrina D.ª Vienta de Lora (2209), y otra monja, se confesaron en el tormento reos de execrandas impurezas y hasta de infanticidios. Otras cuatro religiosas estuvieron negativas aun en la tortura, y se las condenó, sin embargo, por declaraciones del resto de la comunidad. Algo hubo en este proceso de ensañamiento y no de rigurosa justicia. Las monjas fueron dispersas por varios conventos y se llamó a otras de Ocaña y de Toledo para reformar la Orden (2210). Otro proceso semejante se formó en 1727 contra las [396] monjas de Casbas y contra el franciscano Fr. Manuel de Val. En 15 de junio de 1770 se celebró en la iglesia de San Francisco, de Murcia, auto contra alumbrados. Abjuró de vehementi D. Miguel Cano, cura de Algezares, y de formali Ana García, a quien llamaban madre espiritual de la secta; dos ermitaños y varias mujeres de la villa de Mula. Llamaban a los ósculos passos [397] del alma y se decían unidos en la essencia de Jesús y transformados en la Santísima Trinidad.

En el reinado de Fernando VI pone Llorente cerca de 34 autos de fe, y en ellos diez relajados en persona y ciento sesenta penitenciados; los primeros, por judaizantes relapsos, y los segundos, por blasfemos, bígamos, sodomitas o hechiceros.

De protestantismo apenas se recuerda un solo caso. Yo sólo tengo presente el auto de Sevilla. de 30 de noviembre de 1722, en que salió con sambenito de dos aspas Joseph Sánchez, vecino de Cádiz, y fue reconciliado en forma por sectario de la herejía calvinista, condenándosele a confiscación de bienes, hábito y cárcel perpetua. Sería marino o mercader que habría residido en país extranjero.







- IX -

Protestantes españoles fuera de España. -Félix Antonio de Alvarado. -Gavín. -D. Sebastián de la Encina. El caballero de Oliveira.

Sólo por curiosidad bibliográfica pondremos aquí noticias de los escasos y nada conspicuos españoles que en el siglo XVIII abrazaron las doctrinas de la Reforma y dieron a la estampa algún fruto de su ingenio. El viento de la Guerra de Sucesión arrojó a algunos de ellos fuera de España y los hizo prevaricar por el trato con alemanes e ingleses. Poco se perdió, como iremos viendo. Merece entre ellos el lugar primero, siquiera por la rareza de sus libros, un clérigo aragonés llamado D. Antonio Gavín. No tengo más noticias de él que las que se infieren de los prólogos de sus libros. A los veintitrés años de edad recibió las sagradas órdenes, siendo arzobispo de Zaragoza el montañés don Antonio Ibáñez de la Riva-Herrera, después Inquisidor general; prelado de gran virtud, a quien elogia mucho. Guárdase bien de explicar los motivos de su salida de España, que no debieron de ser religiosos, puesto que tardó bastante en hacerse reformista. En Zaragoza había tratado con algunos oficiales del ejército de los aliados, que más bien le hicieron indiferente. Todo induce a tenerle por un mal clérigo, sobre todo la desvergüenza y obscenidad inauditas con que escribió luego.

Su primera intención al salir de España fue trasladarse a Inglaterra; pero, como todavía no estaba firmada la paz de Utrecht, no se atrevió a ir de Calais a Dover sin pasaporte. Volvió, pues, sobre sus pasos, y en París se hizo pasar por capitán español que iba a Irlanda a recoger la herencia de un tío suyo. Un clérigo francés de quien se hizo amigo le presentó al P. Le Tellier, confesor de Luis XIV, para que por su mediación obtuviera el deseado pasaporte. Sospechó Le Tellier el embrollo y se negó rotundamente. Entonces Gavín, no contemplándose seguro en Francia, huyó a San Sebastián, y allí permaneció unos días oculto en una hostería y sin dejarse ver de gentes. Al cabo [398] discurrió, para salir de tan embarazosa situación, presentarse al rector de los jesuitas, de quien tenía noticias que era varón cándido y fácil de dejarse engañar: díjole entre mil embustes, y bajo secreto de confesión, que era militar y andaba escondido por una muerte. El jesuita, sin recelar nada, le proporcionó medios de embarcarse al día siguiente para Lisboa. Durante la navegación levantóse una tormenta, y Gavín, que ya dudaba de la presencia real en el sacramento de la eucaristía, quiso hacer experiencia del poder supersticioso que muchos atribuían a la hostia consagrada para calmar las iras del mar y de los vientos. Entonces, según él cuenta con execrables pormenores, consagró una hostia y con mucho recato subió con ella sobre cubierta. Las olas no se amansaron, y el infame Gavín, que tal prueba sacrílega y temeraria había hecho, determinó desde aquel día «no creer en ninguna doctrina de la Iglesia romana». ¡Bravo modo de discurrir! ¿Y dónde había visto él que fuese doctrina de la Iglesia la virtud antitempestuosa que atribuía al Sacramento? ¿Y por dónde ha de estar Dios obligado a responder con milagros a todo impío, necio y temerario que sea osado a pedírselos?

En Vigo dejó el barco y siguió por tierra hasta Portugal, donde algunos negociantes ingleses le dieron las primeras enseñanzas formales de protestantismo. Lord Stanhope, el famoso caudillo de la guerra de Sucesión, a quien había conocido en Zaragoza, se le recomendó al obispo de Londres, que por tres días consecutivos le hizo examinar y acabó por pedirle sus testimoniales de clérigo. No los traía, y muchos en Inglaterra dudaban que realmente lo fuese. Suplióse la falta con un certificado de lord Stanhope, y en 3 de enero de 1716 abjuró públicamente el catolicismo en presencia del obispo de Londres, en la capilla de su palacio de Somerset, entrando en la iglesia oficial anglicana, con encargo de predicar y de oficiar en una congregación española compuesta del mismo Stanhope, de muchos oficiales que habían estado en la Península y de algunos militares españoles que ellos habían catequizado. Dedicó a Stanhope su primer sermón, que no he visto, pero consta que fue impreso por Guillermo Bowyer y vendido por Denoyer, librero francés, en el Strand. Siguió en sus predicaciones dos años y ocho meses; primero en la capilla de la reina, en Westminster, y luego en la de Oxenden. Recomendaciones de Stanhope le valieron ser colocado de capellán en un navío de guerra, el Prestón; lo cual él aceptó con regocijo para acabar de perfeccionarse en el inglés, no tratando más que con marineros de la tierra. El obispo de Londres diole patente de recomendación para los comisarios del Almirantazgo en 13 de julio de 1720, llamándole Maestro en Artes por la Universidad de Zaragoza y autorizándole para predicar en inglés y administrar los sacramentos. Luego residió algún tiempo en Irlanda, y por recomendación del arzobispo de Cashel y del deán Percival obtuvo el curato de Gowran, que [399] sirvió once meses muy a satisfacción del obispo de Ossory. De allí pasó a la parroquia de Cork, que servía cuando publicó su obra, o más bien serie de misceláneas contra el catolicismo.

Consta ésta de tres volúmenes, y su título es en inglés A masterkey popery, y en francés Le passe par-tout de l'Eglise romaine (2211). Un breve análisis de ella mostrará lo que esconde bajo estos estrafalarios rótulos. La edición inglesa que tengo a la vista es de 1725 y se titula Segunda. El autor procuró autorizarla con dedicatorias al príncipe de Gales y a milord Carteret, insigne por su edición del Quijote.

Con el más extraño desorden trata el primer tomo de la confesión auricular, de las indulgencias, de la bula de Cruzada, de las misas, altares privilegiados, transubstanciación y purgatorio, de los inquisidores, del rezo eclesiástico y de la adoración de las imágenes y reliquias, pero todo esto no dogmáticamente (y aquí está la originalidad de la obra), sino con chistes y cuernecillos, casi todos verdes y muchos de una lubricidad monstruosa y desenfrenada. Parece que aquel apóstata se complace en remover y gustar todo género de inmundicias. Y todo lo refiere como oído en la academia de teología moral de la Santísima Trinidad, de Zaragoza. Es una verdadera selva de casos raros de confesores solicitantes; literatura de burdel asquerosísima. Afortunadamente, el libro es muy raro.

El segundo tomo contiene las vidas de los papas y un tratado sobre su doctrina y autoridad, copiado todo escandalosamente y ad pedem litterae de la traducción inglesa de los Dos tratados, de Cipriano de Valera, hecha por Golburne. Cuando el texto de Valera acaba, Gavín añade de su cosecha Las vidas [400] y abominables intrigas de muchos clérigos y frailes de la Iglesia romana, colección de novelas terroríficas, que, si fueran menos inmundas, traerían a la memoria algunas de Ana Radcliffe; pero que más bien se parecen, por la mezcla de lujuria, de tenebrosidad y de sangre, al Monje de Lewis, bestial y sanguinolenta novela, muy leída e imitada a fines del siglo XVIII.

El tercer tomo es, casi todo, plagio de Cipriano de Valera en lo que dice de la misa y de los falsos milagros de sor María de la Visitación. Sólo hay propios de Gavín los capítulos donde cuenta éxtasis y revelaciones de monjas, que él exorna y adereza con todos los hediondos ingredientes de su cocina.

¡Y la princesa de Gales aceptó la dedicatoria de tal libro! ¿Qué se diría de nosotros si un católico hubiese escrito pamphlet semejante contra la Iglesia anglicana? Cumple decir que a los mismos protestantes pareció inverosímil, según confesión del autor, lo que allí se cuenta. Otros le tildaron por divulgar secretos de confesión, y casi todos tuvieron por hijas de su inventiva novelesca la vida de D. Lorenzo Amenguar, la de mosén Juan, la del Lindo. Luciendo y las demás que amenizan su segundo tomo. Con todo eso, el aliciente del escándalo fue tal, que se vendieron hasta 5.000 ejemplares, y se agotó asimismo una traducción francesa hecha en 1727 por M. Jensen.

De D. Sebastián de la Encina, ministro de la iglesia anglicana y predicador en Amsterdam de la ilustre Congregación de los honorables Tratantes en España, es decir, de los mercaderes holandeses que tenían aquí negocios, no queda más que su nombre al frente de una linda edición del Nuevo Testamento hecha en 1718 (2212). Es mera reimpresión el texto de Cipriano de Valera, conforme a la edición de 1596, copiando el prólogo, aunque en extracto.

Por el mismo tiempo vivía en Londres otro español refugiado, D. Félix Antonio de Alvarado, sevillano de nacimiento, que en sus primeros libros se titula presbítero de la iglesia anglicana y capellán de los honorables señores ingleses mercaderes que comercian en España. También hacía oficios de maestro e intérprete de la lengua española, y suyos son unos diálogos ingleses y castellanos (2213), ricos en proverbios, frases y modos de decir galanos y castizos, como que el autor parece haberse inspirado en [401] otros manuales de conversación del siglo XVI, y especialmente en el de Juan de Luna, el continuador del Lazarillo.

Cuando se reformó por orden del rey Jacobo II la liturgia inglesa, hubo que reformar también la antigua traducción castellana de Fernando de Texeda, el autor del Carrascón. De este trabajo se encargó Alvarado, y llevan su nombre las ediciones de 1707 y 1715, prohibidas entrambas en nuestros índices expurgatorios (2214).

La iglesia anglicana debió de pagar mal a Alvarado; lo cierto es que para subsistir tuvo que refugiarse en la mansa, benévola e iluminada secta de los cuáqueros, bañándose en su acendrado espiritualismo, aprendiendo el sistema de la luz interior y traduciendo, finalmente, el libro semisagrado de la secta, o sea la Apología de la verdadera teología cristiana, de Roberto Barclay. Esta traducción se imprimió en Londres en 1710 y es muy rara (2215). ¿Quién dirá que semejante libro había de catequizar a ningún español? Y, sin embargo, fue así. En nuestros días, D. Luis de Usoz y Río, tantas veces citado en esta historia, y que todavía ha de serlo muchas, prevaricó en la fe por la lectura de Barclay, cuya Apología, traducida por Alvarado, halló en un puesto de libros viejos, y, engolosinado con tal lectura, fue a Inglaterra y se alistó en la secta de los cuáqueros, a la cual consagró su dinero y su vida. ¡Cuán extraños son a veces los caminos del error y por cuán escondidas veredas llega a posesionarse del ánimo!

Según noticias comunicadas al mismo Usoz por su amigo y correligionario Benjamín Wiffen, que las extractó de los registros de la sociedad de los cuáqueros de Londres, Alvarado se presentó a la sociedad en 22 de abril de 1709, ofreciendo traducir al castellano la Apología, como ya lo estaba a otras lenguas. Se comisionó a Daniel Philips, Juan Whiting, Enrique Gouldney y Gilberto Molleson para que examinasen la propuesta. En 10 de diciembre, Molleson informó a la junta que el Spanis Friar, Alvarado, tenía ya traducidas las dos terceras partes de la Apología. En 17 de marzo de 1710 estaba acabada. Mandó la junta imprimir mil ejemplares, y los mismos cuatro comisionados entendieron, juntamente con el traductor, en la corrección de pruebas. [402]

En 7 de diciembre (duodécimo mes) del mismo año, Alvarado, que vivía en Grace churche street y se hallaba falto de dinero hasta para pagar su posada, pide a los cuáqueros algún socorro, y la junta comisiona a Juan Knight, Juan Egleston, Josef Joovey y Lassells Metcalfe para que le visiten y se informen. No vuelve a hablarse palabra de él (2216).

A mediados de aquel siglo apostató un portugués con singulares circunstancias. Llamábase el tal Francisco Xavier de Oliveira, y entre sus correligionarios, que le nombraban siempre con respeto, el caballero Oliveira, porque era, en efecto, caballero hidalgo de la casa real y profeso en la Orden de Cristo. Había nacido en Lisboa el 21 de mayo de 1702. Hasta los treinta y uno de su edad sirvió de oficial en el Tribunal de Contos; después, y por muerte de su padre, fue nombrado secretario del conde de Tarouca, ministro plenipotenciario en Austria. El 19 de abril de 1734 salió de Lisboa, y en 1740 viósele de súbito abandonar su puesto de secretario de Embajada para retirarse a Holanda, y de allí, cuatro años adelante, a Inglaterra, donde abjuró públicamente el catolicismo, viviendo desde entonces en la mayor miseria, sostenido por las limosnas de sus correligionarios. Algunos escritos heréticos que divulgó con ocasión del terremoto de Lisboa hicieron que la Inquisición se fijase en él y le formara proceso, mandándole quemar en estatua el 20 de septiembre de 1761. Falleció en Hackney en 1783 (2217).

Las obras de este desinteresado y fanático sectario son muchas en número y muy apreciadas de los críticos portugueses por las hermosura y gracia de lengua (2218), pero carecen de interés teológico. Escribió mucho de asuntos indiferentes, porque el producto de sus obras le ayudaba a vivir y quería que circulasen libremente en Portugal. Viajes, memorias y cartas salieron en [403] gran número de su discreta pluma, hábil en trazar ensayos y caracteres y pinturas de costumbres a la manera inglesa, especialmente de Addison, cuyo Spectator imita (2219).







- X -

Judaizantes. -Pineda. -El sordomudista Pereira. -Antonio José de Silva.

La plaga del judaísmo oculto, recrudecida después de la unión del reino de Portugal a la Corona de Castilla, vive aún después de la separación, y en todo el siglo XVIII da muestra de sí en los autos de fe, a tal punto, que los relaxados en persona son casi siempre judaizantes, por lo menos en los autos que yo he visto. Pero entre sus nombres, ninguno puede interesar a la historia literaria, fuera del del autor de El ocaso de las formas aristotélicas, Diego Martín Zapata, uno de los renovadores del método experimental, de quien refiere Morejón (2220) que sus émulos le delataron por judaizante a la Inquisición de Cuenca, y que salió levemente penado en un auto, sin que tales penitencias le hicieran perder nada de la buena fama que por sus victorias polémicas y felices curas había logrado; antes consta que llegó a ser médico del duque de Medinaceli y del cardenal Portocarrero.

Fuera de España peregrinaban algunos judaizantes que escribieron en castellano o por otros títulos se hicieron memorables. De ellos fue Pedro Pineda, maestro de lengua castellana, que publicó en Londres un Diccionario, rico de diatribas contra el de la Academia Española, y logró alguna mayor notoriedad, dirigiendo en su parte material la soberbia edición del Quijote costeada por lord Carnerea para obsequiar a la reina Carolina, ilustrada por Mayáns con la primera vida de Cervantes y estampada en Londres en 1738 por los hermanos Tonson. El buen éxito de esta empresa movió a Pineda a reimprimir por su cuenta otros libros clásicos castellanos, y así empezó por sacar a luz las Novelas ejemplares, de Cervantes (La Haya, por J. Nearlme, 1739, dos tomos en 8.º), dedicadas a su discípula D.ª María Fane, condesa de Westmorland, que en solos cuatro meses había aprendido la lengua castellana. Imprimió después la Diana enamorada, [404] de Gil Polo, por Tomás Woodward, 1739, con una galante dedicatoria a otra discípula suya, D.ª Isabel Sútton. Todas estas ediciones son tipográficamente muy lindas y correctas en cuanto al texto; pero el gusto del editor era tan menguado y perverso, a pesar de que revolvía con diurna y nocturna mano las inmortales hojas de Cervantes, que llegó a tomar por lo serio los irónicos elogios que el cura hace en el escrutinio de la librería de D. Quijote, de Los diez libros de fortuna de amor, de Lofrasso de Sardo, disparatadísima y soporífera novela pastoril, llena de versos ridículos y mal medidos. Y sin entender el verdadero y maleante sentido de las palabras de Cervantes: «Desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y por su camino, es el mejor y más único de cuantos... han salido a la luz del mundo», entendió lo de gracioso como sonaba; no se acordó que Mercurio. en el Viaje del Parnaso, había mandado echar a Lofrasso al agua, y reimprimió con grandísimo lujo su obra en Londres el año 1740, anteponiéndola un estrafalario prólogo laudatorio. Hasta los libros peores tienen su día de fortuna si algún maniático da con ellos. Y es lo bueno que Pineda cita, en son de triunfo, la autoridad de Lofrasso contra el Diccionario de la Academia. ¡Lofrasso, que hablaba una jerga mixta de sardo y castellano!

Antigua es en España la invención de enseñar a hablar a los sordomudos. Convienen todos, con autoridad de Ambrosio de Morales y de Francisco Vallés, en adjudicar la primera gloria de ella al benedictino de Oña Fr. Pedro Ponce de León, que enseñó a muchos sordomudos, entre ellos a dos hermanos y a una hermana del Condestable y a un hijo del justicia de Aragón, no sólo a hablar, sino a leer, escribir, contar y entenderse en griego, latín e italiano, según todo lo declara el mismo fraile en su testamento, hablando con candorosa modestia «de la industria que Dios fue servido de darle por méritos de San Juan Bautista y de nuestro Padre San Íñigo» y (antiguo reformador de Oña). Siguieron y perfeccionaron el benéfico invento Manuel Ramírez de Carrión, natural de Hellín (maestro del marqués de Priego y del príncipe Filiberto Amadeo de Saboya), y Juan Pablo Bonet el más conocido de todos por su ingenioso libro de Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los sordomudos (Madrid 1620), que autorizó Lope de Vega con unas conceptuosas décimas.

Los que más fama ganaron

por las ciencias que entendieron

a los que ya hablar supieron,

a hablar mejor enseñaron;

pero nunca imaginaron

que hallara el arte camino

do naturaleza falta:

sutileza insigne y alta

de vuestro ingenio divino. [405]



El arte siguió practicándose de un modo más o menos empírico; pero fuera de España era casi ignorado, hasta que simultáneamente lo pusieron en boga, a mediados del siglo XVIII, el abate L'Epée, famoso filántropo al gusto de entonces, y un judaizante español, Jacob Rodrigues Pereira, natural de Berlanga, en Extremadura, hijo de Abraham Rodrigues Pereira y de Abigail Rica Rodrigues, judíos portugueses (2221).

Excitada la curiosidad de Pereira, que fugitivo por causa de religión residía en París, con la lectura del discurso del P. Feijoo Glorias de España, en que aquel sabio benedictino hablaba de la invención de Fr. Pedro Ponce y reunía los testimonios que la comprueban, se aplicó al arte (2222), enseñó a hablar a un mudo, e hizo que La Condamine le presentase en la Academia de Ciencias. La novedad entusiasmó a todo París, y hasta el rey quiso ver al discípulo e interrogarle.

Creció con esto la notoriedad de Pereira, y llegó a excitar los celos de L'Epée, el cual quiso perseguirle a título de judío que catequizaba a los sordomudos, discípulos suyos. Pero la pureza de su enseñanza salió victoriosa de esta prueba.

Era hombre de entendimiento sagaz e inventivo: matemático, mecánico y algo arbitrista. Proyectó una máquina de vapor y otra de cálculos y presentó a Necker un plan de Hacienda. Hacía versos castellanos bastante malos, de los cuales puede verse alguna muestra en su biografía, escrita por Seguín. Fundó el cementerio de los israelitas de París y fue protector incansable de todos los de su raza y religión, que fe deben en gran parte la prosperidad que lograron en Francia. Murió el 15 de septiembre de 1780, y sus procedimientos para la enseñanza de los sordomudos, que diferían mucho de los comunes, y que él no quiso revelar nunca, se fueron con él al sepulcro (2223).

Venga a cerrar este capítulo la ensangrentada sombra del poeta brasileño Antonio José de Silva, condenado inicuamente, según parece, por los inquisidores de Lisboa. No se crea por eso que admito como moneda de ley las pedantescas declamaciones de casi todos los críticos e historiadores literarios portugueses sobre este suceso. Todos ellos prescinden de la cuestión del judaísmo, única y verdadera causa del proceso, y mezclan la cuestión literaria, que nada tiene que hacer en el asunto. [406] Oígase cómo empieza su relación el más moderno de los biógrafos de Antonio José: «El teatro era una empresa audaz bajo el reinado aterrador del Santo Oficio; Antonio José sabía hacer reír a la multitud, y por este solo hecho se le juzgó criminal; las carcajadas que producían sus obras despertaban al pueblo de la tristísima pesadilla de los inquisidores, y éstos entendieron que merecía la muerte aquel que osaba distraer las imaginaciones del asombro funéreo de los autos de fe. Era preciso buscar un crimen, inventar un pretexto para descargar sobre el poeta la espada flameante del fanatismo, vengar sobre él la deuda abierta por Gil Vicente» (2224).

Este trozo de sublime oratoria progresista pertenece a Teófilo Braga. ¡Empresa peligrosa el teatro, cuando en la Castilla inquisitorial tuvimos el más rico y variado teatro del mundo! ¡Perseguido Gil Vicente por la Inquisición, que no hizo más que expurgar, con harta lenidad, sus escritos después de su muerte! (2225) Dejando aparte tan hinchados desvaríos, contemos el caso de Antonio José con la mayor brevedad y lisura posibles.

Había nacido en Río Janeiro el 8 de mayo de 1705, de una familia de origen hebreo establecida allí desde la fundación de la colonia. Sus parientes eran médicos, abogados y negociantes; gente rica, pero sospechosa en la fe. Casi todos estuvieron presos en las cárceles del Santo Oficio o fueron penitenciados por él, entre ellos su propia madre, Lorenza Coutinho, reconciliada en el auto de fe de 9 de julio de 1713 y condenada de nuevo por relapsa en el de 16 de octubre de 1729.

Antonio José vino de muy niño a Lisboa, y es de presumir que, perteneciendo a una familia cristiana sólo en el nombre, y agriada además por la continua vigilancia y persecución del Santo Oficio, hubiera mamado con la leche el rito judaico y el aborrecimiento al nombre cristiano. Creer otra cosa, fuera desconocer del todo la naturaleza humana.

Antonio José debía ser, pues, judío por tradiciones de familia, como quien a los siete años de edad había visto conducir a su madre a las cárceles del Tribunal de la Fe. Él mismo, siendo estudiante de Derecho en Coímbra, fue procesado en 8 de agosto de 1726 por haber seguido algún tiempo la ley de Moisés a ruego y persuasión de su tía D.ª Esperanza de Montaroyo, aunque luego, según él declara, salió de su yerro por haber oído a un predicador del convento de Santo Domingo. Como tenía cómplices, se le dio tormento; y en 23 de septiembre salió penitenciado en un auto, imponiéndosele la obligación de instruirse [407] en la doctrina cristiana, que debían de tener muy olvidada en su casa.

Hasta 1773 continuó sus estudios en Coímbra; se casó con su prima Leonor María do Carvalho, judaizante también, y reconciliada por ello en un auto de Valladolid, y comenzó a ejercer en Lisboa la abogacía. Pero su vocación le llamaba a las letras, y es especialmente al teatro, que yacía entonces en misérrima decadencia, si es que alguna vez existió en Portugal, imperando como señora absoluta la ópera francesa e italiana, magníficamente protegida por D. Juan V, príncipe ostentoso, empeñado en remedar en su pequeña monarquía las grandezas de Luis XIV. El gusto popular era perverso. Allí, donde jamás hubo teatro y donde hay que saltar desde Gil Vicente a Almeida Garrett, solazábase únicamente la ínfima plebe, a principios del siglo XVIII, con cierto género de farsas sainetescas, que los historiadores de ese teatro en embrión llaman baja comedia, la cual vivía, por la mayor parte, de desperdicios del teatro español y de la reproducción grotesca de algunos personajes e incidentes callejeros. Antonio José cultivó esta manera de farsas, recibiendo a la vez la influencia de la ópera y la de nuestras comedias, e hizo verdaderas zarzuelas, que malamente se llaman óperas, puesto que constan de diálogo en prosa y de canto, predominando en éste los aires brasileños, llamados molinhas. Tenía Antonio José cierta gracia grosera y caricaturesca, de que usó y abusó en las óperas tituladas Vida do grande don Quixote de la Mancha e do gordo Sancho Pansa, Esopaida o vida de Esopo, Encantos de Medea, Amphytrion ou Jupiter e Alcmena, Labyrintho de Creta, Guerras de Alecrim e Mangerona, Variedades de Protheu y Precipio de Phaetonte, todas las cuales fueron representadas en el teatro del Barrio Alto de Lisboa desde 1733 a 1738. El Don Quijote es refundición de un entremés de Nuno Nisceno Sutil escrito en castellano. Teófilo Braga halla en el de Antonio José «infinita gracia y nuevas peripecias que honrarían al mismo Cervantes». De qué género son estas gracias y peripecias que hacían morir de risa a Bocage y que todavía hoy entusiasman (res mirabilis) a los críticos portugueses, puede indicarlo el recuerdo de una escena, la más inmunda y grosera que he leído en teatro alguno, en que D. Quijote imagina que Sancho es Dulcinea encantada, y comienza a enamorarla (2226).

En otras comedias suyas, Antonio José entró a saco por el teatro francés. Así son imitaciones de Molière el Amphytrion, y de Boursault (Esope à la ville y Esope à la cour) la Esopaida; piezas que no tienen de portugués más que el lenguaje, rico en idiotismos, y las alusiones a cosas del día. Más originalidad, más brío hay en sus óperas de asunto mitológico, verdaderas parodias, semejantes a las zarzuelas bufas de nuestros días, así como se [408] acerca algo más a la legítima comedia de costumbres la que tituló Guerras del romero y de la mejorana (Guerras do Alecrim e Mangerona), pintura ligera y donairosa de las exóticas galanterías de los petimetres y damiselas del tiempo.

Para juzgar bien a Antonio José es preciso colocarle en su país y en su tiempo y recordar, como lo hace Teófilo Braga, que escribía para actores despreciables, borrachos y sin escuela, y que él, por su parte, carecía, poco menos que en absoluto, de cultura literaria, teniendo que suplirla a fuerza de intuición dramática, perdida y estragada casi siempre por el gusto del populacho soez que le aplaudía. Así lo reconocen algunos críticos portugueses menos ciegos y preocupados. «En sus informes dramas -dice Almelda Garrett (2227)- hay algunas escenas verdaderamente cómicas, algunos dichos de suma gracia; pero ésta suele degenerar en baja y vulgar.» Por el contrario, José María da Costa e Silva llega a compararle con Aristófanes por la invención y originalidad fantástica y por la acrimonia satírica del diálogo (2228). ¡Risum teneatis!

De todo lo expuesto sólo podemos deducir que había en Antonio José cantera de poeta cómico algo scurril y tabernario, pero que se malogró por haber nacido en la época más desdicha, da para las letras peninsulares.

Se han querido hallar en sus obras, sobre todo en el Amphytrion, alusiones contra el Santo Oficio, que cuando mozo le había perseguido, y explicar así su segundo proceso; pero todo lo que se alega es demasiado vago y capaz de muchas interpretaciones:

¡Qué delicto fiz eu, para que sinta

o peso desta asperrima cadeia,

nos horrores de um carcere penoso,

em cuja triste lobrega morada, etc.

Una esclava de su madre llamada Leonor Gómez le delató al Santo Oficio en 5 de octubre de 1737 por practicar las abstinencias judaicas. Vano fue que invocara en apoyo de la pureza de su fe el testimonio de muchos frailes que íntimamente le trataban y el de personas tan conspicuas en el Estado como el conde de Ericeyra, autor de la Henriqueida. Condenósele, si hemos de atenernos a los extractos hasta ahora publicados del proceso, por leves indicios, por declaraciones de compañeros de cárcel... Que era judaizante relapso, no hay duda, que esto se probara en términos judiciales, no consta, y por eso repito que la sentencia fue inicua. No basta la convicción moral cuando las pruebas faltan, y era, además, harto rigor en pleno siglo XVIII, cuando en el resto de España no se quemaba a nadie [409] y el rigor de los procedimientos iba mitigándose, aplicar tan duro castigo a un hombre que no había sido dogmatizante.

Lo cierto es que en 11 de septiembre de.1739 fue relajado al brazo seglar por negativo y relapso. La sentencia se ejecutó en el auto de 18 de octubre de 1739, en la plaza del Rocío, siendo decapitado Antonio José y arrojado luego su cadáver a las llamas. Es falso que todavía entonces se quemara vivo a nadie. Su mujer y su madre fueron castigadas por relapsas, con cárcel perpetua o al arbitrio de sus jueces.

Ni siquiera las obras dramáticas de Antonio José llevan su nombre, ni aún se han impreso sueltas, sino en colección con otras óperas de medianísimos autores que continuaron su escuela, v. gr., Alejandro Antonio de Lima. El pueblo las llamaba, y llamar, Operas do Judeu (2229). Después de su muerte siguieron, representándose con aplauso, y no se pusieron en el Índice, lo cual prueba que es absurdo decir, como dice Braga, que «el espíritu católico combatió el teatro de Antonio José». Verdad es que el mismo crítico afirma en otra parte que «Antonio José fue víctima inmolada a los comentarios de Aristóteles» (p. 184). ¡Pobre Estagirita!

Apláudase en buen hora el vigor bajo-cómico de que alguna vez dio muestra aquel ingenio muerto en flor, el sabor popular de los diálogos, la soltura melódica de las arias, el movimiento escénico, y aun, si se quiere, la extrañeza ruda e irregular del conjunto; pero no se le tenga por un Tirso, ni por un Moliére, ni siquiera por un D. Ramón de la Cruz, ni se forjen leyendas patrióticas, suponiendo que la Inquisición y los católicos le asesinaron por envidia a los resplandores de su genio (2230).

Hasta le han hecho protagonista de un drama romántico escrito por el brasileño Magalhaes, y titulado El poeta y la Inquisición, como quien dice De potencia a potencia. [410]







Capítulo II

El jansenismo regalista en el siglo XVIII.

I. El jansenismo en Portugal. Obras cismáticas de Pereira. Política heterodoxa de Pombal. Proceso del P. Malagrida. Expulsión de los jesuitas. Tribunal de censura. Reacción contra Pombal en tiempo de D.ª María I la Piadosa. -II. Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. El pase regio. Libro de Campomanes sobre la «Regalía de amortización». -III. Expulsión de los jesuitas de España. -IV. Continúan las providencias contra los jesuitas. Política heterodoxa de Aranda y Roda. Expediente del obispo de Cuenca. «Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma. -V. Embajada de Floridablanca a Roma. Extinción de los jesuitas. -VI. Bienes de jesuitas. Planes de enseñanza. Introducción de libros jansenistas. Prelados sospechosos. Cesación de los concilios provinciales. -VII. Reinado de Carlos IV. Proyectos cismáticas de Urquijo. Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. Tavira. -VIII. Aparente reacción contra los jansenistas. Colegiata de San Isidro. Procesos inquisitoriales. Los hermanos Cuestas. «El pájaro en la liga», Dictamen de Amat sobre las «Causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. La Inquisición en manos de los jansenistas. -IX. Principales escritores tenidos por jansenistas a fines del siglo XVIII: Villanueva, Martínez Marina, el arzobispo Amat, Masdéu, etc., etc.







- I -

El jansenismo en Portugal. -Obras cismáticas de Pereira. -Política heterodoxa de Pombal. -Proceso del P. Malagrida. -Expulsión de los jesuitas. -Tribunal de censura. -Reacción contra Pombal en tiempo de doña María I la Piadosa.

Cuando los llamados en España jansenistas querían apartar de sí la odiosidad y el sabor de herejía inseparable de este dictado, solían decir, como dijo Azara, que tal nombre era una calumnia, porque jansenista es sólo el que defiende todas o algunas de las cinco proposiciones de Jansenio sobre la gracia, o bien las de Quesnel, condenadas por la bula Unigenitus. En ese riguroso sentido es cierto que no hubo en España jansenistas; a lo menos yo no he hallado libro alguno en que de propósito se defienda a Jansenio. Es más: en el siglo XVIII, siglo nada teológico, las cuestiones canónicas, se sobrepusieron a todo; y a las lides acerca de la predestinación y la presciencia, la gracia santificante y la eficaz, sucedieron en la atención pública las controversias acerca de la potestad y jurisdicción de los obispos, primacía del papa o del concilio; límites de las dos potestades, eclesiástica y secular; regalías y derechos mayestáticos, etc., etc. [411] La España del siglo XVIII apenas produjo ningún teólogo de cuenta,. ni ortodoxo ni heterodoxo (2231); en cambio hormigueó de canonistas, casi todo adversos a Roma. Llamarlos jansenistas no es del todo inexacto, porque se parecían a los solitarios de Port-Royal en la afectación de nimia austeridad y de celo por la pureza de la antigua disciplina; en el odio mal disimulado a la soberanía pontificia, en las eternas declamaciones contra los abusos de la curia romana; en las sofísticas distinciones y rodeos de que se valían para eludir las condenaciones y decretos apostólicos; en el espíritu cismático que acariciaba a idea de iglesias nacionales y, finalmente, en el aborrecimiento a la Compañía de Jesús. Tampoco andan acordes ellos mismos entre sí: unos, como Pereira, son episcopalistas acérrimos; otros, como Campomanes, furibundos regalistas; unos ensalzan las tradiciones [412] de la Iglesia visigoda; otros se lamentan de las invasiones de la teocracia en aquellos siglos; otros, como Masdéu, ponen la fuente de todas las corrupciones de nuestra disciplina en la venida de los monjes cluniacenses y en la mudanza de rito. El jansenismo de algunos más bien debiera llamarse hispanismo, en el mal sentido en que decimos galicanismo. Ni procede en todos de las mismas fuentes; a unos los descarría el entusiasmo por ciertas épocas de nuestra historia eclesiástica, entusiasmo nacido de largas y eruditas investigaciones, no guiadas por un criterio bastante sereno, como ha de ser el que se aplique a los hechos pasados. Otros son abogados discretos y habilidosos que recogen y exageran las tradiciones de Salgado y Macanaz y hacen hincapié en el exequatur y en los recursos de fuerza. A otros que fueron verdaderamente varones piadosos y de virtud, los extravía un celo falso y fuera de medida contra abusos reales o supuestos. Y, por último, el mayor número no son, en el fondo de su alma, tales jansenistas ni regalistas, sino volterianos puros y netos, hijos disimulados de la impiedad francesa, que, no atreviéndose a hacer pública ostentación de ella, y queriendo dirigir más sobre seguro los golpes a la Iglesia, llamaron en su auxilio todo género de antiguallas, de intereses y de vanidades, sacando a reducir tradiciones gloriosas, pero no aplicables al caso, de nuestros concilios toledanos y trozos mal entendidos de nuestros Padres, halagando a los obispos con la esperanza de futuras autonomías, halagando a los reyes con la de convertir la Iglesia en oficina del Estado, y hacerles cabeza de ella, y pontífices máximos, y despóticos gobernantes en lo religioso, como en todo lo demás lo eran conforme al sistema centralista francés. Esta conspiración se llevó a término simultáneamente en toda Europa; y si la Tentativa, de Pereira, y el De statu Ecclesiae, de Febronio, y el Juicio imparcial, de Campomanes, y el sínodo de Pistoya, y las reformas de José II no llegaron a engendrar otros tantos cismas, fue quizá porque sus autores o fautores habían puesto la mira más alta e iban derechos a la revolución mansa, a la revolución de arriba, cuyos progresos vino a atajar la revolución de abajo, trayendo por su misma extremosidad un movimiento contrario que deslindó algo los campos. En España, donde la revolución no ha sido popular nunca, aún estamos viviendo de las heces de aquella revolución oficinesca, togada, doctoril y absolutista, no sin algunos resabios de brutalidad militar, que hicieron D. Manuel de Roda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes. Hinc mali labes. Veremos en este capítulo cómo la ciencia de nuestros canonistas sirvió para preparar, justificar o secundar todos los atentados del poder y cómo antes que hubieran sonado en España los nombres de liberalismo y de revolución, la revolución, en lo que tiene de impía, estaba no sólo iniciada, sino en parte hecha; y, lo que es aún más digno de llorarse, una parte del episcopado y del clero, contagiado por la lepra [413] francesa y empeñado torpemente en suicidarse. Historia es ésta de grande enseñanza, aunque se la exponga sin más atavíos ni reflexiones que las que por su propia virtud nacen de los hechos.

El orden cronológico pide que comencemos por Portugal (2232) por aquel canonista que fue, juntamente con Febronio, el doctor, maestro y corifeo de la secta, así como sus libros una especie de Alcorán, citado con veneración y en todas partes reimpreso. Era este grande auxiliar de la política de Pombal un clérigo del oratorio de San Felipe Neri, de Lisboa, a quien decían el P. Antonio Pereira de Figueiredo, hombre taciturno, sombrío y de grande austeridad de vida, no ayuno de conocimientos en las lenguas clásicas como lo demuestra su traducción de la Biblia, la mejor que tienen los portugueses, y que, con estar hecha de la Vulgata, indica a veces que el autor no dejaba de consultar en lo esencial los originales hebreo y griego (2233). Tal fue el hombre elegido por Pombal para canonista áulico suyo, cuando en agosto de 1760 cortó las relaciones con Roma del modo que veremos adelante, prohibiendo a los vasallos del rey José I todo comercio espiritual y temporal con ella. Entonces compuso Antonio Pereira su célebre Tentativa theológica, en que se pretende mostror que, impedido el recurso a la Sede Apostólica, se devuelve a los señores obispos la facultad de dispensar en impedimentos públicos de matrimonio y de proveer espiritualmente en todos los demás casos reservados al papa, siempre que así lo pidiere la urgente necesidad de los súbditos (2234), [414] obra exaltadamente episcopalista, que todavía encuentra admiradores en Portugal y que a Herculano mismo le parecía de perlas. El intento del libro va aún mucho más allá de lo que el título reza, pues se encamina nada menos que «a descubrir e indicar las ideas que debemos tener del primado del papa, destruyendo las que, mal formadas, destruyen todo el buen orden de la jerarquía eclesiástica». Y apoderándose audazmente de una frase suelta de San Bernardo (que en el libro De consideratione no pretendía explicarse con rigor canónico, sino dar exhortaciones morales al papa Eugenio), le concede sólo sollicitudinem super Ecclesias, y reduce el primado a una inspección o superintendencia universal sobre las iglesias, especie de república aristocrática, en que el papa había de ser el primer presidente de los obispos. De atar a éstos las manos ya se encargarían Pombal y los demás gobernantes de su laya. Por lo demás, el imperturbable Pereira reconoce en los obispos, no ya juntos en concilio, sino dispersos, voto decisivo en materias de fe y disciplina y potestad para examinar y abrogar los decretos del papa cuando contradigan a las costumbres, derechos y libertades legítimamente introducidas en su provincia.

La doctrina de la Tentativa theológica se resume en diez proposiciones:

1.ª La jurisdicción episcopal, considerada en sí misma, esto es, en su institución hecha por Cristo..., es una jurisdicción absoluta e ilimitada respecto de cada diócesis.

2.ª Antes de haber en la Iglesia cuerpo alguno de leyes o cánones que fueran de derecho común, los obispos establecían en sus sínodos provinciales los impedimentos de matrimonio. Por de contado que apenas acaba de sentar esta proposición, tropieza Pereira de manos a boca con la Decretal, de Siricio, primer documento legal en Occidente sobre la materia después del concilio de Ilíberis, y, no sabiendo cómo salir de tan mal paso, tiene que confesar (p. 49) «que también los obispos recibían y aprendían de la Iglesia de Roma doctrina sobre los impedimentos».

3.ª Por muchos siglos conservaron los obispos la facultad de dispensar hasta de los decretos de los concilios generales, y de los romanos pontífices, cuanto más de los impedimentos matrimoniales. Las autoridades de todo esto son Van-Espen, Gisbert y Febronio, con otros de la misma madera, citados como oráculos sin reserva, ni atenuación alguna. Las pruebas históricas más fuertes que en tantos siglos pudo arañar Pereira se reducen a tres o cuatro traslaciones de obispos hechas en tiempos muy difíciles y anormales, siendo de notar que aun en ellos, y en la misma Iglesia griega, tuvo que disculparlas el nada sospechoso Sinesio (en su epístola 67) con estas significativas palabras, que [415] Pereira copia, y sobre las cuales pasa como sobre ascuas: Formidolosis temporibus summum ius praetermitti necesse est (en tiempos de trastorno hay que prescindir a veces del derecho común y superior). Si esos decretos generales, conciliares o apostólicos, eran para Sinesio summum ius, el más alto y eminente derecho; si a San Basilio el Magno le parecía (ep. 127) que, «atendida la dificultad de los tiempos, se podía perdonar a los obispos que lo habían hecho: igitur et temporis dificultatem considerantes... Episcopis ignoscite, ¿cómo había de estar reconocido en aquéllos, ni ser jurisprudencia corriente un hecho con todas las trazas de abuso, y para el cual se solicitaba indulgencia y pretermisión del derecho? ¿Cuándo el ejercicio de éste ha sido materia de perdón? El mismo Pereira recoge velas, y llega a reducir (p. 81) esa facultad, que antes tan liberalmente otorgaba a los obispos, a un simple derecho de interpretación, que, entendido como debe entenderse, nadie rechazará y que explica esos casos excepcionales y fuera de cuenta.

4.ª En todo el cuerpo del Derecho canónico no hay texto que niegue a los obispos la facultad de dispensar, y sólo por costumbre o tolerancia de los obispos se fue reservando poco a poco la Sede Apostólica las dispensas.

5.ª Sin el consentimiento de los obispos no podía el papa privarles de esa facultad, «porque el papa -prosigue Pereira (p. 116)- es primado, pero no monarca de toda la Iglesia. La cualidad de reina sólo compete a la Iglesia universal; la cualidad de monarca, al concilio ecuménico, que la representa.

6.ª Cuando los obispos consintieron en las reservas, si es que consintieron en todas, fue con la condición de que, impedido por cualquiera vía el recurso a Roma, volviese a ellos interinamente la jurisdicción y poder que dimitían.

7.ª Cuando los reyes y o príncipes soberanos impiden el acceso a Roma, no toca a los obispos averiguar la justicia de la causa, sino obedecer y proveer interinamente lo que fuere necesario para bien espiritual de los súbditos, porque a los súbditos (p. 199) no es lícito discutir la justicia o injusticia de los procedimientos regios, ni tiene el rey obligación de dar parte a los súbditos de las razones que le mueven.

8.ª En cuanto a no deber ni poder lícitamente dispensar sin justa causa, tan obligados están los papas como los obispos.

Las proposiciones novena y décima no son más que aplicaciones de los principios anteriores al estado de Portugal cuando se escribió este libro, el primero y más honradamente galicano que se ha impreso en nuestra Península, basado todo en las tradiciones y enseñanzas de la Sorbona, pero extremadas hasta el cisma, al cual lleva no por camino real y descubierto, sino por el tortuoso sendero de una erudición sofística, aparatosa y enmarañada, que confunde los tiempos y trabuca los textos. Y, sin embargo, tal es la fuerza de la verdad, que a veces con sus propias armas y testimonios puede replicársele. Así, por ejemplo, [416] le parece mal que los obispos se intitulen obispos por gracia de la Sede Apostólica y porfía que el poder y la jurisdicción viene sólo e inmediatamente de Cristo y que por doce siglos no se creyó en la Iglesia otra cosa; y a renglón seguido trae este texto nada menos que de San Cipriano en su epístola a Cornelio: la cátedra de San Pedro, la Iglesia principal, de donde brotó la unidad sacerdotal (ad Petri cathedram atque ad Ecclesiam principalem, unde unitas sacerdotalis exorta est). Luego hay una transmisión inmediata de potestad y jurisdicción (exorta est), único medio de establecer esa unidad sacerdotal, diga lo que quiera Pereira, que no parece haber reparado en la contradicción, como tampoco pudo menos de confesar «que son hoy todos los obispos de la iglesia latina descendientes de los otros antiguos obispos, que los romanos pontífices enviaron en los primeros siglos a ilustrar con la luz de la fe a África, Francia, España, Italia y Alemania» (p. 249).

Son curiosas y dignas de leerse, por lo que muestran el estado de la opinión en Portugal, las aprobaciones que acompañan al libro de Pereira, así de los calificadores del Santo Oficio como del tribunal llamado Desembargo do paço. A todos ellos premió largamente Pombal, haciéndolos, entre otras cosas, individuos de aquel degolladero literario que llamó Real Mesa Censoria. «Es necesario que se publiquen libros para disipar las tinieblas de las preocupaciones en que estábamos y para que nos comuniquen las verdaderas luces, de que carecíamos», dice el carmelita descalzo Fr. Ignacio de San Caetano. Y Fr. Luis del Monte Carmelo todavía se explica con más claridad: «Los obispos de la Iglesia lusitana son tan píos y observantes del derecho y disciplina en que fueron educados y tan religiosamente afectos a la Santa Sede Apostólica, que pueden inocentemente dudar del vigor del ejercicio de su intrínseca jurisdicción...»

«Creí yo -confiesa el franciscano Fr. Manuel de la Resurrección- que no habría en nuestro reino quien se atreviese a salir al público con estas verdades..., porque con los ojos cerrados, permanecían en el sistema contrario, y los más eruditos temían enseñar la doctrina verdadera para que no les reputasen cismáticos.» Por lo cual se desata contra los obispos portugueses, empeñados en no dispensar propria auctoritate ni dar gusto al omnipotente Pombal, el benedictino Fr. Juan Bautista de San Cayetano, jansenista hasta los huesos aun mucho más que Pereira, pues, si éste restringe la facultad de las dispensas al tiempo de ruptura con Roma, el otro se inclina a admitirla aun en tiempo de libertad de recurso, y a los prelados que no quieran arrojarse a tales temeridades llama imágenes pintadas, entendimientos tiranizados por los libros de los jesuitas.

Los regalistas castellanos recibieron con palmas el libro de Pereira y felicitaron al autor en largas epístolas,que se guardan en la Biblioteca de Évora entre los papeles que ueron de fray Manuel do Cenaculo. Mayáns fue de los más entusiastas pereiristas. [417] Sólo un teólogo nuestro, el P. Gabriel Galindo, de los Clérigos Menores, osó contradecir la Tentativa, recordando a Pereira la doctrina tomística de la justa epiekeia y de la jurisdicción delegada aunque tácita. Lo cual dio asidero a Antonio Pereira para desatarse contra la infalibilidad del papa en una larga respuesta, condoliéndose de que, «a pesar de la expulsión de los jesuitas, no se hubiesen desterrado aún de España las tiranías ultramontanas».

Un volumen en cuarto tan abultado como la Tentativa forman los apéndices e ilustraciones de ella, encaminadas a probar «no ser dogma de fe que por derecho divino ande anexo a los obispos de Roma el sumo pontificado»; «que el texto Pasce oves meas comprende no sólo a San Pedro, sino a todos los obispos, por lo cual deben ser llamados éstos sucesores y vicarios de San Pedro», del antiguo poder de los concilios, de la autoridad que los reyes tienen para establecer impedimentos del matrimonio como contrato; y, finalmente, que cuando los pontífices abusan de su autoridad en perjuicio de la Iglesia, deben los obispos irles a la mano; mezclado todo esto con largas disertaciones sobre los votos de los prelados españoles en Trento, sobre los concilios toledanos y la liturgia mozárabe y la supuesta caída de Liberio y los Dictados, atribuidos a San Gregorio VII. Dejando ya aparte la cuestión de dispensas, Pereira rompe lanzas en pro de la sesión quinta del Constanciense, y va tejiendo larga y caprichosa historia de la supuesta independencia de la Iglesia española, desde el caso de Basílides y Marcial (¡un caso de apelación!) hasta la consulta de Melchor Cano, sin que falten por de contado ni el Apologeticon, de San Julián, ni el Defensorio, del Tostado, ni los pareceres del arzobispo Guerrero; eterno círculo de la erudición hispanista desde Pereira acá, siquiera en él conserve todavía alguna novedad. La crítica anda por los suelos, como en todo libro de partido; baste decir que Sarpi es para el autor de la Tentativa autoridad irrefragable en las cosas del concilio de Trento.

Completó Pereira su sistema, casi tan radical como el de Fe, bronio, en otro libro, que tituló Demostración teológica, canónica e histórica del derecho de los metropolitanos de Portugal para confirmar y mandar consagrar a los obispos sufragáneos nombrados por Su Majestad y del derecho de los obispos de cada provincia para confirmar y consagrar a sus respectivos metropolitanos, también nombrados por Su Majestad aun fuera del caso de ruptura con la corte de Roma (2235). ¿Qué pensar de un canonista [418] que a mediados del siglo XVIII da por sentado (en su dedicatoria al arzobispo de Braga) que de España salieron las falsas decretales de Isidoro Mercator? Con este juicio y esta noticia de las cosas de su tierra escribían aún los más doctos entre aquella pléyade de renovadores de la pura disciplina, asalariados por el cesarismo de Pombal y de Aranda.

En estas proposiciones se encierra la doctrina de la Demostración:

1.ª Confirmar el metropolitano a los obispos de su provincia es derecho de institución apostólica, confirmado por muchos concilios generales, desde el Niceno I hasta el Lateranense IV, y por muchos antiguos sínodos provinciales de África, de Francia y de España.

2.ª Este mismo privilegio o regalía fue confirmado por los romanos pontífices desde el siglo V hasta el XII.

3.ª Se conservó aún por las Decretales de Gregorio IX y por el Sexto de las Decretales, por las Clementinas y Extravagantes.

4.ª Por más de doce siglos, los obispos de Portugal fueron siempre sufragáneos de los metropolitanos del mismo reino y no del papa.

5.ª La ordenación de los metropolitanos, tanto por el derecho antiguo de los cánones como por el nuevo de las Decretales, corresponde al sínodo de la provincia.

6.ª. No era el palio quien daba la jurisdicción a los metropolitanos sino el sínodo provincial cuando confirmaba su elección.

7.ª Sólo por las nuevas reglas de la Cancillería Apostólica, cuyo origen pone Pereira en tiempo de Clemente VI, comenzaron a reservar los papas el derecho de confirmación.

8.ª Fuesen cuales fuesen los pretextos y causas de las reservas, no podían los papas abrogar de motu proprio la antigua disciplina.

9.ª De la tolerancia de los obispos y condescendencia de los reyes saca todo su valor la presente disciplina de reservas; y así, hallando en ella inconvenientes, pueden unos y otros reclamar, y resistir los obispos, como celadores de los cánones y de sus derechos; los reyes, como protectores de los cánones y de los obispos.

Aparte de esta argumentación, el autor defiende en varios lugares del libro la soberana potestad de los príncipes seculares en materias temporales, entiendo esta palabra en sentido latísimo, hasta incluir las cosas espiritualizadas; el derecho universal de patronato y nombramiento de obispos que les compete, como atributo inseparable de la majestad y no por privilegio o concesión apostólica, y la suprema autoridad del príncipe sobre los bienes eclesiásticos y hasta para la reforma del clero.

Trituró tales doctrinas provocantes al cisma el cardenal Inguanzo en su admirable y harto olvidado Discurso sobre la confirmación [419] de los obispos (2236), donde, comenzando por sentar, cual hecho histórico innegable, que los metropolitanos habían ejercido legítimamente la facultad de confirmar obispos en distintas épocas de la Iglesia, se remontó a la fuerza y origen de este derecho, que no es otro que la jurisdicción delegada. ¿De qué sirve reconocer el primado, si una a una se le niegan todas sus prerrogativas? La jurisdicción universal de los apóstoles no pasó a sus sucesores; sólo el primado de San Pedro tiene promesa de perenne duración en las Escrituras; sólo él es inmediatamente de derecho divino, y de él procedieron como mandatarios los primeros obispos y el orden y forma de la Iglesia: Episcoporum ordinatio et Ecclesiae ratio, que dice San Cipriano (ep. 27 De lapsis). Los patriarcados, los arzobispados, son instituciones de derecho humano, sin más autoridad sobre los demás obispos que la que el papa quiere concederles. Si hubo cánones y concilios que les dieron grande autoridad, otros pudieron quitársela, porque unas leyes derogan otras, y esa potestad no era esencial ni irrevocable. Ni es cierto tampoco que se la diesen los concilios, pues el mismo de Nicea no hace más que sancionar la tradición antigua y apostólica: Antiqui mores serventur, cuyo origen ha de buscarse en San Pedro, que estableció los dos primeros patriarcados de Oriente. El papa, sin contradicción de nadie, delegaba vicarios a las iglesias griegas y latinas. No se hable de independencia de la nuestra, como no nos empeñemos en borrar de nuestra historia la apelación de Basílides, las dos decretales de Hormisdas nombrando vicarios a los obispos de Sevilla y Tarragona y decidiendo consultas suyas; la decretal de Siricio a Himerio Tarraconense Salubri ordinatione disposita, y cuyo cumplimiento se encarga lo mismo a los prelados de la Cartaginense que a los béticos, lusitanos y galaicos; la de Inocencio I anulando las elecciones anticanónicas de Rufino y Minicio; la de San León el Magno sobre el caso de los priscilianistas; el recurso de los obispos de la provincia cartaginense al papa San Hilario contra los desmanes de Silvano, que ordenaba obispos auctoritate propria; la causa del obispo de Málaga Ianuario, absuelto por Juan Defensor, a quien comisionó para ella San Gregorio el Magno, y a este tenor otros casos infinitos, en que los romanos pontífices aparecen interviniendo en la institución, destitución y traslación de obispos y en todo género de causas mayores. Y después que volvieron a la Iglesia romana, raíz y matriz de la Iglesia católica, como hermosamente dice San Cipriano, las facultades que ella en otro tiempo concedió a los metropolitanos, a nadie se le ocurrió invocar soñados derechos de reversión, reclamando lo que por su naturaleza había sido accidental y transitorio; y no se diga que en circunstancias difíciles puede tolerarse que confirmen los metropolitanos porque [420] esto sería abrir la puerta para que todo gobierno hostil a la Iglesia, en el solo hecho de cortar las relaciones con Roma, pudiera introducir en la disciplina la confusión más espantosa, llenando la Iglesia de intrusiones y de escándalos. «No consiste el bien de la Iglesia en tener obispos como quiera -prosigue Inguanzo-, sino en tenerlos de modo que no peligre la unidad.» Tal es el nervio de la argumentación de Inguanzo, el primero de nuestros canonistas que osó romper con la detestable tradición galicana y jansenística del siglo XVIII, poniendo de manifiesto cuán monstruosa contradicción era reclamar para los metropolitanos el derecho de confirmación, mientras que se negaba u oscurecía el antiguo e inconcuso de la elección de los obispos por el clero y el pueblo.

Tornemos a la historia de Portugal, que ya es hora de conocer al sanguinario ejecutor (de las teologías de Pereira. Fue éste Sebastián José de Carvalho y Mello, después conde de Oeiras y a la postre marqués de Pombal, tipo de excepcional perversidad entre los muchos estadistas despóticos, fríos y cautelosos que abortó aquella centuria. Pondérense en buena hora los adelantos materiales que Portugal le debe: la suntuosa reedificación de la parte baja de Lisboa después del terremoto de 1755; el establecimiento del Depósito público; la reforma de la Junta de Comercio; la apertura del canal de Oeiras; la institución de la Compañía General de las Viñas del Alto Duero; la fundación del Real Colegio de Nobles y de la Escuela de Comercio y de muchas cátedras de humanidades; y, sobre todo, la abolición de la esclavitud en el continente portugués. Pero ¿qué vale todo esto enfrente del inmenso desastre que en las costumbres, en las creencias y en el modo tradicional de ser del pueblo lusitano produjo aquella política, no ya desatentada, sino diabólica? Hoy es el día en que más se sienten los efectos de aquel régimen, que, empezando por dar a Portugal un esplendor ficticio, acabó por anularle sin remisión y convertirle en el país más progresista de la tierra, en el sentido grotesco que tirios y troyanos damos en España a esta palabra. Por más que la erudición y la crítica moderna, no ya de católicos, sino de racionalistas y protestantes, haya disipado todas las nieblas de odio y de ignorancia acumuladas contra las órdenes religiosas y contra Roma, todavía se está en Portugal (2237) a la altura de la Enciclopedia, todavía se maldice en roncas voces a los jesuitas, y se tiene por evangelio la Tentativa, de Pereira, y a Pombal se le venera poco menos que como redentor y mesías de su raza. Y, sin embargo, Pombal no respetó ni uno solo de los elementos de la antigua Constitución portuguesa, ni una sola de las veneradas costumbres de la tierra; quiso implantar a viva fuerza lo bueno y lo malo que veía aplaudido en otras partes; gobernó como un visir otomano e hizo pesar por igual su horrenda [421] tiranía sobre nobles y plebeyos, clérigos y laicos. Hombre de estrecho entendimiento, de terca e imperatoria voluntad, de pasiones mal domeñadas, aunque otra cosa aparentase; de odios y rencores vivísimos, incapaz de olvido ni misericordia, en sus venganzas insaciable, como quien hacía vil aprecio de la sangre de sus semejantes; empeñado en derramar a viva fuerza y por los eficaces medios de la cuchilla y de la hoguera la ilustración y la tolerancia francesas; reformador injerto en déspota; ministro universal empeñado en regular lo máximo como lo mínimo con ese pueril lujo de arbitrariedad que ha distinguido a ciertos tiranuelos de América, v. gr., al Dr. Francia, dictador del Paraguay, ejerció implacable una tiranía a veces satánica y a veces liliputiense. Abatió al clero por odio a Roma y al catolicismo, como quien había bebido las máximas de la impiedad en los libros de los enciclopedistas, por cuyos elogios anhelaba y se desvivía. Abatió la nobleza, no por sentimientos de igualdad democrática, muy ajenos de su índole, sino por vengar desaires de los Tavoras, que habían negado a su hijo la mano de una heredera suya. La historia de la expulsión de los jesuitas de Portugal parece la historia de un festín de caníbales.

¡Y también es extraño que comenzase la expulsión por aquel país predilecto de la Compañía, y que sólo la debía beneficios! En otras partes, en Francia sobre todo, clamaban contra ella los insaciados odios jansenistas; pero en nuestra Península, en Portugal sobre todo, apenas era conocida de nombre aquella secta. De los protestantes no se hable. ¿Qué causa movió, pues, a nuestros gobernantes a hacerse solidarios de las venganzas de Port-Royal? Una sola: el enciclopedismo que ocultamente germinaba en las regiones oficiales, y que para descatolizar a las naciones latinas quería ante todo exterminar esa legión sagrada en cuyas manos estaba la enseñanza, que era preciso arrancarles a toda costa para infiltrar el espíritu laico en las generaciones nuevas. El pretexto no importaba: por fútil que pareciese, era bueno; si los pueblos no querían ni solicitaban tal expulsión, para eso tenían los reyes la espada del poder absoluto y la lengua asalariada de escritores sin conciencia, que calumniasen a las víctimas y entonteciesen al vulgo espectador. Entonces salieron a la arena todas las multiformes y portentosas invenciones que, desde Scioppio hasta Pascal, había engendrado la malignidad, el fervor de la controversia, el espíritu sectario y la mal regida saña. Entonces volvieron a estar en boga las Provinciales, libro admirable por el estilo (primer modelo de prosa francesa, tersa, viva, elegante y grave aun en medio de las burlas) y torpísimo por la intención; monumento insigne de mala fe, en el cual míseramente se empleó y se perdió un entendimiento nacido para ser gloria de la ciencia católica si no hubiera sido tan desalentado, escéptico y pesimista aun dentro de su fe, y, sobre todo, si no se hubiera rebajado hasta servir de testaferro a las mañosas falsificaciones y al ergotismo hipócrita de una secta. [422] Por de contado que, aun dando de barato la legitimidad de los textos, las Provinciales o no probaban nada o mucho más allá de lo que Pascal hubiera querido; ni era lícita forma de ataque desenterrar de unos cuantos casuistas opiniones laxas o extravagantes y achácaselas a toda la Compañía, como si esta debiera responder de todo lo que sus miembros habían escrito durante dos siglos y como si no pudieran entresacarse otras proposiciones semejantes, y más graves y en mayor número, de moralistas de otras órdenes o de escritores seculares. Pero la ligereza de los franceses se dio por contenta, como siempre, con que se la hiciera reír; el estilo lo cubrió todo, como el pabellón protege la mercancía, y quedaron proverbiales los cuentecillos y ocurrencias de Pascal, en otras cosas tan tétrico y solemne, sobre Escobar y Busembaum. ¡Terrible don el del ingenio cuando se prostituye a la mentira y a la detracción!

En otras partes donde las gracias de Pascal no hacían tanta gracia traducidas, las Provinciales pasaron sin provocar tantos entusiasmos y exclamaciones ponderativas; y eso que los jansenistas tuvieron cuidado, muy desde el principio, de traducirlas a diversas lenguas y aun de hacer de ellas ediciones poliglotas, en las cuales figura una versión castellana del Sr. Gracián Cordero, de Burgos, personaje no sé si real o mítico, puesto que no he podido identificarle. Esto en el siglo XVIII en que los jesuitas tenían dentro de España muy pocos, pero muy encarnizados enemigos, por la mayor parte prófugos de la Compañía, como lo fue el Dr. Juan del Espino, natural de Vélez, Málaga, que en la Anti-epitomología y en varios Memoriales, impresos entre 1642 y 1643, los delató y persiguió ante el Tribunal de la Inquisición, llevando luego la causa a Roma con tenacidad extraordinaria y colmándolos de injurias, muchas de las cuales, no sé si por coincidencia, han pasado a las Provinciales, debiendo advertirse que la guerra del Dr. Espino contra el P. Poza primero, y luego contra toda la Compañía, fue guerra, aunque violenta, franca y a cara descubierta, y no alevosa, traicionera y de libelos anónimos, como la de Pascal y Nicole.

Queríase a toda costa acabar con los jesuitas, y cuando el siglo XVIII vino aunáronse para la común empresa jansenistas y filósofos. El impulso venía de Francia. Salieron a relucir el probabilismo, el regicidio, los ritos chinos y malabares, el sistema molinista de la gracia; y juntamente con esto se les acusó de comerciantes y hasta de contrabandistas, de agitadores de las misiones del Paraguay y de mantener en santa ignorancia a los indios de sus reducciones para eternizar allí su dominio. Dio calor a estas murmuraciones la resistencia de los colonos del Río de la Plata a consentir en el tratado de límites ajustado entre España y Portugal, mediante el cual cedíamos las siete misiones del Uruguay a cambio de la colonia del Sacramento, entrando en el trueque no sólo el país, sino los habitantes, como si fuesen rebaños de carneros. Los indios se sublevaron en número de [423] 15.000 después de haber protestado contra la cesión, pero pronto dieron cuenta de aquella turba indisciplinada las fuerzas combinadas de Portugal y España, dirigidas por Gomes Freyre de Andrade, dejando en el campo 2.000 cadáveres de insurgentes (2238). Y, aunque la hazaña no tenía nada de épica, mereció ser cantada por un poeta brasileño de grandes alientos, José Basilio de Gama, novicio de los jesuitas, renegado después de la Orden, y, por ende, favorito de Pombal, que le dio carta de nobleza e hidalguía y le hizo secretario suyo y oficial del Ministerio de Negocios Extranjeros. Su poema titulado Uruguay (2239),escrito en versos sueltos, armoniosos y de construcción elegantísima, no basta a cubrir y hacer perdonar, con hermosos detalles descriptivos de costumbres de los indígenas y de la naturaleza americana, la repugnancia que inspira ver a un jesuita pagado por los verdugos de su gente para insultar en buenos versos a sus hermanos. Sobre todo, el libro 5 es intolerable e indigno del ternísimo cantor de la muerte de Lindoya.

La muerte de D. Juan V en 1750 y el advenimiento al trono de José I, monarca imbécil, cuyo único acto conocido es haber nombrado ministro a Pombal, poniéndose a ciegas en sus manos, hizo que el tratado no se llevara a ejecución y que la colonia del Sacramento, activo foco de contrabando, quedase en poder de los portugueses. Díjose por de contado en Lisboa y en Madrid que los jesuitas habían tenido la culpa de todo, excitando a los indígenas a la revuelta, y hasta se esparció la voz absurda de que intentaban hacerse independientes en el Paraguay, eligiendo por rey a uno de ellos con nombre de Nicolás I.

Pombal comenzó la guerra contra la Compañía quejándose a Benedicto XIV de los sucesos de América e impetrando de él un breve para que el cardenal Saldanha visitara las misiones del Brasil y las reformase (1755). Pero todo esto era muy lento y de resultado inseguro, por lo cual Pombal imagino complicar a los jesuitas en una trampa diabólica, que le iba a dar fácil venganza de otros enemigos suyos.

En la noche del 3 de septiembre de 1758 volvía el rey José a su palacio desde el de la marquesa de Tavora, con quien parece sostenía tratos amorosos. Acompañábale un solo gentilhombre de cámara, dicho Pedro Texeira. De improviso, tres hombres a caballo se acercaron al coche e hicieron tres disparos, quedando el rey herido en un brazo. La noticia consternó al pueblo de Lisboa, y díjose de público que el duque de Aveiro y sus criados habían sido autores del atentado por cuestión de celos del susodicho duque.

Así corrieron más de tres meses sin hacerse luz en aquel misterioso caso, hasta que en la mañana del 13 de diciembre fueron reducidos a prisión, con grande estrépito y aparato de fuerza, algunos señores de las principales familias del reino, al [424] mismo tiempo que, con general asombro, aparecieron cercadas de gente armada las casas y colegios de los jesuitas, cuyos papeles se recogieron y a quienes se conminó con gravísimas penas si intentaban salir de sus aposentos. El mismo día se publicó una especie de manifiesto excitando a los habitantes de Lisboa a delatar cuanto supiesen de los regicidas.

Pombal saltó por todas las formas legales, y, no encontrando dócil instrumento en el procurador fiscal, Antonio de Costa Freyre, no sólo le apartó de la sumaria, sino que le procesó como cómplice de los reos, formó un tribunal especial para juzgarlos, o más bien los juzgó y condenó él por sí mismo, prodigó con bárbaro lujo el tormento, y, después de infinitas iniquidades, dictó en 12 de enero de 1759 la sentencia (2240), que es el mayor padrón de ignominia para su memoria. En ella se dice que, el duque de Aveiro, D. José Mascarenhas, descontento por haber perdido la influencia que él y los suyos habían tenido en el reinado anterior, se dejó arrastrar del espíritu diabólico de soberbia, ambición e ira implacable contra la augustísima y beneficentísima persona de Su Majestad, para lo cual se puso de acuerdo con los jesuitas, hombres apestados y enemigos del feliz y glorioso Gobierno de Su Majestad, teniendo con ellos frecuentes conventículos en el colegio de San Antonio y en la casa profesa de San Roque y asegurándole ellos que el matar al rey no era pecado ni venial siquiera. Que luego entró en la conspiración D.ª Leonor, marquesa de Tavora (a pesar de la natural y antigua aversión que había entre la marquesa y el reo), asimismo impulsada por los jesuitas, y especialmente por el P. Malagrida, bajo cuya dirección había hecho ejercicios espirituales en Setúbal. Que ella persuadió a su marido, Francisco de Asís de Tavora y a sus hijos, Luis Bernardo y José María, y a su yerno, el conde de Atouguía, y a varios criados suyos, así como el duque de Aveiro a otros de su casa, que dispararon los dos sacrílegos y execrables tiros.

Los fundamentos con que se acusa de complicidad a los jesuitas son de lo más horriblemente peregrino que puede darse. A ellos ni siquiera se les había interrogado sobre el crimen del 3 de septiembre, cuanto más juzgarlos, y, sin embargo, se da por sentado que fueron instigadores de él, porque sola su ambición de adquirir dominios en el reino podía ser proporcional y comparable con el infausto atentado. ¿Hase visto más estúpida y ramplona iniquidad que llamar a esto no sólo presunción jurídica, sino prueba incontestable según derecho?

Son horrendos los refinamientos de crueldad de la sentencia. Condénase al duque de Aveiro a que, «asegurado con cuerdas y con el pregonero delante, sea conducido a la plaza llamada de Caes, en el barrio de Belem, y, después de quebrarle las [425] piernas y los brazos, sea expuesto sobre una rueda, para satisfacción de los vasallos presentes y futuros de este reino, y... en seguida se le queme vivo con el cadalso en que fuere ajusticiado, que se reduzca todo a cenizas y polvo, que deberán arrojarse al mar». Y para borrar del todo su nombre de la memoria de las gentes, se manda arrancar y picar sus escudos de armas, destruir sus casas, y sembrar de sal los solares, y cancelar y anular todos sus títulos de propiedad.

A iguales penas, jamás hasta entonces oídas en Portugal, se condenó a todos los restantes, Tavoras y Ataydes y a sus criados. Sólo se exceptuó de la pena de fuego a la marquesa D.ª Leonor, condenándola solamente (así dice la sentencia), a ser decapitada y arrojadas al mar las cenizas, eximiéndola, por justas consideraciones, de las mayores y más graves penas que merecía por sus delitos.

Y es lo singular que a los tres jesuitas, Gabriel Malagrida, Juan de Matos y Juan Alejandro, a quienes en un documento judicial de esta naturaleza se califica de autores y sugestores del regicidio, no vuelve a mencionárselos en el proceso, donde mañosamente se calla la explícita retractación que el duque de Aveiro y los demás hicieron antes de morir de las declaraciones arrancadas contra ellos por el tormento.

Entre tanto, Pombal preparaba la opinión y hacía atmósfera, como ahora se dice, contra los jesuitas, esparciendo innumerables libelos, que pagaba con larga mano (2241)y (2242). Entregó al padre Malagrida a la Inquisición, compuesta ya de hechuras suyas, y le hizo condenar, por visionario, iluminado y seudoprofeta, a la muerte en hoguera, saliendo encorozado a un auto de fe.

En 19 de enero, siete días después de la truculenta sentencia que acabamos de ver, se expidió un decreto confiscando todos los bienes y temporalidades de los jesuitas en Europa, en Asia y en América y ordenando su venta en pública subasta, al mismo tiempo que se hacía salir a los jesuitas de sus colegios para distribuirlos en varios conventos de regulares (2243).

En 20 de abril, José I, o séase Pombal, participaba al papa [426] ClementeXIII (Rezzonico), recién exaltado a la Cátedra de San Pedro, su soberana voluntad de expulsar a los jesuitas como incompatibles con la tranquilidad del Estado.

Entre tanto, la enajenación de los bienes seguía, y el tribunal de la Inconfidenza o de sospechosos iba sepultando en las cárceles a todos los que pasaban por amigos o parciales de los jesuitas.

El papa concedió en 11 de agosto de 1759 un breve que el rey solicitaba para proceder contra los regulares en crimen de lesa majestad, pero encargando que se hiciera escrupulosa distinción entre los culpados y el instituto a que pertenecían. No satisfizo a Pombal el breve, retuvo las letras apostólicas y procedió ab irato al extrañamiento de los jesuitas, que comenzó en la noche del 16 de septiembre, embarcando a 113 en una nave ragusea con rumbo a Civita-Vecchia para que el papa los mantuviese.

El 5 de octubre de 1759 se fijó en las iglesias un edicto del cardenal Saldanha, patriarca de Lisboa, por el cual se participaba a los súbditos de Su Majestad fidelísima que desde aquella fecha quedaban «exterminados, desnaturalizalos, proscritos, y expelidos» los Padres de la Compañía como rebeldes públicos, traidores, enemigos y agresores actuales y pretéritos contra la real persona y sus estados; vedándose, so pena de muerte, toda comunicación verbal o escrita con ellos; de cuyas draconianas disposiciones sólo se exceptuaba a los novicios, «por no ser verosímil que se hallasen iniciados todavía en los terribles secretos de la Compañía». Pombal tenía la monomanía antijesuítica; hasta había querido atribuirles en 1756 el motín de Oporto, promovido por los cosecheros de vino contra la Sociedad del Alto Duero, que él protegía y de que era accionista.

No todos los obispos portugueses asintieron dóciles a aquella cínica violación de todo derecho. Protestaron el arzobispo de Bahía y los obispos de Cangranor y Cochin, haciendo patente la ruina que aquella expulsión iba a traer sobre las misiones. Pero Pombal, que no entendía de réplicas, los extrañó inmediatamente y los privó de sus temporalidades.

Tras esto vino la expulsión del nuncio, la ruptura con la Santa Sede, la publicación semioficial de las obras de Pereira, la prohibición de las bulas, In Coena Domini Apostolicum pascendi munus y Animarum salutis; el quitar a la Inquisición la censura de los libros, ordenando la creación de la Real Mesa Censoria, que prohibió todo género de obras compuestas por los jesuitas, dejando circular libremente muchas de los enciclopedistas; y, finalmente, la ridícula providencia de mandar borrar en los calendarios los nombres de San Ignacio, San Francisco Javier y San Francisco de Borja. La enseñanza se confió a maestros laicos, jansenistas o volterianos; penetraron en Coímbra todo género de novedades, hasta hacer de aquella Universidad un foco revolucionario, como veremos en el capítulo que sigue, [427] y de tal manera se persiguió la memoria de los jesuitas, que la mayor parte de los libros publicados por ellos en Portugal en los dos siglos anteriores son hoy rarezas bibliográficas. ¡Tal fue la destrucción de ellos! Ni siquiera acertó Pombal a proteger las letras, y, si gustó de la empalagosa retórica de Cándido Lusitano y de las pastorales de la Arcadia lisbonense, nunca olvidará la posteridad que persiguió con intolerancia de déspota ignorante y dejó morir en un calabozo al Horacio portugués, Pedro Correa Garçao, el poeta más de veras que había en la España de entonces.

Nada violento permanece, y muchas de aquellas reformas, no orgánicas, sino impuestas por la fuerza, cayeron apenas murió el rey José, a quien había tenido como secuestrado Pombal, y le sucedió su hija D.ª María I la Piadosa en 29 de febrero de 1777. Entonces se abrieron las puertas de las cárceles para las numerosas víctimas de Pombal, que llegaron a 800, de ellos 60 jesuitas, únicos supervivientes entre tantos como habían perecido por la espada de la ley o al rigor de los tormentos. Obtuvieron proceso de rehabilitación los Tavoras en 10 de octubre de 1780, a solicitud del marqués de Alorna (padre de la célebre poetisa Leonor de Almeida, conocida entre los Arcades por Alcipe), principal representante de la casa, y en 7 de abril de 1781 fue reconocida la inocencia de todos los condenados en la sentencia de 1759, rehabilitada su memoria y declarado nulo el proceso por los patentes vicios legales que entrañaba. Volvieron a sus diócesis los obispos de Coímbra, Marañón, et caetera, extrañados y encarcelados en tiempo de Pombal por sus vigorosas protestas. La reparación fue aún más adelante; suprimido el tribunal de policía o de inconfedenza y examinados sus procesos, reconocióse pública y solemnemente la inocencia de más de 3.970 personas vejadas y oprimidas por Pombal sin forma de juicio. Aun nos parece leve el castigo del autor de tales tropelías, puesto que se contentó la reina con separarle de sus cargos y desterrarle a 20 leguas de la corte (decreto de 16 de agosto de 1781) por haberse atrevido a publicar una apología de su Gobierno. El disgusto y la vejez le acabaron al poco tiempo; murió en 1782, y los enciclopedistas le pusieron en las nubes «por haber librado a Portugal de los granaderos del fanatismo y de la intolerancia»: frase de D'Alembert.







- II -

Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. -Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. -Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. -El pase regio. -Libro de Campomanes sobre la «regalía de amortización».

«En tiempo de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los cogimos; no hay un solo español que no pueda decir si son dulces o amargos». [428]

Con estas graves y lastimeras palabras se quejaba en 1813 el cardenal Inguanzo, y ellas vienen como nacidas para encabezar este relato, en que trataremos de mostrar el oculto hilo que traba y enlaza con la revolución moderna las arbitrariedades oficiales del pasado siglo.

De Carlos III convienen todos en decir que fue simple testa férrea de los actos buenos y malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado a la caza que a los negocios, Y aunque terco y duro, bueno en el fondo y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma, con necia y pueril insistencia, la canonización de un leguito llamado el hermano Sebastián, de quien era fanático devoto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo género de atropellos contra cosas y personas eclesiásticas y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o Federico II de Prusia (2244). Pues qué, ¿basta decir, como Carlos III decía a menudo, «no sé cómo hay quien tenga valor para cometer de, liberadamente un pecado aun venial»? ¿Tan leve pecado es en un rey tolerar y consentir que el mal se haga? ¿Nada pesaba en la conciencia de Carlos III la inicua violación de todo derecho cometida con las jesuitas? ¿Qué importa que tuviera virtudes de hombre privado y de padre de familia y que fuera casto y sobrio y sencillo, si como rey fue más funesto que cuanto hubiera podido serlo por sus vicios particulares? Mejor que él fue Felipe III, y más glorioso su reinado en algunos conceptos, y, sin embargo, no le absuelve la historia, aun confesando que hubiera sido excelente obispo o ejemplar prelado de una religión, así como de Carlos III lo mejor que puede decirse es que tenía condiciones para ser un especiero modelo, un honrado alcalde de barrio, uno de esos burgueses, como ahora bárbaramente dicen, muy conservadores y circunspectos, graves y económicos, religiosos en su casa, mientras dejan que la impiedad corra desbocada y triunfante por las calles.

A pesar de su fama, tan progresista como su persona, Carlos III es de los reyes que menos han gobernado por voluntad propia. En negocios eclesiásticos nunca la tuvo mas que para la simpleza del hermano Sebastián. Empezó por conservar al último ministro de su hermano, al irlandés don Ricardo Wall, enemigo jurado del marqués de la Ensenada, del P. Rábago y [429] de los jesuitas, a quienes había atusado de complicidad en las revueltas de Paraguay. Así es que uno de los primeros actos del nuevo rey fue pedir a Roma (en 12 de agosto de 1760) la beatificación del venerable obispo de la Puebla de los Ángeles, D. Juan de Palafox y Mendoza, célebre, más que por sus escritos ascéticos y por la austeridad de su vida y por sus popularísimas notas, a veces harto impertinentes, a las cartas de Santa Teresa, por las reñidas y escandalosas cuestiones que en América tuvo con los jesuitas sobre exenciones y diezmos. De aquí que su nombre haya servido y sirva de bandera a los enemigos de la Compañía y que sobre su proceso de beatificación se hayan reñido bravísimas batallas, dándose en el siglo XVIII el caso, no poco chistoso, de ser volterianos y librepensadores los que más vociferaban y más empeño ponían en la famosa canonización.

Carlos III, no contento con la carta postulatoria, mandó al inquisidor general, D. Manuel Quintano y Bonifaz, arzobispo de Farsalia, quitar del Índice algunas obras de Palafox que habían sido prohibidas por edicto de 13 de mayo de 1759.

Por entonces obedeció el inquisidor general, dio nuevo edicto, revocando el primero, en 5 de febrero de 1161; pero el conflicto entre la Inquisición y el poder real quedó aplazado y no tardó en estallar con otro motivo. Entre tanto comenzó a ponerse en vigor el concordato de 1737 en lo relativo al subsidio eclesiástico y contribuciones de manos muertas.

Instigador oculto de toda medida contra el clero era el marqués Tanucci, ministro que había sido en Nápoles de Carlos III, cuya más absoluta confianza disfrutó siempre y de quien diariamente recibía cartas y consultas. Tanucci era un reformador de la madera de los Pombales, Arandas y Kaunitz; en la Universidad de Pisa, donde fue catedrático, se había distinguido por su exaltado regalismo y en Nápoles mermó cuanto pudo el fuero eclesiástico y el derecho de asilo; incorporó al real erario buena arte de las rentas eclesiásticas; formó un proyecto más amplio de desamortización, que por entonces no llegó a cumplido efecto, y ajustó con la Santa Sede (aprovechándose del terror infundido por la entrada de las tropas españoles en 1736) dos concordias leoninas, encaminadas sobre todo a restringir la jurisdicción del nuncio. No contento con esto, atropelló la del arzobispo de Nápoles por haber procedido canónicamente contra ciertos clérigos y le obligó a renunciar la mitra.

Tal era él consejero de Carlos III; y su influencia, más o menos embozada, no puede desconocerse en el conjunto de la política de aquel reinado. Si Tanucci hubiera estado en España, quizá, según eran sus impetuosidades ordinarias, habría comenzado por dar al traste con la Inquisición. Pero Carlos III no se atrevió a tanto. «Los españoles la quieren y a mí no me estorba», cuentan que contestó a Roda. Pero sus ministros la humillaron de tal modo, que a fines de aquel reinado no fue ya ni sombra de lo que había sido. [430]

Corría por entonces con mucho aplauso, sobre todo entre los sospechosos de galicanismo y jansenismo, cierta Exposición de la doctrina cristiana o Instrución sobre las principales verdades de la religión, publicada por primera vez en 1748 y varias veces reimpresa; su autor, el teólogo francés Mesenghi. La Congregación del Índice la prohibió en 1757, lo cual no fue óbice para que se estampasen dos versiones italianas-(1758 y 1760), suprimidos los párrafos en que más derechamente se atacaba la infalibilidad del papa. El autor suplicó a Clemente XIII que se hiciera nuevo examen del libro, y de nuevo salió condenado por mayoría de seis votos en la Congregación del Índice, que en 14 de junio de 1761 prohibió las traducciones italianas, como antes el original. Atribuyóse todo a amaños de los jesuitas, y Carlos III, que en teología debía ser fuerte, escribió a Tanucci: «No sé que hacen los jesuitas con ir moviendo tales historias, pues con esto siempre se desacreditan más y creo que tienen muy sobrado con lo que ya tienen» (2245).

Y no paró aquí la temeridad, sino que, habiendo recibido el arzobispo de Lepanto, nuncio de Su Santidad en Madrid, el breve condenatorio de Roma en 14 de junio de 1761, y transmitídole, según costumbre, al inquisidor general, Quintano Bonifaz, el rey, aconsejado por Wall y por el confesor Fr. Joaquín de Eleta, fraile gilito y luego obispo de Osma, a quien las memorias del tiempo llaman santo simple, prohibió la publicación del edicto y mandó recoger todos los ejemplares. ¿Quién eran Carlos III ni sus ministros ¡Dará impedir que tuvieran curso las censuras de Roma sobre un libro teológico de autor extranjero? ¡Qué impertinente y pueril abuso de fuerza! El inquisidor contestó que el edicto ya había empezado a circular por las parroquias de Madrid y que, de todas suertes, el mandato regio era irregular y contrario al honor del Santo Oficio y a la obediencia debida a la cabeza suprema de la Iglesia, y más en materia que toca a dogma de doctrina cristiana.

A esta reverente, pero firme exposición, contestó Wall en 10 de agosto con una de aquellas alcaldadas tan del gusto de españoles, mandando salir desterrado al inquisidor al monasterio de benedictinos de Sopetrán, trece leguas de la corte. Bonifaz, que no había nacido para héroe (¿y quién lo era en aquel miserable siglo?), se humilló, suplicó y rogó antes de veinte días, protestando mil veces de su fina obediencia a todas las voluntades de su rey y señor, pidiendo perdón de todo si la real penetración había notado proposición o cláusula que desdijese de su ciega sumisión a los preceptos soberanos. ¡Y este hombre era sucesor de los Deza, Cisneros, Valdés y Sandoval! ¡Cuánto había degenerado la raza!

Satisfecho de tal humillación, el rey le levantó el destierro y le permitió volver a su empleo (en 2 de septiembre) por su propensión a perdonar a quien confesaba su error e imploraba su [431] clemencia. Tan rastreros como su jefe estuvieron los demás inquisidores, y Carlos III, por primera vez en España, los conminó con el amago de su enojo en sonando inobediencia (8 de septiembre). Desde aquel día murió, desautorizado moralmente, el Santo Oficio.

No perdieron Wall y los suyos la ocasión de dar su bofetada a Roma. Quitóles el miedo la debilidad del nuncio, que también quiso sincerarse echando toda la culpa al inquisidor, so color de que él no había hecho más que atemperarse a las prácticas establecidas. Se pidió parecer al Consejo de Castilla, que en dos consultas, de 27 de agosto y 31 de octubre, sacó a relucir todas las doctrinas de Salgado de retentione, acabando por proponer la retención del breve y la publicación solemne de la pragmática del exequatur, sin que de allí en adelante pudieran circular bulas, rescriptos ni letras pontificias que no hubiesen sido revisadas por el Consejo, excepto las decisiones y dispensas de la Sacra Penitenciaría para el fuero interno. El exequatur se promulgó en 18 de enero de 1762, y por reales cédulas sucesivas se prohibí al Santo Oficio publicar edicto alguno ni índice expurgatorio sin el visto bueno del rey o de su Consejo, ni hacer las prohibiciones en nombre del papa, sino por autoridad propia. Al fin, el proyecto de Macanaz estaba cumplido.

A punto estuvieron de perder en un día los regalistas el fruto de tantos afanes, pero fue nube de verano y se deshizo pronto. Alarmada la conciencia de Carlos III por los escrúpulos de su confesor el P. Eleta, mandó dejar en suspenso la pragmática del exequatur año y medio después de haberse promulgado. Con esto el ministro Wall se creyó desairado e hizo dimisión de su cargo. Tanucci, Roda y sus amigos se lamentaron mucho del «terreno que iba perdiendo el rey en el camino de la gloria», y atribuyeron a las malas artes de Roma la caída de Wall.

Ni fue éste grande inconveniente, porque en aquella corte todos eran peores in re canonica. A Wall sucedieron dos italianos: Grimaldi y Esquilache (mengua grande de nuestra nación en aquel siglo andar siempre en manos de rapaces extranjeros), y, muerto a poco tiempo el marqués del Campo de Villar, ministro de Gracia y justicia, le sustituyó D. Manuel de Roda y Arrieta, que había sido agente de preces y luego embajador de España en Roma. Aragonés de nacimiento y testarudo en el fondo, no lo parecía en los modales, que eran dulces e insinuantes al modo italiano. Sabía poco y mal, pero iba derecho a su fin con serenidad y sin escrúpulos. Su programa podía reducirse a estas palabras: acabar con los jesuitas y con los colegios mayores. Llamábanle regalista, y no alardeaba él de otra cosa, pero su correspondencia nos le muestra a verdadera luz tal como era: impío y volteriano, grande amigo de Tanucci, de Choiseul y de los enciclopedistas.

Por el mismo tiempo llegó a la fiscalía del Consejo, puesto [432] de grande importancia desde los tiempos de Macanaz, otro fervoroso adalid de la política laica, menos irreligioso que Roda y de más letras que él: como que vino a ser el canonista de la escuela, representando aquí un papel semejante al de Pereira en Portugal. Era éste un abogado asturiano, D. Pedro Rodríguez Campomanes, antiguo asesor general de Correos y Postas y consejero honorario de Hacienda; varón docto no sólo en materias jurídicas, sino en las históricas, como lo acreditaban las Disertaciones sobre el orden y caballerías de los Templarios, que muy joven había dado a la estampa; sabedor de muchas lenguas, de lo cual eran clarísimo indicio su traducción del Periplo de Hannon (2246), acompañada de largos discursos sobre las antigüedades marítimas de la república de Cartago; y la versión que, juntamente con su maestro Casiri, hizo de algunos pedazos el libro árabe de agricultura de Ebn el Awam; economista conforme a la moda del tiempo y más práctico y útil que ninguno; insigne por su respuesta fiscal sobre la abolición de la tasa y libertad del comercio de granos y por lo que contribuyó a cercenar los privilegios del Honrado Consejo de la Mesta y abusos de la ganadería trashumante (causa en gran parte de la despoblación de España) y por la luz que dio a los escritos de antiguos economistas españoles, como Álvarez Ossorio y Martínez de la Mata, aún más que por sus propios discursos de la Industria popular y de la Educación Popular, que él mandó leer en las iglesias como libros sagrados, al modo que los liberales de Cádiz lo hicieron con su Constitución. Era época de inocente filantropía, en que los economistas (¡siempre los mismos!) creían cándidamente, y con simplicidad columbina, que con sólo repartir cartillas agrarias y fundar sociedades económicas iban a brotar, como por encanto, prados artificiales, manufacturas de lienzo y de algodón, compañías de comercio, trocándose en edenes los desiertos y eriales y reinando dondequiera la abundancia y la felicidad; esto al mismo tiempo que por todas maneras se procuraba matar la única organización del trabajo conocida en España, la de los gremios, a cuyas gloriosas tradiciones levantó Capmany, único economista de cepa española entre los de aquel tiempo, imperecedero monumento en sus Memorias históricas de la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona. Tenía Campomanes, en medio de la rectitud de su espíritu, a las veces muy positivo, un enjambre de bucólicas ilusiones, y esperaba mucho de los premios y concursos, de la introducción de artistas extranjeros, de los Amigos del País y de todos estos estímulos oficiales, tan ineficaces cuando el impulso no viene de las entrañas de la sociedad, a menos que nos contente un movimiento ficticio como el que ilustró los últimos años del siglo XVIII (2247). [433]

Como quiera, el amigo de Franklin, el corresponsal de la Sociedad Filosófica de Filadelfia, aún más que de economista y de reformador, tenía de acérrimo regalista. Salgado, por una parte, y Febronio, por otra, eran sus oráculos. Durante su fiscalía del Consejo fue azote y calamidad inaudita para la Iglesia de España.

Empezó por atacarla en sus bienes y facultad de adquirir, publicando el Tratado de la regalía de la amortización, en el cual se demuestra por la serie de las varias edades desde el nacimiento de la Iglesia, en todos los siglos y países católicos, el uso constante de la autoridad civil Para impedir las ilimitadas enajenaciones de bienes raíces en iglesias, comunidades y otras manos muertas, con una noticia de las leyes fundamentales de la monarquía española sobre este punto, que empieza con los godos y se continúa en los varios Estados sucesivos, con aplicación a la exigencia actual del reino después de su reunión y al beneficio común de los vasallos, obra estampada por primera vez en 1765 (Imprenta Real), muchas veces reimpresa después, invocada como texto por todos los desamortizadores españoles, prohibida en el Índice romano desde 1825 y refutada por el cardenal Inguanzo en su libro del Dominio de la Iglesia sobre sus bienes temporales. Es el de Campomanes libro de mucha erudición, pero atropellada e insegura, donde llega a citarse como ley de amortización un canon del concilio III de Toledo referente a los siervos del fisco. Campomanes con dificultad encontró aprobantes para su libro, pero al fin los venció la esperanza de futuras mercedes, y a uno de ellos, el escolapio padre Basilio de Santa Justa y Rufina, le valió su aprobación la mitra arzobispal de Manila, donde dejó triste fama de jansenista y creó el clero indígena, constante peligro para la integridad de la monarquía española, como lo han mostrado sucesos posteriores (2248).

Bueno será advertir que Campomanes no propone ni defiende el inicuo despojo que luego hizo Mendizábal, sino que se limita a recopilar las leyes antiguas que ponen tasa a las adquisiciones de manos muertas, y, apoyado siempre en el derecho positivo, intenta prevenirlas para en adelante, lo cual no dejaba de ser un ataque, aunque indirecto menos escandaloso, al derecho de propiedad, siendo vano subterfugio el decir que la ley no tendría por objeto prohibir a los eclesiásticos adquirir bienes raíces, sino prohibir a los seglares enajenárselos.

Con alguna mayor templanza sostuvo en el fondo las mismas [434] ideas el fiscal del Consejo de Hacienda, D. Francisco Carrasco, primer marqués de la Corona, si bien opinaba que para poner en práctica la regalía convendría solicitar la aprobación del Santo Padre.

Desde el momento en que (por el concordato de 1737) pagaban contribución los bienes eclesiásticos, era violación arbitraria e ilógica del derecho común prohibir de raíz las adquisiciones. Así lo hizo notar el otro fiscal del Consejo, don Lope de Sierra, sosteniendo además que las leyes de Castilla no podían aplicarse a Aragón ni a Cataluña y que era contradictorio limitar la amortización cuando no se limitaba el número de eclesiásticos seculares y regulares que de algún modo habían de asegurar su subsistencia (2249). Por entonces no se pasó adelante y la desamortización quedó en proyecto.







- III -

Expulsión de los jesuitas de España.

La conspiración de jansenistas, filósofos, parlamentos, universidades, cesaristas y profesores laicos contra la Compañía de Jesús proseguía triunfante su camino. El Parlamento de París había dado ya en 1762 aquel pedantesco y vergonzoso decreto (reproducido y puesto en vigor por un Gobierno democrático de nuestros días, para mayor vergüenza e irrisión de nuestra decantada cultura) que condena a los Padres de la Compañía de Jesús, como «fautores del arrianismo, del socinianismo, del sabelianismo, del nestorianismo..., de los luteranos y calvinistas..., de los errores de Wicleff y de Pelagio, de los semipelagianos, de Fausto y de los maniqueos..., y como propagadores de doctrina injuriosa a los Santos Padres, a los apóstoles y a Abrahám». ¡Miseria y rebajamiento grande de la Magistratura francesa, que claudicaba ya como vieja decrépita, a la cual bien pronto dieron los filósofos pago como suyo suprimiéndola y dispersándola y escribiendo sobre su tumba burlescos epitafios; que así galardona el diablo a quien le sirve!

El ministro Choiseul, grande amigo de nuestra corte, con la cual había ajustado; para desdicha nuestra, el pacto de familia, se empeñó en que aquí siguiéramos cuanto antes el ejemplo de Francia e hiciéramos lo que Roda llamaba grotescamente la operación cesárea.

Hoy no es posible dudar de la mala fe insigne con que se procedió en el negocio de los jesuitas. En varias memorias del tiempo nada favorables a ellos, y especialmente en el manuscrito titulado Juicio imparcial, que algunos atribuyen al abate Hermoso (2250), [435] están referidos muy a la larga los amaños de pésima ley con que se ofuscó el entendimiento y se torció la voluntad de Carlos III.

La guerra más o menos sorda contra los jesuitas había comenzado entre los palaciegos de Fernando VI con ocasión de las turbulencias del Uruguay. El habilidoso Wall y los suyos consiguieron separar del real confesonario al P. Rábago con ayuda del embajador inglés, M. Keene, y de Pombal, que acusaron al confesor de fomentar la rebelión de los indios. Así lograron su triunfo segundo los partidarios de la alianza inglesa, como habían logrado el primero con la caída de Ensenada, que pasaba por amigo de los jesuitas.

Algo parecieron cambiar las cosas con el advenimiento del nuevo rey, pues, aunque su desafecto a los Padres era evidente, algo le contrarrestaban la influencia de la reina madre Isabel Farnesio y la de la reina Amalia, sin contar con la muy escasa del marqués de Campo-Villar, ministro de Gracia y Justicia, más de nombre que de hecho. Pero todos los demás aúlicos que rodeaban al rey eran enemigos, más o menos resueltos, de la Compañía, especialmente los extranjeros Wall, Esquilache y Grimaldi, el duque de Alba y el famoso Roda, protegido suyo, los cuales poco a poco y cautelosamente iban ganando terreno, como bien a las claras se mostró en ciertas providencias dirigidas contra los jesuitas de Indias. Al mismo tiempo, y ya muy despejado el camino, con la muerte de la reina y la del ministro de Gracia y Justicia, comenzó Roda a llenar los consejos y tribunales de abogados de los llamados manteístas, especie de mosquetería de las universidades, escolares aventureros y dados a aquellas novedades y regalías con que entonces se medraba y hacía carrera, al revés de los privilegiados colegios mayores, grandes, adversarios de toda innovación, y a quienes se acusaba, con harta justicias, de tener monopolizados los cargos de la magistratura y de haber introducido en nuestras escuelas un perniciosísimo elemento aristocrático contrario de todo en todo a las intenciones de sus fundadores. Roda odiaba estos institutos de enseñanza todavía más que a los jesuitas, y de él decía donosamente Azara que «por el un cristal de sus anteojos no veía más que jesuitas, y por el otro, colegiales mayores». Al mismo tiempo comenzaron a ser presentados para las mitras los eclesiásticos más conocidos por su siniestra voluntad contra los hijos de San Ignacio. Se hizo creer al P. Eleta, confesor del rey, que los jesuitas intrigaban para desposeerle de su oficio, y, con el [436] cebo de conservarle, entró, más por la flaqueza de entendimiento que por malicia, en la trama que diestramente iban urdiendo Roda, el duque de Alba y Campomanes.

Sobrevino entre tanto el ridículo motín llamado de Esquilache y también de las capas y sombreros (domingo de Ramos de 1766), que puede verse larga y pesadamente descrito en todas las historias de aquel reinado, sobre todo en la de Ferrer del Río, modelo de insulsez y machaqueo. Los enemigos de los jesuitas asieron aquella ocasión por los cabellos para hacer creer a Carlos III que aquel alboroto de la ínfima ralea del pueblo, empeñada en conservar sus antiguos usos y vestimentas, mal enojada con la soberbia y rapacidad de los extranjeros y oprimida por el encarecimiento de los abastos; que aquella revolución de plazuela, que un fraile gilito calmó, y los sucesivos motines de Zaragoza, Cuenca, Palencia, Guipúzcoa y otras partes habían sido promovidos por la mano oculta de los jesuitas no por el hambre nacida de la tasa del pan y por el general descontento contra la fatuidad innovadora de Esquilache. Calumnia insolente llamo a tal reputación el autor del Juicio imparcial, y a todos los contemporáneos pareció descabellada, arrojándose algunos a sospechar que el motín había sido una zalagarda promovida y pagada por nuestros ministros y por el duque de Alba con el doble objeto de deshacerse de su cofrade Esquilache y de infamar a los jesuitas. No diré yo tanto, pero sí que en la represión del motín anduvieron tan remisos y cobardes como diligentes luego para envolver en la pesquisa secreta a los Padres de la Compañía, y aun a algunos seglares tan inocentes de aquella asonada y tan poco clericales en el fondo como el erudito D. Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, y los abates Gándara y Hermoso, montañés el primero y conocido por sus Apuntes sobre el bien y el mal de España, americano el segundo y nada amigo de la Compañía. Ni aun con procedimientos inicuos y secretos, donde toda ley fue violada, resultó nada de lo que los fiscales querían, porque una y otra vez declararon los tres acusados, especialmente Hermoso, que el motín había sido casual, repentino, y sin propósito deliberado; todo lo cual y la reconocida inculpabilidad del pobre abate no bastó para calmar la ciega saña de los pesquisidores, burlados en su esperanza de tropezar con alguna sotana jesuítica. Pero a lo menos tuvieron la bárbara satisfacción de dejar morir a Gándara en la ciudadela de Pamplona, de enviar a presidio por diez años al insigne autor del Ensayo sobre los alfabetos de letras desconocidas y de desterrar a Hermoso a cincuenta leguas de la corte, después de haber pedido para él tormento tanquam in cadavere. ¡Y esta barbarie les parecía razonable a los discípulos de Voltaire y de Beccaria! (2251)

Aunque ni las denuncias, ni los testigos falsos, ni todo aquel [437] aparato de inmoralidades jurídicas dieron el resultado que sus autores se proponían, Carlos III, a quien Dios no había concedido el don de la sabiduría en tan copioso grado como el hijo de David y Betsabé, creyó buenamente que los jesuitas habían querido insurreccionarle el pueblo y hasta matarle; les tomó extraña ojeriza, sobre la prevención que ya traía de Nápoles, y se puso en manos del duque de Alba, de Grimaldi y del conde de Aranda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, militar aragonés, de férreo carácter, avezado al despotismo de los cuarteles, ordenancista inflexible, Pombal en pequeño, aunque moralmente valía más que él y tenía cierta honradez brusca a estilo de su tierra: impío y enciclopedista, amigo de Voltaire, de D'Alembert y del abate Raynal; reformador despótico, a la vez que furibundo partidario de la autoridad real, si bien en sus últimos años miró con simpatía la revolución francesa no más que por su parte de irreligiosa. Tal era el conde de Aranda cuando, bien reputado ya por sus servicios en las guerras de Italia, pasó de la Capitanía General de Valencia a la de Castilla la Nueva y a la presidencia del Consejo de Castilla (caso inusitado en España, puesto que no era hombre de toga), en reemplazo del obispo de Cartagena, D. Diego de Rojas, a quien se sospechaba de complicidad con los amotinados.

Aranda comenzó a mostrar muy a las claras sus intenciones, prohibiendo las imprentas en clausura y lugares inmunes so pretexto de que servían para reproducir papeles clandestinos y sediciosos, impetrando de Roma letras para proceder contra los eclesiásticos complicados en los recientes alborotos, suspendiendo todo fuero mientras durasen los procedimientos contra los autores del motín y encargando a obispos y prelados de religiones escrupulosa vigilancia sobre la conducta política de sus subordinados. Y entonces comenzaron las que el príncipe de la Paz llama (2252) atrocidades jurídicas de Aranda, que en breves días sosegó a Madrid no de otra manera que Pombal había sosegado a Lisboa después del terremoto: levantando una horca en cada esquina o, lo que es más abominable, asesinando secretamente en las cárceles.

Los trabajos contra los jesuitas adelantaban sobre todo después de la muerte de Isabel Farnesio. Aranda, como presidente de Castilla, designó al consejero D. Miguel María de Nava y al fiscal D. Pedro Rodríguez Campomanes para hacer secreta pesquisa sobre los excesos cometidos en Madrid, y ellos en 8 de junio de 1766 elevaron su primera consulta, en que, disculpando [438] al vecindario, todo lo atribuían, con frases nunca hasta entonces oídas en España, a las malas ideas esparcidas sobre la autoridad real por los eclesiásticos y al fanatismo que por muchos siglos habían venido infundiendo en el pueblo y gente sencilla.

Campomanes, verdadero autor de esta consulta, fue asimismo el alma de la Sala Especial o Consejo Extraordinario, creado inmediatamente por Aranda para entender en el castigo de las turbulencias pasadas, y en nueva consulta de 11 de septiembre dio por averiguado su deseo, viendo en todo la mano de un cuerpo religioso que no cesa de inspirar aversión general al Gobierno y a las saludables máximas que contribuyen a reformar los abusos, por lo cual convendría iluminar (sic) al pueblo para que no fuera juguete de la credulidad tan nociva, y desarmar a ese cuerpo peligroso que intenta en todas partes sojuzgar al trono, y que todo lo cree lícito para alcanzar sus fines, y mandar que los eclesiásticos redujeran sus sermones a especies inocentes, nada perjudiciales al Estado. La gallardía del estilo corre parejas con la nobleza de las ideas.

Espías y delatores largamente asalariados declararon haber visto entre los amotinados a un jesuita llamado el P. Isidro López vitoreando al marqués de la Ensenada. Díjose que en el colegio de jesuitas de Vitoria se había descubierto una imprenta clandestina, todo porque el rector de aquel colegio había enviado, por curiosidad, a un amigo suyo de Zaragoza ciertos papeles de los que se recibieron en el motín.

Sobre tan débiles fundamentos redactó Campomanes la consulta del Consejo Extraordinario de 29 de enero de. 1767 (2253). Allí salieron a relucir los diezmos de Indias y las persecuciones de Palafox, el regio confesonario y el P. Rábago, las misiones del Paraguay, los ritos chinos y, sobre todo el motín del domingo de Ramos. Repitióse que aspiraban a la monarquía universal, que conspiraban contra la vida del monarca, que difundían libelos denigrativos de su persona y buenas costumbres, que hacían pronósticos sobre su muerte, que alborotaban al pueblo so pretexto de religión, que enviaban a los gaceteros de Holanda siniestras relaciones sobre los sucesos de la corte, que en las reducciones del Paraguay ejercían ilimitada soberanía, así temporal como espiritual, y que en Manila se habían entendido con el general Draper durante la ocupación inglesa.

De este cúmulo de gratuitas suposiciones deducían los fiscales no la necesidad de un proceso, sino de una clemente providencia económica y tuitiva, mediante la cual, sin forma de juicio, se expulsase inmediatamente a los regulares, como se había hecho en Portugal y en Francia, sin pensar en reformas, [439] porque todo el cuerpo estaba corrompido y por ser todos los padres terribles enemigos de la quietud de las monarquías. Convenía, pues, al decir del Consejo Extraordinario, que en la real pragmática no se dijesen motivos, ni aun remotamente se aludiera al instituto y máximas de los jesuitas, sino que el monarca se reservase en su real ánimo los motivos de tan grave resolución e impusiese alto silencio a todos sus vasallos que en pro o en contra quisieran decir algo.

Como se propuso, así se efectuó. La consulta del Extraordinario fue aprobada en todas sus partes por una junta especial, que formaron, con otros de menos cuenta, el duque de Alba, Grimaldi, Roda y el confesor (20 de febrero de 1767). Informaron en el mismo sentido el funesto arzobispo de Manila, de quien ya queda hecha una memoria; un fraile agustino dicho fray Manuel Pinillos, el obispo de Ávila y otros prelados tenidos generalmente por jansenistas. Así y todo, Carlos III no acababa de resolverse, y es voz común entre los historiadores que como argumento decisivo emplearon sus consejeros una supuesta carta interceptada, en que el general de los jesuitas, P. Lorenzo Ricci, afirmaba no ser Carlos III hijo de Felipe V, sino de Isabel de Farnesio y del cardenal Alberoni (2254). Por cierto que, visto al trasluz, el papel que se decía escrito en Italia resultó de fábrica española.

Convencido con tan eficaces razones, decretó Carlos III en 27 de febrero de 1767 el extrañamiento de los religiosos de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores, legos profesos y aun novicios, si querían seguirlos, encargando de la ejecución al presidente de Castilla con facultades extraordinarias.

No se descuidó Aranda, y en materia de sigilo y rapidez puso la raya muy alto. Juramentó a dos ayudantes suyos para que transmitieran las órdenes, mandó trabajar en la Imprenta Real a puerta cerrada y preparó las cosas de tal modo, que en un mismo día y con leve diferencia a la misma hora pudo darse el golpe en todos los colegios y casas profesas de España y América.

El 1.º de abril amanecieron rodeadas de gente armada las residencias de los jesuitas, y al día siguiente se promulgó aquella increíble pragmática, en que por motivos reservados en su real ánimo, y siguiendo el impulso de su real benignidad, y usando de la suprema potestad económica que el Todopoderoso le había concedido para protección de sus vasallos, expulsaba de estos reinos, sin más averiguación, a cuatro o cinco mil de ellos; mandaba ocupar sus temporalidades, así en bienes muebles como raíces o en rentas eclesiásticas, y prohibía expresamente escribir en pro o en contra de tales medidas, so pena de ser considerados los contraventores como reos de lesa majestad. [440]

Aún es más singular documento la instrucción para el extrañamiento, lucida muestra de la literatura del conde de Aranda: «Abierta esta instrucción cerrada y secreta en la víspera del día asignado para su cumplimiento, el executor se enterará bien de ella, con reflexión de sus capítulos, y disimuladamente echará mano de la tropa presente, o en su defecto se reforzará de otros auxilios de su satisfacción, procediendo con presencia de ánimo, frescura y precaución.»

No eran necesarias tantas para la épica hazaña de sorprender en sus casas a pobres clérigos indefensos y amontonarlos como bestias en pocos y malos barcos de transporte, arrojándolos sobre los Estados pontificios. Ni siquiera se les permitió llevar libros, fuera de los de rezo. A las veinticuatro horas de notificada la providencia fueron trasladados a los puertos de Tarragona, Cartagena, Puerto de Santa María, La Coruña, Santander, etc. En la travesía desde nuestros puertos a Italia y durante la estancia en Córcega sufrieron increíbles penalidades, hambre, calor sofocante, miseria y desamparo, y muchos ancianos y enfermos expiraron, como puede leerse en las Cartas familiares, del P. Isla, y aún más en los comentarios, latino y castellano, que dejaron inéditos el P. Andrés y el mismo Isla, y que conservan hoy sus hermanos de religión.

El horror que produce en el ánimo aquel acto feroz de embravecido despotismo en nombre de la cultura y de las luces, todavía se acrecienta al leer en la correspondencia de Roda y Azara las cínicas y volterianas burlas con que festejaron aquel salvajismo. «Por fin se ha terminado la operación cesárea en todos los colegios y casas de la Compañía -escribía Roda a don José Nicolás de Azara en 14 de abril de 1767-. Allá os mandamos esa buena mercancía... Haremos a Roma un presente de medio millón de jesuitas»; y en 24 de marzo de 1768 se despide Azara: «Hasta e1 día del juicio, en que no habrá más jesuitas que los que vendrán del infierno.» Aún es mucho más horrendo lo que Roda escribió al ministro francés Choiseul, palabras bastantes para descubrir hasta el fondo la hipócrita negrura del alma de aquellos hombres, viles ministros de la impiedad francesa: La operación nada ha dejado que desear; hemos muerto al hijo; ya no nos queda más que hacer otro tanto con la madre, nuestra santa Iglesia romana (2255). [441]

En lo que no han insistido bastante los adversarios de la expulsión, y será en su día objeto de historia particular, que yo escribiré, si Dios me da vida, es que aquella iniquidad, que aún está clamando al cielo, fue, al mismo tiempo que odiosa conculcación de todo derecho, un golpe mortífero para la cultura española, sobre todo en ciertos estudios, que desde entonces no han vuelto a levantarse; un atentado brutal y oscurantista contra el saber y contra las letras humanas, al cual se debe principalísimamente el que España, contando Portugal, sea hoy, fuera de Turquía y Grecia, aunque nos cueste lágrimas de sangre el confesarlo, la nación más rezagada de Europa en toda ciencia y disciplina seria, sobre todo en la filología clásica y en los estudios literarios e históricos que de ella dependen. Las excepciones gloriosas que pueden alegarse no hacen sino confirmar esta tristísima verdad. La ignorancia en que vive se agita nuestro vulgo literario y político es crasísima, siendo el peor síntoma de remedio que todavía no hemos caído en la cuenta. Hasta las buenas cualidades de despejo, gracia y viveza que nunca abandonan a la raíz son hoy funestas, y lo serán mientras no se cierre con un sólido, cristiano y amplio régimen de estudios la enorme brecha que abrieron en nuestra enseñanza, primero, las torpezas regalistas, y luego, los incongruentes, fragmentarios y desconcertados planes y programas de este siglo (2256).

Nada queda sin castigo en este mundo ni en el otro; y sobre los pueblos que ciegamente matan la luz del saber y reniegan de sus tradiciones científicas, manda Dios tinieblas visibles y palpables de ignorancia. En un sólo día arrojamos de España al P. Andrés, creador de la historia literaria, el primero que intentó trazar un cuadro fiel y completo de los progresos del espíritu humano; a Hervás y Panduro, padre de la filología comparada y uno de los primeros cultivadores de la etnografía y de la antropología; al P. Serrano, elegantísimo poeta latino; a Lampillas, el apologista de nuestra literatura contra las detracciones de Tirasboschi y Bettinelli; a Nuix, que justificó, contra las declamaciones del abate Raynal, la conquista española en América; a Masdéu, que tanta luz derramó sobre las primeras edades de nuestra historia, siempre que su crítica no se trocó en escepticismo, conforme al gusto de su tiempo; hombre ciertamente doctísimo, y a cuyo aparato de erudición no iguala ni se acerca ninguno de nuestros historiadores; a Eximeno, filósofo sensualista, matemático no vulgar e ingenioso autor de un nuevo sistema de estética musical; a Garcés, acérrimo purista, [442] enamorado del antiguo vigor y elegancia de la lengua castellana, dique grande contra la incorrección y el galicismo; al P. Arévalo, luz de nuestra historia eclesiástica y de las obras de nuestros Santos Padres y poetas cristianos, que ilustró con prolegómenos tan inestimables como la Isidoriana o la Prudentiana, que Huet o Montfaucon o Zaccaria no hubieran rechazado por suyos; al P. Arteaga, a quien debe Azara la mayor parte de su postiza gloria, autor del mejor libro de estética que se publicó en su tiempo, historiador de las revoluciones de la ópera italiana, hombre de gusto fino y delicadísimo en toda materia de arte, sobre todo en la crítica teatral, como lo muestran sus juicios acerca de Metastasio y Alfieri, que Schegel adoptó íntegros; al P. Aymerich, que exornó con las flores de la más pura latinidad un asunto tan árido como el episcopologio barcelonés y que luego en Italia se dio a conocer por paradojas filológicas, entonces tan atrevidas, como la defensa del latín eclesiástico Y del deslinde de la lengua rústica y la urbana; al P. Pla, uno de los más antiguos provenzalistas, émulo de Bastero y precursor de Raynouard; al P. Gallisá, discípulo y digno biógrafo del gran romanista y arqueólogo Ministres; a Requeno, el restaurador de la pintura pompeyana e historiador de la pantomima entre los antiguos; a Colomés y Lasala, cuyas tragedias admiraron a Italia y fueron puestas en rango no inferior a la Mérope, de Maffei; al P. Isla, cuya popularidad de satírico, nunca marchita, y el recuerdo del Fr. Gerundio bastan; a Montengon, único novelista de entonces, imitador del Emilio, de Rousseau, en el Eusebio; al P. Aponte, maravilloso helenista, restaurador del gusto clásico en Bolonia, autor de los Elementos ghefirianos, maestro de Mezzofanti e insuperable traductor de Homero, al decir de Moratín; al P. Pou, por quien Herodoto habló en lengua castellana; a los matemáticos Campserver y Ludeña; al P. Alegre, insigne por su virgiliana traducción de Homero; al P. Landívar, cuya Rusticatio mexicania recuerda algo de la hermosura de estilo de las Geórgicas y anuncia en el poeta dotes descriptivas de naturaleza americana no inferiores a las de Andrés Bello; a Clavijero, el historiador de la primitiva Méjico; a Molina, el naturalista chileno; al P. Maceda, apologista de Osio; al P. Terreros, autor del único diccionario técnico que España posee; al P. Lacunza, peregrino y arrojado comentador del Apocalipsis, acusado de renovar el milenarismo; al P. Gustá, controversista incansable, siempre envuelto en polémica con jansenistas y filosofantes, impugnador de Mesenghi y Tamburini y apasionado biógrafo de Pombal; al P. Pons, que cantó en versos latinos la atracción newtoniana; al P. Prats, ilustrador de la inscripción de Rosetta y de la rítmica de los antiguos; a Prats de Saba, bibliógrafo de la Compañía y fecundísimo poeta latino, autor del Pelayo, del Ramiro y del Fernando, ingeniosos remedos virgilianos; a Diosdado Caballero, que echó las bases para la historia de la tipografía española, sin que hasta la fecha [443] ni él ni el agustiniano Méndez hayan tenido sucesores; al padre Gil, vindicador y defensor de las teorías de Boscowich... ¿Quién podrá enumerarlos a todos? (2257) ¿Quién hallará en la lengua palabras bastante enérgicas para execrar la barbarie de los que arrojaron de casa este raudal de luz, dejándonos para consuelo los pedimentos de Campomanes y las sociedades económicas?

¿Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la pérdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los Padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada? ¿Cómo no habían de relajarse los vínculos de autoridad, cuando los gobernantes de la metrópoli daban señal de despojo, mucho más violento en aquellas regiones que en éstas, y soltaban todos los diques a la codicia de ávidos logreros e incautadores sin conciencia, a quienes la lejanía daba alas y quitaba escrúpulos la propia miseria? Mucha luz ha comenzado a derramar sobre estas oscuridades una preciosa y no bastante leída colección de documentos que hace algunos años se dio a la estampa con propósito más bien hostil que favorable a la Compañía (2258). Allí se ve claro cuán espantoso desorden, en lo civil y en lo eclesiástico, siguió en la América meridional al extrañamiento de los jesuitas; cuán innumerables almas debieron de perderse por falta de alimento espiritual; cómo fue de ruina en ruina la instrucción pública y de qué manera se disiparon como la espuma, en manos de los encargados del secuestro, los cuantiosos bienes embargados, y cuán larga serie de fraudes, concusiones, malversaciones, torpezas y delitos de todo jaez, mezclados con abandono y ceguedad increíbles, trajeron en breves años la pérdida de aquel imperio colonial, el primero y más envidiado del mundo. Voy a emprender la conquista de los pueblos de misiones (escribía a Aranda el gobernador de Buenos Aires, D. Francisco Bucareli) y a sacar a los indios de la esclavitud y de la ignorancia en que viven (2259). Las misiones fueron, si no conquistadas, por lo menos saqueadas, y váyase lo uno por lo otro. En cuanto a la ignorancia, entonces sí que de veras cayó sobre aquella pobre gente. «No sé qué hemos de hacer con la niñez y juventud de estos países. ¿Quién ha de enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos clérigos? (2260), dice el obispo de Tucumán, enemigo [444] jurado de los expulsados.» «Señor excelentísimo, añade en otra carta a Aranda (2261): No se puede vivir en estas partes; no hay maldad que no se piense, y pensada, no se ejecute. En teniendo el agresor veinte mil pesos, se burla de todo el mundo.» ¡Delicioso estado social! ¡Y los que esto veían y esto habían traído, todavía hablaban del insoportable peso del poder jesuítico en América! (2262)







- IV -

Continúan las providencias contra los jesuitas. -Política heterodoxa de Aranda y Roda. -Expediente del obispo de Cuenca. -«Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma.

El 31 de marzo de 1767 comunicó Carlos III al papa su resolución de extrañar a los jesuitas y de enviárselos para que estuvieran bajó su inmediata, santa y sabia dirección; providencia verdaderamente económica, aunque en muy diverso sentido de como el buen rey lo decía.

Clemente XIII, poseído de extraordinaria aflicción, respondió en 16 de abril con el hermosísimo breve Inter acerbissima. «¡Tú también, hijo mío -le decía a Carlos III-, tú, rey católico, habías de ser el que llenara el cáliz de nuestras amarguras y empujara al sepulcro nuestra desdichada vejez entre luto y lágrimas! ¿Ha de ser el religiosísimo y piadosísimo rey de España quien preste el apoyo de su brazo para la destrucción de una orden tan útil y tan amada por la Iglesia, una orden que debe su origen y su esplendor a esos santos héroes españoles que Dios escogió para que dilatasen por el mundo su mayor gloria? ¿De esa manera quieres privar a tu reino de tantos socorros, misiones, catequesis, ejercicios espirituales, administración de los sacramentos, educación de la juventud en la piedad y en las letras? Y lo que más nos oprime y angustia es el ver a un monarca de tan recta conciencia que no permitiría que el menor de sus vasallos sufriese agravio alguno, condenar a total expulsión a una entera congregación de religiosos, sin juzgarlos antes conforme a las leyes, despojándolos de todas sus propiedades lícitamente adquiridas, sin oírlos, sin dejarlos defenderse. Grave es, señor, tal decreto, y si, por desgracia, no estuviese bastante justificado a los ojos de Dios, soberano juez de las criaturas, poco os habrán de valer la aprobación de vuestros consejeros, ni el silencio de vuestros súbditos, ni la resignación de los que se ven heridos a deshora por tan terrible golpe... Temblamos al ver puesta en aventura la salvación de un alma que nos es tan cara... Si culpables había, ¿por qué no se los castigó, sin tocar a los inocentes?» Y seguidamente protestaba aquel gran pontífice, ante Dios y los hombres, que la Compañía de Jesús era inocente de todo crimen, y no sólo inocente, sino santa en [445] su objeto, en sus leyes y en sus máximas. Al reparo de los políticos: «¿Qué dirá el mundo si la pragmática se revoca?», contesta él: «¿Qué dirá el cielo?», y trae a la memoria del rey el noble ejemplo de Asuero, que revocó, movido por las lágrimas de Ester, el edicto de matanza contra los judíos.

A esta hermosa efusión del alma del gran Rezzonico respondió por encargo de Roda, el Consejo Extraordinario en su famosa consulta del día 30 (redactada, según es fama, por Campomanes), ramplona y autoritaria repetición de todos los cargos acumulados contra la Compañía en los infinitos libelos que mordiéndola corrían por el mundo. El lector los sabe de memoria como yo, y no hay que volver a ellos después que brillantemente los trituró Gutiérrez de la Huerta. Allí se invocaron contra la Compañía los odios de Melchor Cano, los recelos de Arias Montano, las quejas y advertencias intra claustra del austero P. Mariana, que nunca pensó en verlas publicadas; el despotismo del general Aquaviva, el probabilismo (olvidando, sin duda, que Tirso González había sido de la Compañía y general de ella); el molinismo (ni más ni menos que si fuese una herejía); la doctrina del regicidio, los ritos malabares, el Machitum de Chile, el alzamiento del Uruguay, el abandono espiritual de sus misiones., el motín del domingo de Ramos, etc., y, finalmente, la organización misma de aquel instituto, hasta decir que en la Compañía «los delitos eran comunes a todo el cuerpo, por depender de su gobierno hasta las menores acciones de sus individuos». A todo lo cual se juntaba la sangrienta burla de censurar la injerencia del papa en un negocio temporal aquellos mismos precisamente que, con ultraje manifiesto del derecho de gentes, acababan de enviarle a sus Estados temporales tan gran número de súbditos españoles. Por todas las cuales poderosas razones opinaban los fiscales que el rey debía hacer oídos de mercader a las palabras del vicario de Jesucristo y no entrar con él en más explicaciones, porque esto sería faltar a la ley del silencio impuesta por la pragmática. A tenor de esto contestó Carlos III, de su puño, en 2 de mayo, con frases corteses y que mostraban mucho pesar, pero ningún arrepentimiento (2263).

En vista de tal obstinación, Clemente XIII se negó a recibir a los jesuitas, porque no podía ni debía recibirlos ni mantenerlos; y el cardenal secretario de Estado, Torrigiani, mandó asestar los cañones de Civita-Vecchia contra los buques españoles. ¿Tan leve casus belli era arrojar sobre un territorio pequeño como el Estado romano ocho mil extranjeros sin más recursos que una pensión levísima (unos cien duros anuales), revocable además ara toda la Compañía desde el momento en que a cualquiera le ellos se le ocurriese escribir contra la pragmática? [446]

Todos estos motivos expuso Torrigiani en carta al nuncio Pallavicini (22 de abril de 1767), pero los nuestros no cejaron, y emprendieron negociaciones con los genoveses hasta conseguir que dieran albergue, o más bien presidio, a los expulsos en la inhospitalaria y malsana isla de Córcega, ensangrentada además por la guerra civil que sostenían los partidarios de Paoli. A vista de tal inhumanidad, Clemente XIII consintió, al fin, que se estableciesen en las legaciones de Bolonia y Ferrara cerca de 10.000, entre los procedentes de España y de América, en sucesivas expediciones. En los primeros meses ni siquiera tuvieron el consuelo de escribir a sus deudos y amigos, porque nuestro Gobierno interceptaba todas las cartas y perseguía bravamente a todo sospechoso, poco menos que como reo de lesa majestad. Roda escribía a Azara en 28 de julio (2264): «Se les han detenido varias cartas, en las que aplauden la resolución del papa en no admitirlos, y dicen que sufren estos trabajos como un martirio por el bien de la Iglesia perseguida. Los aragoneses son los más fanáticos.»

Y a propósito de fanatismo será bueno hacer mérito del ridículo proceso que aquel mismo año se formó a unos infelices vecinos de Palma de Mallorca por haber creído que la Virgen de Monte Sión, que antes tenía las manos juntas, las había cruzado milagrosamente sobre el pecho. Una mujer del pueblo exclamó: «¡Pobres jesuitas, ahora se ve su inocencia!», y esto bastó para que se forjase un expediente enorme, y viniese al Consejo de Castilla, que ya en todo entendía, y provocara un dictamen fiscal de Floridablanca (entonces Moñino), el cual comienza con estas retumbantes palabras: No hay cosa más terrible que el fanatismo... Verdadera entrada de pavana que se inmortalizó, al modo que en tiempos más cercanos a nosotros el principio de la representación de los llamados persas. Por eso, entre los zumbones que guardan memoria de cosas viejas, se llama esta causa la del fanatismo, aunque en su tiempo se imprimió con este apetitoso título: Instrumentos auténticos que prueban la obstinación de los regulares expulsos y sus secuaces, fingiendo supuestos milagros para conmover y mantener el fanatismo por su regreso (2265). Para evitar los tales supuestos milagros y revelaciones, se circularon al mismo tiempo órdenes severísimas a los conventos de monjas (23 de octubre de 1767), por creerle afecto a los jesuitas, se desterró de Madrid al arzobispo de Toledo (2266).

Peor le avino al anciano y virtuoso obispo de Cuenca, don Isidro Carvajal y Lancáster, con quien se extremó el furor regalista, aprovechando aquella ocasión de arrastrar por los tribunales [447] la majestad del Episcopado, que tanto ponderaban en los libros. Procesar a un obispo era para ellos un triunfo no menor que la deportación en masa de la Compañía.

Arrebatado por su celo cristiano, aunque enfermo él y achacoso, había

escrito el obispo una carta particular al confesor del rey, Fr. Joaquín Eleta, recordándole antiguos pronósticos suyos, ya próximos a cumplirse, en que le anunciaba la ruina de España, perdida sin remedio humano por la persecución que la Iglesia padecía, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad, corriendo libres en gacetas y mercurios (embrión del periodismo) las más execrables blasfemias contra la Iglesia y su cabeza visible. De todo lo cual, aunque con términos de casi fraternal cariño, atribuía no escasa parte de culpa al Padre confesor, que, desvanecido con el arrullo de los que le incensaban para sus fines terrenos, no se cuidaba de hacer llegar la verdad a los oídos de Carlos III, más desgraciado en esto que el impío rey Achab, que tuvo a lo menos para aconsejarle bien al santo profeta Miqueas.

Calificar de sedicioso un documento privado de esta naturaleza, y por todos conceptos mesuradísimo en el lenguaje, era el colmo del escándalo, y, sin embargo, lo dieron el confesor y los ministros. La carta pasó a manos del rey; y éste, por cédula del 9 de mayo de 1767, rubricada por Roda, mandó declarar al obispo con santa ingenuidad y libremente lo que se le alcanzase del origen de aquellos males; todo entre mil protestas de catolicismo: «Me precio de hijo primogénito de tan santa buena madre, de ningún timbre hago más gloria que del catolicismo; estoy pronto a derramar la sangre de mis venas por mantenerlo.» Explanó el obispo sus quejas, en virtud de tan amplio permiso, en una representación de 23 de mayo, quejándose de la pragmática del exequatur, de la mala administración de la renta del excusado, de los abusos en el recaudar de las tercias reales y de los proyectos de desamortización; de los atropellos contra el derecho de asilo y el fuero eclesiástico y de las impiedades que se vertían en los papeles periódicos, sin que nadie tratara de ponerles coto, sobre todo cuando iban enderezadas contra la Santa Sede o los jesuitas.

Aunque esta carta, escrita a ruegos del rey, tenía de justiciable aún menos que la anterior, el rey, con mengua de su palabra, la pasó a examen del Consejo, y dio motivo a un largo expediente y a dos tremendas alegaciones de entrambos fiscales, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes, aún mucho más dura y agresiva la del segundo que la del primero, como que en ella textualmente se afirma que las cartas del obispo son un tejido de calumnias... dictadas por la envidia y la venganza, un ardid astuto y diabólico para seducir al pueblo, frases nada jurídicas y menos corteses, sobre todo en aquel caso. Pero a Campomanes le traían fuera de sí las mitras; estaba entonces en su grado máximo de furor clerofóbico; el obispo había [448] osado poner lengua en su libro de la Amortización; motivos bastantes sin duda para que se olvidase de su gravedad ordinaria y de las solemnes tradiciones del Consejo, trocado entonces en inhábil remedo del Parlamento de París. Verdad es que para todo servía de antorcha a sus fiscales, y Campomanes es tan cándido que lo confiesa, «el famoso tratado de Justino Febronio, en que están puestas las regalías del soberano y la autoridad de los obispos en su debido lugar, con testimonios irrefragables de la antigüedad eclesiástica». A tal maestro, tales discípulos. De aquí que las malsonantes palabras estupidez, superstición, fanatismo, poder arbitrario del clero, hormigueen en aquel dictamen cual si fuera artículo de fondo de periódico progresista.

«Podría el fiscal pedir -así acaba- que, en vista de las especies que en sus escritos manifiesta este prelado y su genio adverso a la potestad real, se le echase de estos reinos, quedando el régimen de su obispado en manos más afectas al rey, al ministerio y a la pública tranquilidad.»

¡Qué idea tendrían de la potestad episcopal estos canonistas, que querían subordinarla a la voluntad del ministerio, como si se tratase de alguna intendencia de rentas!

Pero, en suma, el Consejo, aunque enternecido con la real cédula y con los suaves dictámenes de sus fiscales, no se decidió a echar de estos reinos al obispo para que el fanatismo no le venerase como mártir, y se dio por satisfecho con quemar sus papeles a voz de pregonero y hacerle comparecer en sala plena a sufrir una reprimenda, con amonestación de más duros rigores si volvía a incurrir en desacatos de esta especie, es decir, a quejarse en cartas particulares de las infinitas tropelías cismáticas de los ministros de entonces, o a poner en duda la infalible sabiduría de Febronio, de Pereira y de los fiscales. Tras de lo cual se le envió a su obispado con prohibición de volver a presentarse en la corte ni en los sitios reales, y a guisa de amenaza se expidió una circular a los demás obispos para que nadie fuera osado a seguir tan mal ejemplo (22 de octubre de 1767). El 14 de octubre de 1768 compareció el obispo en la posada del conde de Aranda, donde estaba reunido el Consejo, y tuvo que oír de pie la expresión del real desagrado (2267). Para sólo esto sacaron de Cuenca a un anciano de sesenta y cinco anos, postrado en el lecho por añejas e incurables dolencias. Y fue el postrer ensañamiento esperarle nueve meses a trueque de no indultarle. El caso era humillar la mitra ante la espada del conde de Aranda y la toga de los fiscales.

A ellos y a sus amigos les esponjaba el éxito. «Terrible librote es el proceso del obispo de Cuenca -escribía Azara a Roda-, entre semana lo leeré... Viva el Consejo con la condenación del forma brevis. Viva la resurrección del exequatur. Vivan los [449] buenos libros que se darán al público. Viva... nuestro amo, que nos saca de la ignorancia y la barbarie en que nos han tenido esclavos» (2268).

Entre tanto, las Cortes borbónicas de Italia iban siguiendo el ejemplo del jefe de la familia, Carlos III, y por todas partes se desbordaban las turbias olas del regalismo. De Nápoles arrojó a los jesuitas el marqués de Campoflorido en noviembre de 1767. En Parma, el duque Fernando, discípulo de Condillac y del abate Mably, y dirigido por un aventurero francés, Tillot, imitador débil de Pombal y Aranda, dio ciertos edictos contra la potestad eclesiástica, prohibiendo llevar ningún litigio a tribunales extranjeros, sujetando a examen y retención las bulas y los breves, limitando las adquisiciones de manos muertas y creando una magistratura protectora de los derechos mayestáticos.

Ante tal declaración de guerra, la Santa Sede, que siempre había reclamado derechos temporales sobre aquellos ducados, publicó en 30 de enero de 1768 unas letras en forma de breve, declarando incursos en las censuras de la bula de la cena a los autores de tales decretos y a los que en adelante los obedeciesen.

Semejante golpe no iba derechamente contra los nuestros, aunque de rechazo los alcanzase. Pero es lo cierto que tomaron la causa del duque como propia desde que Tanucci les dijo que se trataba de amedrentar al rey para que consintiese en la vuelta de los jesuitas. Y mientras el duque proseguía desbocado en su camino de agresiones y deportaba a los jesuitas, los demás Borbones recogieron a mano real el monitorio y pidieron la revocación por medio de sus ministros en Roma. No se les dio satisfacción, y en venganza ocuparon los franceses a Aviñón, y los napolitanos a Benevento, y en todas partes se prohibió la bula de la cena.

En España aún fue mayor el escándalo. Empezó por levantarse la suspensión de la pragmática del exequatur, que volvió a estar en vigor desde 18 de enero de 1768, y que todavía desdichadamente rige, habiendo servido en tiempos de doña Isabel II para retener el Syllabus.

Por de pronto se retuvo el monitorio de Parma, y Campomanes redactó en pocos meses un enorme y farragoso volumen en folio, que malamente se llama Juicio imparcial, cuando la parcialidad resalta desde la primera línea, llamando cedulones al breve. Es obra de Teracea, almacén de regalías, copiadas tumultuariamente de Febronio, de Van-Spen y de Salgado, sin plan, sin arte y sin estilo, atiborrado en el texto y en las márgenes de copiosas e impertinentísimas alegaciones del Digesto, de los concilios y de los expositores para cualquiera fruslería; tipo, en suma, perfecto y acabado de aquella literatura jurídica que hizo exclamar a Saavedra Fajardo en la República literaria: «¡Oh Júpiter! Si cuidas de las cosas inferiores, ¿por qué no das al mundo de cien en cien años un emperador Justiniano o [450] derramas ejércitos de godos que remedien esta universal inundación?»

Rota aquella antigua y hermosa armonía, según la cual la potestad temporal se subordina a la espiritual como el cuerpo al alma que le informa, afírmase en el Juicio imparcial, como en tantos otros libros, no sólo el dualismo, sino la pagana independencia y absoluta soberanía de la potestad temporal, reduciendo la espiritual a las apacibles márgenes del consejo y la exhortación y negándole toda jurisdicción contenciosa y coactiva. Y aun pasa a afirmar, sin venir a cuento ni por asomo, que la natural forma y verdadera constitución de la Iglesia es el régimen aristocrático o episcopalista, siendo todos los obispos perfectamente iguales en poder y dignidad. Después de tal confesión no es maravilla que el autor cite sin reparo, antes con grandes elogios de su doctrina, autores no ya cismáticos, sino protestantes vel quasi, como el tratado de exemptione clericorum, de Barclayo contra Belarmino, y los de Fra Paolo Sarpi en defensa de la república de Venecia (2269), y hasta el Derecho natural, de Puffendorf. Ni disimula su mala voluntad al dominio temporal del Patrimonio de San Pedro, antes tiene sus fundamentos por oscuros y opinables, y a él por nacido de tolerancia y prescripción. Por huir de la amortización, viene a dar en el elástico y resbaladizo principio de que la propiedad de los particulares se debe templar al tono que quiere darle el arbitrio del soberano. ¡Y luego nos quejamos de los socialistas! En suma, para muestra de lo que el Juicio imparcial es, basten estas palabras copiadas de la sección 9: «En los primeros siglos de la Iglesia..., nada se hizo sin la inspección y consentimiento real aun en materias infalibles, dictadas por el Espíritu Santo (2270). ¡La inspección real corrigiendo la plana al Espíritu Santo! Es hasta donde puede llegar el delirio de la servidumbre galicana. ¿Qué inspección real vigilaría los cánones de Nicea o de Sardis?

Con ser de tan cismático sabor el Juicio imparcial que hoy leemos, aun lo era mucho más en su primitiva redacción, que Carlos III sujetó a examen de cinco prelados, los cuales, jansenistas y todo, entre ellos el famoso arzobispo de Manila, hubieron de escandalizarse de varias proposiciones, que luego corrigió el otro fiscal del Consejo, D. José Moñino, tenido generalmente por hombre más frío y sereno que Campomanes (2271). Los primeros [451] ejemplares hubo que recogerlos y quemarlos a lo menos algunas hojas y serán rarísimos, si es que alguno queda.

Entre tanto, se trabajaba con increíble empeño para lograr de Roma la total extinción del instituto de San Ignacio, cuya sombra amenazadora mortificaba sin cesar el sueño de los jansenistas y de los filósofos. Pombal había propuesto en noviembre de 1767 a las Cortes de España y Francia juntar sus esfuerzos contra los jesuitas, pedir a Roma la extinción e intimidar al papa con expulsiones del nuncio, clausura de tribunales, amenazas de concilio general y, finalmente, con una declaración de guerra si el papa no cedía. Nuestro Consejo Extraordinario aprobó tales proyectos en consulta de 30 del mismo mes, opinando, con todo eso que debían aplazarse todo género de medidas violentas hasta el futuro conclave, que ya se veía cercano. El monitorio contra Parma aceleró los sucesos, y en 30 de noviembre de 1.768 redactó el Consejo nueva consulta, que Carlos III autorizó y envió a su embajador en Roma, D. Tomás Azpuru, para que entablase en toda forma la suplicación.

Así lo hizo en 16 de enero de 1769, siguiendo a la Memoria de España otras de Francia y Nápoles, que tampoco hicieron mella en el ánimo heroico de aquel pontífice, en quien, viejo y todo, hervía la generosa sangre de los antiguos mercaderes togados de Venecia. Resuelto estaba a sostener a todo trance a la Compañía, cuando la muerte le salteó en 2 de febrero de 1769, eligiendo el conclave por sucesor suyo al franciscano Lorenzo Ganganelli (Clemente XIV), hombre de dulce carácter y de voluntad débil, agasajador e inactivo, cuyo advenimiento saludaron con júbilo los diplomáticos extranjeros por creerle materia dócil para sus intentos. Cretineau Joly afirma (2272) que habían logrado del papa electo la promesa simoníaca de extinguir a los jesuitas. Yo no quiero creerlo ni las pruebas son bastantes; pero conste que el embajador Azpuru. y nuestros cardenales Solís y La Cerda lo intentaron y que se jactaban de haber obtenido cierta seguridad moral. Esto es lo que Azpuru confesó a Grimaldi en correspondencia de 25 de mayo, y, tratándose de materia tan grave y de un papa, no es lícito dar por hecho averiguado las ligerezas del cardenal Bernis y del marqués de [452] Saint-Priest. Repito que yo no lo creo hasta que alguien presente el texto del famoso pacto entre Clemente XIV y los españoles (2273).

- V -

Embajada de Floridablanca a Roma. -Extinción de los jesuitas.

El nuevo pontífice comenzó por anular de hecho el monitorio y absolver de las censuras al de Parma. En lo demás procedió ambiguamente, dando a los embajadores vagas esperanzas de satisfacer a las Cortes, mientras que por el breve Coelestium (12 de julio de 1769) renovaba los privilegios septenales de los jesuitas.

Los nuestros recogieron el breve a mano real, según su costumbre, y tomaron a hacer hincapié en la pasada suplicación, amenazando con acercar cuatro o seis mil hombres por la frontera de Nápoles so color de proteger al papa contra el pueblo de Roma y las intrigas de los jesuitas. Aterróse con tal amenaza el flaco espíritu de Clemente XIV, y ofreció de palabra dar por bueno lo que habían hecha los borbones, aunque pidió largas, y sobre todo más documentos, antes de expedir el motu proprio (2274). En son de iluminarle, pidió Roma dictamen a los obispos (real cédula de 22 de octubre de 1769), aunque el resultado no fue del todo como él esperaba. Protestó abiertamente contra la expulsión el obispo de Murcia y Cartagena D. Diego de Rojas, gobernador del Consejo, acusado de complicidad en el motín de Esquilache. Menos explícitos anduvieron, pero siempre favorables a la Compañía inclinándose a lo más a cierta reforma, los dos arzobispos de Tarragona y Granada y doce obispos más, entre ellos el de Santander, el de Cuenca y el elocuente predicador D. Francisco Alejandro Bocanegra, de Guadix. Los de Ávila y León no contestaron. Los restantes se plegaron más o menos a la tiranía oficial, distinguiéndose por lo virulento el arzobispo de Burgos, Ramírez de Arellano (autor de la funesta pastoral Doctrina de los expulsos extinguida), con cuyo nombre es de sentir que anden mezclados los muy ilustres, por otra parte, de Climent, de Barcelona; Armañá, de Lugo, y Beltrán, de Salamanca. De los restantes, a unos los movía el espíritu regalista; a otros, la esperanza de mercedes cortesanas. La semilla empezaba a dar su fruto, y lo dio más colmado en tiempo de Carlos IV. Mala señal era ya ver calificada por un obispo (2275) [453] de pestilente contagio y podrido árbol a la Compañía, de maestros de moral perversa y engañosas máximas a sus doctores y de cátedras de pestilencia las de sus colegios (2276).

Así se pasaron más de treinta meses, murmurándose en nuestra corte de la lentitud del embajador Azpuru, arzobispo de Valencia, a quien se suponía ganado por la curia romana con la esperanza del capelo. Y eso que en 3 de julio de 1769 había escrito a Aranda: «Su Majestad debe insistir más que nunca en pedir formalmente la destrucción de la Compañía y negarse a todo acomodamiento.» De todas suertes, estaba achacoso y apenas podía firmar, aparte de su incapacidad diplomática, harto notoria. Atizaba el fuego Azara, deseoso quizá de levantarse sobre sus ruinas, acusándole de amigo de los jesuitas y de ser obstáculo grande para la canonización de Palafox. Carlos III quiso remediarlo, y envió a Roma al fiscal del Consejo de Castilla, D. José Moñino, a quien llama, en carta a Tanucci, buen regalista, prudente y de buen modo y trato. El tal Moñino, más conocido, y asimismo más digno de loa por las cosas que hizo con el título de conde de Floridablanca que por las que ejecutó con su nombre propio escueto y desnudo, era hijo de un escribano de Murcia, y había hecho su carrera paso tras paso, con habilidad de abogado mañoso, y por el ancho camino de halagar las opiniones reinantes. Sabía menos que Campomanes, pero tenía más talento práctico y cierta templanza y mesura; hombre de los que llaman graves, nacido y cortado para los negocios; supliendo con asidua laboriosidad y frío cálculo lo que le faltaba de grandes pensamientos; conocedor de los hombres, ciencia que suple otras mucha y no se suple con ninguna; a ratos laxo y a ratos rígido, según convenía a sus fines, a los cuales iba despacio, pero sin dar paso en falso, conforme al proverbio antiguo festina lente; grande amigo del principio de autoridad, hasta rayar en despótico; muy persuadido del poder y de la grandeza de su amo, y más ferozmente absolutista que ninguno de los antiguos sostenedores de la Lex Regia, y a la vez reformador incansable, dócil servidor de las ideas francesas. Tal era el personaje que Carlos III envió a Italia, no sin celos de Roda, con instrucciones secretas y omnímodas para lograr la extinción de los jesuitas o por amenazas o por halagos.

Tres mortales capítulos dedicó a esta negociación Ferrer del Río, sin contar los datos que añadió luego en su introducción a las obras de Floridablanca. Así y todo, la correspondencia diplomática de éste, principal, si no única fuente utilizada por el historiador progresista, nos da una parte sola de la verdad, y para completarla y ver detrás de bastidores a los héroes de la trama hay que emboscarse en la picaresca y desvergonzada correspondencia del maligno y socarrón agente de preces don [454] José Nicolás de Azara, aragonés (2277) como Roda y grande amigo y compadre suyo. Era Azara (antiguo colegial mayor en Salamanca) un espíritu cáustico y maleante, hábil sobre todo para ver el lado ridículo de las cosas y de los hombres; rico en desenfados y agudezas de dicción, como quien había pasado su juventud en los patios de las universidades y en las oficinas de los curiales, de cuyas malas mañas tenía harta noticia; ingenio despierto y avisado, muy sabedor de letras amenas, muy inteligente en materia de artes, aunque juntaba la elegancia con la timidez; epicúreo práctico en sus gustos, volteriano en el fondo, aunque su proprio escepticismo le hacía no aparentarlo. Más adelante logró fama no disputada, favoreciendo con larga mano las letras y las artes, amparando a Mengs y publicando sus tratados estéticos, haciendo ediciones de Horacio, de Virgilio, de Prudencio y de Garcilaso, y, sobre todo, protegiendo a Pío VI del furor revolucionario, cuando los ejércitos de la república francesa invadieron a Roma, y rechazando la soberanía de Malta, que le ofreció Napoleón. Pero el Azara embajador en tiempo de Carlos IV es muy diversa persona del Azara agente de preces, aborrecedor grande de las bestias rojas, y en 1772 más agriado, malévolo y pesimista que nunca, porque su incredulidad le hacía ser mal visto del rey, frustrando sus esperanzas de llegar a la apetecida Embajada. Así es que se desahogaba con Roda, llamando Don Quijote a Floridablanca por lo enjuto y emojamado de su persona y anunciando que caería de Rocinante.

Y, sin embargo, no fue así, porque Moñino era más diplomático que Azara, aunque lo pareciese menos. Pero ¡qué diplomacia la suya! Con razón ha dicho Cretineau Joly que «él fue el verdugo de Ganganelli». En vano se niega la coacción moral; en las cartas de Azara está manifiesta: «Moñino dio al papa cuatro toques fuertes sobre el asunto...» (2278) «Moñino le atacó de recio hasta el último atrincheramiento, y, no hallando salida el papa, prorrumpió que dentro de poco tomaría una providencia que no podrá menos de gustar al rey de España...» (2279) «Moñino me ha dicho que ya estamos en el caso de usar del garrote...» (2280) «Es cosa de hacer un desatino con el tal fraile» (2281). «El papa hace por no ver a Moñino» (2282). «Resta sólo el arrancar la última decisión de manos del papa» (2283).

Et sic de caeteris. Al lado de esta correspondencia sincerísima por lo truhanesca, poca fuerza hacen los despachos ceremoniosos de Floridablanca. Así y todo, viene a confesar, con eufemismos diplomáticos, que desde su primera audiencia (13 de julio) amenazó [455] al papa, exponiéndole con vehemencia que el rey, su amo, era monarca dotado de gran fortaleza en las cosas que emprendía. El desdichado pontífice se excusó con sus enfermedades y le mostró sus desnudos brazos herpéticos; pero Moñino, insensible a todo y calculando fríamente las resultas, prosiguió adherido a su presa. Atemorizó e inutilizó al cardenal Bernis, agente de Francia, hombre de cabeza ligerísima; desbarató cuantos efugios y dilaciones le opuso el franciscano Buontempi, íntimo del papa; y cuando éste, apremiado y perseguido, le prometió (en 23 de agosto) quitar a los jesuitas la facultad de recibir novicios, tenazmente se opuso a todo lo que no fuera la extinción absoluta e inmediata, y llegó a amenazar al papa con la supresión futura de todas las órdenes religiosas mediante conjuración de los príncipes contra ellas y con exaltar sobre toda medida la autoridad de los obispos.

Cuando Clemente XIV volvió de la villegiatura a principios de noviembre, Floridablanca redobló sus instancias, procurando infundir al papa el terror que absolutamente convenía (son sus palabras), bien que acompañado de reconvenciones dulces y respetuosas; no de otra manera que aquel personaje de la ópera cómica quería representar el papel de un tirano feroz y sanguinario, pero al mismo tiempo compasivo y temeroso de Dios. Tales terrores abatieron a Clemente XIV; pero ni aún así quería dar el breve motu proprio, sino abroquelándose con el communis principum consensus. Triste consejero es la debilidad y Moñino, con astucia maquiavélica, dejaba resbalar al papa y enemistarse con los jesuitas y sin cesar le recordaba sus añejas promesas, que pesaban sobre la conciencia de Clemente XIV como losa de plomo.

Al cabo cedió, angustiado por melancolías y terrores, y entre Floridablanca y el cardenal Zelada redactaron a toda prisa la minuta del breve, que se imprimió no en la tipografía Camerale, diga lo que quiera el P. Theiner, sino en una imprenta clandestina que existía en la Embajada de España, y de la cual se valían Floridablanca y Azara para esparcir libelos contra los jesuitas y hojas sediciosas que atemorizasen al papa. Aun surgieron otras dificultades sobre la restitución previa de Aviñón y Benevento; pero Floridablanca, resuelto ya a imponerse por la fuerza, disparó su arcabuz cargado con la conocida metralla (así escribía a Tanucci), amenazó con una ocupación armada, y al fin, en la noche del 16 de agosto de 1773, comunicóse a los jesuitas el famoso breve de extinción en todos los reinos cristianos, que comienzan con las palabras Dominus et redemptor noster (fecha 21 de julio), en el cual, después de todo, no se hace más que sancionar lo hecho, dejando a salvo el decoro de la Compañía.

Clemente XIV lo firmó entre lágrimas y sollozos y desde entonces no tuvo día bueno. Remordimientos y espantos nocturnos le llevaron en pocos meses al sepulcro. Esparcióse, por [456] de contado, el necio rumor de que los jesuitas le habían envenenado. ¡A buena hora!

A Floridablanca le valió esta odiosa negociación el título de conde, y al poco tiempo, y caído Grimaldi, el Ministerio, muy contra la voluntad de Aranda, que cordialmente le aborrecía (2284)

Así alcanzó la filosofía del siglo XVIII su primer triunfo, no sin que grandemente se burlasen los filosofistas de la ineptitud, torpeza y mal gusto de los ministros encargados de la ejecución. «Las causas no son las que han publicado los manifiestos de los reyes -decía D'Alembert-; los hechos alegados por el Gobierno de Portugal son tan ridículos como crueles y sanguinarios han sido los procedimientos... El jansenismo y los magistrados no han sido más que los procuradores de la filosofía, por quien verdaderamente han sido sentenciados los jesuitas. Abatida esta falange macedónica, poco tendrá que hacer la razón para destruir y disipar a los cosacos y jenízaros de las demás órdenes. Caídos los jesuitas, irán cayendo los demás regulares, no con violencia, sino lentamente y por insensible consunción.»

¿A qué he de sacar yo la tremenda moralidad de esta historia si ya la sacó D'Alembert y la reveló D. Manuel de Roda?







- VI -

Bienes de jesuitas. -Planes de enseñanza. -Introducción de libros jansenistas. -Prelados sospechosos. -Cesación de los concilios provinciales.

La ruina de los jesuitas no era más que el primer paso para la secularización de la enseñanza. Los bienes de los expulsos sirvieron en gran parte para sostener las nuevas fundaciones, y digo en gran parte porque la incautación o secuestro se hizo con el mismo despilfarro y abandono con que se han hecho todas las incautaciones en España. Libros, cuadros y objetos de arte se perdieron muchos o fueron a enriquecer a los incautadores. Sólo dos años después, en 2 de mayo de 1769, se comisionó a Mengs y a Ponz para hacerse cargo de lo que quedaba.

Para justificar el despojo y la inversión de aquellas rentas en otros fines de piedad y enseñanza habían redactado los fiscales Moñino y Campomanes su dictamen de 14 de agosto de 1768, donde, haciéndose caso omiso del capítulo Si quem clericorum vel laicorum del Tridentino, única legislación vigente, se traían a cuento olvidadas vetusteces de los concilios toledanos y hasta sínodos falsos y apócrifos, como el de Pamplona de 1023.

Pero no bastaba despojar a los jesuitas y fundar con sus rentas focos de jansenismo, como lo fue la colegiata de San Isidro; [457] era preciso acabar con la independencia de las viejas universidades y centralizar la enseñanza para que no fuera obstáculo a las prevaricaciones oficiales. Así sucumbió, a manos de Roda y de los fiscales, la antigua libertad de elegir rectores, catedráticos y libros de texto. Así, por el auto acordado de 2 de diciembre de 1768 y la introducción de 14 de febrero de 1769, substituyéronse los antiguos visitadores temporales con directores perpetuos elegidos de entre los consejeros de Castilla. Así, por real provisión de 6 de septiembre de 1770 se sometieron a inspección de los censores regios, por lo general fiscales de audiencias y chancillerías, todas las conclusiones que habían de defenderse y se exigió tiránicamente a los graduandos el juramento de promover y defender a todo trance las regalías de la Corona: Etiam iuro me nunquam promoturum, defensurum, docturum directe neque indirecte quaestiones contra auctoritatem civilem, regiaque Regalia (real cédula de 22 de enero de 1771). De cuya providencia fueron pretexto ciertas conclusiones defendidas por el bachiller Ochoa, canonista de Valladolid, sobre el tema De clericorum exemptione a temporali servitio et saeculari iurisdictione. El Dr. Torres, émulo del sustentante, las delató al Consejo, y éste las pasó a examen del Colegio de Abogados de Madrid, que por de contado opinó redondamente contra el pobre bachiller ultramontano, y contra el rector, que había tolerado las conclusiones; por lo cual se le privó de su cargo, reprendiéndose gravemente al claustro.

El bello ideal de los reformistas era un reglamento general de estudios; pero o no se atrevieron a darle fuerza de ley o no acabaron de redactarle; lo cierto es que se contentaron con meter la hoz en los planes de las universidades y mutilarlos y enmendarlos a su albedrío, sometiéndolos en todo el visto bueno del Consejo. A raíz de la supresión de los jesuitas, el enciclopedista Olavide, de quien hemos de hablar en el capítulo siguiente, hombre arrojado, ligero y petulante, había propuesto, siendo asistente de Sevilla, un plan radicalísimo de reforma de aquella Universidad, con mucha física y muchas matemáticas; plan que fue adoptado por real cédula de 22 de agosto de 1769, aunque no llegó a plantearse del todo. A las demás universidades se mandó que presentaran sus respectivos programas e indicasen las mejoras necesarias en los estudios. La de Salamanca, luego tan revolucionaria, se mostró muy conservadora de la tradición. Non erit in te Deus recens, neque adorabis deum alienum, decían. «Ni nuestros antepasados quisieron ser legisladores literarios, introduciendo gusto más exquisito en las ciencias, ni nosotros nos atrevemos a ser autores de nuevos métodos.» Lástima que no alegasen motivos más racionales, como sin duda los tenían, para seguir abrazados a la Suma de Santo Tomás, al modo de aquellos inmortales teólogos y maestros suyos los Sotos, Vitorias, Canos, Leones, Medinas y Báñez, cuya memoria gloriosísima, y no igualada por ninguna escuela [458] cristiana, tenían el buen gusto de preferir a las novedades galicanas que a toda fuerza querían imponerle sus censores (2285). Ni era muestra de intransigencia el señalar para texto de filosofía la Lógica de Genovesi, autor claramente sensualista, y la Física experimental, de Muschembroek.

La Universidad de Alcalá secundó admirablemente las miras del Consejo, mostrándose ávida de novedades. Empezó por confesar y lamentar la decadencia de los estudios, no sin la consabida lanzada a los peripatéticos, y propuso para texto de filosofía al abate Leridano, con la Física de Muschembroek, y para el Derecho canónico, «viciado hasta entonces por las preocupaciones ultramontanas, contrarias a los decretos reales», la Instituta, de Cironio, y el Engel o Zoesio, las Praenotiones, de Doujat, y el Berardi (2286).

La Universidad de Granada, aunque recomendando a Santo Tomás, se desató contra la teología escolástica, «conjunto de opiniones metafísicas y de sistemas, en su mayor parte filosóficos, tratados en estilo árido e inculto, con olvido de la Escritura, de la tradición, de la historia sagrada y del dogma» (2287).

La de Valencia propuso la supresión de las disputas y argumentaciones públicas y en la materia de Derecho canónico se inclinó, como todas, al galicanismo, proponiendo como textos el Praecognita iuris ecclesiastici universi, de Jorge Segismundo Lackis; el Ius Ecclesiasticum, de Van-Espen, y las Instituciones, de Selvagio. En otras cosas, sobre todo en letras humanas y en medicina y en ciencias auxiliares, fue sapientísimo aquel plan (2288), ordenado por el rector, D. Vicente Blasco, y vigorosamente puesto en ejecución por el arzobispo, D. Francisco Fabián y Fuero, munificentísimo protector de la ciencia y de los estudiosos.

También las congregaciones religiosas comenzaron, a instancias del Consejo, a reformar sus estudios, aunque atropelladamente y con ese loco y estéril furor de novedades que en España suelen asaltarnos. Así, el general de los Carmelitas Descalzos, en una carta circular de 1781, recomendaba en tumulto a sus frailes la lectura de Platón, Vives, Bacon, Gassendi, Descartes, Newton, Leibnitz, Wolf, Condillac, Locke y hasta Kant (a quien llama Cancio), conocido entonces no por su Crítica de la razón pura, que aquel mismo año salió a la luz, sino por sus Principiorum metaphysicorum nova dilucidatio y por muchos [459] opúsculos (2289). Así, el P. Truxillo, provincial de los Franciscanos Observantes de Granada, exclamaba en una especie de exhortación o arenga ciceroniana a los suyos: «Padres amantísimos, ¿en qué nos detenemos? Rompamos estas prisiones que miserablemente nos han ligado al Peripato. Sacudamos la general preocupación que nos inspiraron nuestros maestros. Sepamos que mientras viviéremos en esta triste esclavitud hallaremos mil obstáculos para el progreso de las ciencias.» Para el Derecho canónico, principal preocupación de la época, no escrupuliza en recomendar el Van-Espen, la Suma de Lancelot con las notas de Doujat y el Berardi (2290).

Nervio de las universidades y de su autonomía habían sido los colegios mayores; pero la imparcialidad obliga a confesar que, decaídos lastimosamente de su esplendor primitivo, ya no servían más que para escándalo, desorden y tiranía, solicitaban imperiosamente una reforma. Los gobernantes de entonces, procediendo ab irato, según las aficiones españolas, prefirieron cortar el árbol en vez de podarle de las ramas inútiles; pero es lo cierto que los abusos clamaban al cielo. Léase el famoso memorial Por la libertad de la literatura española, que el sapientísimo Pérez Bayer, catedrático de hebreo en Salamanca y maestro del infante D. Gabriel, presentó a Carlos III contra los colegiales, y se verá hasta dónde llegaban la relajación, indisciplina y barbarie de aquellos cuerpos privilegiados en los últimos tiempos. Aquellas instituciones piadosas, a la par que científicas, que llevarán a la más remota posteridad los gloriosos nombres de sus fundadores, D. Diego de Anaya, D. Diego Ramírez de Villaescusa, D. Alonso de Fonseca, D. Diego de Muros y los grandes cardenales Mendoza y Cisneros, habían comenzado por obtener dispensaciones del juramento de pobreza, primera base de la institución, y habían acabado por prescindir enteramente de él, y convertirse en instituciones aristocráticas con pruebas y limpieza de sangre, en sociedades de socorros mutuos para monopolizar las cátedras de las universidades, las prebendas de las catedrales, las togas y hasta las prelacías, y, finalmente, en asilo y hospedería de segundones ilustres o de mayorazgos de poca renta, que vivían de las muy pingües del colegio a título de colegiales huéspedes; todo lo cual parecía muy bien a los rectores, a trueque de que no rebajasen su dignidad y la del colegio aceptando un curato parroquial o ejerciendo la abogacía; caso nefando y que hacía borrar al reo de los registros de la comunidad. Y los que en otros tiempo habían fatigado las prensas con tantos y tan sabios escritos, cuya sola enumeración llena una cumplida biografía (2291), donde figuran, amén de otros no tan [460] ilustres, los nombres indelebles de Alonso de Madrigal, de Pedro de Osma, de Hernán Pérez de Oliva, de Pedro Ciruelo, de Do mingo de Soto, de Gaspar Cardillo de Villalpando, de Martín de Azpilcueta, de D. Diego de Covarrubias, de Pedro Fontidueñas, de Alvar Gómez de Castro, de Juan de Vergara, de D. García de Loaysa y de D. Fancisco de Amaya vegetaban en la más triste ignorancia, hasta haberse dado el lastimoso caso de emplear los colegiales de Alcalá para una función de pólvora buena parte de los manuscritos arábigos que el cardenal Jiménez les había dejado, aunque no los códices hebreos de la Poliglota, como malamente, y para informar a nuestra Universidad, que siempre los ha conservado con veneración casi religiosa, se viene diciendo.

Con sólo que fuese verdad la tercera parte de los cargos acumulados por Pérez Bayer, cuya sabiduría y buena fe nadie pone en duda, merecería plácemes la idea de reformar los colegios, aunque no el modo violento con que la llevó a cabo Roda, secundado o no contrariado por algunos colegiales, como el arzobispo Lorenzana y el mismo Azara. Con volver a su antiguo cauce y benéfico instituto aquellas corporaciones, que aún mantenían íntegras sus cuantiosas rentas, se hubieran cortado de raíz los abusos; pero en España nunca hemos entendido el insistere vestigiis, y el reformar ha sido siempre para nosotros sinónimo de demoler. Desde el momento en que el Consejo se arrogó el derecho de examinar las antiguas constituciones y de vedar la provisión de nuevas becas (15 y 22 de febrero de 1771), los colegiales pudieron prepararse a su completa ruina, la cual les sobrevino por decreto de 21 de febrero de 1777, que en tiempos de Carlos IV coronó Godoy incautándose malamente de sus bienes y vendiéndolos en parte (2292).

Muchos de los colegios de jesuitas se destinaron a seminarios, y algunos obispos introdujeron en ellos reformas útiles, pero no sin algún virus galicano. Así, el obispo de Barcelona, D. José Climent (2293), prelado ciertamente doctísimo y benemérito, uno de los restauradores de la elocuencia sagrada, hombre austero, con austeridad un poco jansenística. Ya en su primera pastoral (1766) habló de reforma del estado eclesiástico por medio de sínodos que restableciesen la pureza y el rigor de la disciplina antigua. Después de la expulsión de los jesuitas publicó (en 1768) una carta y una instrucción pastoral, llenas de declamaciones contra la escolástica, el probabilismo, la concordia de Molina [461] y las que él llama opiniones laxas. Ni siquiera le satisface la Suma de Santo Tomás, y muestra deseos de que se escriba otro curso de teología, quitando las cuestiones inútiles que el Santo tiene, y prefiriendo a la lectura de los teólogos la de los Padres y concilios. Tan lejos llevaba su monomanía antijesuítica, que, habiendo de encabezar con un cierto libro francés Sobre el sacramento del matrimonio, traducido por la condesa de Montijo, no perdió ocasión de maltratar furiosamente al sutilísimo casuista Tomás Sánchez, de grotesca celebridad entre bufones ignorantes. Y, por otra parte, era tal el calor con que Climent hablaba de la autoridad episcopal, que los mismos regalistas, cuyo episcopalismo no era sincero en el fondo ni pasaba de una añagaza llegaron a alarmarse, y encargaron por real orden de 14 de octubre de 1769, que subscribió el conde de Aranda, hacer examen escrupuloso de los escritos, sermones y pastorales del obispo, de Barcelona, en los cuales se habían querido notar proposiciones ofensivas a la potestad pontificia y a la majestad real. Pero los censores, que fueron cinco arzobispos y los dos generales de la Merced y del Carmen, reconocieron en el autor muy sólida doctrina y un celo episcopal digno de los Basilios y Crisóstomos (2294). En nuestra literatura eclesiástica será memorable [462] por haber promovido una excelente edición de las obras de San Paciano, antecesor suyo en la mitra (2295).

Pero de las libertades y tradiciones de la Iglesia española se hacía en el fondo poco caso. Por entonces cesaron los concilios provinciales y sínodos diocesanos, que habían sido frecuentes en los primeros años del siglo; y cesaron porque el Consejo, es decir, el fiscal Campomanes, se empeñó en someterlos a su soberana inspección para que no perjudicasen a las regalías de la Corona; ordenando además el tiempo de su celebración y haciendo intervenir en ellos, a guisa de vigilantes, a los fiscales de las audiencias (10 de junio de 1768, 15 de enero de 1784).

Desde que Floridablanca fue ministro amansó un poco aquel furor y manía de legislar en cosas eclesiásticas. El mismo Aranda, hecho más tolerante a fuerza de escepticismo, escribía a Floridablanca desde la Embajada de París, en 10 de mayo de 1785, que quizá convendría dejar volver a los jesuitas expulsos y que con las universidades se tuviera tolerancia, prohibiendo sólo los nombres de escuela: tomista, escotista, suarista y de cualquier otro autor pelagatos (sic). ¡Pelagatos Santo Tomás, Escoto y Suárez! ¡Cómo habían puesto el seso al pobre señor sus amigos D'Alembert y Raynal!

Campomanes, elevado en 1783 de fiscal a gobernador del Consejo, fue haciéndose, cada día más autoritario y duro, pero menos reformador. Su biógrafo, González Arnao, canonista de su escuela, y aun algo más, biógrafo suyo (y afrancesado después), confiesa que «mientras gobernó el Consejo disminuyó extraordinariamente la vehemencia y ardor con que había desempeñado el oficio fiscal; de modo que se le veía muy detenido y mesurado en cosas que antes parecía querer llevar a todo su extremo» (2296). Más adelante le hizo efecto terrorífico la revolución francesa, y sintió en la vejez remordimientos causados por la celebridad adquirida en su juventud. Así lo afirmó en las Cortes de Cádiz (sesión de 8 de enero de 1813) el diputado D. Benito Hermida, muy sabedor de sus interioridades harto más que Argüelles, que vanamente quiso desmentirle (2297). [463]

También el conde de Floridablanca, ministro ya y presidente de la Junta de Estado, se mostró persona muy distinta del D. José Moñino, embajador en Roma. El regalismo de la Instrucción reservada de 1787 no corre parejas con el que había mostrado siendo fiscal del Consejo. Vémosle recomendar filial correspondencia con la Santa Sede, sin que por ningún caso ni accidente dejen de obedecerse y venerarse las resoluciones tomadas en forma canónica por el Santo Padre; y decoro y prudencia en la defensa del patronato, acudiendo a indultos y concesiones pontificias aun en aquellas cosas que en rigor podrían resolverse por la sola autoridad regia; proponer medios suaves y lentos para la desamortización y reforma de regulares; favorecer el Santo Tribunal de la Inquisición mientras no se desviase de su instituto, que es perseguir la herejía, apostasía y superstición, procurando que los calificadores sean afectos a la autoridad real, y hasta promover las conversiones al catolicismo dentro y fuera de España. En suma, si no se hablase tanto de regalías y no se mostrase tanta aversión a los sínodos diocesanos, no parecería que esta parte de la Instrucción (2298) había salido de la pluma de Floridablanca.

Andando el tiempo, le sobrecogió la revolución francesa; quiso obrar con mano fuerte y no pudo; le derribó una intriga cortesana en tiempo de Carlos IV, y fue desterrado a Pamplona, y luego a Murcia, donde los años, la soledad y la desgracia fueron templando sus ideas hasta el punto de ser hombre muy distinto, si bien no curado de todos sus antiguos resabios, cuando el glorioso alzamiento nacional de 1808 le puso al frente de la Junta Central. Pero entonces su antiguo vigor se había rendido al peso de la edad, y nada hizo, ni mostró más que buenos deseos. Cuentan los ancianos que en Sevilla solían decir: «Si logramos arrojar a los franceses, una de las primeras cosas que [464] hay que hacer es reparar la injusticia que se cometió con los pobres jesuitas.» Y de hecho procuró repararla, como presidente de la Junta, alzando la confinación a aquellos infelices hermanos nuestros (sic) por decreto de 15 de noviembre de 1808, uno de los pocos que honran a la Central. Dícese, aunque no con seguridad completa, que en Sevilla hizo, antes de morir, una retractación en forma de sus doctrinas antiguas. Y bien tenía de qué arrepentirse aun como político, que no acreditan ciertamente su sagacidad el imprudente auxilio dado a las colonias inglesas contra su metrópoli, para ejemplo y enseñanza de las nuestras, ni la triste paz de 1784, fruto mezquino de una guerra afortunada en que estuvimos a pique de recobrar a Gibraltar (2299).







- VII -

Reinado de Carlos IV. -Proyectos cismáticos de Urquijo. -Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. -Tavira.

En tiempo de Carlos IV, el jansenismo había arrojado la máscara y se encaminaba derechamente y sin ambages al cisma. Los canonistas sabían menos que Campomanes o Pereira y los hombres políticos eran deplorables, pero, en cambio, la impiedad levantaba sin temor la frente y las ideas de la revolución francesa encontraban calurosos partidarios y simpatías casi públicas. En aquel afán insensato de remedarlo todo no faltó quien quisiera emular la Constitución civil del clero.

Para honra de Godoy, debe decirse que no fue él el principal fautor de tales proyectos, sino otros gobernantes aún más ineptos y desastrosos que desde 1798 hasta 1801 tiranizaron la Iglesia española con desusada y anárquica ferocidad. Era el principal de ellos D. Mariano Luis de Urquijo, natural de Bilbao y educado en Francia, diplomático y ministro a los treinta años gracias al favor del conde de Aranda, personaje ligero, petulante e insípido, de alguna instrucción, pero somera y bebida por lo general en las peores fuentes; lleno de proyectos filantrópicos y de utopías de regeneración y mejoras; hombre sensible y amigo de los hombres, como se decía en la fraseología del tiempo; perverso y galicista escritor, con alardes de incrédulo y aun de republicano; conocido, aunque no con gloria, entre los literatos de aquel [465] tiempo por una mala traducción de La muerte de César, de Voltaire, que el abate Marchena fustigó con un epigrama indeleble, aunque flojamente versificado:

Ayer en una fonda disputaban

de la chusma que dramas escribía

cuál entre todos el peor sería.

Unos: «Moncín»; «Comella», otros gritaban;

el más malo de todos, uno dijo,

es Voltaire, traducido por Urquijo.

A su lado andaban el conde de Cabarrús, aventurero francés, de quien se volverá a saber en el capítulo que sigue, arbitrista mañoso, creador del Banco de San Carlos, y el marqués Caballero, ruin cortesano, principal agente de las persecuciones de Jovellanos y hombre que se ladeaba a todo viento. Caballero alardeaba de canonista y los otros dos de filósofos. A Urquijo le importaban poco los cánones, si es que alguna vez los había aprendido; pero, como enfant terrible de la Enciclopedia, quería hacer con la Iglesia alguna barrabasada que le diera fama de librepensador y de campeón de los derechos del hombre. Y como el jansenismo regalista era por entonces la única máquina ad hoc conocida en España, del jansenismo se valió, resucitando los procedimientos de Pombal y la doctrina de Pereira, de Tamburini y de Febronio.

Para esto comenzó por mandar enajenar en 15 de marzo de 1798, todos los bienes raíces de hospitales, hospicios, casas de misericordia, de huérfanos y expósitos, cofradías, obras pías, memorias y patronatos de legos, conmutándolos con una renta del 3 por 100 (ley 24, tít. 6. 1.1 de la Novísima).

En seguida determinó abrir brecha en la Universidad católica, proponiendo a Carlos IV, para resolver las dificultades económicas, admitir a los judíos en España, creyendo cándidamente, o aparentando creer, que con sólo esto, el comercio y la industria de España iban a ponerse de un salto al nivel de las demás naciones. El ministro de Hacienda Varela, presentó a Carlos IV una memoria aconsejándole que entrase en negociaciones con algunas casas hebreas de Holanda y de las ciudades anseáticas para que en Cádiz y otros puntos estableciesen factorías y sucursales (2300). Pero este proyecto pareció demasiado radical y no pasó de amago.

Falleció entre tanto, prisionero de los franceses, el papa Pío VI (29 de agosto de 1799), y Urquijo y Caballero y los suyos vieron llegada la ocasión de arrojarse a un acto inaudito en España y que les diera una celebridad semejante a la de los Tamburinis, Riccis y demás promotores del conciliábulo de Pistoya, condenados por el difunto pontífice en la bula Auctorem fidei. La idea era descabellada, pero tenía partidarios en el episcopado [466] español, duro es decirlo, y veíase llegado por muchos el ansiado momento de romper con Roma y de constituirnos en Iglesia cismática, al modo anglicano. Además, con esto se daba gusto a los franceses, cuya alianza procuraban entonces los nuestros con todo género de indignidades.

Leyeron, pues, con asombro los cristianos viejos en la Gaceta de 5 de septiembre de 1799 un decreto de Carlos IV que a la letra decía así:

«La divina Providencia se ha servido llevarse ante sí, en 29 de agosto último, el alma de nuestro santísimo Padre Pío VI, y, no pudiéndose esperar de las circunstancias actuales de Europa y de las turbulencias que la agitan que la elección de un sucesor en el pontificado se haga con aquella tranquilidad y paz tan debidas, ni acaso tan pronto como necesitaría la Iglesia; a fin de que entre tanto mis vasallos de todos mis dominios no carezcan de los auxilios precisos de la religión, he resuelto que, hasta que yo les dé a conocer el nuevo nombramiento de papa, los arzobispos y obispos usen de toda la plenitud de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, para dispensas matrimoniales y demás que le competen... En los demás puntos de consagración (sic) de obispos y arzobispos... me consultará la Cámara por mano de mi primer secretario de Estado y del despacho, y entonces, con el parecer de las personas a quienes tuviere a bien pedirle, determinaré lo conveniente, siendo aquel supremo tribunal el que me lo represente y a quien acudirán todos los prelados de mis dominios hasta una orden mía.»

¡Extraño documento, donde la ciencia corre parejas con la ortodoxia! ¡Tendrían que ver el rey y el primer secretario del despacho consagrando obispos! Para Urquijo lo mismo daba confirmación que consagración; no se hablaba de esto en la Pucelle d'Orleans y en los Cuentos de mi primo Vadé, que eran sus oráculos. Siquiera el marqués Caballero tenía más letras canónicas, como que quiso mutilar los concilios de Toledo.

A este decreto increíble acompañaba una circular a los obispos, escrita medio en francés, la cual terminaba así: «Espera Su Majestad que V. S. I. se hará un deber el más propio en adoptar sentimientos tan justos y necesarios..., procurando que ni por escrito, ni de palabra, ni en las funciones de sus respectivos ministerios se viertan especies opuestas que puedan turbar las conciencias de los vasallos de Su Majestad y que la muerte de Su Santidad no se anuncie en el púlpito ni en parte alguna sino en los términos expresos de la Gaceta, sin otro aditamento.» Y como si temieran que alguna voz se alzase desde la cátedra evangélica a protestar contra los republicanos franceses, verdugos del Padre Santo, encarga el marqués Caballero, que firma la circular, escrupulosa vigilancia sobre la conducta de los regulares, sin duda para que no trajesen compromisos internacionales sobre aquel miserable Gobierno.

Pero lo más triste no son el decreto ni la circular; lo que [467] más angustia el ánimo y muestra hasta dónde había llegado la podredumbre y de cuán hondo abismo vino a sacarnos providencialmente la guerra de la Independencia son las contestaciones de los obispos. Me apresuro a consignar que no tenemos el expediente entero y que la parte de él publicada lo fue por un enemigo juramentado de la Iglesia, sospechoso además de mala fe en todos sus trabajos históricos (2301). Sólo diecinueve contestaciones de obispos insertó Llorente en su Colección diplomática; lícito nos es, pues, decir que la mayoría del episcopado español todavía estaba sana y que respondió al cismático decreto con la reprobación o con el silencio. Además, no todas las diecinueve contestaciones son igualmente explícitas; las hay que pueden calificarse de vergonzantes evasivas. El arzobispo de Santiago, D. Felipe Fernández Vallejo, doctísimo ilustrador de las antigüedades del templo toledano, sólo contestó que obraría con el posible influjo «para cortar de raíz las máximas y opiniones contrarias a la pureza de la disciplina eclesiástica». «Quedo enterado de las soberanas intenciones de Su Majestad -dijo el obispo de Segovia-, y conforme a ellas y a lo que previenen los cánones y a la más sana y pura disciplina (no-dice cuál) de la Iglesia arreglaré puntualísimamente el uso de las facultades que Dios y la misma Iglesia me han confiado.» «Quedo en cumplirlo puntualmente, según se me ordena», dijo el de Zamora. «En el uso de las dispensas procederé con la economía prudente que exijan las necesidades, conforme al espíritu de los cánones antiguos», añadió el de Segorbe. El de Jaca llamó sabio al decreto. El de Urgel ofreció cumplirlo, «por que Su Majestad lo manda y porque es justo y conforme a las circunstancias, a los verdaderos sentimientos de la Iglesia y a la disciplina genuina y sana». El obispo prior de San Marcos, de León, se limitó a glosar las palabras del decreto, y dijo que viviría cuidadoso y daría arte de lo que ocurriera. «Si algún desgraciado se olvidare o desviare de su deber, daré parte a V. E. en seguida», escribió el obispo de Palencia. «Espero que en esta diócesis no han de ocurrir muchos de semejantes delitos, porque apenas se tiene en ella noticia de las ideas que tanto daño han acarreado a la subordinación, tranquilidad y orden público», advirtió el de Guadix. El de Ibiza procuró tranquilizar su conciencia, no del todo aquietada con la antigua disciplina, recordando que «las mismas reservas pontificias, según la más común y más fundada opinión, exigen que los ordinarios usen libremente de sus facultades cuando no se puede solicitar de otra parte el auxilio o remedio».

Otros anduvieron mucho más desembozados. El cardenal Sentmanat, patriarca de las Indias, se quedó extasiado ante la sabiduría y el celo de Su Majestad. El inquisidor general, arzobispo de Burgos, D. Ramón José de Arce, hechura y favorito [468] de Godoy, prometió el más escrupuloso. cumplimiento de aquellas sabias y prudentes reglas. Estos siquiera, a título de prelados cortesanos, no se metieron en dibujos canónicos ni pasaron del voluntas principis, pero otros ensalzaron y defendieron la circular y el decreto como hombres de escuela. Así, el obispo de Mallorca, que en su respuesta dice: «Obraré por principios y convicción, y, por consiguiente, poco mérito creeré contraer en adoptar y practicar una doctrina que por espacio de doce siglos, y hasta que la ignorancia triunfó de la verdad, tuvo adoptada toda la iglesia católica.» El arzobispo de Zaragoza, don Joaquín Company, dio una pastoral (16 de septiembre de 1799) en favor del decreto, que él juzgaba «propio de la suprema potestad que el Todopoderoso depositó en las reales manos de Su Majestad para el bien de la Iglesia.» El obispo de Barcelona escribió una Idea de lo que convendrá practicar en la actual vacante de la Santa Silla, y cuando esté plena, para conservar los derechos del rey, y para el mayor bien de la nación y de sus iglesias; papel en que aboga por que las dispensas sean raras y gratis.

En una pastoral de 25 de enero de 1800, el obispo de Barbastro, D. Agustín de Abad y Lasierra, tronó contra las falsas decretales de Isidoro Mercator, y dijo que la Santa Sede sólo tenía, en cuanto a las reservas, el título de una posesión antiquísima, de cuyo valor y fuerza no debe disputarse. Por lo cual redondamente afirmó que «la autoridad suprema que nos gobierna puede variar y reformar en la disciplina exterior o accidental de la Iglesia lo que considere perjudicial, según lo exijan los tiempos».

También el obispo de Albarracín, luego abad de Alcalá la Real, Fr. Manuel Truxillo, salió a la defensa de la circular contra los genios inquietos y sediciosos que ponían en cuestión su validez, y recomendó la lectura de las obras de Pereira, «sabio de primer orden, eruditísimo y muy versado en concilios, cánones, Escrituras y Santos Padres, aunque no se puede negar que habla del papa y de la curia con demasiada libertad».

En el mismo catecismo, o en otros peores, había aprendido el famoso obispo de Salamanca, antes capellán de honor, don Antonio Tavira y Almazán, tenido por corifeo del partido jansenista en España, hombre de muchas letras, aun profanas, y de ingenio ameno; predicador elocuente, académico, sacerdote ilustrado y filósofo, como entonces se decía; muy amigo de Meléndez y de todos los poetas de la escuela de Salamanca (2302), y muy amigo también de los franceses, hasta afrancesarse durante la guerra de la Independencia, logrando así que el general Thibaut, gobernador y tirano de Salamanca, le llamase el Fenelón español. [469]

Tavira, pues, no se contentó con afirmar que «sólo por olvido de las máximas de la antigüedad y por el trastorno que produjeron las falsas decretales de Isidoro habían nacido las reservas, faltando así el nervio de la disciplina y haciéndose ilusorias las leyes eclesiásticas», sino que se desató en vulgares recriminaciones contra Roma, «que tanta suma de dineros llevaba», encareciendo hipócritamente los siglos de los Leones y Gregorios, «en que la Iglesia carecía aun de todas las ventajas temporales, de que toda la serie de sucesos de las presentes revoluciones la ha privado ahora», como alegrándose y regocijándose en el fondo de su alma del cautiverio de Pío VI y de la ocupación del Estado romano por los franceses.

No a todos parecieron bien la respuesta y el edicto de Tavira. Un teólogo de Salamanca le impugnó en una carta anónima y muy respetuosa (2303), pero en que le acusa de querer trastornar todo el orden jerárquico de la Iglesia. En realidad, la cuestión de las dispensas era sencilla: cuando el recurso a la Sede Apostólica es absolutamente imposible, ¿quién duda que los obispos pueden dispensar por una jurisdicción tácitamente delegada? Pero no se trataba de eso; en primer lugar, el recurso estaba libre, y el conclave iba a reunirse canónicamente para elegir nuevo papa, a despecho de la tiranía francesa. Y luego, lo que pretendían Tavira y otros no era hacer uso de jurisdicciones delegadas, sino de la facultades que en virtud del carácter episcopal creían pertenecerles, fundando tales facultades no en pruebas de razón ni en la disciplina corriente desde el concilio de Trento, sino en cánones añejos y caídos en desuso, y en pocos, antiguos y mal seguros testimonios, que tampoco establecían el derecho, sino el hecho. «Los secuaces de estas máximas... -dice el anónimo impugnador-, teniendo siempre en su boca los tiempos de la primitiva Iglesia..., están muy lejos en sus corazones del espíritu de ella.»

A esta carta respondieron con virulencia increíble el doctor D. Blas Aguiriano, arcediano de Berveriago, dignidad y canónigo de la catedral de Calahorra y catedrático de disciplina eclesiástica en los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, gran vivero de jansenistas, y un anónimo de Salamanca, quizá el mismo Tavira, en cinco cartas que coleccionó Llorente (2304). Uno y otro trabajaron con relieves y desperdicios del libro de Pereira. Aguiriano llega a rechazar el concilio Florentino porque declaró que el papa es padre y doctor de todos los cristianos; lo cual a él le parece muy mal, así como los especiosos títulos de vicario de Dios y vicario de Cristo. Todo el nervio de su argumentación consiste en establecer sofísticas distinciones entre los derechos del primado pontificio y los que pertenecen al papa como primado de Occidente. Lo mismo decían los jansenistas de la pequeña iglesia de Utrecht, Harlem y Daventer, a quienes el [470] autor elogia mucho, y cuyo catolicismo defiende aun después de condenados y declarados cismáticos por Clemente XI. Ni le detiene tampoco el juramento que los obispos hacen de acatar las reservas pontificias y cumplir los mandatos apostólicos, porque esto sólo se entiende «en cuanto el rey, como protector de la disciplina eclesiástica, no les mande lo contrario o les excite a usar de sus derechos primitivos». ¡Estupenda teología, que pone al arbitrio de un Godoy o de un Urquijo la Iglesia de España! El otro impugnador es menos erudito, pero más redundante y bombástico; quiere que las reservas cesen de todo punto, y, entusiasmado, exclama: «La verdad, oscurecida durante largos siglos por la ignorancia y por la superstición, una vez descubierta, debe subir de nuevo a su trono; sus derechos sagrados no pueden ser aniquilados por la prescripción de muchas edades.»

Por entonces hizo también sus primeras armas canónicas el famoso D. Juan Antonio Llorente, con quien tantas veces hemos tropezado y tantas hemos de tropezar aún, y nunca para bien, en esta historia. Este clérigo riojano, natural de Rincón de Soto, en la diócesis de Calahorra, era allá para sus adentros bastante más que jansenista y que protestante, pero hasta entonces sólo se había dado a conocer por trabajos históricos y de antigüedades, especialmente por sus Memorias históricas de las cuatro provincias vascongadas, que escribió asalariado por Godoy para preparar la abolición de los fueros y loables costumbres de aquellas provincias, mal miradas por el Gobierno desde la desastrosa guerra con la república francesa, que acabó en la paz de Basilea. Tenía Llorente razón en muchas cosas, mal que pese a los vascófilos empedernidos; pero procedió con tan mala fe, truncando y aun falsificando textos y adulando servilmente al poder regio, que hizo odiosa y antipática su causa harto más que la débil refutación de Aranguren.

Llorente era entonces de los que más invocaban la pura disciplina de nuestra Iglesia en los siglos VI y VII, que él llama sublime Iglesia gótico-española, y clamaba por el restablecimiento íntegro de los cánones toledanos, con licencia del rey, aunque fuera sin asenso de Roma (2305). Por de contado que ni él mismo tomaba por lo serio estas descabelladísimas, pedantescas y anacrónicas lucubraciones; pero, como hombre ladino y harto laxo de conciencia, quería hacer efecto con su paradojal goticismo e ir medrando, ya que los vientos soplaban por esa banda.

Además de Llorente escribieron en pro del decreto de 5 de septiembre el obispo de Calahorra y La Calzada, D. Francisco Mateo Aguiriano, pariente, sin duda, del canonista de Madrid y hermano gemelo suyo en ideas; D. Joaquín García Domenech, [471] que imprimió una Disertación sobre los legítimos derechos de los obispos, y D. Juan Bautista Battifora, abogado de los Reales Consejos y catedrático de Cánones en la Universidad de Valencia, que publicó allí, en 1800, un Ensayo apologético a favor de la jurisdicción episcopal por medio de una breve y convincente refutación del sistema que fija en la Santa Sede la soberanía eclesiástica absoluta y hace a los obispos sus vicarios inmediatos (2306). Ambos se distinguen por la templanza; el primero llama a la doctrina firme y ortodoxa hediondez pestilente que corrompe los sentidos y cenagoso charco de inmundicia, y se encara con el tan traído y llevado Isidoro Mercator o Peccator y le apostrofa, llamándole impostor malicioso, poseído de un sórdido interés, hombre vil y despreciable; indignación verdaderamente cómica tratándose de un copista del siglo IX, que acaso no hizo más que trasladar las falsedades de otros.

Los jansenistas andaban entonces desatados, fue aquélla su edad de oro, aunque les duró poco. Urquijo y Caballero hicieron imprimir subrepticiamente el Febronio De statu Eclesiae, en hermosa edición por cierto, hecha en Madrid, aunque la portada no lo dice (2307), y quisieron vulgarizar la Tentativa, de Pereira, y el Ensayo, del abate italiano Cestari, sobre la consagración de los obispos, autorizados con un dictamen del Consejo, pero en éste los pareceres se dividieron, y por diecisiete votos contra trece se determinó que la impresión no pasara adelante (2308).

El nuncio, D. Felipe Cassoni, había protestado contra el decreto de 5 de septiembre, y Urquijo le había dado los pasaportes, pero Godoy se interpuso y mudó el aspecto de las cosas. Entre tanto, la elección de Pío VII, canónica y tranquila contra lo que se había augurado, hizo abortar aquella y otras tentativas cismáticas por el estilo en varias partes de Europa, y nuestro Gobierno tuvo que cantar la palinodia en la Gaceta de 29 de marzo de 1800, volviendo las cosas al antiguo ser y estado. El nuevo pontífice se quejó amarguísimamente a Carlos IV de la guerra declarada que en España se hacía a la Iglesia, de las malas doctrinas y de la irreligión que públicamente se esparcían y, sobre todo., de la conducta de los obispos. Carlos IV, que al fin era católico, se angustió mucho y conoció que Urquijo le había engañado. Caballero, viendo que su amigo iba de capa caída, se puso del lado de los ultramontanos. El Príncipe de la Paz, por aquella vez siquiera, aconsejó bien al rey, y de sus consejos resultó la caída de Urquijo y el pase de la bula Auctorem Fidei, en que Pío VI había condenado a los jansenistas del conciliábulo de Pistoya; bula retenida hasta entonces por el Consejo (10 de diciembre de 1800). [472]







- VIII -

Aparente reacción contra los jansenistas. -Colegiata de San Isidro. -Procesos inquisitoriales. -Los hermanos Cuesta. -«El pájaro en la liga». -Dictamen de Amat sobre las «causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. -La Inquisición en manos de los jansenistas.

La Inquisición en tiempo de Carlos III apenas había dado señales de vida. Llorente asegura que la mayor parte de las causas no pasaron de las diligencia preliminares y que no se procedió contra Aranda, Roda, Floridablanca y Campomanes, aunque se recibieron delaciones acerca de sus dictámenes del Consejo; ni contra los arzobispos de Burgos y Zaragoza y los obispos de Tarazona, Albarracín y Orihuela, acusados de jansenismo por su informe sobre los bienes de los jesuitas. Por entonces vino a Madrid un M. Clément, clérigo francés, tesorero de la catedral de Auxerre, galicano inflexible, que muy pronto se hizo amigo de todos los nuestros y sugirió a Roda un proyecto para reformar la Inquisición, poniéndola bajo la dependencia de los obispos, y reformar las universidades, quitando los nombres y las banderías de tomistas, escotistas etc. M. Clément fue denunciado al Santo Oficio (2309) y Roda le aconsejó que saliese de la corte y de España.

Urquijo pensó en abolir el Santo Oficio o reformarle, a lo menos, con ayuda y consejo de Llorente, que había sido desde 1789 a 1791 secretario de la Suprema. El decreto llegó a presentarse a la firma del rey, pero Urquijo cayó, y en su caída arrastró a todos sus amigos jansenistas. Ya en 1792 había sido denunciado uno de ellos, D. Agustín Abad y Lasierra, obispo de Barbastro, como sospechoso de aprobar la Constitución civil del clero de Francia, dada por la Asamblea Constituyente, y de mantener correspondencia con muchos clérigos juramentados; pero la Inquisición de Zaragoza no se atrevió a proceder contra él o no halló pruebas bastantes. Verdad es que era entonces inquisidor general su hermano D. Manuel, arzobispo de Selimbria (2310), jansenista asimismo y muy protector del secretario Llorente, cuyos planes no llegó a poner en ejecución por su caída y confinamiento en el monasterio de Sopetrán en 1794.

El principal foco de lo que se llama jansenismo estaba en la tertulia de la condesa de Montijo, D.ª María Francisca Portocarrero, traductora de las Instrucciones cristianas sobre el sacramento del matrimonio, que Climent exornó con un prólogo. A su casa concurrían habitualmente el obispo de Cuenca, don Antonio Palafox, cuñado de la condesa; el de Salamanca, Tavira; D. José Yeregui, preceptor de los infantes; D. Juan Antonio Rodrigálvarez, arcediano de Cuenca, y D. Joaquín Ibarra [473] y D. Antonio de Posada, canónigos de la colegiata de San Isidro (2311). Esta colegiata, fundada en reemplazo de los jesuitas, era cátedra poco menos que abierta y pública de las nuevas doctrinas. Un canónigo de la misma colegiata llamado D. Baltasar Calvo, hombre tétrico y de malas entrañas, instigador en 1808 de la matanza de los franceses en Valencia, si hemos de creer al conde de Toreno (2312), denunció desde el púlpito a sus cofrades. Otro tanto hizo el dominico Fr. Antonio Guerrero, prior del convento del Rosario, publicando en términos bastantes claros que en la casa de una principal dama juntábase un club o conciliábulo de jansenistas. El nuncio informó a Roma de lo que pasaba, y por fórmula hubo que hacer aquí un proceso irrisorio. Los inquisidores de Madrid eran en su mayor parte tan jansenistas, o digámoslo mejor, tan volterianos como los reos. Baste decir que regía entonces la Suprema uno de los favoritos de Godoy y cómplice de sus escándalos, asiduo comensal suyo, hombre que por medios nada canónicos, y tales que no pueden estamparse aquí, había llegado, según cuentan los viejos, a la mitra de Burgos y al alto puesto de inquisidor general. Tal era D. Ramón José de Arce, natural de Selaya, en el valle de Carriedo, muy elogiado por todos los enciclopedistas de su tiempo como hombre de condición mansa y apacible y de espíritu tolerante; afrancesóse luego, abandonó malamente su puesto y vivió emigrado en París hasta cerca de mediar el siglo XIX.

Con tal hombre, el peligro de los jansenistas no era grande desde que Godoy los protegía. Así es que los canónigos de San Isidro y el obispo de Cuenca salieron inmunes a pesar de una representación que dirigieron al rey contra los jesuitas (2313). Al capellán de honor, D. José Espiga, a quien se atribuía la redacción el decreto de Urquijo, se le obligó a residir en la catedral de Lérida, donde era canónigo. La condesa de Montijo se retiró a Logroño, y allí vivió el resto de sus días, hasta 1808, en correspondencia con Grégoire, el obispo de Blois, y con otros clérigos revolucionarios de los que llamaban juramentados (2314).

Más resonancia y consecuencias más serias tuvo el proceso de los hermanos Cuesta (D. Antonio y D. Jerónimo), montañeses entrambos y naturales de Liérganes, arcediano el uno y penitenciario el otro de la catedral de Ávila. Del primero dice Torres Amat, autoridad nada sospechosa, que «disimulaba bien poco sus opiniones, mucho menos de lo que debiera». Por otra [474] parte, su rectitud en el tiempo que fue provisor de Ávila le atrajo muchos enemigos, que tomaron de él y de sus hermanos fácil venganza cuando llegó a la silla de Ávila D. Rafael Muzquiz, arzobispo de Santiago, después confesor de María Luisa, al cual Villanueva maltrata horriblemente en su Vida literaria. Muzquiz delató al arcediano Cuesta a la Inquisición de Valladolid en 1794, y por entonces no se pasó adelante; pero a fines de 1800 hízose nueva información, no en Valladolid, sino en la Suprema, instando Muzquiz con calor grande por el castigo de ambos hermanos, que le traían su iglesia desasosegada. Dictóse auto de prisión; pero, al ir a ejecutarle en la noche del 24 de febrero de 1801, el arcediano logró ponerse en salvo; trabajosamente atravesó el Guadarrama, cubierto de nieve, y vino a esconderse en Madrid, en casa de la condesa de Montijo, castillo encantado de los jansenistas, de donde a pocos días se encaminó a Francia escoltado por unos contrabandistas. Se le buscó con diligencia; pero, como tenía altos y poderosos protectores, pasó sin dificultad la frontera, y el 9 de mayo de 1801 le recibía en Bayona el conde de Cabarrús.

Su hermano el penitenciario se defendió bien; logró que cinco teólogos de San Gregorio, de Valladolid, declarasen sana Su doctrina y que aquella inquisición se conformase con su dictamen en sentencia de 18 de abril de 1804, y como todavía apelasen sus enemigos a la Suprema, él impetró recurso de fuerza, y al cabo de dos años obtuvo una real orden (de 7 de mayo de 1806) en que Carlos IV, ejerciendo su soberana protección, le rehabilitaba del todo y mandaba darle plena satisfacción en el coro de la catedral de Ávila y en día festivo para que no le parasen perjuicio ni infamia su prisión y proceso. Torres Amat dice que «entrambos hermanos aplaudían las máximas de la revolución francesa» (2315).

Hay algo de político en este proceso, no bien esclarecido aún. Parece que Muzquiz fue instrumento de la venganza de Godoy contra los Cuesta; pero, amansado luego el Príncipe de la Paz o convencido de que el arcediano no conspiraba contra su Gobierno, hizo pagar caro a Muzquiz el servicio, imponiéndole una multa de 8.000 ducados y otra de 4.000 al arzobispo de Valladolid. ¡Miserable tiempo, en que no valían más los regalistas que los ultramontanos!

También el obispo de Murcia y Cartagena, D. Victoriano López Gonzalo, se le acusó en 1800 de jansenismo por haber permitido defender en su seminario cierta tesis sobre la aplicación del santo sacrificio de la misa y sobre los milagros. A los calificadores les parecieron mal, pero el obispo quedó a salvo, dirigiendo en 4 de noviembre de 1801 una enérgica representación [475] al inquisidor general (2316), y echando la culpa de todo a los jesuitas, según la manía del tiempo.

Los restos de aquella gloriosa emigración habían logrado volver a España, como clérigos seculares, aprovechando un momento de tolerancia (desde 1799 a 1801), y veintisiete de ellos murieron gloriosamente asistiendo a los apestados de la fiebre amarilla, que en el primer año del siglo devastó a Andalucía. Con la vuelta y el prestigio de los expulsos, ganado a fuerza de heroica virtud y de ciencia, comenzó a decrecer el exótico espíritu jansenista y a dejarse oír las voces del bando opuesto. Tradújose un folleto del abate italiano Bónola, intitulado La liga de la teología moderna con la filosofía en daño de la Iglesia de Jesucristo, descubierta en la carta de un párroco de ciudad a un párroco de aldea (Madrid 1798, sin nombre de traductor), opúsculo encaminado a demostrar que los llamados jansenistas formaban oculta liga contra la Iglesia con los filósofos y partidarios de la impiedad francesa y que de esfuerzos combinados había nacido la extinción de la Compañía.

Los jansenistas se alarmaron, y alguno de los más caracterizados en la Iglesia procuró que se refutase al abate Bónola, valiéndose para ello de la fácil pluma del agustiniano Fr. Juan Fernández de Rojas, fraile de San Felipe el Real, continuador oficial de la España Sagrada, aunque poco o nada trabajó en ella; adicionador del Año cristiano, del P. Croiset, con las vidas de los santos españoles, y más conocido que por ninguno de estos trabajos serios por la amenidad y sal ática de su ingenio, manifiesta en la Crotalogía o ciencia de las castañuelas, burla donosísima del método analítico y geométrico, que entonces predominaba gracias a Condillac y a Wolf (2317). El P. Fernández, ingenio alegre y donairoso, aprovechó aquella nueva ocasión más bien para gracejar que para mostrar jansenismo, y escribió El pájaro en la liga o carta de un párroco de aldea, papel volante de más escándalo que provecho.

Urquijo tomó cartas en el asunto y pasó a examen del Consejo la Liga y su impugnación, prejuzgando ya el dictamen, puesto que en la real orden se decía: «Ha visto el rey con sumo dolor que en sus dominios han vuelto a excitarse de poco acá los partidos de escuelas teológicas, que han embrollado y oscurecido nuestra sagrada religión, quitándola el aspecto de sencillez y verdad... El objeto del libro del abate Bónola es el de establecer una guerra religiosa, atacando a las autoridades soberanas, cuyas facultades están prescritas por el mismo Dios y [476] que se han reconocido y defendido en tiempos claros y de ilustración por los teólogos que llama el autor modernos, y son sólo unos sencillos expositores de las verdades del Evangelio... El otro papel intitulado El pájaro en la liga, si bien está escrito con oportunidad y la ataca del modo que se merece, refutándola por el desprecio, con todo, da lugar a que en el cotejo haya partidos y disputas y se engolfe la gente en profundidades peligrosas en vez de ser útiles y obedientes vasallos» (2318). Por todo lo cual se mandó recoger a mano real los ejemplares de uno y otro libro, advirtiendo al Consejo que de allí en adelante procediera con más cautela en dar permiso para la impresión de semejantes papeles, o más bien que los remitiera antes a la primera Secretaría de Estado para que viera Su Majestad si convenía la impresión. Así se dispuso con fecha de 9 de febrero de 1799.

Por culpa de esta intolerancia no pudo correr de molde hasta 1803 la obra de Hervás y Panduro Causas de la revolución de Francia en el año 1799 y medios de que se han valido para efectuarla los enemigos de la Iglesia y del Estado, y aun entonces se imprimió subrepticiamente con el título de Revolución religionaria (sic) y civil de los franceses, y fue delatada por los jansenistas a la Inquisición, que estaba ya en manos de los fieles de su bando (2319). El inquisidor Arce sometió el libro a la censura del arzobispo Amat, y éste opinó rotundamente por la negativa, fundado en que la obra contenía expresiones injuriosas al Gobierno francés y, sobre todo, en que llamaba inicua a la expulsión de los jesuitas y quería desenmascarar la hipocresía del jansenismo. El arzobispo de Palmira, muy picado de aquella tarántula, responde que no todo jansenista es hereje, porque «puede defender sólo alguna proposición que, aunque condenada, no lo sea con la nota de herética, o tal vez oponerse, con cualquier pretexto que sea, a las bulas y demás leyes de la Iglesia sobre jansenismo... Mil veces se ha dicho que los molinistas y jesuitas muy de propósito han procurado que la idea del jansenismo sea horrorosa, pero oscura y confusa, para que pueda aplicarse a todos los que sean contrarios de las opiniones molinianas sobre la predestinación y gracia y a todos los que antes promovieron la reforma o extinción de la Compañía y ahora embarazan su restablecimiento». Flaco servicio hizo el obispo de Astorga a la memoria de su tío con la publicación de este informe, en que vieron todos una solapada defensa de lo que Hervás impugnaba. El entusiasmo por los libros de Port-Royal [477] había llegado a tales términos, que se quitaron del Índice las obras de Nicole gracias al informe favorable que de ellas dio una junta de teólogos formada por D. Joaquín Lorenzo Villanueva; Espiga; el canónigo de San Isidro, Santa Clara, el P. Ramírez, del Oratorio del Salvador, y tres frailes de los que el vulgo llama jansenistas (2320). Así lo cuenta el mismo Villanueva, que era entonces consultor del Santo Oficio. ¡En buenas manos había caído la Inquisición!







- IX -

Literatura jansenista, regalista e «hispanista» de los últimos años del siglo. -Villanueva, Martínez Marina Amat, Masdéu.

Por entonces comenzaron a escribir y a señalarse, y aun llegaron al colmo de su fortuna eclesiástica, aunque no publicasen todavía sus obras más graves hoy incluidas en el Índice, los tres más notables teólogos y canonistas que jansenizaron o galicanizaron en España.

Era el primero de ellos D. Joaquín Lorenzo de Villanueva, natural de Játiva (10 de agosto de 1757) y educado en la Universidad de Valencia, discípulo predilecto del insigne historiador del Nuevo Mundo, D. Juan Bautista Muñoz, de quien tomó la afición a nuestros clásicos y el elegante y castizo sabor de su prosa. Sobran datos para juzgar de su vida y opiniones; por desgracia son contradictorias. Entre la propia defensa, o más bien panegírico, que él hizo en su autobiografía, publicada en Londres en 1825, y las horrendas y feroces invectivas con que su enemigo Puigblanch le zahirió y mortificó, o más bien le despedazó y arrastró por todos los lodazales de la ignominia en los Opúsculos gramático-satíricos, el juicio imparcial y desapasionado es difícil. Mucho hemos de hablar aún de Villanueva y mucho de Puigblanch en esta historia; ahora baste hacer la presentación de entrambos personajes, trasladando el retrato picaresco que el segundo hizo del primero: «Es el Dómine Gafas así le llamaba) por naturaleza entreverado de valenciano y de italiano, y por estado, sacerdote de hábito de San Pedro, y sacerdote calificado. Es alto, bien proporcionado de miembros y no mal carado...; da autoridad a su persona no una completa calva, pero sí una bien nevada canicie, de modo que no le hubiera sentado mal la mitra que le tenía preparada el cielo; pero quiso el infierno que, hallándose con los que regían la nave del Estado, se moviese una marejada que él no previó, y que, al desprenderse de las nubes la mitra, en vez de sentar en su cabeza, diese en el agua. Su semblante es compungido como de memento mori, aunque no tanto que le tenga macilento la memoria de la muerte. Su habla es a media voz y como de [478] quien se recela de alguien, no porque haya quebrado nunca ningún plato, ni sea capaz de quebrarlo, sino por la infelicidad de los tiempos que alcanzamos... Tiene unas manos largas y unos dedos como de nigromántico, con las que y con los que todo lo añasca, extracta y compila, de modo que puede muy bien llamársele gerifalte letrado, y aun a veces lo hace de noche, como a los metales la urraca... Pondrá un argumento demostrativo en favor o en contra de una misma e idéntica proposición según que el viento esté al norte o esté al sur... Es implacable enemigo de los jesuitas, en quienes no halla nada bueno o que debe imitarse por nadie, y mucho menos por él, excepto el semblante compungido, el habla a media voz y la monita» (2321).

Puigblanch era un energúmeno procaz y desvergonzadísimo, y no ha de creérsele de ligero cuando se relame y encarniza llamando a Villanueva «clérigo ambicioso y adulador nato de todo el que está en candelero, hombre de corrompido e inicuo fondo, hipócrita hasta dejarlo de sobra y de lo más réprobo que jamás se haya visto». Pero es indudable que Villanueva brujuleaba una mitra, prevalido de su aspecto venerable, que no parecía sino de un San Juan Crisóstomo o un San Atanasio (2322), y de sus muchas letras, que Puigblanch malamente le niega, No era tan vestigador ni tan erudito como su hermano el dominico P. Jaime Villanueva, a quien pertenece exclusivamente el Viaje literario a las iglesias de España, por más que los cinco primeros tomos saliesen con el nombre de D. Joaquín Lorenzo, más conocido y autorizado en los círculos de la corte. Pero escribía mejor que él y era hombre de más varia lectura y de juicio penetrante y seguro, siempre que la pasión o el propio interés no le torcían. Las obras que publicó antes de 1810 poco tienen que reparar en cuanto a pureza de doctrina, sobre todo su hermoso Año cristiano de España (2323), el más crítico o, por mejor decir, el único que tenemos escrito con crítica, aunque Godoy Alcántara (2324) le tacha de severidad jansenista. Tradujo con mediano estro poético y en versos flojos el poema de San Próspero contra los ingratos, es decir, contra los pelagianos, que negaban la gracia eficaz; libro que habían puesto en moda los adversarios del molinismo y del congruismo (2325). Y como alardeaba de rígida e incontaminata austeridad, divulgó dos trata, dos: De la obligación de celebrar el santo sacrificio de la misa con circunspección y pausa y De la reverencia con que se debe asistir a la misa y de las faltas que en esto se cometen (2326), por los cuales, si otra cosa de él no supiéramos, habríamos de declararle [479] monje del yermo o ermitaño de la primitiva observancia; tal recogimiento y devoción infunden. Quizá esforzó demasiado la conveniencia de leer la Biblia en romance; pero con todo eso, su tratado De la lección de la Sagrada Escritura, en lenguas vulgares (2327) es sólido, ortodoxo y eruditísimo, aunque en su tiempo le motejaron algunos con más violencia que razón, cuando después de todo no hacía más que comentar el breve de Pío VI al arzobispo de Martini.

Hase dicho que Villanueva comenzó por ser ultramontano. No es exacto: Villanueva, jansenizó siempre, pero no fue liberal hasta las Cortes de Cádiz, y de aquí procede la confusión. El Catecismo de estado según los principios de la religión, publicado en 1793, en la Imprenta Real, y escrito con el declarado propósito de «preservar a España del contagio de la revolución francesa», es libro adulatorio de la potestad monárquica, por méritos del cual esperaba obispar, aunque luego le rechazó condenó (en su Vida literaria) viendo que a ultramontanos y liberales les parecía igualmente mal, aunque por motivos diversos. El Filósofo rancio dijo que, leído un capítulo, no había sufrimiento para leer más; y el penitenciario de Córdoba, Arjona, que frisaba en enciclopedista, se mofó de la afectada severidad de Villanueva con este zonzo epigrama:

Toda España de ti siente

ser tu piedad tan sublime,

que es cuanto por ti se imprime

catecismo solamente.

De tus obras afirmé

que eran catecismo puro;

lo confirmo, aunque aseguro

que hay mucho que no es de fe.

Las Cartas de un obispo español sobre la carta del ciudadano Grégoire, obispo de Blois, publicadas con el seudónimo de don Lorenzo Astengo, que era su apellido materno (2328), son una calurosa defensa del Santo Oficio, al cual sirvió en tiempo de Arce, y contra el cual se desató en las Cortes de Cádiz, sin reparar mucho en la contradicción. «Yo nunca sospeché -dice en su Vida literaria (2329)- que el poder real llegara a convertirse en arma para abatir y arruinar la nación que la hipocresía vistiese el disfraz de la religión para infamarla y perseguirla.» No obstante, quien con atención lea aquellos primeros escritos, no dejará de descubrir en germen al futuro autor de El jansenismo, de las Cartas de D. Roque Leal, de Mi despedida de la curia romana y de La bruja. Repito que muchas veces hemos de volver a encontrarle, y nunca para bien.

Don Francisco Martínez Marina, canónigo de la colegiata de San Isidro, donde todos menos uno picaban en jansenistas, [480] era hombre muy de otro temple, digno de la amistad de su paisano Jovellanos. Español a las derechas, estudioso de veras, sabedor como ningún otro hasta ahora de la antigua legislación castellana, austerísimo, no por codicia de honores y de mitras, sino por propia y nativa severidad y bien regida disciplina de alma, pensaba con firmeza y escribía con adusta sequedad y con nervio, asemejándose algo al moderno portugués Alejandro Herculano. El Martínez Marina del tiempo de Godoy no era aún el doctor y maestro de Derecho constitucional, cuya Teoría de las cortes o grandes juntas nacionales fue Alcorán de los legisladores de Cádiz y tantas cabezas juveniles inflamó de un extremo a otro de España. Tampoco era el sacerdote ejemplar que en los últimos años de su vida, retraído en Zaragoza y desengañado de vanas utopías, dictó la hermosísima Vida de Cristo. Pero ya bajo el reinado de Carlos IV difería hondamente de todos los demás regalistas, y especialmente de Sempere y Guarinos, fervoroso defensor de la potestad real, como buen jurisconsulto (2330), en su espíritu más democrático y admirador de las antiguas Cortes. El germen de la Teoría está en el Ensayo crítico sobre la antigua segregación castellana, que en la Academia de la Historia no quiso poner al frente de su edición de las Partidas, y que el autor publicó suelto en 1808. El espíritu de este libro en cosas eclesiásticas es desastroso. Asiendo la ocasión por los cabellos, cébase Martínez Marina en la Primera partida, acusándola de haber propagado y consagrado las doctrinas ultramontanas relativas a la desmedida autoridad del papa, al origen, naturaleza y economía de los diezmos, rentas y bienes de la Iglesia, elección de los obispos, provisión de beneficios, jurisdicción e inmunidad eclesiástica y derechos de patronato, despojando a nuestros soberanos de muchas regalías que como protectores de la Iglesia gozaron desde el origen de la monarquía, v. gr., erigir y restaurar sillas episcopales, señalar o fijar sus términos, extenderlos o limitarlos, trasladar las iglesias de un lugar a otro, agregar a éste los bienes de aquéllas en todo o en parte, juzgar las contiendas de los prelados, terminar todo género de causas y litigios sobre agravios, jurisdicción y derecho de propiedades. Por el contrario, el derecho canónico vigente trajo el trastorno de la disciplina, la relajación de los ministros del santuario, la despoblación del reino... El célebre concordato de 1753 se reputó como un triunfo, sin embargo, que hace poco honor a la nación, y todavía los reyes de Castilla no recobraron por él los derechos propios de la soberanía (2331). Todo esto dicho así, con este magistral desenfado y sin más prueba histórica que referirse en tumulto, no ya a los concilios toledanos, porque a Marina no le parecía [481] del todo bien la teocracia, sino a las excelentes leyes municipales, a los buenos fueros y a las bellas y loables costumbres de Castilla y León, que en su mayor parte nada tiene que ver con el punto de que se trata. ¡Engañoso espejismo de erudito querer encontrarlo todo en los fueros y en los cuadernos de cortes porque habían sido predilecto objeto de sus vigilias!

No se aventuraba tanto el confesor de Carlos IV, abad de San Ildefonso y arzobispo de Palmira in partibus, D. Félix Amat, nacido en Sabadell en 1750, catalán de prócer estatura venerable y prelaticio aspecto, ejemplo raro de severidad y templanza en la corte de María Luisa y al lado de los Arce y los Muzquiz. Su sobrino, el obispo de Astorga D. Félix Torres Amat, escribió con piedad cuasi filial su vida en dos grandes volúmenes, que merecen leerse, aunque a veces por la prolijidad de los detalles recuerdan un poco aquella biografía del obispo de Mechoacán de que habla Moratín en El sí de las niñas (2332). Educado por Climent, de quien había sido familiar, y por el agustino padre Armaya, ilustre arzobispo de Tarragona, Amat galicanizaba ex toto corde. No había llegado hasta el sínodo de Pistoya, pero [482] estaba aferrado a Bossuet y a su Declaración del clero francés. Afectaba, con todo eso, moderación relativa, y en ella se mantuvo hasta que escribió las Observaciones pacíficas, prohibidas en Roma, como a su tiempo veremos. En 1808 no se le conocía aún más que por su Historia de la Iglesia (en trece volúmenes), compendio bien hecho, aunque extractado por la mayor parte de Fleury y del cardenal Orsi. En los últimos tomos se desembozó algo más. Así, v. gr., en el 11 (1.5 c. 2 n. 67 viene a aplaudir, aunque en términos ambiguos e impersonales, la expulsión de los jesuitas, escribiendo estas capciosas frases: «Eran antiguos los clamores de gente sabia y timorata contra algunas opiniones y máximas de gobierno de la Compañía y los deseos de que se reformase. Eran fáciles de atinar algunas causas que influían en que se creyese entonces la reforma más necesaria y menos asequible, y, por consiguiente, convenientísima la expulsión. Era además cosa ridícula e injusta cerrar los ojos para no ver la buena intención con que muchas personas respetables por todas sus circunstancias procuraban la destrucción de la Compañía, como útil entonces a la Iglesia y a los estados. Y por lo mismo es un verdadero fanatismo atribuirla a manejos ateístas, manejos cuya existencia no se funda sino en leves sospechas y cuya eficacia en aquellos tiempos y circunstancias era del todo inverosímil.» ¡Leyes sospechosas le parecían al arzobispo de Palmira las explícitas confesiones de D'Alembert!

Así procede Amat en todos los puntos de controversia, tímido y ecléctico, como quien camina per ignes suppositos cineri doloso. Pero no se guarda de disimular sus simpatías hacia «los famosos solitarios de Puerto-Real; le cuesta trabajo llamarlos herejes; sólo les culpa de falso celo y espíritu de partido. ¡Tan blando con Arnauld y Nicole, él, que en 1824 había de llamar iluso y fanático a José de Maistre! (2333)

La Historia eclesiástica pasó sin tropiezo, aunque un fraile delató los primeros tomos a la Inquisición, no por el virus del jansenismo, sino por otros reparos menudos. Arce desestimó la delación y sólo se mandó corregir una que parece errata de imprenta.

Amat aprobó, si no públicamente, en unas Observaciones que corrieron manuscritas, y que su sobrino publicó muchos años después, bien en detrimento de la buena memoria del tío, el decreto de Urquijo sobre dispensas, y aun insinuó que, «siendo uno de los mayores obstáculos para la reunión de las sociedades cristianas, separadas por el cisma o la herejía, el horror con que miran la dependencia del papa, parece que facilitaría mucho la conversión de herejes y cismáticos el espectáculo de un reino [483] católico, como España, en que la primacía del papa quedase ceñida a sus derechos esenciales y los obispos gozasen de su antigua libertad en el gobierno de las iglesias» (2334). Es decir, que los cismáticos vendrían a nosotros si promovíamos nosotros un nuevo cisma. ¡Excelente lógica! Por eso se inclinaba no a la abolición total y de un golpe de las reservas, sino a que éstas se fueren restringiendo, pero no por la voluntad aislada de cada obispo en su diócesis.

Aunque a Amat le parecía sabia y de sólida doctrina la Tentativa, de Pereira, cuando se trató de imprimirla traducida, y el Consejo se dividió, y el cabildo de curas de Madrid la reprobó, al paso que los canónigos de San Isidro instaban por la publicación inmediata, el arzobispo de Palmira, acostándose en esto al parecer de D. Luis López Castrillo, único prebendado de aquella colegiata que en esto difería de los restantes, opinó que las cosas no estaban bastante maduras en España para arrojarse a tal publicación (2335). Así y todo, el libro portugués corrió profusamente entre la juventud de las universidades, haciendo no poco estrago. ¿Y cómo no, si los obispos lo recomendaban en sus pastorales? Por el contrario, todo libro de tendencia opuesta era severamente recogido o se atajaba su impresión. Así hizo Amat con el de Hervás y Panduro. Así más adelante con la Historia universal sacroprofana, del jesuita D. Tomás Borrego (2336), a la cual había añadido un tomo de reparos el fiscal don Juan Pablo Forner, buen católico, pero jurisconsulto regalista. Forner se inclinaba a que la obra se imprimiera corrigiendo algunas cosas. Amat se opuso por la manera como en el libro se hablaba de jesuitas, de jansenismo y de potestad de los papas, «en términos muy imprudentes, capaces de excitar disturbios muy terribles contra la pública tranquilidad». Y el libro de Borrego se quedó inédito e inédito yace todavía.

No todos los jesuitas opinaban como Hervás y Borrego. Hubo uno de ellos, de quien no diré que fuera galicano, porque mayor enemigo de Francia y de sus cosas no ha nacido en España, pero sí que hispanizó terriblemente, afeando con ésta y otras manías, propias de su genio áspero, indómito y soberbio, una obra extraordinaria, monumento insigne de ciencia y paciencia. Tal es la Historia crítica de España, de la cual llegó a publicar veinte tomos el P. Juan Francisco Masdéu desde 1784 a 1805 (2337). Libro es éste de muy controvertido mérito, y, sin embargo, irreemplazable, y para ciertas épocas único, no tanto por lo que enseña como por las fuentes que indica, por los caminos que abre y [484] hasta por las dudas racionales que hace nacer en el espíritu. Más que historia son disertaciones críticas previas y aparato e índice de testimonios para escribirla. Las notas valen más y son más útiles que el texto. Pero cuando Masdéu empuña el hacha demoledora y empieza a descuajar el bosque de nuestra historia con el hierro no de la crítica, sino de la negación arbitraria y del sofismo; cuando duda no más que por el prurito de dudar, tala implacable los personajes y hechos que no le cuadran en o le son antipáticos o no encajan en su sistema, o declara a carga cerrada apócrifos cuantos privilegios y documentos se le oponen o le estorban, duélese uno profundamente de que tanto saber y tanta agudeza fuesen tan miserablemente agotados por el viento iconoclasta de aquel siglo. Masdéu es en historia la falsa, altanera y superficial crítica del siglo XVIII encarnada.

Esta crítica tocó a la jerarquía eclesiástica como a todo lo demás. Los tomos 8, 11 y 13 abundan en proposiciones aventuradísimas, que les han valido ser puestos en el Índice de Roma donec corrigantur. En España se levantó general clamoreo contra él y hubo quien le supusiese comprado por los jansenistas. Nada más falso; Masdéu era harto independiente y recto para venderse y amaba bastante a la Compañía de Jesús, en la cual vivió y murió, para hacerle traición coligándose con sus más venenosos enemigos. Pero Masdéu adolecía de una ilusión histórica y de una soberbia científica desmedida. Como a muchos de aquel tiempo, púsosele en la cabeza, entusiasmado con las glorias de la primitiva Iglesia española, que era posible restablecer en su pureza aquella antigua disciplina, única verdadera y sana; de donde dedujo que todo cuanto había acaecido en España desde las reforma cluniacenses y la venida de los monjes galicanos la abolición del rito mozárabe eran usurpaciones e intrusiones de la corte romana, favorecida y ayudada por los franceses. Esta es la tesis que late en toda la Historia de Masdéu, repetida y glosada hasta la saciedad no sólo en los tomos impresos, sino en cuatro más que existen inéditos (2338) y en un opúsculo titulado Religión española, escrito en Barcelona en los primeros meses de 1816, cuando el autor estaba ofendido y agraviado por disgustos de intra claustra. Este manuscrito acaba de publicarse en la Revista de Ciencias Históricas de Barcelona, con no muy buen acuerdo (2339). Tiene más de escandaloso que de útil; las regalías son hoy vejeces; en iglesias nacionales nadie piensa; y para conocer a Masdéu, nada añade ese papel que no supiéramos por su Historia crítica y por la Apología católica, en que, queriendo sincerarse, empeora su causa, como incapaz de guardar término ni mesura en nada (2340). En su historia de la España gótica [485] todo está sacado de quicio y envenenado; véase, por ejemplo, cómo narra él las supuestas disputas de San Braulio y San Julián con la Santa Sede. Quien siga extensamente el tomo primero de esta nuestra obra, hallará otros ejemplos de este ciego furor con que Masdéu interpreta la historia, siempre que se atraviesan regalías, inmunidad personal o local, concilios nacionales, jurisdicción pontificia, liturgia gótica, etc.

¿Y todo para qué? Y esto es lo más triste. Con ese fantasma de Iglesia española se amparaban decretos como el de Urquijo, y venía a renglón seguido el estupendo canonista marqués de Caballero, que los suscribía, preguntando con gran misterio si la publicación de los concilios de Toledo en la colección canónica que preparó el P. Burriel, y que iba a imprimir la Biblioteca Nacional, contendría algunas especies perjudiciales a la potestad real o a la paz del Estado. Oportunamente le advirtió el fiscal Sierra que los tales cánones eran más conocidos que la ruda, como que los habían impreso García de Loaysa, Aguirre y Villanuño, por lo menos. Si no aciertan a ser del dominio público, Caballero, Urquijo y Godoy los prohíben y los mutilan por revolucionarios, teocráticos y antirregalistas (2341), a la manera que reservadamente mandaron en 2 de junio de 1805 quitar de la Novísima recopilación las leyes en que se habla de cortes o se cercena algo de las facultades del monarca. «Conviene más sepultar tales cosas en un perpetuo olvido -decía Caballero- que exponerlas a la crítica de la multitud ignorante.»

A tan vergonzoso estado de abyección y despotismo ministerial había llegado España en los primeros años del siglo XIX. La centralización francesa había dado sus naturales frutos, pero era sólo ficticia y aparente. La masa del pueblo estaba sana. El contagio vivía sólo en las regiones oficiales. Todo era artificial y pedantesco; remedo y caricatura del jansenismo y del galicanismo francés, como lo habían sido en Italia el regalismo de la Historia civil de Nápoles, de Giannone, o las reformas de Escipión Ricci, o la farsa semisacrílega de Pistoya. Aquellos goticismos e hispanismos cayeron en la arena y no fructificaron. La rueda superior que dirigía toda aquella máquina, ya la descubriremos en el capítulo siguiente. [486]